•Creatures lie here, looking through the windows•
Disclaimer: Los personajes pertenecen a Masami Kurumada, yo sólo estoy jugando con ellos.
Advertencias: Descripciones gráficas de la violencia, negligencia infantil y deshumanización.
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Luka tiene tres años cuando Zagreus de Cáncer, literalmente, lo arrastra del cabello por todo el camino. Llega en un manojo de gritos, lágrimas e insultos y es aventando al interior del Cuarto Templo sin mayores preámbulos. Cáncer no actúa amable con él, no planea hacerlo en un futuro cercano y, evidentemente, criará a su alumno de la única forma que sabe mejor: a través del dolor.
Pero Luka es un niño enojado desde el primer momento que pisa tierras helenas. Hay signos de desnutrición en su cuerpo y los moretones y la suciedad estropean la mayor parte de su rostro, que en otra instancia hubiera sido innegablemente atractivo, pero que ahora sólo le confiere un aspecto fantasmal; los ojos rojos, brillantes como brasas encendidas, produce la sensación de estar viendo directamente a un pozo en llamas.
Su padre no duda en entregarlo cuando toca la puerta. Tiene un vendaje alrededor de la cabeza que le cubre enteramente un ojo. Zagreus sabe que no volverá a ver con ese ojo. Tampoco puede asegurar que le esté haciendo un favor al niño: el Santuario es ciertamente un campo de guerra y Luka sólo es otra alma al matadero.
Su cosmos, despertado a fuerza de rabia y desesperación, pertenece indudablemente al de un Santo de Oro. Es eso lo que anuncia Star Hill y llama la atención de Shion, provocando que envíe a Zagreus. Luka será el futuro Caballero de Cáncer.
Entonces, pronto se hace conocido por su mala actitud y su profunda rabia, mayormente despecho, hacia todos y todo; su lengua es tan afilada como un cuchillo y cualquier interacción con él acabará irremediablemente en una maraña de golpes. Los rumores corren y no se hacen esperar para sentenciar un destino que, en defensa del niño, ni siquiera es conciso para Shion: será peor que su Maestro.
Aquello le viene sin cuidado a Luka. Es un niño brillante, como todo candidato a una cloth de oro, y no le cuesta casi nada ponerse al día con las lecciones de Zagreus. Puede que el mundo, el destino, le parezcan una gran broma, pero estará condenado si permite que eso acabe con él. Luka es un sobreviviente, y hará lo que mejor sabe hacer: sobrevivir.
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En realidad, resulta que la primera lección siempre es la más difícil:
El niño se despierta.
Ya no está seguro de si es la primera vez que despierta, o la centésima, o si acaso ha dormido en lo absoluto; él simplemente cobra vida aquí, como si hubiera surgido de un pensamiento espontáneo. Pero sabe lo que es dormir y sabe que lo necesita, sabe lo que es el hambre y que la siente; sabe que en la oscuridad casi total que lo rodea hay otros sies muchachos, todos con los ojos muy abiertos y jadeando de pánico por la claustrofobia del encierro.
El aire a su alrededor está húmedo por el aliento jadeante, apestando a miedo y desesperación. Las paredes blancas, parecidas al vidrio, de su recinto son lisas y húmedas, rayadas con cal y heladas al tacto. No hay sonido desde afuera, y desde adentro sólo puede oír a los niños llorando por falta de algo más que hacer. No van a salir vivos, está seguro.
Uno de ellos muere durante una de sus etapas de vigilia; hay una suave exhalación, el sonido característico de una vida apagándose. El niño lo observa hundirse durante un período de horas, luego hincharse y luego hundirse de nuevo como si estuviera respirando, inmóvil, a un ritmo imposiblemente lento.
Los demás comienzan a recogerlo como fuente de comida, arrancando tiras de carne del hueso blanco sólo para vomitarlas momentos después; trozos de carne masticada caen al suelo y el olor de la bilis se mezcla con el de la descomposición, las lágrimas y el desasosiego.
El niño no intenta comer, aunque el olor a sangre casi lo enferma de hambre. Enfermarse aquí significaría la muerte, lo convertiría en el próximo en ser devorado. Todavía tiene, de alguna manera, suficiente instinto hacia la preservación para saber que eso no es lo que quiere.
Vuelve a dormir, o tal vez renace de nuevo, no puede estar seguro, pero se sobresalta y regresa al mundo real con el sonido de un panel que se abre en el costado de su pequeño pozo sin ventanas. Un hombre atraviesa el repentino hueco en la oscuridad, uno que conoce muy bien; no es alguien grande pero es imponente, con la espalda erguida y completamente seguro de sí mismo. Su barba negra está severamente peinada y lleva el cabello negro recogido en una coleta.
Una cicatriz atraviesa su ceja izquierda, dibujada baja y atronadora sobre sus ojos dorados.
Cuando se da la vuelta, el niño ve las líneas negras que se retuercen de una serpiente tatuada detrás de su oído.
Es el Maestro Zagreus.
—Bien —dice el hombre, inspeccionando los seis niños acobardados en la esquina y el cadáver abierto, sonriendo como si estuviera realmente complacido—. Ninguno de ellos me sirve. Has sido muy bueno —se acerca a él y le toca la sucia cabellera—. Sobreviviste -su toque es suave, extrañamente dulce.
Otros hombres entran al sitio. Están armados y son igual de imponentes, aunque carecen de la extraña aura de poder que gira en torno a Zagreus. Se llevan a los chicos mortificados, pero dejan a Luka.
Luka es sacado de su celda y luego bañado, y se le da ropa nueva, o la ropa que puede ser considerada "nueva" en este lugar.
Entonces es conducido a un salón sin ventanas cuyo techo es tan alto que parece desvanecerse en la oscuridad. Las antorchas descansan en candelabros a lo largo de la estructura y su luz se refleja en la resbaladiza superficie vidriosa de las paredes como si fuera líquido. El brillo, por tenue que sea, quema los ojos del niño.
El Templo de Cáncer.
—Ésta es tu casa ahora —explica el Maestro Zagreus, secamente—. Estás aquí para recibir entrenamiento y convertirte en miembro de nuestra Orden. Si fallas, morirás. Si desobedeces, morirás. Si hablas cuando no estás autorizado a hacerlo, serás sancionado. Pero si sigues las órdenes y te entrenas según las instrucciones, te alimentaré, vestiré y albergaré, y al final serás parte de algo más grande; un arma perfectamente afilada para un propósito ilustre.
El niño se pregunta si las armas llegan a ser nombradas aquí.
Luego se le muestra su propio dormitorio: poco más que una celda, similar a las cuatro paredes blancas que conformaron su infierno durante esa eternidad indefinida. En la habitación sólo hay espacio para un catre bajo y un pequeño baúl que el niño encuentra lleno de otros juegos de la misma ropa color polvo que lleva puesta. Como en todos los demás lugares que ha visto hasta ahora, no hay ventanas, sólo el plano liso e ininterrumpido de piedra vítrea que refleja su rostro como una especie de imagen residual: mejillas hundidas, cabello plateado y ojos rojos.
Agotado, de repente, simplemente cae sobre su catre y duerme su primer sueño real en no sabe cuánto tiempo.
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https://youtu.be/dVr1SiESQLE
Él no tiene un nombre aquí, no se lo merece. Es "niño" o "tú" o "gusano" o "cosa". Los nombres están reservados para aquellos que importan, aquellos que han demostrado ser dignos de reconocimiento, de un lugar en la Orden. Él piensa que pudo haber tenido un nombre una vez, pero si ese es el caso, lo olvidó. Renació en este lugar como todos los aprendices. No hay un «antes»; sólo queda lo que pasa después.
Los días están estrictamente reglamentados en el Santuario de Athena, más aún, bajo la rígida tutela de Zagreus de Cáncer; entrenamiento en la madrugada, lecciones, luego entrenamiento de nuevo. Raramente tiene tiempo para descansar o tratar sus heridas. No hay nada en este sitio excepto roca gris y polvo cambiante, y el perpetuo moretón del crepúsculo mientras el viento aúlla desde los picos en sintonía con los fantasmas. Recuerda, o cree recordar, el cielo azul y los árboles verdes, los amplios campos y los viñedos que se balancean, aunque con el tiempo esos recuerdos también comienzan a desvanecerse.
Lleva allí varios meses cuando el Maestro Zagreus solicita su presencia en el comedor.
—Te ha ido bien en tu entrenamiento —dice, mirando al niño por encima de sus dedos entrelazados—. Has sido el mejor alumno que he tenido hasta la fecha. Hubo muchos antes que tú, pero todos murieron. Por eso creo que estás listo. ¿Te piensas capaz?
El niño siente como si estuviera brillando, como si simplemente pudiera elevarse y trascender, tan ligero en su corazón igual que una pluma. Nadie se ha tomado el tiempo suficiente de ser amable con él, de ver más allá de su perpetua ira y ofrecerle algún tipo de elogio, y escucharlo de la boca del Maestro Zagreus hace que cada respiración, cada hueso roto y cada pequeña herida valga la maldita pena; en pocas palabras, es un honor.
Piensa que si fuera a morir en ese instante, podría sucumbir gustoso a su destino sabiendo que ha cumplido su propósito fundamental.
Zagreus tiene una pequeña canasta en su regazo. El niño lo observa rebuscar en su interior. Por un segundo, cree que ha empezado a imaginar cosas porque no hay manera de que su maestro pueda albergar una expresión tan suave.
—Un regalo —dice Zagreus, extendiendo la forma que se mueve y maulla.
Es un gatito, tan joven que todavía está ciego, con las orejas dobladas y apelmazadas contra los lados de su cabeza, como si no estuviera listo para enfrentarse al mundo. No pesa casi nada en su agarre y es tan cálido, tan pequeño que tiene miedo de dejarlo caer, de cerrar su puño y aplastar esta cosa frágil que de un momento ha otro se ha convertido en la criatura más hermosa del planeta. El gatito es todo pelaje oscuro, nariz rosa y encías vacías mientras llora por su madre. La respiración del niño se acelera, y sus ojos se llenan de algo parecido al asombroso.
—Ella es tuya ahora —dice el Maestro Zagreus.
Así que es «ella».
—Debes cuidarla, criarla, alimentarla y mantenerla a salvo. Por medio de estas acciones me demostrarás que estás preparado para asumir la responsabilidad de un Santo de Oro. Harás eso, y luego... lo sabrás.
El niño sabe que no puede responder para no ser castigado por hablar fuera de lugar, pero se inclina profundamente en señal de agradecimiento y acuna al gatito cerca de su pecho. Ella parece calmarse con los latidos de su corazón, buscando ciegamente el calor de su piel.
Es un tesoro como nunca antes había conocido y la ama, de inmediato y con la fuerza suficiente para arrancar las estrellas del cielo.
Él la llama Lyra y siente el peso de otorgar un nombre directamente en sus huesos. Puede que él no tenga uno propio, pero es lo mínimo que ella se merece; algo que no sea simplemente "cosa" o "gatito".
La alimenta con un trapo mojado en leche y más tarde, una vez que ella es mayor, con un pequeño plato de hojalata que había robado de las cocinas y reutilizado como suyo.
Ella crece y se transforma en un espectáculo de elegancia felina; sus ojos se abren y sus oídos se despliegan y empieza a dar vueltas y saltar sobre los pies del niño cuando está tratando de dormir. Ella se vuelve adecuadamente esponjosa y se sube a sus hombros mientras él hace su día, pequeñas garras afiladas clavándose en su piel a través de la delgada tela.
En la noche, ella se acurruca cerca de su rostro y ronronea, el suave y pulsante murmullo lo induce a un sueño reparador.
A veces, cuando está demasiado herido para moverse y el Maestro Zagreus lo deja solo en su habitación, ella le trae ratas y le ruega que se las coma con un cabezazo en el hombro, en la mejilla, un maullido agudo y lúgubre que él es incapaz de corresponder. Sabe que tiene buenas intenciones, pero, Dios, no va a comer ratas. Y luego, cuando el dolor de sus heridas no se desvanece y está enfermo de náuseas, entierra su rostro en el suave pelaje negro y llora por la pérdida de algo a lo que no puede dar nombre.
Pero Lyra todavía lo ama, todavía lo conoce, todavía viene y se acurruca en su pecho en la oscuridad y ronronea su suave canción de cuna. Ella todavía lo deja derramar sus lágrimas de frustración y dolor en la suavidad de su pelaje para que los demás no lo vean.
Ella se está haciendo mayor ahora, más contenta de dormir en el catre del niño que montarse en su hombro, pero sigue cazando. Lyra no pierde la gracia silenciosa de sus movimientos cuando acecha a una presa, mientras él la imita en el relativo aislamiento de su habitación, hasta que se vuelve tan silencioso como una sombra; rápido, ligero, letal...
Pero un día, Zagreus lo llama.
—Bueno —dice, con una extraña nota de orgullo en su voz que el chico nunca ha escuchado antes—. Has hecho un buen trabajo. Es la hora.
Es la hora... ¿La hora de qué?
En un movimiento que recuerda tanto a la última vez que el niño estuvo en este lugar, no hace mucho tiempo, el Maestro Zagreus mete la mano dentro de su capa y le presenta un bulto peludo al niño con la solemnidad del ritual.
Es Lyra.
Está bajo el influjo de Zagreus, con los ojos vidriosos, completamente flácida en el agarre del Caballero como nunca lo ha estado antes. El niño la acerca, la sostiene en sus brazos, firme incluso cuando el temor empieza filtrarse en las grietas de su estoicismo como agua, como humo, una baba viscosa que cubre el interior de sus pulmones y le dificulta la respiración.
—Toma —dice Zagreus, extendiéndole un cuchillo con la hoja llena de pequeños dientes, un objeto claramente diseñado para el propósito que imagina—. Mátala.
El miedo que recorre su cuerpo es diferente a todo lo que ha sentido en su vida. Es como una serpiente que se arrastra sobre su pecho y le oprime los pulmones, impidiéndole hacer otra cosa que no sea mirar fijamente su propio rostro reflejado en la hoja del cuchillo. Casi no puede respirar.
—No —responde. Es lo primero que ha dicho en semanas y le sorprende la aspereza de su voz—. No lo haré —vuelve a decir.
Zagreus levanta una singular ceja y hace girar la hoja en su mano con una gracia depredadora que transmite toda su amenaza, toda la brutalidad que es capaz de infligir con esta simple lección.
—¿Qué te dije cuando llegaste? —indaga el Santo de Cáncer, el hielo deslizándose en su voz.
—Si fallo, moriré —recita el niño—. Si desobedezco, también moriré.
—¿Y luego?
—Si hablo cuando no estoy autorizado a hacerlo, seré castigado.
—Entonces obedece. No me dirijas la palabra y haz exactamente lo que te he ordenado; mata al maldito gato, niño.
Los gatos son criaturas pequeñas y frágiles, y él ciertamente puede sentir el peso de su vida con una facilidad pasmosa al momento de sujetarla. Sus ojos están abiertos de par en par, en blanco, y el niño se queda largo tiempo observándola, incapaz de apartar la vista de ella. Está ensimismado, hipnotizado, memorizando los detalles de su pelaje oscuro, las orejas que se doblan un poco, la naricita rosa y los largos bigotes que le hacen cosquillas en la cara.
Lo siento, piensa, tratando de transmitirlo, de algún modo, a través de su tacto, a través de la intensidad de su mirada. Lo siento mucho.
El sonido que hace Lyra con el primer mordisco del cuchillo en la carne blanda de su estómago es uno que el niño escuchará en cada pesadilla, en cada sueño y delirio que lo atormentará por el resto de su vida. Ella se retuerce en sus brazos, dándose cuenta, finalmente, de lo que le está haciendo. El chico se muerde la lengua y la acaricia con tanta delicadeza como puede para mantenerla quieta incluso cuando vacila, incluso mientras ella grita. Tiene que terminarlo rápido. Toda su vacilación sólo le está causando más y más dolor.
—Otra vez —ordena el Maestro Zagreus.
Y lo hace; clava la punta de la hoja profundamente en su estómago, separando la piel para dejar al descubierto la forma carnosa de sus entrañas, el pulso vital de los órganos, la sangre resbaladiza que cubre sus manos y apelmaza el suave pelaje negro. No llora, no cree poder hacerlo, pero la bilis le quema la parte posterior de la garganta y las lágrimas se le han secado en los ojos.
De repente quiere caer de rodillas y clavar el maldito cuchillo en su propio pecho; quiere dibujar muescas profundas en sus costillas hasta solamente dejar un desastre astillado de huesos rotos y pulmones triturados; quiere arrancarse el corazón y ofrecérselo a Lyra para que ella lo perdone.
Lo siento lo siento lo siento lo siento, piensa, frenético, mientras ella deja de agitarse, mientras sus ojos se oscurecen, el cuerpo esponjoso y suave completamente inerte en sus manos resbaladizas. Lo siento. Por favor, perdóname. Lo siento mucho.
—Bien —dice el Maestro Zagreus, acariciando su mejilla con una amplia palma, manchando la piel de su pómulo con sangre, aún tibia—. Bien hecho.
Listo. Finalmente lo bautiza con sangre de gato como si lo hubiera planeado desde un principio.
El hombre continúa enseñándole todo lo que debe saber un Santo de Oro y no pasará mucho tiempo para que el niño se autoproclame a sí mismo DeathMask, una 'máscara mortuoria'. Pero eso será luego, cuando la mano del joven aprendiz atraviese el pecho de su maestro y arranque de cuajo el corazón palpitante; se convertirá en un presagio, una advertencia, el amo del Praesepe y aquél que encarna la muerte, el nihilismo y el mal absoluto.
Un arma perfectamente afilada para un propósito ilustre .
Así termina la lección de Zagreus de Cáncer; nada de lo que amas es tuyo para quedártelo, todo acaba en sangre.
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Querido lector, espero que haya sido una experiencia interesante :)
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