XV. Tratos y ladrones
Bilbo, por lo que Bryssa sabía, seguía sin aparecer. Tampoco era como si pudiera ver por dónde iba. Con unas pocas palabras del elfo rubio, el resto de sus congéneres les habían vendado los ojos a los enanos y la hobbit. La elfa que la llevaba a ella, al menos, había tenido la decencia y compasión de atarle la venda de manera que no estuviera demasiado apretada, y en cierta forma, Bryssa lo agradecía.
Empezaba a estar sumamente cansada de aquel bosque, y el hecho de no ver nada salvo los colores que, de vez en cuando, se distinguían a través del pañuelo, no le estaba siendo demasiado agradable. Aquello sumado al hecho de que caminaba casi a trompicones, pues los elfos les estaban haciendo caminar a un paso increíblemente rápido, no mejoraba la situación.
—Disculpe —había dicho Bryssa, dirigiéndose a la elfa castaña que la mantenía apresada—, ¿podría ir un poco más lento? Mis piernas son demasiado cortas y siento que en cualquier momento caeré al suelo.
Lejos de decirlo en un tono avergonzado, el cúmulo de sentimientos negativos que cada vez se propagaba con más ahínco e insistencia en su interior, hicieron que su voz sonara tajante y seria, pero sin dejar de lado las formalidades y la educación que, cuando la situación lo requería, sabía emplear.
La elfa, por supuesto, no le había respondido, pero Bryssa había notado que, al menos, ya no tenía tanta dificultad al caminar, yendo a un ritmo más moderado, aunque igualmente rápido. Al menos su captora parecía conservar algo de tacto.
Ni Bryssa o los enanos eran plenamente conscientes de sus alrededores, pues previstos del sentido de la vista, debían guiarse del oído y el tacto, principalmente: el rumor ocasional del viento agitando las hojas, el sonido de sus pisadas sobre la hojarasca, el tímido piar de un pájaro o el sonido de agua cayendo. La hobbit empezaba a acostumbrarse a utilizar sus sentidos cuando sintió un leve tirón en sus cabellos. La elfa le ordenaba que se quedase quieta.
Obedeció, humedeciendo levemente sus labios, y escuchó como las pisadas de la caravana dejaban de sonar. Las protestas de los enanos no tardaron en volver a escucharse, y a pesar de que los elfos los mandaron a callar en más de una ocasión, siguieron hablando como si no les importara lo que aquellos orejas picudas les dijeran. Bryssa podía comprenderlos; incluso ella misma se había quejado, aunque fuera para demandar un paso más ameno.
Sintió las tibias manos de la elfa palpando el nudo con el cual el pañuelo estaba sujeto por detrás de su cabeza, deshaciéndolo. Un rayo de luz la obligó a cerrar los ojos fuertemente. Pasaron unos pocos segundos antes de que pudiera abrirlos de nuevo, parpadeando con fuerza. La luz que la había cegado momentáneamente no había sido otra que los rayos del sol, aquellos que tan brevemente Bryssa había podido apreciar desde lo alto de la copa del árbol, junto a Bilbo.
Delante de ella se alzaba un puente de piedra, y más allá, al otro lado del río de oscuras aguas, la pendiente de una ladera cubierta de árboles que, al parecer, había sido excavada con maestría entre roca y tierra, formando una arcada enmarcada por cuatro columnas que asemejaban sinuosos árboles desnudos. Con una orden del elfo rubio, las puertas se abrieron, y con otras pocas palabras en élfico, volvieron a cerrarse.
Lo que apareció ante los ojos de Bryssa fue, sin duda, una de las pocas maravillas que había visto jamás. Desde fuera, la entrada ya había sido hermosa, pero el interior era simplemente magnífico: otro puente les dio la bienvenida, y a su alrededor, las raíces de los árboles de la ladera enmarcaban las paredes de tierra y piedra por doquier. Era una caverna, se dio cuenta Bryssa más tarde.
Pilares de roca tallada en arcos sujetaban el techo natural sobre sus cabezas, a metros y metros de distancia. Salas adyacentes se abrían por todos lados, y más abajo, la caverna se extendía en más galerías conectadas a través de pasadizos, pequeñas escalinatas y caminos estrechos y resonantes. Lámparas de luz rojiza colgaban desde los pilares, y sin embargo, la luz del día se filtraba entre los huecos que las raíces dejaban a la vista desde arriba.
La elfa la empujó suavemente para que siguiera caminando, y delante de ellos, Bryssa vio que se abría un arco de raíces talladas y un pequeño salón principal sobre el cual, se había tallado en la roca viva un trono blanco. La majestuosidad de la obra clamaba que era el trono de un Rey, y aquella sospecha no hizo sino más que confirmarse cuando su vista fue ascendiendo hasta llegar al elfo que allí residía. Vestido en ropas otoñales, sobre su cabeza de cabellos lacios y largos de plata rubia —tan similar a los del elfo que los había liderado hasta allí—, había una corona de raíces de roble blanco florecidas con hojas de otoño. Sus ojos, del más gélido azul, los observaron sin expresión alguna. En sus manos, descansaba un cetro de roble.
Con un asentimiento apenas perceptible, el que Bryssa dedujo que era el Rey Elfo, les indicó a sus opresores que se los llevaran. Nuevamente, volvieron a cruzar dos puentes más, descendieron poco después unas sinuosas escalinatas y, por último, llegaron a lo que parecían ser cuevas más pequeñas con barrotes de hierro en un patrón similar a los que habían visto previamente.
Eran celdas, se dio cuenta Bryssa poco más tarde, con horror.
Los despojaron de sus capas de viaje y de los abrigos. Cuando la elfa intentó quitarle la bufanda a Bryssa, la hobbit emitió un gruñido casi animal. En vista que solo era una prenda raída, la fémina le tendió una mano para que le diera la bufanda. Bryssa negó y murmuró en un tono muy bajo:
—Fue un regalo de mi madre. —Los ojos plateados de la elfa se entrecerraron, pero no desistió. Con un suave tirón, deslizó la bufanda por el cuello de Bryssa hasta que se la hubo quitado por completo—. ¡No! —rugió la hobbit en respuesta.
Abrumada, se encaramó a los barrotes de hierra de su propia celda al ver que la elfa rebuscaba en los bolsillos del delgado abrigo que había llevado debajo de la capa. Extrajo la orquídea tallada que Fíli le había regalado por su cumpleaños, y su ceño se frunció. Soltó otro gruñido e intentó arrebatarle la flor, pero la otra se apartó.
—¡Nosotros no hemos hecho nada! —soltó de pronto, quedándose quieta y mirando a su captora. La elfa castaña le devolvió la mirada, alzando una de sus delgadas cejas.
—Habéis entrado en nuestras tierras —respondió ella. Su voz fue melódica, y Bryssa se preguntó si solo era cosa de aquellos elfos del Bosque Negro, o sí, realmente, todos tenían un don para las tonalidades en sus voces.
—No hemos hecho nada —volvió a repetir. El elfo rubio se acercó hasta ella.
—Silencio, mediana —demandó—. Tú serás la siguiente.
Bryssa supo a lo que se refería en cuanto los elfos dejaron a Thorin fuera de las celdas. Lo sujetaron, prudentes y vigilantes, antes de llevárselo por donde habían venido. Iban a llevarlo ante el Rey para interrogarlo, y más tarde, la subirían a ella.
A su alrededor, en el resto de celdas ocupadas por la Compañía, los enanos intentaban derribar las puertas.
—¡Dejadlo! —exclamó Balin por encima del sonido de los cuerpos colisionando contra los barrotes—. ¡Estas no son como las prisiones de los trasgos! Estamos en los Salones del Reino del Bosque, nadie sale de aquí sin el consentimiento del Rey.
—El anciano tiene razón —habló una voz en una de las celdas más alejadas de ellos. Una que Bryssa ya había escuchado con anterioridad. Se encaramó a los barrotes de su propia celda, intentando conseguir una mejor visión del propietario de la voz.
—¡Tú! —chilló, la rabia y la sorpresa mezcladas en su propio tono.
—Oh, pero si es la druida con complejo de enana sin barba. ¿Cómo va todo, princesa?
Sus sospechas quedaron confirmadas. Con la poca luz que parecía filtrarse entre aquellos barrotes, Bryssa vio al ladrón que la había apresado estando bajo los cuidados de Radagast en Rhosgobel. Su aspecto era considerablemente peor a como lo había visto en el bosque: igual que a ellos, le habían quitado las armas y los ropajes hasta dejarlo con una simple camisa raída y llena de suciedad, junto a sus pantalones y sus botas.
Un placer indescriptible se propagó por el pecho de Bryssa al ver las condiciones en las que el ladrón se encontraba. Rápidamente se deshizo de él, avergonzada, pero una parte de ella restó saboreando aquella victoria indirecta. Al fin y al cabo, aquel hombre la había capturado e incluso querido venderla a los trasgos. Al menos ahora estaban en igualdad de condiciones.
—¿Cómo has acabado aquí? —le preguntó, intentando batallar en vano su curiosidad.
El hombre dejó escapar una escueta risa.
—¿Qué crees, princesa, que hacen los Elfos cuando te atrapan intentando escabullirte con un barril de vino?
—¿Un barril de vino? —Bryssa arrugó la nariz—. No te habría tomado jamás por un ladrón de vinos.
—Un hombre tiene sus necesidades —respondió él, simplemente—. ¿Y qué hay de ti? Veo que vienes bien acompañada.
Bryssa le ignoró por completo, decidiendo no responder a la pregunta deliberadamente. Entonces fue consciente del silencio que se había alzado entre los enanos, y al alzar la vista, comprobó con vergüenza que muchos de ellos la miraban curiosamente. Su vista escaneó todos los rostros hasta dar con el de Fíli. El enano rubio tenía levemente fruncido el ceño y la miraba preguntándole de manera silenciosa de qué conocía a aquel hombre. Bryssa sintió que sus mejillas se encendían ante la intensidad de la mirada azul de Fíli, y bajó la vista antes de decir:
—Ese hombre quiso venderme a los trasgos después de atraparme en Rhosgobel, cuando todavía estaba con Radagast.
Muchos de los enanos expresaron su disconformidad y otros tantos procedieron a enviar miradas asesinas en dirección al ladrón. Bryssa los observó entre perpleja y conmovida, pues no tenía idea de que los miembros de la Compañía reaccionarían de aquella manera al explicarles lo que había estado a punto de sucederle. Era increíble pensar que, en tan solo unos pocos meses, aquellos enanos que en un principio se habían mostrado reticentes a confiar en ella, ahora intentaban, de alguna forma, defenderla.
El tiempo pasó tortuosamente antes de que Thorin volviera escoltado por dos guardias. Lo empujaron hasta una de las celdas cerradas, y poco más tarde, se aproximaron a la de Bryssa para sacarla de su interior. La hobbit no rechistó ni se quejó al respecto, tampoco intentó huir, a pesar de que lo hubiera hecho si pudiera haberse llevado a la Compañía consigo.
El salón principal volvió a recibirla, y esta vez, la hobbit observó que el Rey Elfo se paseaba por las escalinatas de su trono blanco de manera pensativa, casi aireada, como si la conversación con Thorin lo hubiera dejado al límite de su paciencia. Sus ojos claros se centraron en ella y una sonrisa extraña invadió sus labios.
—No es común ver a un Mediano tan lejos de Eriador —habló él. Bryssa se sorprendió al escuchar sus palabras, pero sobre todo, su voz. Era tan aterciopelada como la de su captor inicial, el elfo rubio del bosque, pero mucho más calculadora y majestuosa.
—¿Conocéis a los de mi raza? —se forzó a preguntar.
—Por supuesto —repuso—. He vivido por muchos siglos en estas tierras, pero eso no ha impedido jamás que mis conocimientos sobre las gentes que pueblan Arda cayeran en el ignorante olvido. Conozco todas y cada una de esas razas, y la de los Medianos, la tuya, resulta de lo más curiosa, he de admitir.
—¿Curiosa?
—En efecto, curiosa. Según tengo entendido, los Hobbits, si es así como os referís a vosotros mismos, sois de lo más acomodados. Criaturas hechas por y para las comodidades, por lo cual, debo añadir, tu estadía en mis Salones en compañía de esos... enanos, no me es indiferente en absoluto.
Para Bryssa no pasó desapercibida la manera en la que el Rey pronunciaba la palabra «enanos», plagada de repulsividad y odio. Aún así, hizo su mejor esfuerzo por no mostrarse afectada por la elección de tono y decidió alzar la barbilla levemente.
—No todos los Hobbits prefieren las comodidades, Su Majestad —respondió. Y era cierto, no por nada los Tuk descendían de la raza Alba de los Hobbits—. Hay tres subrazas para los Hobbits, con distintas características que, con el pasar de los años, se han ido perfeccionando con cada generación. Mi madre provenía de una de las familias menos acomodadas: los Tuk, y por lo tanto, esa misma sangre corre en mi interior. Atribuyo a mi ascendencia el encontrarme hoy aquí, Su Majestad.
Los ojos del Rey se entrecerraron, pensativos y astutos.
—Le ofrecí un trato a tu líder hace unos minutos —empezó diciendo, volviendo a pasearse casualmente. Bryssa lo observó totalmente callada y desconfiada—. Un trato a cambio de vuestra libertad, pero supongo que ya sabrás, a estas alturas, que los enanos son seres codiciosos y egoístas, ¿no? Está en sus naturalezas, al fin y al cabo.
—No negociaré con vos, si es lo que pretendéis —habló ella, cortando los posibles siguientes pensamientos que el elfo quisiera expresar en voz alta—. No traicionaré la confianza de la Compañía o de Thorin Escudo de Roble.
La decisión en su voz la sorprendió momentáneamente, y al parecer, también al Rey Elfo. Entonces él sonrió felinamente y se dejó caer de forma grácil en su trono blanco.
—Tendrás un día de plazo para pensar mi oferta. —El Rey mantuvo su sonrisa—. Hasta entonces, permanecerás en esas mismas celdas. Espero que tu estancia en mis Salones sea de lo más agradable.
El veneno en su voz no pasó desapercibido para Bryssa. Entrecerró los ojos y apretó levemente la mandíbula antes de que el guardia que la había conducido hasta allí volviera a cogerla del brazo y se la llevaran. En cuanto volvió a pisar la sala de las celdas, Thorin fue el primero en dar un paso al frente.
—¿Qué te ha dicho? —demandó con voz tronadora.
Bryssa lo observó en silencio y respondió con la voz más calmada que fue capaz de producir.
—Quería saber qué hacía con vosotros.
—¿Y se lo dijiste? —Era una prueba. Bryssa ya había deducido que Thorin y el Rey habían hablado sobre su encomienda: recuperar Erebor, pero el enano estaba probándola. Probando su lealtad.
—No —contestó. Thorin frunció el ceño, evaluándola, antes de que una imperceptible sonrisa se deslizara por sus labios. Bryssa dejó escapar el aire que no sabía que contenía—. ¿Qué te ha dicho a ti? —le preguntó, después de que el guardia volviera a encerrarla.
—Le propuso un trato —respondió Balin por él—. Y él le dijo que no.
—El trato no era nuestra única esperanza. —Thorin volvió a repetir las palabras que había dicho minutos antes, esta vez para Bryssa.
—¿Te refieres a Bilbo? —interrogó. Thorin asintió—. No creo que haya sido tan estúpido como para venir.
El rencor en su propia voz la sorprendió por unos instantes. ¿De verdad seguía pensando de aquella forma de su primo? Bryssa intentó calmar sus pensamientos y sentimientos, pero le fue casi imposible. Aunque quisiera, ¿cómo podría pensar que Bilbo podría introducirse en la fortaleza cavernosa sin ser detectado? Balin había dejado claro que nadie entraba o salía a no ser que tuviera el consentimiento del Rey.
Suspiró, queriendo que sus suposiciones fueran erróneas y que, realmente, Bilbo hubiera podido entrar.
En los salones superiores, en cuanto la luna se alzó en el firmamento, una suave música empezó a sonar. Bryssa se mantuvo quieta en su posición sentada des del suelo. La mayor parte de los enanos habían caído dormidos, y después de días vagando por el Bosque Negro, estar en las Estancias de los Elfos parecía la oportunidad perfecta para encontrar algo de descanso sin tener que permanecer alerta.
Estiró una de sus manos, enredando los dedos en los deslechados hilos de lana que se escapaban de la bufanda carmesí. La acercó hasta su nariz e inspiró el aroma. Humo, sudor, humedad. Nada restaba del olor a las hierbas aromáticas de Casa Brandi, al olor del hogar y del cabello de su madre. Había desaparecido, y ahora, lo que había sido un regalo de despedida para recordarle de dónde venía, solo era una simple bufanda.
Dejó que su cabeza cayera contra el suelo con suavidad y se abrazó a sí misma, poniendo la bufanda sobre la parte inferior de su rostro. Cerró los ojos, dispuesta a entregarse al país de los sueños. Y por primera vez en meses, soñó con el río Brandivino, con la Cerca Alta, las risas de sus hermanos y hermanas, la chimenea favorita de su padre, y los brazos amorosos de Mirabella Brandigamo.
Despertó apenas escuchó que la puerta de su celda era abierta. El sonido del hierro labrado contra el silencio fue como el cristal quebrándose en mitad de una fiesta. Muchos de los enanos, alarmados, miraron en todas direcciones antes de centrar sus miradas en la celda de la hobbit. Bryssa alzó la cabeza, deshaciéndose de la posición en la que había estado dormitando, y observó, perpleja, a la elfa castaña de aquella mañana.
—Vas a acompañarme, Mediana —se limitó a decir la fémina de mayor altura. Bryssa frunció el ceño.
—No voy a moverme de aquí —sentenció.
La elfa dio un paso dentro de la celda, y Bryssa se levantó como un resorte, repentinamente en guardia. Algunos de los demás miembros de la Compañía gruñeron. Fíli y Kíli se agolparon contra los barrotes de sus propias mazmorras, clamando que se dejara a la hobbit con voces tronadoras. Ori y Dori, mientras tanto, intentaron razonar con la elfa, aunque en vano.
—¡Silencio! —exclamó la elfa—. O ella no volverá.
Callaron. Bryssa le dirigió una de las miradas más mortíferas que fue capaz de crear, pero la castaña no se inmutó. La miró desde su alta altura alzando una ceja, sus labios presionados en una mueca escéptica. El ladrón soltó un silbido repentino.
—Oiga, bella dama, ¿podría salir yo también?
Automáticamente, la elfa elaboró un grácil movimiento de muñeca, y sin que Bryssa pudiera determinar de dónde había salido o en qué momento la había deslizado por su mano, una daga pequeña y curva surcó el aire hasta clavarse en la pared. Quedó sumamente cerca del último de los barrotes de la prisión del ladrón, donde una de sus manos descansaba. Aquello fue suficiente para silenciar al hombre.
La elfa tomó a la joven hobbit del brazo, casi arrastrándola de la celda, antes de cerrar la puerta y conducirla a los pisos superiores de nuevo. Bryssa se removió, inquieta, y le dirigió una breve mirada a su acompañante.
—¿Puedo saber cómo te llamas? —preguntó.
—¿Por qué razón te daría mi nombre? —inquirió la otra.
—Simple curiosidad —respondió Bryssa, sincera.
Lo cierto, no obstante, era que la elfa causaba en ella una gran curiosidad. Había visto —más bien escuchado y sentido—, la forma en la que la había tratado cuando marchaban a través del bosque. Era más gentil que los demás Elfos que los habían apresado, más cuidadosa y delicada. Bryssa no podía evitar preguntarse por qué la había tratado tan bien, y aunque era una pregunta que claramente no haría, al menos quería saber el nombre de la elfa.
—La curiosidad es un rasgo peligroso —se limitó a responder la más alta de las féminas.
—También soy muy testaruda —objetó Bryssa—. Cabe la posibilidad de que, si no me dices tu nombre, insista hasta que no pueda hablar.
—En ese caso convendría que te hicieras un favor a ti misma y permanecieras en silencio. —La Elfa la miró largo y tendido, alzando una de sus delgadas cejas. Por un momento, pareció como si reconsiderara las cosas, pues los ojos de Bryssa, efectivamente, mostraban la tenaz determinación que la invadía en aquellos instantes—. Mi nombre es Írithël —respondió al fin.
Los orbes pardos de Bryssa centellearon con curiosidad bajo la luz de las lámparas del pasillo.
—¿Qué significa?
Írithël la miró de reojo, pero no respondió a su pregunta, en cambio, le hizo un gesto a la hobbit para que mirara a su alrededor. Bryssa obedeció silenciosamente, demasiado distraída, y pronto, se encontró a si misma conteniendo el aliento, terriblemente embelesada.
Ante ellas se extendía un gran salón cuya bóveda era el mismo cielo nocturno, iluminado por la que, sin duda, era la luna más resplandeciente y grande que había visto jamás. Las luces eran mortecinas y escasas, pues las estrellas y su astro regente eran más que iluminación suficiente. A sus alrededores, destellos de plata y blanco danzaban aquí y allá: Elfos vestidos galantemente, riendo, bebiendo y conversando. Bryssa recordó por unos escasos segundos, la fiesta de cumpleaños que Lord Elrond había preparado en Rivendel para ella. Aquel recuerdo parecía difuminarse ante la magnitud de la belleza abrumadora del salón élfico delante de ambas féminas.
Pronto, olvidó donde se encontraba y con quienes. Olvidó que Bilbo todavía no había aparecido, olvidó su rabia para con él. Olvidó que quedaba cada vez menos para el Día de Durin, que debían llegar cuanto antes y el tiempo se acababa. Se vio engullida por la celebración ante ella que, aunque le resultó totalmente desconocida, no escatimó en tentarla a cantar y bailar hasta que sus peludos pies pidieran clemencia.
Írithël la observó atentamente y sonrió para sí.
—Ven, pequeña hobbit —le indicó a Bryssa, con una voz tan dulce y serena que la Brandigamo pensó que estaba bajo los influjos del más bello de los hechizos—. Disfrutarás de nuestra celebración, si complaces al Rey primero conversando con él.
¡Hola!
El nuevo capítulo no ha tardado tanto como el anterior, ¿eh?
¿Pensábais que no volveríais a ver al ladrón de Rhosgobel? ¡Pues pensábais mal! Este se queda para dar guerra, con eso os lo digo todo. Ahora sabemos que la Írithël del apartado de personajes es la elfa castaña del capítulo anterior y de este; ella también se queda para dar guerra. Nos falta un personaje nuevo más, pero hasta dentro de dos capítulos no sabremos nada de él.
Por cierto, ¿habéis visto la nueva portada que hace conjunto con la de El Cénit de las Joyas?
¿Qué espera obtener Thranduil de Bryssa? ¿Es Írithël buena realmente, o es solo una máscara? ¿Qué pasará cuando se le plantee a Bryssa una cuestión que podría cambiar su visión de la Compañía? No tengo mucho más que decir, salvo que espero que os haya gustado, aunque no sea de la misma longuitud que otros capítulos.
¡Votad y comentad!
¡Besos! ;*
—Keyra Shadow.
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