XVII. Alianzas Inesperadas
Casa Brandi. Los Gamos, Eriador; cuarenta años antes.
Mirabella despertó en mitad de la noche por el llanto en la habitación contigua. Echó un rápido vistazo a su esposo, quien dormitaba plácidamente sin inmutarse; tenía suerte de que fueran altas horas de la madrugada, de lo contrario, lo habría tirado de la cama por dejarle a ella, una vez más, el cuidado de los niños. Así pues, la hobbit de rizados cabellos se alzó, atando el batín a su cintura en un rápido movimiento, y siguiendo el sonido del llanto que la había desvelado.
En la sala siguiente, agrandada para que todos sus hijos cupieran, había ocho pequeñas camas, cada una equipada con dos cojines de suave lana y mantas de borrego que el Viejo Tuk les había obsequiado. Los inviernos en las tierras de Los Gamos podían a llegar a ser despiadados, en especial aquél. Mirabella paseó la mirada por todos sus durmientes hijos, hasta que sus ojos se posaron sobre la cuna de madera que se mecía violentamente al lado de la ventana.
El corazón se le disparó dentro del pecho y a prisa, emprendió el camino hacia allí. Alguien debía haber depositado la cuna bajo la ventana, que entreabierta, dejaba entrar la fría brisa invernal. El culpable de aquello debía haberse tratado de Rorimarc. Los celos del mayor de sus hijos por la más joven de la familia no habían disminuido después de haber tenido más hermanos antes que ella. Mirabella era consciente que su primogénito a menudo se sentía desplazado por las atenciones dedicadas a sus hermanos menores; no obstante, con la última de sus hijas, Rorimarc había acabado por sucumbir.
Se sentía culpable al respecto. Era bien sabido por todos que la pequeña Bryssa se había convertido en la hobbit de sus ojos, a pesar de que hubiera intentado negarlo cientos de veces. Se acercó pues a la cuna, y cogió en brazos a la menor de sus hijas.
La naricilla de la criatura estaba roja y su rostro congelado. El miedo sacudió el pecho de Mirabella ante el estado de su hija. Cerró la ventana todavía con el llanto de la pequeña sonando en sus oídos y a continuación, cogió las dos mantas de borrego de la cuna para envolver a su hija.
—Calla ahora, mi niña —arrulló suavemente—. No queremos que tu padre o tus hermanos despierten. Apenas el alba sacude el cielo a estas horas, debemos guardar silencio.
Escuchar la voz de su madre siempre había tenido un efecto calmante en la bebé. Mirabella lo había descubierto meses atrás, y lo había aprovechado al máximo, aunque aquel factor bien podía jugar en su contra. Si ella no se encontraba cerca y Bryssa empezaba a llorar, no había nadie más que pudiera calmarla como ella.
Era mal visto que una madre sintiera predilección por sus hijos, pero nadie podía negar, ni siquiera ella, que Bryssa era la hobbit de sus ojos.
Si Bryssa pensó que podría soportar estar en las celdas de las grandes Estancias del Rey Elfo, estaba, inequívocamente, mintiendo. Unas pocas horas después de que Írithël se marchara, de que el ladrón —cuyo nombre seguía siendo desconocido—, callara, Bryssa despertó con la espalda y las extremidades acalambradas y adormecidas, solo para darse cuenta de que no había tenido en cuenta dos cosas: la sed y el hambre.
Su estómago rugía de vez en cuando, y avergonzada, lo único que podía hacer la hobbit era abrazarlo fuertemente a la espera de acallarlo; pero el hambre seguía allí, y es que estaba segura de que ya se había cumplido día y medio desde que no probaba bocado alguno. Su boca, terriblemente seca, también clamaba algo de agua fresca para revitalizarse.
Pero los Elfos no llevaron comida alguna a las celdas; no lo habían hecho el día que encerraron a la Compañía en las mazmorras, no lo harían en aquella ocasión, y Bryssa podía jurar que tampoco lo harían los días siguientes.
En aquellos momentos de soledad y eterna quietud, Bryssa tuvo tiempo suficiente para dedicar algunos de sus pensamientos a Casa Brandi, a sus hermanos y su padre, y a la voz arrulladora de Mirabella Brandigamo, añorando el poder para calmarla que poseía esta última, y sollozando en silencio ante la posibilidad, cada vez más probable, de no volverlos a ver jamás.
Intentando distraerse, aunque en vano, Bryssa pensó en la Compañía. Según Dori y Ori le habían comunicado, la siguiente parada más cercana a la Montaña Solitaria se trataba de Ciudad de Lago, una pequeña ciudad pesquera en mitad de un gran lago, cuyos cimientos se alzaban en un islote fértil a duras penas. Más allá se hallaban las ruinas de la antigua ciudad de Esgaroth, que en otros tiempos había vivido de la riqueza y la dicha de yacer a las puertas del reino de Érebor.
«Probablemente» —pensó Bryssa—, «ya se hallen cruzando el gran lago hacia la Montaña Solitaria y no tarden en llegar a sus lomas. Entonces encontrarán la puerta secreta y podrán entrar dentro.»
Sin embargo, y aunque estas cavilaciones no eran más que conjeturas, la realidad no distaba mucho de ellas en aquellos instantes. Bryssa había oído a los Elfos especular por los pasillos; sus voces, aunque silenciosas, habían perturbado la quietud de las celdas. Decían que los enanos habían escapado río abajo, y que una manada de orcos había ido tras ellos, incluso hiriendo a algunos Elfos en el proceso. Bryssa sospechaba que Írithël había tenido conocimiento sobre el ataque y la escapada, que ella había organizado la partida de soldados tras los pasos de la Compañía, la vez que el Rey le había pedido que les trajeran más vino. La Elfa había desaparecido largo y tendido, y el vino jamás volvió a las manos del Rey, así como sus designios habían indicado. Por otra parte, la hobbit no podía pasar por alto que aquella, quizá, había sido una mera estrategia del Rey Thranduil para encubrir la verdadera misión de Írithël.
Fuera como fuere, lo que Bryssa sabía era que, si seguía en ayunas por un día más, su cuerpo no resistiría. Ahora la voz de la razón intentaba hacerle entender que debía comer, y aquello no sucedería a no ser que aceptara el trato con el Rey Elfo. Las contradicciones de aquel hecho batallaban las unas con las otras en lo más profundo del alma de la hobbit: si aceptaba el trato, traicionaría la confianza que Thorin Escudo de Roble había depositado sobre ella, y que tanto le había costado conseguir a ella misma; si, por otra parte, no aceptaba el trato y permanecía leal a la Compañía, era probable que todo desembocara en su muerte.
Bryssa desvió la mirada hacia la celda que tenía delante, donde el Ladrón había pasado a entonar un leve zumbido a modo de canción. Tampoco aguantaría por mucho más tiempo la compañía del otro preso de los Elfos. Se giró y frunció el ceño, sopesando sus posibilidades.
De ella dependía si moriría o sobreviviría.
Írithël no había sido una elfa que destacara por encima de las demás de buenas a primeras, al menos, no por buenas razones. Muchos murmuraban a sus espaldas, y solo cuando ella los miraba con sus penetrantes ojos azules, dardos de zafiro que casi parecían plata líquida, el silencio se manifestaba entre aquellos que hablaban cuando creían que ella no escuchaba.
El problema era que ella siempre escuchaba.
—¿Cuánto dirías que podrá aguantar entre las filas de Su Majestad? —murmuró un guardia aquella mañana, en uno de los pasillos principales.
—El tiempo que sea necesario antes de que Su Alteza decida que ya no es útil —rió su compañero.
Írithël no necesitó mirar en su dirección para hacerles saber que los había escuchado. En un rápido movimiento, una de sus manos deslizó entre sus dedos una polea que danzó peligrosamente en un circulo perfecto con un solo giro de muñeca. Los guardias callaron, pero a pesar de la amenaza que la elfa representaba realmente para ellos, bien sabía que volverían a hablar una vez se perdiera en el siguiente pasillo.
Sus ojos se desviaron de izquierda a derecha, avizores, antes de dirigirse a las cocinas. Sus pasos eran silenciosos y no hacían ruido alguno, aún así, era probable que alguien la acabara descubriendo si no tenía el cuidado necesario. Los pasillos de la fortaleza cavernosa que eran los Salones del Rey podrían haber resultado un laberinto para cualquiera que no los conociera, pero Írithël podía recorrerlos con los ojos cerrados.
Recordaba épocas ya lejanas y casi olvidadas, donde los pequeños pies de una joven elfina recorrían los pasillos sin saber a dónde se dirigía, solo con el único propósito de encontrar comida. Habían sido tiempos arduos para una criatura de tan corta edad como lo había sido ella. Abandonada a su suerte en un bosque desconocido y condenada a vagar sin rumbo alguno, hasta que había encontrado la guardia del Rey Thranduil.
Írithël alejó los recuerdos de su mente; no estaba dispuesta a distraerse de su actual objetivo. En las cocinas no encontró a nadie, salvo unos durmientes guardias con algunas botellas de vino vacías. Frunció los labios en una mueca. Quizá aquella había sido la razón de que los Enanos escaparan, al fin y al cabo. En otras circunstancias, hubiera despertado a los guardias ella misma, pero se contentaría con comunicarle al Rey lo que había visto, puesto que era seguro que él la creyera y no cuestionara su palabra.
Se había ganado la confianza del Rey, aunque algunos pudieran llegar a posicionarlo en su contra con lo que planeaba hacer.
Sus pies se deslizaron por las baldosas rápidamente, conduciéndola hasta las repisas de su derecha. Allí encontró pan, queso y algunos frutos silvestres. Los recogió y los depositó en el fardo que llevaba escondido en su cinto. Cogió además dos botas de vino caliente y un tercero lleno de agua. Nadie notaría la ausencia de tales productos, pues su destino eran siempre los guardias. Si alguien la veía, podría mentir y decir que había cogido su ración por adelantado.
Tras echarles una última ojeada a los guardias, emprendió la marcha aferrando el fardo fuertemente a su costado para que no hiciera ni el más mínimo ruido. Unos minutos más tarde, vio el cruce que la llevaría hasta las celdas de los prisioneros. Antes de que pudiera llegar, no obstante, una mano invisible tiró de ella hacia atrás y provocó que se girara en la dirección opuesta.
Los helados ojos del heredero de Thranduil le dedicaron una mirada llena de sospecha. El Príncipe Legolas nunca la había tenido en buena estima, a pesar de que ella nunca le había hecho nada. Como muchos, se dejaba llevar levemente por lo que las malas lenguas decían de ella. Sabía, no obstante, que era porque ella era mucho más cercana al Rey de lo que él lo era. En Legolas solo había lugar para la desconfianza cuando se trataba de Írithël.
—¿A dónde te diriges con semejante fardo? —cuestionó el Príncipe—. ¿Planeabas traicionar la confianza de mi padre y desobedecer sus órdenes?
Írithël levantó el mentón, aparentando ser más alta de lo que era. A pesar de su altura, debía esforzarse por no inclinar el rostro hacia arriba para mirar al Elfo delante de ella.
—Jamás traicionaría al Rey —siseó. Inspiró, buscando calmarse, antes de continuar—: planeo aportarle a la prisionera algo de comida, y después la convenceré de que acepte el trato con Su Majestad.
Legolas no dijo nada durante algunos segundos. Liberó el brazo de la elfa unos instantes más tarde, y asintió lentamente, como si comprendiera lo que ella había intentado explicarle.
—Planeas utilizarla —dijo. Írithël no dijo nada, pero tampoco fue necesario. El Príncipe se cruzó de brazos—. No obstante, por muy buena que sea la estima en la que mi padre te acoge, Lengua de Hielo, sigo sin saber bien cuáles son tus intenciones exactas. Podría llegar un punto en el que decidieras traicionarnos. Son tiempos extraños y cada vez más oscuros. Si conduces a la hobbit hasta la Montaña Solitaria, te seguiré solo para ver cómo cumples con tu palabra.
—¿Es todo? ¿Planeáis seguirme solo para ver qué hago?
—No —negó Legolas—. A las afueras de las Estancias fue divisado una horda de Orcos. Perseguían a los Enanos, con el fin de darles muerte, presumo. Les dimos batalla hasta la frontera.
La Elfa asintió.
—Estuve allí, pero no llegué hasta la frontera con el río. Quedé en la retaguardia junto a algunos soldados para asegurarnos de que ningún Orco osaba entrar. ¿Por qué querrían matarlos?
—Desconozco las razones —esbozó Legolas, honesto—. Pero es algo que planeo descubrir mientras os vigilo a ti y a la Mediana. Conseguimos, no obstante, obtener un prisionero.
Írithël frunció el ceño.
—No tenía conocimiento sobre ese hecho —admitió.
—Fui testigo del interrogatorio que se llevó a cabo el mismo día, mucho más tarde —dijo—. E incluso llegué a interrogar a la criatura yo mismo. Hirieron a uno de los Enanos, uno de los más jóvenes, con una flecha de Morgul.
—¿Qué más? —quiso saber Írithël.
—Dijo que el tiempo de los Orcos había vuelto, que habría una batalla, y que las llamas de la guerra se cernirían sobre nosotros. Planeo descubrir a qué se refería exactamente, ver la amenaza a la que nos enfrentamos.
—El Rey no querrá involucrarse en una guerra si esos Enanos son el desencadenante.
—No, pero de todas formas mi padre no comprende que deberíamos luchar y no escondernos. Así pues, me gustaría conocer el plan que tan recelosamente has guardado para ti misma —Los ojos de Írithël se abrieron levemente, sorprendidos—. ¿A caso esperabas que creyera que actuabas bajo la supervisión de mi padre? Mandó reforzar las guardias y las fronteras del reino. Nada puede entrar o salir sin su consentimiento.
—Pero el Rey le planteó un trato a la Mediana. A ella sí la dejaría salir, siempre y cuando tuviera una escolta.
—Entonces los dos seremos su escolta.
—No. No permitiré que vengáis conmigo. Esto es algo que debo hacer sola.
—¿Qué ganarías una vez él supiera lo que has hecho?
La mirada de Írithël se tornó hielo ardiente.
—Mi libertad.
—No tendrás lo que ansías si ocultas tu plan, y una alianza conmigo te beneficiaría más de lo que pudieras llegar a imaginar.
—¿Una alianza?
—Permite que mi padre crea que os acompañaré a ti y a la Mediana, y entonces, una vez estemos ambos lejos de su control, nuestros caminos se bifurcarán y cada uno tomará uno distinto.
—Una tapadera para conseguir nuestros respectivos intereses —concluyó Írithël. Legolas simplemente asintió.
La Elfa guardó silencio por unos minutos, sospesando las palabras del Príncipe.
Habían miles de escenarios en los que el Rey Thranduil podría descubrir su mentira. Si le contaban el plan que incluía a la hobbit como si ambos fueran partícipes del mismo, cabía la posibilidad de que el Rey les creyera, que confiara en ellos. Por otra parte, si había una amenaza fuera, Thranduil sabría que Legolas planeaba salir de todas formas, y entonces desconfiaría de ellos por completo.
No obstante, Írithël tenía claro cual era su verdadero objetivo: conseguir aquello que la Mediana debía llevarle al Rey, ser ella la que saliera beneficiosa de aquel trato, la causante de que Su Majestad hubiera obtenido lo que quería, para entonces pedir algo a cambio. Sabía que el Rey rara vez concedía favores, pero si estaba dispuesto a depositar un mínimo de confianza en una criatura tan insignificante como una hobbit, entonces lo que fuera que había en las profundidades de Erebor debía de ser de gran valor. Algo tan preciado solo podía ser recompensado con el favor del Rey.
Y ella lucharía por su tan ansiada libertad a cualquier coste, incluso recurriendo a la mentira.
—Si os ayudo a salir —empezó ella—, ¿prometéis no involucraros bajo ninguna circunstancia en mi cometido para con la Mediana?
—Sí.
La Elfa soltó un suspiro tembloroso.
—Entonces id e informad al Rey. Debemos partir cuanto antes.
Bryssa se levantó del suelo húmedo de la celda con las piernas temblorosas. Sus manos se aferraron a los barrotes de hierro y empujó con las pocas fuerzas que le quedaban, buscando hacer todo el ruido posible. Relamió sus labios resecos a duras penas y entonces, gritó:
—¡Eh! ¡¡Eh!! —dijo—. ¡Deseo hablar con el Rey!
El ladrón, estirado en su propia celda con las manos bajo la cabeza a forma de almohada, chistó en protesta.
—Algunos intentamos dormir, enana —Fue todo lo que dijo.
Pero la hobbit no desistió y siguió llamando sin descanso. En vano fueron sus esfuerzos, pues nadie se presentó en la entrada de las celdas. ¿Es que aquellos Elfos, que presumían de tan buena vista y audición, no escuchaban sus gritos? ¿O simplemente preferían ignorarla, desinteresados en la palabra de una criatura que consideraban inferior a ellos?
Bryssa bufó. ¡Qué distintos eran los Elfos del Bosque Negro de aquellos tan cordiales que ella había conocido en Rivendel!
Tras mucho pensarlo, a su pesar e incluso repugnada por sus pensamientos y las conclusiones de los mismos, Bryssa había llegado a aceptar que si quería sobrevivir y volver a ver a aquellos a los que amaba, debía traicionar a Thorin. Estaba dispuesta a cooperar con el Rey Thranduil. Al fin y al cabo, él solo deseaba las gemas, nada más. Si se las daba, entonces se librarían de los Elfos.
—¡Deseo hablar con el Rey! —probó una vez más.
—No conseguirás una audiencia con Su Majestad.
La hobbit miró hacia arriba, sus ojos encontrándose con aquellos de plata líquida de Írithël. Para su sorpresa y conmoción, la Elfa se acercó a su celda a paso rápido. En sus manos brillaba el filo de una espada. Por inercia, Bryssa retrocedió hasta que su espada tocó la pared al final de su celda. Con un rápido movimiento de muñeca, la espada de Írithël dibujo un arco hasta que el filo de la espada se introdujo en el mecanismo de cierre de la puerta. Arremató una, dos, tres y cuatro veces hasta que la puerta cedió con un chasquido.
Bryssa pasó saliva con esfuerzo, incapaz de determinar cuáles eran las intenciones de la Elfa exactamente. Mientras tanto, Írithël desechó la espada, ahora con la hoja mellada y maltrecha, solo para dedicarle una mirada inquisitiva a Bryssa y lanzarle el fardo que había preparado con anterioridad.
—Recomiendo que no esperes mucho más, Mediana. Los guardias no tardarán en llegar al saber sobre tu huida.
—¿Qué? —preguntó la hobbit, todavía presa de la conmoción y sosteniendo el fardo con ambas manos.
—¡Haz las preguntas más tarde, debemos salir de aquí! —dictaminó la Elfa.
—¿Y qué pasa con él? —Bryssa miraba ahora al ladrón, que observaba la escena delante de él perplejo.
—No viene con nosotros.
A pesar de que la hubiera capturado y que incluso hubiera estado a punto de venderla mientras se encontraban en Rhosgobel, Bryssa no podía dejar a aquel hombre allí. Si actuaba por venganza o rencor, entonces no sería mucho mejor de lo que él había sido. Le dedicó una mirada decidida a Írithël, negándose a moverse.
—No me iré si no lo liberas a él también —dijo.
—¡E-eso! —exclamó el varón, asintiendo frenéticamente—. Lo que la druida enana ha dicho. Llevadme con vosotros si lo deseáis, aseguraos de que no vuelvo a pisar estos salones, atadme a un árbol si gustáis, ¡pero sacadme de aquí a mí también!
Írithël sospesó sus posibilidades por unos segundos antes de ceder y recoger la espada mellada del suelo. Asestó múltiples golpes al mecanismo de la otra puerta antes de que la espada se rompiera y la celda se abriera.
—Vendrás, con la condición de que no seas un lastre, humano.
El hombre alzó las manos en señal de paz.
—Prometido.
—¿Írithël, qué te lleva tanto tiempo? —inquirió una cuarta voz. Bryssa, que había salido de su celda y se posicionaba ahora a la altura de la elfa, dio un paso atrás. Legolas la miró encarando una ceja.
—¿Qué hace él aquí? —preguntó, nerviosa.
—Viene con nosotros —dijo Írithël. En vista de que Legolas miraba interrogante al ladrón ahora liberado, suspiró—. La hobbit insiste en que él venga también o no se moverá de aquí.
Legolas torció las comisuras de sus labios, pero no pronunció palabra en contra alguna.
—No hay tiempo, ¡aprisa! —apremió, empezando a correr por los pasillos.
Írithël fue la primera en reaccionar y echar a correr detrás del Príncipe, seguida de cerca por el hombre y Bryssa. No obstante, esta última debía hacer grandes esfuerzos por no perderles la pista a ninguno de los tres; sus cortas piernas debían hacer el triple esfuerzo que aquellas de los elfos o el humano. Ser una hobbit tenía sus desventajas, pero podía ser tan sigilosa como los Elfos, o todo lo cercano a ello, al menos.
Los guardias no tardaron mucho en alertar su ausencia, y pronto, mientras giraban entre cruces y pasillos conectados entre sí, oyeron los gritos coléricos de los guardias que clamaban que se detuvieran. Bryssa juró escuchar los pasos de los Elfos corriendo tras ellos, frenéticos, intentando alcanzarlos. A su vez, sin embargo, era como si estos nunca llegaran. Se mantenían cerca, casi invitándolos a salir fuera, a escapar de ellos.
Legolas los condujo hasta los establos, donde dos caballos ya esperaban completamente equipados. A pesar de la fatiga causada por la carrera, Bryssa se dirigió a ellos precipitadamente en cuanto vio montar a ambos Elfos.
—No hay caballo para ti, humano —dijo el Príncipe—, así que montarás con Írithël y la hobbit conmigo.
No hubo quejas, sabían que el tiempo apremiaba. Los dos restantes montaron, y entonces volvieron a correr, ahora mucho más rápido gracias a sus nuevas monturas. Pasaron a la guardia que venía tras ellos y galoparon veloces hasta la entrada a las Estancias del Rey Elfo. Bryssa sintió el corazón acelerado del caballo palpitando en sus piernas, el calor irradiado por el pelaje y el movimiento del animal, su respiración acelerada y los rebufos que este soltaba de vez en cuando. Legolas era un excelente jinete, observó, conduciéndolos con total facilidad hasta la salida, y guiando al caballo con palabras rápidas pero arrulladoras.
Pero las puertas de las Estancias estaban siendo cerradas. Los guardias que las resguardaban las empujaban con fuerza, intentando ganarles y cortarles el paso para que restaran dentro de la fortaleza ramificada. El Príncipe Elfo soltó las riendas entonces, y en un diestro movimiento asió el arco que portaba a sus espaldas y dos flechas. Disparó primero una, que silbando en el aire con un sonido apenas perceptible, atravesó la manga de uno de los guardias y lo dejó apresado contra la madera de la puerta. Volvió a repetir el gesto, clavando la flecha en la otra manga.
Ahora tenían posibilidades de escapar, pues mientras una puerta se cerraba, la otra permanecía ahora medio abierta, dándoles el espacio suficiente para que salieran.
Los caballos, instados por sus jinetes, corrieron todavía más rápido, y sus cascos resonaron por los suelos de las Estancias con fuerza a medida que se aproximaban cada vez más a las puertas.
Bryssa cerró los ojos por la cegadora luz del exterior durante unos segundos, aspirando el aire fresco que se colaba por su nariz a pesar de la velocidad de la montura. Observó después tras de sí, viendo que la guardia de Elfos había quedado ya atrás, sin la más mínima atención de perseguirles.
Miró hacia atrás, encontrándose con Írithël y el ladrón galopando casi a su lado, ambos con rostros indescifrables. Sus ojos se desviaron hacia el jinete de su propia montura. El Elfo de cabellos rubios miraba a la distancia con ojos penetrantes y rostro imperturbable.
No supo por qué la habían ayudado a escapar, pero si algo sabía, era que estaba más cerca de lo que hubiera creído de reunirse de nuevo con la Compañía.
¡Hola!
He vuelto con «Bryssa», sí. Esta novela llevaba demasiados meses en pausa, casi un año, estimo. El bloqueo que tenía con ella era terrible, tanto, que las ganas de escribir no venían a mí para ella. Pero ahora ha vuelto, no sé por cuánto, pero esperemos que sea lo suficiente como para acabar el Segundo Acto.
Han pasado cositas, ¿eh? Bryssa se ha planteado traicionar a Thorin y la Compañía después de todo; tiempos desesperados requieren medidas desesperadas, ¿no? Írithël parece no ser quien parecía en un inicio. ¿Le saldrá cara la mentira a Bryssa? ¿Y por qué desea recuperar su libertad? Legolas se nos ha unido al grupito, y también el ladrón, cuyo nombre será revelado en el próximo capítulo. Y sí, con la ausencia del personaje cinematográfico que es Tauriel, debía buscar una buena razón para que Legolas saliera fuera, ¿os ha gustado?
¿Qué os ha parecido el capítulo? ¿Qué creéis que deparará el siguiente? A todos aquellos que sigan leyendo esta novela, quiero darles las gracias por no perder las esperanzas de que actualizara, por ser tan pacientes y por seguir leyéndome a mí y a las ideas que salen de mi cabeza. De verdad, no tenéis ni idea de lo mucho que significa para mí, y si he podido alegraros el día de alguna forma, no podría estar más contenta.
¡Votad y comentad!
¡Besos! ;*
—Keyra Shadow.
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