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XII. La Bestia Negra



Sin haberles dejado tiempo a procesar lo que estaba por acontecer, Gandalf dirigió a la Compañía por el bosque a paso acelerado, girándose de vez en cuando para cerciorarse de que nadie los siguiera. Bryssa y Bilbo caminaban manteniéndole el paso como podían, con los enanos por detrás entre leves cuchicheos. A sus espaldas, sonó un potente rugido, y fue entonces cuando empezaron a correr entre los árboles, siguiendo al mago apresurados. El alba se alzaba ya en el cielo y Bryssa se sentía desfallecer con cada segundo que pasaba. La actitud de Gandalf la estaba poniendo terriblemente nerviosa, y el mismo sentimiento que la había invadido en las cavernas de los trasgos empezaba a apoderarse de ella.

    —¿Es Alguien, quien nos persigue? —consiguió farfullar entre resoplidos. Gandalf volvió a girarse para mirar hacia atrás, y brevemente a la hobbit antes de asentir de forma rápida.

    —Mucho me temo que así es, Bryssa.

    —Pero, ¿cómo se llama? —inquirió Bilbo, tras saltar una roca en su camino. Delante de ellos, se desplegó una gran pradera cubierta de flores silvestres y, más adelante, la línea de otro bosque.

    —Si tanto necesitáis saberlo —repuso Gandalf—, se llama Beorn. Es muy fuerte, y un cambia pieles, además.

    —¡Qué! ¿Un peletero? ¿Un hombre que llama a los conejos roedores, cuando no puede hacer pasar las pieles de conejo por pieles de ardilla? —preguntó Bilbo de nuevo.

    —Yo conozco a uno que vende pieles así en Bree —arrugó la nariz Bryssa—, ¡y siempre hace eso, el muy embustero!

Corrían por la pradera a toda velocidad, y aunque sus respiraciones comenzaban a ser erráticas, seguían hablando.

    —¡Cielos, no, no, no, no! —dijo Gandalf—. No seas estúpido, señor Bolsón. Cuida esa lengua tuya, querida Brandigamo. Si puedes evitarlo, y en nombre de toda maravilla haz el favor de no mencionar la palabra peletero mientras te encuentras en un área de cien millas a la redonda de su casa; ¡ni alfombra, ni capa, ni estola, ni manguito, ni cualquier otra palabra tan fuenesta! Por ahora, es lo que debéis saber. Cuando estemos a salvo, os contaré a todos más sobre nuestro anfitrión. Ahora, ¡vamos, corred!

Entraron en el segundo bosque deprisa, y corrieron colina abajo intentando no tropezarse. A continuación, el suelo empezó a retumbar con fuerza y, espantados, supieron que probablemente, además de el desconocido Beorn, los orcos y sus huárgos los hubieran detectado. Otro rugido volvió a sonar y pararon en seco cuando Gandalf se detuvo abruptamente.

    —¡Aprisa! —exclamó el Istari—. ¡Por aquí, deprisa!

Volvieron a correr el doble de rápido y, detrás de la línea de árboles del bosque, vieron un campo de hierbas secas, y más allá, un pequeño bosque rodeado por una vaya de grandes setos; en su interior, una casa.

    —¡A la casa! —volvió a gritar Gandalf—. ¡¡Corred!!

Cada vez hacía más calor, y un zumbido constante llenó por completo sus oídos cuando entraron pasando la vaya de arbustos. La zona interior era extensa, llena de flores de la misma especie, y crecían juntas, como si las hubieran plantado. Sobre todo, abundaba el trébol, unas ondulantes parcelas de tréboles rosados y purpúreos, y amplias extensiones de trébol dulce, blanco y pequeño, con olor a miel. Bryssa y Bilbo se hubieran quedado allí mismo de no ser porque debían resguardarse del peligro, y por las abejas que allí habían, ¡y vaya abejas! El zumbido era emitido por ellas, a veces como un murmullo y otras como un runrún constante en el aire; andaban atareadas de un lado para otro, corpulentas como avispones. Los zánganos, bastante más grandes que vuestros pulgares, llevaban bandas amarillas que brillaban como oro ardiente en el negro intenso de sus cuerpos.

Chocaron contra la puerta de la casa estrepitosamente, unos detrás de otros, y la aporrearon con fuerza para intentar abrirla, fracasando sin éxito alguno. Bryssa se giró presa del pánico cuando percibió un gran oso acercándose cada vez más hacia ellos, colérico y rugiendo histérica y amenazadoramente.

Thorin, entonces, avanzó entre los cuerpos de los enanos y sendos hobbits, y alzó el pestillo de hierro que cerraba las puertas. Gandalf, detrás de ellos y el último del séquito, empujó a los enanos como pudo para que avanzaran con más rapidez. Detrás de ellos, el oso rezumbaba entre resoplidos ansiosos y peligrosos; si aquel era su anfitrión desconocido, Bryssa estaba segura que, más que sus huéspedes, serían su cena.

Mientras cerraban las colosales puertas —o todo lo colosales que podían parecer para un hobbit—, el morro de la bestia negra se interpuso lanzando dentelladas enormes, chasqueando los filosos dientes, rabioso. Finalmente, la fuerza de los enanos pudo ser ligeramente mayor a la del oso y las puertas se cerraron con estruendo; apresurados, los enanos bajaron la tabla de gruesa madera para bloquear los portones.

Bryssa se dejó caer en el suelo con el corazón afectado y retumbante en su pequeño pecho, y Bilbo, a su lado, dejó caer a Dardo —que había sacado en caso de que el oso consiguiera entrar—, y la imitó. Gandalf, detrás de ellos, sonrió extrañamente tranquilo.

    —¿Qué es eso? —preguntó Ori, recuperando el aliento.

    —Nuestro anfitrión —se limitó a contestar Gandalf, haciendo que las miradas perplejas de los enanos se centraran en él. En cuenta debe tenerse que los que habían mantenido la conversación con Gandalf sobre Beorn habían sido los dos hobbits, y que, por lo tanto, los enanos nada sabían sobre el cambia pieles—. Se llama Beorn —repitió por segunda vez—, y es un cambia pieles. Cambia de piel: a veces es un enorme oso negro, con grandes brazos y luenga barba. Algunos dicen que es un oso descendiente de los grandes y antiguos osos de las montañas, que vivían allí antes que llegasen los gigantes. Otros dicen que desciende de los primeros hombres que vivieron antes que Smaug o los otros dragones dominasen esta parte del mundo, y antes que los trasgos del Norte viniesen a las colinas. No puedo asegurarlo, pero creo que la última versión es la verdadera. A él no le gustan los interrogatorios.

    »De todos modos no está bajo ningún encantamiento que no sea el propio. Vive en esta robledad y tiene esta gran casa de madera, y como hombre cría ganado y caballos casi tan maravillosos como él mismo. Trabajan para él y le hablan. No se los come: no caza ni come animales salvajes. Cría también colmenas, colmenas de abejas enormes y fieras, y se alimenta principalmente de crema y miel. Como osos viaja a todo lo largo y ancho. Una vez, de noche, lo vi sentado solo sobre la Carroca mirando cómo la luna se hundía detrás de las Montañas Nubladas, y lo oí gruñir en la lengua de los osos: «¡Llegará el día en que perecerán, y entonces volveré!». Por eso se me ocurre que vino de las montañas. Solo puedo deciros que el oso es impredecible, pero con el hombre se puede razonar. Sin embargo, no le gustan los enanos. Muy bien, ahora a dormir todos, aquí estaréis a salvo. Espero —y esto último lo murmuró para sí mismo.

La casa era grande, extremadamente grande, y muy cálida. Bryssa se paseó por ella admirándolo todo antes de establecerse al lado de uno de los establos de las vacas que allí había, tras acariciarle el hocico al animal a su lado. También había ovejas, insectos y pájaros. Si lo que Gandalf había dicho era cierto, también habría muchos más animales en el exterior.

Disculpándose con la vaca del establo acariciándole el costado afablemente, le cogió algo de la paja que tenía en una bolsa de cuerdas que era utilizada a modo de comedero, y la esparció por el lugar en el que iba a tumbarse para dormir. Más tarde acomodó el fardo lo mejor que pudo para que actuara a modo de almohada y se tumbó, tapándose con su capa y envolviéndose el cuello y la parte inferior del rostro con la bufanda carmesí.

Sus párpados se fueron cerrando lentamente, sintiendo de repente el cansancio invadirla y los músculos, desde que había empezado el día, tensos, relajarse contra las tablas de madera que cubrían el suelo. A su alrededor, las respiraciones acompasadas de los enanos resonaron, y por lo bajo, los cuchicheos de los ratones y el suave masticar del heno hicieron que Bryssa cayera en el sueño.

La mañana siguiente Bryssa se levantó mucho más temprano que el resto de los enanos. Ahogando un bostezo con una de sus manos, se desperezó estirando los dedos de los peludos pies y alzándose con las manos cogidas a su espalda. Miró a su alrededor solo para darse cuenta de que Gandalf no estaba por ninguna parte, y que Thorin, también despierta, miraba el mapa de Erebor con aire ausente. Decidió no decir nada y salir un rato fuera de la colosal casa.

Fuera, el aire se respiraba perfumado del olor de la hierba mojada y la calma era interrumpida el dulce zumbar de las abejas con las patas espolvoreadas de polen. Bryssa no había contemplado tanta calma desde que había salido de Rivendel, hacía semanas atrás. No obstante, algo en lo más profundo de su mente le decía que debía mantenerse abierta, y no dejarse engatusar por los recuerdos de la calma en tiempos tan extraños como los que corrían en aquellos días.

Mientras caminaba por los jardines llenos de tréboles, consternada, observó abruptamente que el día anterior, a su apresurada llegada, habían arrasado con varias de las plantas que allí crecían. La vista de las hojas aplastadas le recordó a Casa Brandi y las primaveras que allí se vivían, en las que su madre siempre se había permitido plantar rosales, campanillas, amapolas, margaritas y girasoles, que danzaban en las macetas al son del cálido viento del sur.

Muchas habían sido las veces que Bryssa se había entretenido junto a Prímula ayudando a su madre a plantar las flores. La jardinería nunca había sido el fuerte de Bryssa, a pesar de lo que los demás pudieran llegar a pensar. Disfrutaba, sin embargo, colocando las flores bien después de las tormentas de verano, o incluso replantándolas de nuevo en otros lugares. Ver los bellos y pequeños tréboles pisoteados, hizo que algo dentro de su pecho se removiera con remordimiento. Si estaban así, era por su culpa y la de los enanos; lo menos que podía hacer era colocarlos bien de nuevo o, en la medida de lo posible, volver a plantar más allí donde los anteriores habían estado.

Se dedicó, pues, a atusar los tallos de las pequeñas plantas y recolocarlos lo mejor que pudo, y una vez hubo acabado con esta tarea, pasó a buscar algún cobertizo en el que se guardaran semillas. Tras buscar por largos minutos, en vano, acabó por entrar dentro de la casa otra vez y probar suerte allí.

Thorin, que había pasado a fumar de su pipa tranquilamente, con la mirada pensativa, la observó empezando a fruncir el ceño cada vez más. Bryssa actuaba ajena a las miradas que le dedicaba el enano; finalmente, se había acostumbrado a la actitud reprobatoria del líder de la Compañía. Él, a pesar de todo, se acercó hacia donde estaba y observó con lejana curiosidad, como la hobbit removía en un pequeño armario situado en las tablas de madera del suelo, unos tarros etiquetados con amarillento pergamino.

    —No deberías buscar allí donde no deberías —habló Thorin, a un lado del armario. Bryssa siguió con su tarea hasta que dio con el tarro que buscaba y lo alzó, sonriente, para después posar su mirada sobre él y mandarle una mirada orgullosa y retadora.

    —Ayer, al llegar, destrozamos parte de los jardines de tréboles. Fueron plantados con mucho cuidado y cariño, y el que acabaran aplastados me hizo pensar que quienquiera que los plantara, fuera el dueño de esta casa o no, no estaría contento de verlo —esbozó ella. Thorin alzó una de sus cejas, instándole a que prosiguiera—. Así pues, estoy colocando bien los que he podido salvar, y ahora voy a plantar nuevos tréboles para sustituir aquellos que ya son un caso perdido.

Thorin no dijo nada más, y satisfecha, Bryssa salió de vuelta al exterior para plantar los tréboles que habían acabado irremediablemente aplastados. Con cada trébol que desplantaba, depositaba una semilla allí donde antes su antecesor había estado, y continuó haciendo esto hasta que el tarro estuvo dos cuartos menos lleno de lo que lo había estado con anterioridad. Habían pasado cuarenta minutos desde que la hobbit había empezado a plantar las semillas, y para cuando se dio cuenta, Gandalf apareció por la entrada acariciándose la barba con aire ausente.

Al verla allí, se acercó a paso lento y observó los montoncitos de tierra que rodeaban a Bryssa, todavía arrodillada en el suelo y con la tierra manchando sus piernas y manos. Observó también el tarro de semillas, todavía abierto, y que la mediana permanecía en completo silencio, con una mueca indescifrable que, pese a todo, pudo distinguir como la cara que ponen los niños cuando esperan ser regañados.

Gandalf sonrió.

    —Alguien te agradecerá de muy buen grado lo que has hecho, Bryssa —le dijo, y la hobbit sintió como volvía a respirar tranquila—. Sin duda, te has ganado que seas tú, junto a tu primo, quienes me acompañen primero para presentaros. Aunque no sé si sería más conveniente que fueras la última en presentar, tus acciones en el jardín de Beorn serían muy bien recibidas, y podrían en cierta forma, opacar el poco agrado que siente hacia los enanos.

    —Creo que siendo la última sería de mayor utilidad, Gandalf —respondió ella entonces, tras sopesarlo unos minutos—. Si Beorn tiene el mal carácter que has expresado en nuestro camino hacia aquí, lo mejor será que yo sea la última en ser presentada.

    —Sí, quizá sea lo mejor. Beorn no conoce a los hobbits, jamás ha visto uno. Algo me dice que tu primo y tú seréis recibidos de mejor grado que los enanos, de eso no me cabe duda. Pues que así sea: un hobbit para empezar, y otro hobbit para acabar. Con suerte, Beorn se fijará más en vosotros y no tanto en los enanos. ¡Ahora, debemos prepararnos, está a punto de llegar!

Habiendo aclarado esto, ambos entraron de nuevo en la vivienda y se encontraron con los enanos, que ya despiertos, cuchicheaban entre ellos.

    —Yo digo que echemos a correr sin que nos vea —dijo Nori de golpe. Dwalin se adelantó y lo encaró cogiéndolo por la pechera de la casaca.

    —No pienso huir de nadie —dijo—, ni de una bestia.

Gandalf y Bryssa los observaron en silencio hasta que, dando una sonora palmada, el mago llamó la atención de todos.

    —¡No os pongáis a discutir, no podemos atravesar las Tierras Ásperas sin la ayuda de Beorn! Nos atraparán antes de que podamos llegar al bosque. Haremos lo siguiente: al otro lado de esta casa existe una segunda entrada, la principal, pues nosotros entramos por la trasera, que da al jardín. Antes de llegar a esta primera entrada hay un seto de espinos imposible de atravesar, pero posible de rodear. Esperad todos ahí, y cuando grite o silbe, seguidme, pues ya veréis el camino que tomo. Venid solo en parejas, tenedlo en cuenta, unos cinco minutos entre cada pareja. Bombur es más grueso y valdrá por dos, mejor que venga solo y el antepenúltimo. Bryssa cerrará la marcha, y ¡Señor Bolsón! —exclamó, sobresaltando al pobre Bilbo, que acababa de despertar y recién había llegado al lugar en el que se congregaba el resto—. Hay una cancela cerca en alguna parte entre el seto de espinos, ¡vamos! Nosotros seremos los primeros.

Mientras Gandalf y el aterrorizado Bilbo —ahora mucho más despierto—, se perdían de vista, los enanos empezaron a discutir quién debía ser acompañado por quién, hasta que decidieron lo siguiente: Thorin y Dori, Nori y Ori, Balin y Dwalin, Fíli y Kíli, Óin y Glóin, Bifur y Bofur, y Bombur. Bryssa, que había escuchado con la mirada centrada en el gran seto de espinos, le echó una ojeada a los enanos, mientras sus orejas escuchaban atentamente.

Al otro lado de la cerca, allá donde Beorn el cambia pieles cortaba grandes tocones de madera por la mitad para hacer leña, Gandalf empezó a explicarle la historia sobre cómo habían acabado allí. Bilbo había sido presentado con éxito, sin embargo, faltaban los enanos y la hobbit.

    —Venía yo por las montañas con un amigo o dos... —dijo el mago.

    —¿O dos? Solo puedo ver uno, y en verdad bastante pequeño —repuso Beorn.

    —Bien, para serte sincero, no quería molestarte con todos nosotros hasta averiguar si estabas ocupado. Haré una llamada, si me permites.

    —¡Vamos, llama!

Fue de este modo en que Bryssa, una vez escuchado el silbido de Gandalf, les hizo una señal a los primeros en salir, Thorin y Dori. Repitió la acción cada vez que fue necesario y que Gandalf emitía uno de los llamados acordados. Y ella, a pesar de todo, esperó pacientemente a que fuera llamada.

La estrategia que Gandalf seguía era simple: mientras contaba la historia de la Compañía, cada cinco minutos, mencionaba a dos integrantes que no hubieran aparecido hasta el momento, y Beorn, entretenido y engullido completamente por la historia, no prestaba atención a los enanos que aparecían y que cada vez eran más numerosos allí en la entrada; hasta el momento, habían salido once, contando con Bilbo.

    —Bien —dijo Gandalf, muy contento de ver que su historia estaba causando buena impresión—, hice todo lo que pude. Allí estábamos, con los lobos volviéndose locos debajo de nosotros, y el bosque empezando a arder por todas partes. Los catorce y yo...

    —¡Cielos! —gruñó Beorn—. No me vengáis ahora con que no puedo contar. Puedo. Once no son catorce, y yo lo sé.

    —Y yo también. Estaban además Bifur, Bofur y Bombur. No me he aventurado a presentarlos antes, pero aquí los tienes.

Los tres enanos aparecieron y se unieron al resto.

    —Bien, ahora que están aquí los catorce; y ya que los trasgos saben contar —dijo Beorn, interesado más en la historia que en la táctica de Gandalf para presentar a la Compañía—, imagino que eso es todo lo que había allí arriba en los árboles. Ahora quizá podamos acabar la historia sin más interrupciones.

    —Entonces —decía Gandalf, prosiguiendo con la parte final de la historia—, las Águilas nos dejaron en la cima de una de sus montañas y todos acudimos para ver cómo se encontraba la pequeña Bryssa.

    —¿Es que acaso ahora pretendes decirme que una niña os acompaña en este viaje que, por lo que me has contado, ha acontecido de la forma más peligrosa posible? —interrumpió Beorn, frunciendo las pobladas cejas oscuras.

    —¡Oh, no! Mira, de hecho, aquí está —y Bryssa, que había entendido que era su oportunidad para salir del escondite tras el seto de espinos, inclinó la cabeza mostrando sus respetos, aunque nerviosa, y sonrió—. Como iba diciendo nos dio un buen susto a todos, pero afortunadamente no era algo que un poco de cuidado no pudiera arreglar.

Beorn escrutó a la hobbit con la mirada antes de volver su vista a Gandalf, quien sonrió inocentemente.

    —Ahora que están aquí los quince —dijo el cambia pieles—, quizá podamos acabar la historia sin más interrupciones.

Estas interrupciones habían conseguido que Beorn se interesara más por la historia, y esto había impedido a su vez que expulsara en seguida a los enanos como mendigos sospechosos. Para cuando el Istari acabó el relato, el sol se alzaba ya muy por encima de sus cabezas, señalando que se encontraban a medio día.

    —Un relato muy bueno —dijo Beorn—. El mejor que he oído desde hace mucho tiempo. Si todos los pordioseros pudieran contar uno tan bueno, llegaría a parecerles más amable. Es posible, claro, que lo hayáis inventado todo, pero aun así merecéis un almuerzo por la historia. ¡Vamos a comer algo!

Le agradecieron una vez tras otra mientras que el cambia pieles cogía la leña cortada y los guiaba hacia el interior, donde las pocas pertenencias que aún le quedaban a la Compañía se situaban desperdigadas por los rincones del suelo. Fue entonces, tras la calma que los invadió a todos al conocer finalmente a su benefactor, cuando Bryssa se permitió admirar mejor los interiores de la casa.

La sala principal ahora ya no era tan oscura como cuando habían llegado, y no estaba bajo las penumbras del amanecer. Beorn batió las manos, y entraron trotando cuatro hermosos poneys blancos y varios perros de caza de pelaje gris; les habló en una lengua extraña que parecía imitar a la perfección los sonidos de los animales. A pesar de que solo era medio día, los poneys salieron y volvieron a entrar en la sala portando antorchas en la boca con las que encendieron un fuego en la gran chimenea y las lámparas apagadas que colgaban del techo. Todo se volvió repentinamente cálido, y los perros, que podían mantenerse en pie sobre los cuartos traseros con éxito, sacaban con magnífica diligencia tablas y caballetes de las paredes laterales para formar una larga mesa en la que cupieran todos.

Terriblemente maravillada, Bryssa los observó sin poder llegar a creer lo que sus ojos contemplaban.

A continuación, se oyó un suave berrido, y un carnero negro entró dirigiendo un grupo de ovejas blancas como la nieve que, sobre sus lomos, portaban bandejas con cuencos, fuentes, cuchillos y cucharas de madera, los cuales los perros cogían y dejaban rápidamente sobre las mesas de caballete. Tan baja era la mesa que, tanto Bryssa como Bilbo, pudieron permitirse sentarse sin problemas y alcanzar todo aquello que había sobre la superficie. Los poneys trajeron bancos corredizos para Gandalf y Thorin, y el carnero negro empujo la basta silla negra de Beorn. Unos minutos más tarde, los demás se sentaron en secciones de madera cónicas y lisas que los poneys trajeron más tarde.

Pronto, Beorn sirvió leche fresca de sus vacas, rebanadas de pan de arándanos cubiertas de tibia miel, fresas y frutos rojos recién recogidos, quesos hechos a mano y avena, y todo tipo de manjares que ni los enanos, ni los hobbits o Gandalf habían probado desde que dejaron la Última Morada y se despidieron de Elrond.

    —Así que tú eres el llamado Escudo de Roble —empezó diciendo Beorn, una vez todos se encontraron sentados. En su mano derecha sostenía una gran jarra de madera con la que servía la leche—. Dime, ¿por qué te persigue Azog el Profanador?

Volver a escuchar aquel nombre provocó en Bryssa un escalofrío, y casi al instante dirigió la mirada a su cuenco lleno de fruta y miel, cohibida.

    —¿Conoces a Azog? ¿De qué? —fue la pregunta de Thorin, elaborada en apenas un murmullo silencioso.

    —Mi pueblo siempre vivió en las montañas —dijo Beorn—, antes de que vinieran los orcos. El Profanador mató a casi toda mi familia, y a los que no, los esclavizó. —Bilbo le señaló a su prima, con pesar y un gesto disimulado de cabeza, los brazaletes de hierro que antaño habían poseído cadenas, en las muñecas de Beorn—. No por necesidad, ya me entendéis, sino por placer. Parecía divertirle enjaular y torturar a cambia pieles. Una vez fuimos muchos. Ahora solo hay uno. —soltó un suspiro que pareció más un gruñido derrotado—. Tenéis que llegar a la Montaña antes de los últimos días del otoño.

    —Antes del ocaso del Día de Durin, sí —corroboró Gandalf.

    —Tenéis poco tiempo.

    —Por eso atravesaremos el Bosque Negro —continuó el mago.

    —Una oscuridad acecha ese bosque. Seres malignos reptan bajo esos árboles; no me aventuraría acercarme, salvo en caso de extrema necesidad.

    —Iremos por el camino élfico, ese es un sendero seguro.

    —¿Seguro? —soltó el cambia pieles, irónico—. Los Elfos del Bosque Negro no son como los demás. Son menos listos y más peligrosos. Pero es lo de menos.

    —¿Qué quieres decir? —interrumpió Thorin, que ante la mención de aquellos elfos se había alzado de su asiento.

    —Esta zona está llena de orcos —explicó Beorn—, cada vez son más. Vosotros vais a pie, jamás llegaréis al bosque con vida —entonces se alzó con su imponente altura y habló de la siguiente manera—: no me gustan los enanos, son codiciosos e indolentes; indolentes ante las vidas de aquellos a los que consideran inferiores. Pero los orcos me gustan menos. ¿Qué necesitáis?

    —Si pudieras brindarnos transporte para llegar al linde del bosque —aventuró Gandalf, jugueteando con sus manos—, te estaríamos muy agradecidos.

Beorn asintió, de acuerdo.

    —Los poneys de mis tierras son salvajes, pero muy afables y se dejan montar. Podréis abasteceros aquí con provisiones y ellos os llevarán hasta el linde, pero una vez allí, deberéis descabalgar; ellos conocen el camino de vuelta y los orcos no les atacarán. 

Así pues, después del almuerzo, Beorn desapareció y nadie volvió a verlo hasta entrada la tarde, cuando apareció con los poneys ya listos, con sillas y bridas de montar, no muy lejos de la gran casa. Bryssa, que caminaba junto a Gandalf, observó los majestuosos poneys de pelaje blanco inmaculado y manchas color carbón, con las crines sedosas y largas agitándose de vez en cuando. La mayoría de los enanos ya los habían montado, y los que todavía permanecían de pie, se limitaban a asegurar los fardos cargados de nuevas provisiones a las sillas con ayuda de los estribos. Mientras tanto, Beorn acariciaba a un caballo con el mismo pelaje que los poneys, que todos supusieron que sería para Gandalf. El mago se acercó a él y mantuvieron una conversación que no alcanzó a escuchar. Los ojos de la hobbit recorrieron la zona y su ceño se frunció.

    —Pero —dijo—, aquí solo hay catorce poneys.

Thorin se acercó entonces y le dedicó a la hobbit una de sus particulares miradas serias.

    —Eso es porque usted, Señorita Brandigamo, no dispone de montura.

    —¿Qué? —murmuró ella, con pasmo.

    —Deberá buscar a alguien que quiera compartir su poney, de lo contrario tendrá que caminar. Y le comunico de antemano que no tenemos tiempo que perder.

Bryssa lo observó marcharse mientras cerraba las manos en puños y contenía una maldición que, traicionera, quiso deslizarse entre sus labios. Se mordió el interior de la mejilla izquierda y su ceño se frunció levemente.

Beorn, quien había desarrollado con los años una táctica para perfeccionar sus sentidos al máximo, se acercó tras escuchar aquellas palabras, después de dar por finalizada su charla con Gandalf.

    —Perdona, pequeña, pero no dispongo de más monturas para dejaros. Alguien deberá compartir poney contigo. —Tras decir aquello, Gandalf se subió al caballo y Thorin a su propia montura. Bryssa, en cambio, se quedó allí y Beorn se agachó para quedar a su altura, aunque aún y haber hecho esto, seguía sacándole una cabeza a la hobbit—. No te agradecí debidamente, es más, no lo hice en absoluto. El mago me dijo que habías replantado mis tréboles antes de que yo me presentara en mi hogar. Nadie había hecho semejante acción por mí antes, así que acepta esto de buen grado, como un obsequio con el que te doy las gracias de la manera más sincera.

Entonces, le cogió las manos, que a comparación con las de ella, eran enormes y gigantes, y depositó sobre su palma un saquito de cuero ligeramente abultado.

    —¿Qué contiene? —quiso saber la mediana, sin atreverse a abrirlo. Su mal humor se había disipado por completo a aquellas alturas de la conversación.

    —Las semillas del mismo tarro del que cogiste para plantar los tréboles.

Bryssa aceptó el pequeño saquito y lo contempló unos segundos antes de que una amplia sonrisa cerrada cubriera sus labios. Miró a Beorn y el cambia pieles le devolvió el gesto suavemente.

    —Muchas gracias —dijo la hobbit, verdaderamente agradecida.

Aunque a cualquiera pudiera haberle parecido una simple tontería, Bryssa había descubierto, a pesar de su escasa estancia allí, lo mucho que la naturaleza significaba para Beorn, y en especial, aquella que se encontraba en las tierras de su hogar. Se guardó el saco en uno de sus fardos, el que no contenía las dagas, y tras dedicarle una leve inclinación de cabeza al cambia pieles, se dispuso a caminar hasta Bilbo, quien intentaba atar uno de los paquetes que llevaba a la silla del poney.

    —¿Te ayudo? —le preguntó ella al llegar. Su primo le dedicó una sonrisa.

    —Me vendría muy bien, Bry.

Entre los dos, y como pudieron —ya que no gozaban de la maestría de los enanos con los nudos—, ataron el paquete y Bilbo montó, ofreciéndole después una mano a su prima. Sin embargo, justo cuando ella estiraba una de sus manos para agarrar la de Bilbo, una tercera mano interceptó la de la mediana y la arrastró lejos de su primo.

    —¡Kíli! —reprochó Bryssa, intentando resistirse al agarre del enano—. Voy a montar con Bilbo, ¡suéltame!

    —Disculpa, pequeña —contestó el enano ante sus palabras—. Pero, ¡mira! Allí hay un poney sin jinete, puedes montar sobre él.

De haber estado en otras condiciones, sin un terco enano arrastrándola hasta la otra punta de la manada de poneys, Bryssa se habría percatado de tres cosas: la primera, que Kíli tenía en su rostro una pícara sonrisa. La segunda, que la mayoría de los enanos allí presentes los miraban ocultando sus propias sonrisas, y que, tercera, aquel poney no estaba tan solo como aparentaba.

    —No estoy segura de esto —habló la hobbit, mientras Kíli la ayudaba a montar. Sus manos se cerraron entorno a las bridas y miró al enano con la sombra de la duda cubriendo su rostro—. Minutos antes he visto que solo había catorce poneys, Kíli. No me parece que este haya aparecido de la nada. ¿Y si es de alguien?

    —Por supuesto que es de alguien, de Beorn —respondió él, ocultando su risa mientras se aclaraba la garganta—. Quizá quieras decir que piensas que alguien más monta este poney, ¿me equivoco?

    —Kíli, hablo enserio.

    —Yo también.

    —¿Podrías al menos contestarme?

    —Lo estoy haciendo —rio el enano. Bryssa suspiró, comenzando a perder la paciencia.

    —¿Kíli? ¿Bryssa?

El corazón de la mencionada se aceleró, y girándose, vio a Fíli caminando con un paquete en brazos. La mediana tragó saliva disimuladamente, sintiendo su boca seca de forma repentina. La sonrisa del enano moreno, en cambio se ensanchó.

    —¡Kíli! —susurró alarmada Bryssa, al ver que el enano se marchaba lentamente. Imponente, y sin atreverse a bajarse del poney o siquiera moverse, observó que, mientras caminaba, el enano le palmeaba el hombro a su hermano y se montaba en su propia montura, soltando carcajadas que el resto no tardó en imitar.

    —¿Sabías que ese es mi poney? —sonrió Fíli, divertido.

Bryssa se preguntó internamente cómo podía estar tan tranquilo cuando ella estaba muriendo cada vez más de vergüenza con cada segundo que pasaba.

    —Pensaba montar con Bilbo, ya que cuando llegué aquí hace unos minutos había visto que solo había catorce poneys y no quince, pero entonces Kíli apareció y me dijo que había uno que no tenía jinete y que podía montarlo. No sabía que ya tenía un jinete, de haberlo sabido no habría montado en él y habría vuelto con Bilbo y su poney. —Al percatarse de que había divagado, quizá, más de la cuenta, Bryssa calló de golpe y sintió como la sangre se acumulaba con más ahínco en sus mejillas—. Perdón —dijo, a la espera de que, milagrosamente, Fíli no hubiera notado el ridículo que acababa de hacer.

Para bien o para mal, el enano rubio sí lo había notado, y soltando una risa, negó con la cabeza para después dedicarle una sonrisa.

    —No te disculpes —repuso él, y Bryssa sintió que el corazón se le aceleraba todavía más al mirar sus labios—; suena como algo que Kíli haría para molestar.

Bryssa se limitó a asentir, de acuerdo. Fíli, en un rápido movimiento, se montó tras ella y le arrebató las riendas con un suave tirón. Escalofríos envolvieron el cuerpo de Bryssa y la congelaron por unos segundos.

    —¿Qué haces? —le preguntó ella, con voz trémula.

    —Montar. No iba a hacer que bajaras, estamos a punto de marcharnos —se limitó a responder el enano—. No te importa montar conmigo, ¿verdad? De ser así siempre podría caminar o...

    —No —dijo Bryssa rápidamente—. No, así está bien.

Se sentía ciertamente estúpida, con el corazón latiéndole en la garganta y las manos sudorosas. Thorin, ya subido a su poney, les llamó la atención a todos antes de girarse para llamar al Istari.

    —Gandalf, no perdamos tiempo.

Con aquello, emprendieron la marcha a trote ligero, y en la profundidad del bosque detrás de ellos, en los páramos que habían cruzado hasta llegar a la gran casa de Beorn, escucharon los hambrientos aullidos de los huárgos y los gritos coléricos de los orcos.

Bryssa no tuvo otro remedio que reclinarse hacia atrás levemente con sus manos cerradas entorno a los mechones de la crin situados en la cruz del poney. Su espalda estaba pegada al pecho de Fíli y podía notar sus músculos tensos. A pesar de que ellos mismos no estuvieran corriendo, además, el corazón del enano martilleaba con fuerza en su pecho, y la hobbit podía jurar que sentía las vibraciones a través de la ropa, chocando contra su espalda de manera leve. Agradeció que Fíli no pudiera verle el rostro, pues en aquellos instantes estaba más rojo que una fresa.

Delante de ellos, las llanuras de verdes pastos y leves elevaciones les dieron la bienvenida, y los poneys que eran de patas fuertes y cascos firmes, corrían detrás del corcel de Gandalf como si los cuerpos de los enanos que llevaban encima —y los hobbits—, se trataran de simples plumas sobre sus grupas.

Una hora más tarde, pasaron un pequeño bosque de árboles de estepa antes de llegar a los pies de un bosque mucho más frondoso y sombrío. Era una foresta oscura, y una sombra parecía haberse cernido sobre ella de forma casi inevitable; no pasó desapercibido para ninguno que incluso el Sol que había brillado aquella mañana había desaparecido del firmamento.

El mago fue el primero en descender de su montura para otear el camino que se introducía en el bosque. Los enanos y ambos hobbits restaron sobre las monturas mientras Gandalf observaba los alrededores de la entrada.

    —He aquí el camino que atraviesa el Bosque Negro —comunicó Gandalf después de unos segundos.

    —Ni rastro de los orcos —acompañó Dwalin poco después—, la suerte está de nuestra parte.

El Istari permaneció callado y sus ojos viajaron hasta una de las colinas más altas a la vista, en la que un gran oso negro vigilaba atento.

    —¡Soltad los poneys! —exclamó, y al instante, las protestas y murmullos empezaron—. Que vuelvan con su amo.

    —Este bosque está enfermo —observó Bilbo, tras coger sus paquetes y bajarse del poney. Bryssa, que se había bajado nada más escuchar a Gandalf, se situó a su lado—. Es como si una enfermedad lo asolara.

    —Me recuerda al bosque de Los Gamos un año en que una terrible tormenta lo destrozó casi por completo —murmuró la hobbit, contemplando las ramas peligrosamente sinuosas y desnudas. Parecían coronar de forma tétrica las faldas del cielo.

    —¿No hay otro camino? —quiso saber su primo, posando una mano en el hombro de Bryssa de forma reconfortante. La hobbit no había notado el momento en que había empezado a temblar; y mucho menos podía discernir si era por el frío o bien por el miedo que el bosque transmitía.

    —Si nos desviamos doscientas millas al Norte, o quizá el doble, al Sur —fue la respuesta del mago.

A su lado, Bilbo metió su mano en su bolsillo derecho, y Bryssa se alejó del tacto de la mano izquierda de su primo, como si hubiera notado la oscura aura que lo había envuelto de forma imperceptible. La respiración se le volvió más pesada y los ojos de la hobbit lo miraron ligeramente consternada.

    —¿Bilbo? —preguntó en apenas un murmullo—. ¡Bilbo!

Su primo parpadeó y sacó la mano del bolsillo, centrando la mirada en su prima. Sin embargo, un imperceptible brillo escapó de entre los dedos del hobbit antes de que se perdiera en su bolsillo de nuevo. Bryssa tragó saliva.

    —¿Qué? —dijo el hobbit, mirándola.

Pero Bryssa decidió no darle más vueltas. El comportamiento de Bilbo había cambiado desde que habían salido de las montañas de los trasgos, y si era sincera, Bryssa no quería saber en qué grado o manera. Al menos no por el momento.

    —No es nada —contestó.

    —¡Mi caballo no! —clamó Gandalf, saliendo del bosque a pasos apresurados—, ¡lo necesito!

Aturdido por las repentinas palabras, Nori se alejó de los estribos de la silla del caballo, viendo como Gandalf caminaba hacia él. El resto lo observó también, y Bilbo fue el más valiente para señalar lo que, internamente, todos se preguntaban.

    —No irás a dejarnos...

    —Es totalmente necesario. —Entonces los ojos del Istari bailaron de Bryssa a Bilbo—. Has cambiado, Bilbo Bolsón, y tú también, Bryssa Brandigamo. No sois los hobbits que dejaron la Comarca y Los Gamos.

La hobbit se sintió orgullosa de aquello y se limitó a sonreír. Bilbo, por otra parte, dio un pequeño paso hacia delante.

    —Iba a contártelo —admitió, deprisa. Los ojos de Bryssa lo miraron con una mezcla de temor y curiosidad—. En-encontré algo en los túneles de los trasgos.

    —¿El qué? —cuestionó Gandalf, bajando el tono de voz. Un escalofrío envolvió a Bryssa. Allí estaba, ¿acaso Bilbo iba a desvelar qué le ocurría? —. ¿Qué encontraste?

La mano de Bilbo se alejó del bolsillo de nuevo.

    —Mi valor —dijo. Gandalf, aunque no muy convencido, se apartó de él y se enderezó.

    —Qué bien, me alegro. Lo necesitarás. Confío en que os cuidaréis el uno al otro mientras no estoy —les dijo entonces a ambos hobbits, quienes asintieron—, y que procuraréis que estos enanos tan cabezotas no hagan muchas insensateces. Tengo una fe ciega en ti, Bryssa. A veces puedes tener más cabeza que cualquiera de los aquí presentes, lo mismo para ti, querido Bilbo. —Se giró y montó el caballo, antes de mirarlos a todos una última vez—. ¡Os estaré esperando en el mirador frente a las laderas de Erebor! Proteged el mapa y la llave. No entréis en esa montaña sin mí.

Una suave llovizna empezó a caer.

    »Este no es el Bosque Verde de antaño. Hay un arroyo en el bosque que contiene un oscuro encantamiento, no toquéis el agua; cruzadlo por el puente de piedra. El aire del bosque está cargado de espejismos que entran en vuestra mente y hace que os descarriéis.

    —Nos descarriemos —murmuró Bilbo—, ¿qué significa?

    —Seguid el camino —continuó Gandalf—, ¡no os apartéis! Si lo abandonáis, jamás volveréis a encontrarlo. ¡Pase lo que pase no abandonéis el camino!

Sin más, espoleó con los talones el estómago del equino y saltó al galope, dejándolos solos una vez más.

    —¡Vamos! —exclamó Thorin—. Debemos llegar a la Montaña antes de que se ponga el Sol el Día de Durin. Es nuestra única oportunidad de encontrar la puerta oculta.

Y sin más, empezando a caminar a paso moderado, uno a uno, los miembros de la Compañía de Thorin Escudo de Roble se introdujeron en el Bosque Negro, y mientras la oscuridad de la foresta los engullía sin piedad, el presentimiento de un mal presagio no abandonaba la mente de Bryssa Brandigamo.





¡Hola!

No me creo que vaya a hacer casi un mes desde la última actualización, me siento mal porque tengo a Bryssa muy consentida, pero había una parte del capítulo, la final, que aunque la tenía muy bien planeada, simplemente no fluía al tener que escribirla. Llevo literalmente toda la tarde escribiendo y dejando de escribir, hasta que me he motivado lo suficiente y he conseguido dieciocho páginas en el Word.

¿Qué os ha parecido? Hemos conocido a Beorn y tan pronto como ha ocurrido, lo hemos abandonado. Además de eso, Gandalf ha vuelto a dejar a la Compañía, Bryssa sospecha que algo malo le ocurre a Bilbo y... ¡ha habido momento #Fyssa! Muero de amor con esos dos, porque aunque Bryssa todavía no sabe lo que le ocurre cuando está alrededor de Fíli, él actua normal y sin tapujos en lo que respecta a sus sentimientos, por lo visto.

¿Sabéis qué viene ahora, verdad? Ajá, un encontronazo con algunas personitas, si se les puede llamar así, y unos animalillos muy peculiares.

¡Votad y comentad!

¡Besos! ;*

—Keyra Shadow.

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