I
Playlist: Always gold —Radical Face/ He ain't heavy, he's my brother -The Hollies/ Summer skeletons —radical face/ Family portrait —radical face/ Small hands —radical face/ Brother —NEEDTOBREATHE/ the crooked kind —radical face/ When we were Young —the wild wild/ Uneven odds —sleeping at last/ I'll keep you safe —sleeping at last
(Travis: once años de edad.
Sean: seis años de edad.)
El sol caía detrás de la granja Clarkson, creando pinceladas naranjas y rosas en el cielo, pero a los niños no les importaba que el rocío de final de la tarde les mojara el cabello y se impregnara en sus ropas manchadas de tierra: al menos así podrían refrescarse luego del largo día de agobiante calor de verano.
Una camioneta de color verde irrumpió en la propiedad, creando una nube de polvo a su paso, y Travis y Sean vacilaron con sus espadas hechas con ramitas levantadas en el aire para ver como el vehículo se detenía frente a la casa principal y dos hombres vestidos de rojo salían y subían el porche. Regan, el padre de los niños, salió antes de que tocaran la puerta, ya con cerveza en mano, y Travis, el mayor de los dos por cinco años, pudo ver la cara de desprecio que el hombre puso incluso desde los treinta metros de distancia que estaban. No llegó a escuchar la conversación, pero por cómo los echaba con las manos Travis supuso que no debía estar muy feliz.
Regan le había explicado a Travis que cada año en esas fechas los militares pasaban por las casas de todos en el pueblo para "tomar prestadas" para la guerra, que parecía tan solo seguir extendiéndose en vez de frenar. Una vez Travis lo escuchó decir que también era culpa de Sean que la guerra se desatara, ya que había iniciado pocos días después de que él naciera, pero él quería creer que era una de las muchas tonterías que su padre decía cuando estaba borracho y tan solo necesitaba culpar a su hijo más pequeño de todos sus males. Como la muerte de Colette, por ejemplo.
—¿Por qué se están llevando al cordero? —preguntó Sean con infantil curiosidad, señalando con su espada a los dos hombres que tomaban al pequeño animal chillante y lo cargaban dentro de la camioneta. El niño tuvo que entrecerrar los ojos a pesar de llevar unos anteojos de grueso marco negro. Travis anotó mentalmente que debía decirle a su padre para que llevase a Sean otra vez al médico, pero era probable que creyera que no era necesario.
Regan, apoyado en el marco de la puerta, miraba con furia a los militares que se llevaban la comida. Años anteriores había intentado oponerse, pero siempre terminaba de la misma manera: golpeado, amenazado e incluso en una ocasión con una costilla rota. Travis tuvo que cuidar de su padre, de la granja y de Sean con tan solo diez años, pero lo hizo gustoso con saber de que era útil.
Travis pinchó a Sean en el costado para que apartara la vista de los militares. «Al menos no entraron a casa» pensó Travis. Su padre siempre se enojaba más cuando entraban y se llevaba cosas.
—No importa, Grandulón —le dijo y lo golpeó en la cabellera castaña igual a la suya con el palo. Sean lo miró con los ojos entrecerrados y un puchero mientras se sobaba la cabeza—. Vamos, te estoy ganando. Ya te maté tres veces, deberías estar en el piso.
—¡No! —gritó el menor, blandiendo la improvisada espada e intentando golpear a Travis. Él se apartó riendo y corrió en dirección al fuerte de madera que habían construido el verano pasado—. ¡Ven aquí, Travis!
Travis lanzó una risotada y miró hacia atrás para ver a Sean casi tropezar con sus propias piernas. Los hombres del ejército pasaron a toda velocidad cerca de ellos; Regan se metió dentro de la casa con un portazo.
—¡Alcánzame si puedes!
Travis dejó caer la espada y corrió lo más rápido que pudo; sabía que si Sean lo "mataba" se pasaría toda la semana molestándolo con que le había ganado. Pero antes de que pudiera entrar al pequeño refugio de madera con una sábana vieja de puerta, Sean lo empujó con toda la fuerza que su flacucho cuerpo de seis años le permitió, y ambos rodaron por el suelo de tierra, riendo, y casi destrozando el fuerte. Sean logró ponerse de pie y subirse encima de su hermano antes de que él pudiera levantarse. Tomó su espada y lo golpeó en la cabeza.
—¡Te gané! —exclamó con júbilo.
Travis gruñó y se lo quitó de encima con un empujón, pero sonreía. Había pocas cosas que lo hacían tan feliz como ver a su hermano contento. Sus anteojos habían rodado fuera de su cara, por lo que Travis se los alcanzó.
Sean volvió a reír y se acostó, jadeante, al lado de Travis, hombro con hombro, mirando el techo de madera y paja que dejaba entrar el agua siempre que llovía. Regan prometía arreglarlo cada vez que estaba de buen humor, pero jamás lo hacía. Acostados como estaban solo sobraban un par de centímetros a cada lado.
El sol estaba terminando de esconderse en el horizonte, las estrellas estaban asomándose y la había temperatura descendido. Las cigarras habían comenzado a cantar en la lejanía, anunciando que dentro de poco deberían entrar a la casa para comer.
—¿Qué crees que harán esos hombres, allá del otro lado del río? —preguntó Sean.
Travis se encogió de hombros, moviendo la paja bajo él.
—No estoy muy seguro. Esconderse, tal vez. Y comer nuestra comida. Papá dicen que se matan entre ellos.
—Que horrible. ¿Quién querría ir a un lugar así?
—Los locos —contestó Travis.
Sean volteó para ver a su hermano con sus redondos ojos color miel abiertos de par en par.
—Pero tú siempre dices que estoy loco. ¿Eso significa que iré con ellos? —la voz de Sean estaba teñida de auténtico horror.
Travis rodó los ojos y suspiró exageradamente como su padre solía hacer cuando estaba cansado; al él le divertía imitarlo cuando no lo estaba viendo.
—No, tonto. No es lo mismo. Además, eres muy pequeño. —Le pellizcó un brazo—. Mira esos musculitos. Apenas si puedes con las gallinas.
Sean lo apartó de un manotazo y le sacó la lengua.
—Ellas corren de mí, yo nada más las quiero ayudar.
Travis se puso de pie, su cabeza a pocos centímetros del techo, y se sacudió el polvo de la ropa y el cabello. Sean lo imitó, pero varias hojas secas quedaron atrapadas en la parte posterior de su cabeza. Travis se las quitó de forma ausente.
—Hay que entrar a casa —comentó—, sino papá se enojará.
Sean bufó y caminó fuera del fuerte a paso pesado. Travis sostuvo la sábana para que pasara.
—Algún día me iré de aquí, al otro lado del océano. Y me encontraré con piratas. Y construiré muchos fuertes. —Los ojos del niño brillaban aunque tratara de esconderlo. Estaba acostumbrado a oír que sus ideas eran meras ocurrencias infantiles sin sentido, pero con Travis todo era diferente: él sí le creía.
—¿Ah sí? —Travis lo empujó, haciendo que se tambalease y casi tropezara con sus propios pies—. ¿Y cómo harás eso?
Sean puso los ojos en blanco.
—Nadando, dah. —Puso los ojos en blanco.
—¿Y si te come un tiburón?
—Eso no pasará porque seré domador de tiburones.
—Si es que papá te deja... —murmuró Travis.
Sean se quedó callado y bajó la cabeza. Regan no necesitaba expresarlo con palabras para que ambos hermanos lo supieran: sus vidas se basaban en la granja, y alguien debía hacerse cargo de ella cuando él no estuviera.
—En serio, Travis —musitó momentos después—. Cuando sea mayor, quiero irme y descubrir nuevos lugares. Y quiero ir contigo.
Travis le rodeó los flacuchos hombros con el brazo y lo atrajo contra su costado. Quien no los conociera y los viera de lejos no creería que eran hermanos: Travis siempre había sido mucho más robusto que Sean y tenía un carácter más tranquilo, no hacía tantas preguntas, y siempre obedecía lo que su padre decía.
—Vamos, Grandulón. Primero tienes que comer para crecer.
Sean suspiró y le sonrió.
Las bisagras rechinaron cuando el mayor empujó la puerta. Regan había encendido las lámparas de aceite, por lo que Travis supuso que los cables de electricidad debían de haberse vuelto a cortar. Los únicos sonidos que se podían escuchar dentro de la casa era el burbujeo del agua hirviendo y la cuchara de madera golpeando contra la abollada olla.
Sean se sentó en su silla de madera hecha a mano y contuvo la respiración como siempre hacía cuando había un silencio sepulcral; lo ponía nervioso, como si algo malo fuera a pasar.
—¡Travis! —la exclamación de su padre llegó desde la pequeña cocina—. Ven a poner la mesa.
—Sí, señor.
Travis corrió sin vacilar hasta su padre y comenzó a colocar los cubiertos sobre la mesa.
Regan irrumpió en el comedor a través de la abertura sin puerta que conectaba ambas habitaciones. Le lanzó una mirada penetrante que hacía que Sean se encogiese en su asiento y gruñó como un animal; incluso desde donde estaba podía oler el aliento a alcohol. Se dejó caer en la silla frente al niño y golpeó la mesa con el puño. Sean se sobresaltó.
—¿Y tú piensas quedarte ahí sentado sin hacer nada? —cuestionó con desprecio—. Ve a ayudar a tu hermano.
Sean se puso de pie de un salto y corrió detrás Travis como alma que se lleva el diablo. Travis le pasó dos platos de vegetales al vapor por los labios apretados en una fina línea; Sean le dio una media sonrisa para intentar calmarlo.
Comieron el silencio, con el sonido de los tenedores golpeando los platos de porcelana y rompiendo la quietud. Sean le daba miradas furtivas a su padre de vez en cuando mientras revolvía la comida en su plato. Odiaba la comida de su padre, tenía gusto a cartón y jamás encontraba el punto justo de cocción: o se le quemaba, o le salía cruda.
—¿Qué tanto me miras comer? —le gruñó Regan a su hijo pequeño cuando terminó de masticar. Sean había aprendido identificar los diferentes niveles de alcoholismo de su padre: en aquel momento se podía notar que había estado bebiendo, pero no demasiado como para arrastrar las palabras y tambalearse al caminar—. ¿Por qué no comes tu comida?
Sean bajó la mirada al plato. Las verduras casi se habían enfriado.
—Te estoy hablando. Mírame cuando te hablo, ya te lo he dicho. —Sean apenas levantó la mirada. Travis siempre le decía que cuando hacía eso parecía un cachorro indefenso—. ¿Acaso no te gusta o qué?
—Sí me gusta, señor. —Sean se llevó una zanahoria a la boca y la tragó con dificultad.
Regan frunció el ceño. Había bolsas debajo de sus ojos, más profundas de lo normal. Le arrebató el tenedor de la mano con brusquedad.
—¿Cuántas veces debo decirte que no me mientas? Vas a ver lo que es pasar hambre —lo amenazó y golpeó la mesa con el tenedor. Sean tragó saliva, pero no se movió ni un milímetro. Travis también había dejado de comer y miraba la escena a la que ya tan acostumbrado estaba con un nudo en la garganta—. Deberías estar agradecido por tener un plato de comida caliente frente a ti y un techo sobre tu cabeza.
Sean no dijo nada, pero temblaba visiblemente.
—Vete a tu cuarto. ¡Ahora! —bramó Regan con las venas del cuello marcadas de la ira.
Sean se levantó de un salto de la mesa, casi tirando la silla en el proceso, y salió a paso acelerado hasta su cuarto con las lágrimas picando detrás de sus ojos.
Regan suspiró pesadamente, se frotó el rostro y le dio el último trago a su cerveza. Travis se llevó un bocado a la boca con lentitud, como si no quisiera que su padre se diera cuenta que él también seguía en la mesa.
—Hay que ahorrar dinero a partir de ahora —dijo unos momento después con el tono más calmado mientras pasaba la comida de Sean a su plato—. Esos imbéciles se llevaron la mitad de los animales, así que tendré que comprar algunos antes del invierno si queremos sobrevivir. Tendrás que decirle a la señora Irvine que arregle tus ropas y las de tu hermano, no sé cuándo podremos comprar nuevas.
Travis asintió y bajó la mirada a su plato. Quería terminando lo antes posible para poder retirarse.
La señora Irvine vivía en la granja vecina, y era una mujer muy agradable, viuda y ya entrada en edad. Sean y Travis iban a su casa siempre que podían, ya que ella los trataba como si fueran sus nietos. Solo tenía una sobrina, Nancy, que iba de vez en cuando y solía jugar con ello. La señora Irvine les cocinaba tartas y les arreglaba la ropa a cambio de que ellos la ayudaran en algunas cosas, como ir a comprar cosas al pueblo cuando las piernas le dolían demasiado o simplemente hacerle compañía. Los chicos la adoraban porque siempre los hacía sonreír.
Luego de terminar de comer, Regan se fue a dormir a su cuarto arrastrando los pies; Travis se dio cuenta de lo agotado que estaba por como tenía los hombros caídos y la cabeza baja. El niño lavó los platos con rapidez y cuando escuchó que su padre estaba roncando, se escabulló al cuarto de Sean con una hogaza de pan y un vaso de agua.
Sean estaba acostado en la cama, mirando el techo, y con un soldadito de plomo en la mano como un especie de amuleto. Los anteojos descansaban en la mesita de noche.
—Oye, Grandulón —Travis se sentó en el borde de la cama y le hizo cosquillas en el pie desnudo para hacerlo sonreír—. Te traje esto.
Sean se sentó a su lado y tomó el pan que le ofrecía. Travis estudió su rostro mientras le daba una mordida.
—¿Cómo estás? —preguntó con calma.
Sean se encogió de hombros y le dio un trago a su vaso. Travis se mordió el labio.
—Mañana te llevaré a un lugar secreto, ¿quieres?
Los ojos de Sean volvieron a brillar y le sonrió, mostrando la ventana donde deberían estar sus paletas. Travis se alegró de ver que no parecía tan afectado por su padre.
—¿A dónde iremos? —preguntó con revivida emoción—. No me digas que a comprar animales, hay un olor a excremento horrible y siempre me aburro —Sean arrugó la nariz como si pudiera oler el hedor.
Travis rió y sacudió la cabeza.
—Es una sorpresa.
Sean sacó el labio inferior y lo miró suplicante.
—Dimeeeeee.
Travis negó con la cabeza y se llevó un dedo a los labios. Le sacudió el pelo a su hermanito.
—Termina de comer y duerme. Ya verás que te encantará.
——x——
Se levantaron temprano aquel día para hacer sus trabajos diarios. Travis se negó a contarle a Sean cuál era su plan para la tarde por mucho que él insistiese, hasta que por el mediodía volvió del granero con dos cañas de pescar y el niño lanzó un grito de alegría.
Caminaban descalzos por los pastos altos cercanos a la laguna. Travis llevaba las cañas de pescar en una mano y la comida y la carnada en la otra, mientras que Sean tenía los zapatos de ambos colgados de dos dedos en cada mano. El sol estaba alto en el cielo y casi no había nubes, por lo que habían tenido que sacar los viejos gorros de paja que a veces usaban para trabajar en el huerto.
Se sentaron en la orilla, cerca de los juncos que bailaban al viento, y Travis metió los pies en la fría corriente, moviéndolos mientras preparaba la carnada.
Sean miró el agua con una sonrisa pícara, y luego a su hermano. No pudo evitar el impulso de quitarse la camiseta rápidamente y tirarse al agua, salpicando a Travis en el proceso. Él silbó entre dientes al sentir el repentino contacto helado.
—¡Sean! —lo reprimió Travis—. ¡Espantarás a todos los peces!
El pequeño sacó la cabeza del agua y la sacudió como un perro. El pelo se le aplastaba alrededor del cráneo como una pesada manta casi negra.
—¡No seas amargado, Travis! ¡Pareces papá! —Sean le salpicó agua antes de que pudiera cubrirse o apartarse.
Travis rodó los ojos y siguió con su tarea.
—¿Acaso olvidaste como te gané ayer con las espadas? —lo provocó Sean, gritando con las manos alrededor de la boca—. ¡Se lo contaré a todos en la escuela!
Sean sabía que había tocado un punto se sensible, y lo miró desafiante. Travis se debatió internamente solo un momento antes de quitarse la camisa entre tropezones.
—¡Ya verás! —bramó.
Travis se lanzó a la laguna y la corriente casi lo arrastró. Por suerte no era muy profundo, apenas si le llegaba a las axilas, pero Sean debía mantenerse cerca del borde para que el agua no le tapara la cabeza. Sean reía, y se alejó corriendo como pudo laguna adentro para escapar de Travis. La arena bajo sus pies y las piedras llenas de musgo hacían que se resbalara y el agua le entrara en los ojos y la boca.
Travis nadó hasta alcanzarlo, y lo tomó por el torso para levantarlo a la altura de su pecho. Sean chilló y comenzó a patalear.
—¡Bájame, Travis! —gritó, haciendo que su voz salga un tono más agudo.
—¡No! —gritó el otro a su vez—. ¡Esta es mi venganza!
Sean volvió a chillar pidiendo auxilio aunque sabía que nadie lo podía escuchar. Su boca logró alcanzar el brazo de su hermano y lo mordió con fuerza. Travis gritó y lo lanzó de vuelta al agua, a la parte más profunda.
Sean salió a la superficie boqueando por aire y braceando por mantenerse a flote; mechones de pelo le tapaban los ojos. Mientras, Travis reía tanto que su rostro se había puesto rojo.
—¡Cállate, Travis! ¡No es gracioso! —gritó y el agua le entró en la boca, haciéndolo toser, y Travis rió aún más fuerte.
Sean gruñó y nadó hasta la orilla. Al pasar al lado de su hermano lo empujó por el pecho con ambas manos, pero Travis solo se tambaleó un poco. Todavía más frustrado, se sentó en la hierba cruzado de brazos y haciendo pucheros.
Travis salió del agua y se sacudió para quitarse el exceso de agua. Sean se apartó unos centímetros cuando él se sentó junto a él. Quería estar enojado, pero sabía que le era imposible enfadarse con Travis.
—Te gané —se mofó Travis con una gran sonrisa, acercando pegando la nariz a la mejilla de su hermano.
Sean lo apartó de un manotazo y Travis volvió a reír con fuerza.
Habían espantado a los peces, pero ahora no les importaba demasiado. Sus camisas estaban mojadas por lo mucho que habían salpicado, pero pronto se secarían al sol. Se podía escuchar el cantar de los pájaros en lo alto de los árboles y flujo del agua. Por un momento, Travis deseó tener su guitarra con él, aunque hacía solo un par de semanas que la señora Irvine le estaba enseñando.
—¿Sabes? —comenzó Travis con una sonrisa y la mirada fija en el horizonte—. Cuando era pequeño como tú, papá me traía a pescar aquí. Yo nunca sacaba ningún pez muy grande, pero con los que él pescaba podíamos comer por días. Mamá los cocinaba riquísimos.
Sean lo miró con curiosidad, su enojo se había evaporado en un segundo.
—¿Por qué papá nunca me trajo a pescar? —preguntó.
Travis se encogió de hombros y lo miró.
—No lo sé. Debe ser por tu cara fea —trató de bromear.
—Travis... ¿Por qué... por qué papá me odia tanto? —musitó, dubitativo, ignorando el comentario de su hermano—. ¿Es por lo de mamá?
Travis aferró inconscientemente con la mano el dije que llevaba en el cuello y se mordió el labio. Era un collar simple, con una fina cadena plateada del que colgaba una piedra redonda verde de mar. No valía nada, pero era uno de los pocos recuerdos que tenía de su madre, y tenerla cerca de su corazón hacía que sintiera que estaba con él.
—Papá no te odia, Grandulón —Travis intentó tranquilizarlo con una sonrisa—. No seas tonto. Él solo... todavía extraña a mamá. Y no es el mismo desde que ya no está.
—¿Es por eso que me echa la culpa? Yo... yo... nunca le quise hacer nada —habló de forma apresurada, las palabras trabándose al salir de sus labios—. Ni siquiera la recuerdo cómo era. No tendría que decirme que todo estaría mejor si yo no estuviera, eso no está bien.
Travis se acercó a él y lo rodeó con el brazo. Sean escondió el rostro en su pecho. El mayor pudo ver que Sean tenía un moretón en el brazo, probablemente cuando su padre lo había agarrado y sacudido por motivos que Travis ya no recordaba.
—Lo sé, Sean. A veces papá no sabe lo que dice. No debes creerle todo.
—Yo sí lo odio —murmuró—. Él no me quiere.
Travis cerró los ojos unos momentos y suspiró. Muchas veces él debía ser más que un hermano mayor, a veces debía ser un padre, o una madre, o lo que sea que Sean necesitara en ese momento, y era agotador. Había dejado de ser simplemente un niño desde que había comenzado a levantarse por la madrugada para darle un biberón a Sean porque su padre no podía soportar su llanto o estaba tan borracho por tapar su dolor que no lo escuchaba. Pero lo hacía porque quería y porque no soportaba ver mal a su hermanito, su tristeza entraba en su cuerpo como si fuera la suya propia. Él también quería odiar a su padre, pero no podía, Regan jamás lo había maltratado como lo hacía con Sean.
—No pasa nada, Grandulón. —Travis le revolvió el pelo mojado, que ahora se había vuelto negro—. Yo sí te quiero.
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