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Chapter two.

9:00 am.

Era la hora de entrada al bufete. Sin embargo, ella en ese instante culminaba su desayuno.

No era de seguir las reglas, al menos no todas.

Admiró su vestimenta en el espejo de la habitación y dio un ligero sentimiento de cabeza.

Un traje con el pantalón en azabache, al igual que el blazer y la camisa blanca. Generalmente, lo compraba dos tallas más grandes. Decía que en cualquier momento podría engordar.

Cabello rubio, le caía hasta los hombros en ondas superficiales. Nada de maquillaje, solo una fina capa de brillo en sus labios pálidos.

Calzó unos mocasines Gucci, cogió las gafas oscuras y antes de salir de casa se las colocó. Tomó de la encimera su bolsa y partió al trabajo a las 9:15 am.

En un Fiat 500 plateado, no salía de su coche ni porque le pagaron un millón de dólares. Era su único amigo, el verdadero.

Que no me escuche Angelina.

Pensó y se mordisqueó el labio inferior.

Condujo con parsimonia, ese día en específico no quería llegar a trabajar. Sentía mucho cansancio corporal y mental. Se estaba preparando para un juicio donde luchaba contra una mujer maltratada por su esposo y aparte, asesino. El hombre aniquiló a su hija, luego de abusar de ella. Todo un psicópata, un tipo peligroso. Cate acostumbrada a estas situaciones confiaba en su poder de abogada y su excelente dialecto para hablar frente a un juez en la corte, el desenvolvimiento que tenía le aseguraba a su subconsciente que una vez más, ganaría el caso.

Era una abogada familiar y penalista. Se apasionaba más por la segunda, le gustaba la acción; meterse a fondo en un caso, estudiar y conseguir por ella misma la información. No se fiaba del cliente, puesto que su experiencia le había enseñado que cualquiera puede mentirle, y así fue muchas veces.

La mejor del bufete y Albert Hampton lo sabía.

Estacionó a las afueras una librería. Debía hacer las paces con alguien y esa persona amaba los libros, más que todo las enciclopedias donde desarrollaban la vida y las características de los animales marinos. Catherine había visto en la televisión semanas antes, que una nueva edición sobre las ballenas y los leones marinos salía a la venta para esas fechas. Entonces, él ahí.

Era modesta, arrastró la puerta que hizo un ruido espantoso al abrirla. Una campana anunció la entrada de aquella rubia. El lugar desprendía un olor a rancio, miel y papel quemado. Cate se tensó, pero al admirar una anciana tras el mostrador tejiendo un pañuelo se tranquilizó.

―Buenos días ―vociferó. La vieja alzó la mirada y asomó una sonrisa de boca cerrada. Cate se subió las lentes a la coronilla―. ¿Enciclopedias?

―Pasillo dos ―pronunció la anciana, señalándole el corredor por donde debía andar―. Llegó mercancía nueva ayer.

―Gracias ―dijo y pasó por las estanterías con el objetivo de encontrar la edición de los animales marinos.

Diez minutos después lo encontró. Llegó a donde la viejecilla se encontraba y lo pagó. Explicó que se trataba de un obsequio, y la señora le hizo el favor de envolvérselo en papel de regalo en color azul rey.

Regresó su auto y dio marcha hasta Platinum Lawyers Company.

Iban a ser las diez de la mañana, casi una hora de retraso. Sin embargo, no se inmutaba por aparecer temprano en el bufete. Su jefe tampoco iba a reclamarle algo.

Pasó por la recepción y la mujer le entregó un sinfín de correspondencia, todas provenientes del caso que debían resolver dentro de poco. Esperaba ganarlo, su ambición no conocía límites cuando se trataba de algo que ansiaba conseguir.

Llegó al piso diez y pasó directo a la oficina de Angelina. Antes de ello quiso avisarle a Hampton que había llegado, solo que estaba ocupado con una arquitecta. Posó la mano sobre la perilla de la puerta e inhaló aire que contenía durante cinco segundos.

Al ver su rostro oculto detrás del monitor, exhaló y cerró la puerta.

―Hola ―verbalizó. Angelina siguió tecleando, también estaba llena de trabajo.

Era una abogada mercantil y casi siempre vivía metida en la corte de la cantidad de casos que le llegaban mensualmente.

―Buen día, Catherine ―croó la mujer―. ¿Qué haces aquí?

―Veme a la cara, por favor ―ordenó acercándose al escritorio de Angelina. Colocó las manos sobre la madera inclinándose ligeramente hacia ella.

Angelina Lascurain, treinta y dos años. Pelinegra, rica de cuna, ojos azules y la terrible enfermedad de la anorexia persiguiéndola desde los doce años. Sus padres la llevaron a especialistas, nutricionistas, los mejores doctores de Estados Unidos. Sin embargo, no lograron nada con ello. La pobre chica siguió preocupándose sobre su peso y la forma de su cuerpo. Nadie pudo ayudarla, ni siquiera Cate, que era lo más parecido a una amiga que ha podido tener en su vida. No tiene hermanos, primos, tíos, nada. Su familia se basa en mamá y papá. Considera también a muchos de sus sirvientes como parte de su familia, aunque no los una la sangre. Se graduó de abogada porque su padre la obligó. A los dos años de ejercerlo se enamoró del derecho mercantil y ahora ve su trabajo con amor.

―Siéntate, te saldrán raíces. ―Angelina dejó de redactar el informe y apoyó el mentón en sus delgadas manos. Cate le obedeció y de la bolsa sacó la enciclopedia. La dejó en sus muslos mientras se disculpaba con palabras.

―Angie, no debí tratarte así en la junta; sé que no era un buen momento para ti ―musitó, buscando su mirada―. No pensé antes de hablar, aunque no es excusa; es lo que se me ocurre para decirte. Lo siento.

―No pasa nada, rubita ―la disculpó. Así de rápido, era incapaz de guardarle rencor a una persona y menos a su única amiga. Cate le entusiasma y le extiende el libraco―. ¿En serio? ―La emoción por el regalo iluminó los ojos azules de Angelina. Catherine se enterneció―. Quiero adivinar cuál es ―expresó con la voz embarcada en alegría.

Tuvieron media hora de conversación hasta que Albert citó a cada uno para la reunión matutina. Aunque ya eran las once en punto.

Pasada la reunión Cate entró a su oficina con varias carpetas bajo la axila, había dejado la cartera en el despacho de Angelina que quedaba a dos puertas del suyo, ya luego la pelinegra se encargaría de llevárselo. Para esa semana debía finiquitar un caso de divorcio, algo sencillo y empezar a tramitar su estadía en la corte. Sentía mucho miedo solo que era incapaz de aceptar por una vez en la vida que percibía ese vacío en el estómago.

Tomó asiento y estiró la espalda, que la adhirió a la silla por completo. Bostezó y colocó a un lado las carpetas. Miró la nota puesta en el escritorio y la despegó, entre tanto la leía:

―Que caligrafía tan fea ―comentó en voz alta, arrugando el post – it y arrojándolo a la papelera. Marcó a la extensión de Albert y le atendió al acto.

Cuéntame, Catherine ―respondió por encima.

― ¿Quién es la que vendrá mañana? ―cuestionó revisando una carpeta con el bolígrafo entre los dedos―. Te dije que mi oficina sería la última en remodelar. No lo necesito, de hecho.

La señorita Brown terminará mañana con mi despacho. Sigue el tuyo, fue azar ―explicó casi a gritos. La rubia lo sacaba de quicio―. Ella me preguntó y yo le dije que seguía tu oficina. ¿Qué problemas tienes?

―Muchos, Albert. Estoy llena de trabajo no puedo arrimarme en la oficina de otro. Sabes que no ―espetó con las orejas rojas. Empezaba a calentarse de la rabia―. ¿Por qué no siguió la de Angelina?

Es azar, mujer. Deja de discutir. Además, no creo que Lascurain tenga problemas con tenerte unos días en su oficina.

― ¡Me niego! ―exclamó, dando un manotazo al escritorio. Ocasionó que cayeran dos de las carpetas y el lapicero―. Dile a esa mujer que tome otro lugar.

Contigo es imposible. Es más, tú misma se lo dirás. Tan cansona, tan peleona. En un rato te daré su número ―concluyó y cerró la llamada.

Cate sacó un grito frustrado y recogió lo que antes cayó al suelo.

Se concentró en su trabajo, adelantó dos de sus casos y dadas las tres de la tarde salió a almorzar o se desmayaría si no.

― ¿Vas a comer a esta hora? ―inquirió Thomas, miembro del bufete.

―No es tu problema, Collins ―escupió Cate y lo empujó con el hombro, dejándolo en medio del pasillo.

Llegó a la oficina de Angelina y entró sin tocar.

― ¿Almorzaste? ―le preguntó. Su bolsa había quedado en una de las sillas, la mujer no alcanzó a llevársela. Cate sacó su monedero y el móvil.

―No, me falta acabar el acta de divorcio y mandársela al abogado de la contraparte.

La rubia asintió y se sentó a esperarla.

―Voy a pedir mariscos. ¿Quieres?

―No.

―Sí.

―Catherine te dije que no, es demasiada comida para mí. Con una ensalada estoy bien.

―Y yo te dije que sí. Es hora que sueltes la mentalidad que tienes.

―Soy alérgica a los mariscos ―mintió. Cate alzó una ceja, y Angelina se carcajeó―. Está bien, solo un poquito.

―No quiero escucharte vomitar todo en el sanitario. Voy a matarte.

―Hecho. No lo haré.

Sin embargo, apenas culminaron su hora de almuerzo Angelina esperó que Cate saliera de su oficina y apuró el paso hasta los servicios y dejó las entrañas en el inodoro. Se cepilló y retocó el creyón en sus ojos.

Por otro lado, Cate releía un nuevo caso sobre un hombre que abusó sexualmente de una menor de edad. Ella debía defenderlo, pero la vena humana saltó y le susurraba que no lo hiciera. A menudo le ocurrían este tipo de situaciones, solo que alejaba el corazón del cerebro y se enfocaba en pensar cómo ayudar a ese hombre, aunque él fuera culpable de todo cargo que se le imputaba.

Había olvidado por todo el rato el problema que ella ocasionó sobre la remodelación de su oficina. Entonces, mandó un mensaje de texto a Albert y él le respondió con el número telefónico de Evangeline.

Lanzó el teléfono entre las cosas que tenía encima del escritorio y continuó leyendo la información, que vagamente se aprendía de memoria.

Albert se le adelantó y avisó a la arquitecta, para que llegara por la tarde al bufete. No soportaría el mal genio de Catherine White.

Eva cruzó la entrada principal y llegó directamente al ascensor. La recepcionista no refutó cuando la vio pasar y la castaña lo agradeció en silencio. Estaba nerviosa puesto que se le caería la cara de vergüenza si su trabajo no terminó de convencer al señor Hampton.

El elevador se detuvo en el piso que marcó y Eva caminó hasta el escritorio de la secretaria del CEO.

―Buenas tardes, señorita ―habló con pausas. Sentía el calor abrasarle las mejillas―. El señor Albert me-

― ¡Evangeline! ―exclamó el mencionado, abriendo la puerta de su oficina y topándosela a lo lejos. Con un ademán le indicó que se acercara y así ella lo obedeció.

― ¿Qué ha pasado, señor? ―preguntó inspeccionando el despacho con el corazón latiéndole a mil por segundo.

―La señorita White tiene problemas con que usted empiece con la oficina de ella el día de mañana ―puntualizó. Eva destensó la espalda logrando así acompasar su respiración―. Quiere ser la última, es que, está llena de trabajo y no le gusta ir de arrimada al despacho de otro.

―Entiendo ―respondió Eva, sin entender todavía―. Pero si comienzo con la de ella, podré terminar lo más rápido posible. ¿No cree usted?

―Por mí no hay rollo. La abogada es un poco...fuerte. ―Torció la boca en un gesto para exagerar la oración. Eva rio por lo bajo y asintió con la cabeza.

― ¿Ese es el problema que hay?

―En efecto. Ella quiere hablarlo contigo.

― ¿Dónde está esa mujer? ―cuestionó Evangeline preparándose para debatirle a la abogada.

―En su oficina, puedes ir de una vez ―indicó y la castaña salió cerrando la puerta.

Se hallaba nerviosa, ya que nunca había tenido problemas de este tipo en su carrera como arquitecta.

La puerta permanecía entreabierta y entre esa rendija admiró a la rubia. De espaldas a Eva rebuscando algo en su bolsa.

Los nervios de la castaña florecían aún más. Tragó saliva y tocó.

― ¡Adelante! ―exclamó. Evangeline se irguió y pasó. Los tacones resonaron y Cate se volteó―. ¿Usted es...?

―Eva ―carraspeó bajando la vista por un minuto―. Evangeline Brown. La arquitecta.

Catherine enarcó la ceja escaneándola en cuestión de instantes.

La imaginaba más adulta. Una mujer de cuarenta y tantos. Corpulenta y regia.

La rubia relajó el semblante y le extendió la mano.

―Catherine White, un placer ―se presentó. Eva se sentía intimidada por la imponente figura de la abogada―. Tome asiento, arquitecta.

La invitó al sofá, se sentaron una frente a otra.

―Entonces, ¿Cuál es el problema que usted tiene? ―cuestionó Eva controlando el sudor en ambas palmas de sus manos.

― ¿Le ve algún defecto a mi oficina, arquitecta? ―respondió con una pregunta.

La castaña cruzó una pierna sobre la otra, mientras Catherine la veía fijamente. Quería intimidarla como ella siempre lo hacía con otras personas. Y lo logró. Evangeline se tensó y bajó los hombros durante toda la conversación con esa mujer. Evitaba el contacto visual y se movía en el sofá cada que tenía la oportunidad.

―No, señorita White. Lo que quiero hacerle entender es que la siguiente oficina que sigue a remodelar es la suya. Así yo termino más rápido y usted puede retomar su trabajo en un sitio más amplio, moderno ―trató de explicarle, haciendo ademanes y guardándose las expresiones faciales que pudieran incomodar a la rubia.

― ¿Usted está siguiendo alguna lista? ―Eva frunció el ceño―. Me refiero a que sí Albert le dio algún papel donde se le obligue a continuar su trabajo aquí.

―Para nada. ―Negó con la cabeza.

―No veo el inconveniente para que tome otro despacho, ¿no lo cree? ―Cate mojó su labio inferior con la punta de la lengua.

Eva inhaló y exhaló dos veces consecutivas. La rubia observaba en silencio.

―Está bien. Usted puede quedar tranquila, abogada. ―Se incorporó y trató de sonreírle, sin embargo; le salió una mueca.

―Le agradezco en serio que lo haya considerado. A los demás no les molesta que usted trabaje en sus oficinas ―le dijo―. De hecho, lo necesitan más que yo.

―Vale. Que pase buena tarde. ―Se despidieron con un saludo escueto, y Eva salió lo más rápido que pudo de allá.

Bufó al perderla de vista y llegó a donde se situaba Hampton.

Tocó la puerta y él la dejó pasar.

― ¿Qué ha pasado, señorita Brown?

―Empezaré mañana con la oficina de otro abogado, usted puede indicarme la de quién ―objetó controlando la rabia que sentía por aquella mujer.

―Puedes escoger tú ―respondió sin mirarla.

―No. Quiero evitarme estos disgustos que me disculpa, pero son innecesarios ―espetó suspirando―. Dígame usted.

―La de Thomas Collins. No tendrás problemas con él, lo aseguro.

―Espero, señor Hampton. ¿Puede decirme cuál es? ―Pidió dirigiéndose al pasillo.

―Claro. ―Le sonrió y se encaminaron a la oficina de Thomas.

Albert le comentó lo que se debía realizar en esas paredes y Eva tomaba nota en su mente. Aunque, algunas veces se distraía, ya que recordaba el percance con la señorita White.

Thomas observó desde la recepción a la arquitecta y suspiró. Susurró algo a la secretaria de Hampton y caminó hacia ellos.

― ¿Los puedo ayudar en algo? ―inquirió llamando la atención de ambos. Eva se volteó y le sonrió―. ¿Qué tal?

―Collins, ella es Evangeline la arquitecta que remodelará el bufete ―la presentó con el hombre―. Tomará tu oficina por varios días.

―No tengo problema con ello, Albert ―respondió sin dejar de verla―. Un gusto, señorita. ―Le extendió su mano y la mujer la estrechó.

―El placer es mío.

―Tómate el tiempo que quieras, Evangeline ―la tuteó sin siquiera pedirle permiso―. Soy de acomodarme donde sea y trabajar a la perfección.

―Gracias, pero no suelo demorarme demasiado ―vociferó―. Con su permiso, señores.

Eva se retiró despidiéndose de ambos. Suspiró y llegó a las afueras del rasca cielo. Cogió un taxi y regresó al edificio de arquitectura. Recogió sus cosas y cuando admiró su apartamento, sonrió tranquila.

Su rutina nocturna era básica como vivía sola no había mucho que hacer.

Se quitó los zapatos cuando estuvo en su recámara, encendió todas las luces puesto que la oscuridad le asustaba un poco. Dejó su bolsa sobre la cómoda, para luego desvestirse y entrar a la ducha. Bajo el agua comenzó a pensar en que debía mandar varios de sus trajes a la tintorería y por falta de tiempo no lo acababa haciendo. Una vez terminó se enfundó en una toalla y secó la piel. Bajó a la cocina pensando en cenar algo ligero. No obstante, solo encontré pizza de hace días, sopa y pasta. Resopló y regresó a la habitación. Acomodó su cuerpo en la cama, cogió el móvil y le escribió a Deborah, a veces la chica llegaba a preocuparle. Como lo suponía ella no respondió y no tuvo más remedio que revisar otros chats, algunos clientes, otros solo por afán. Se durmió con el teléfono en la mano y la cobija a un lado.

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