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VI. Los Húrvlars de Ívrlya

ADVERTENCIA: CAPÍTULO LARGO.




Tardaron tres días enteros en llegar al linde del Bosque Negro y medio más para situarse entre este y el Anduin. A pesar de que el trineo de ramas entrelazadas fuera tirado por Liebres de Rhosgobel, tuvieron que parar para que descansaran y ellos mismos recuperaran las energías de tener que viajar de pie, sujetándose al trineo. Llegaron al hogar de Radagast una mañana con el sol saliente ya en el firmamento, el rocío de las hojas cayendo en suaves gotas que irrumpían la calma de los animales que aún permanecían durmientes.

El pardo mago miró a su acompañante con creciente tristeza, no podía evitarlo. La hobbit que había visto tan llena de energía en el campamento enano, antes de que acudieran al rescate de los propios, había menguado tanto que no era más que un triste recuerdo de lo que alguna vez había sido. Bryssa se sentía sola, malquerida y una carga, y lentamente, Radagast fue más y más consciente de ello. Había tomado la decisión de irse con él, sí, pero no por pura voluntad propia, sino porque no había tenido elección alguna al respecto.

    —Creo que te gustará Rhosgobel —interrumpió el Istari, rompiendo el silencio que envolvía la calma del bosque—. A pesar de lo que está ocurriendo aquí, te gustarán los animales y las plantas. Y los árboles. Algunos incluso podrían llegar hablarte, los Ents son criaturas muy sabias. Espíritus que habitan dentro de los grandes y viejos árboles.

    —Estoy segura —se limitó a contestar Bryssa, intentando sonar mínimamente emocionada, pero en vano.

¿Qué pensaría Bilbo de ella? ¿La consideraría una traidora por dejarlo solo con los enanos y Gandalf? ¿Y Gandalf, se sentiría culpable siquiera? Era muy probable que no y, por un momento, Bryssa dejó que la tristeza se esfumara y que en su lugar el enfado empezara a burbujear. ¿En qué momento había considerado que debía emprender una aventura acompañada? ¡Era más que capaz de cuidar de si misma! Sus dedos rozaron débilmente la superficie rugosa y todavía en ligera carne viva que era su cicatriz. Había luchado contra un trasgo y lo más probable era que esa panda de estúpidos creyera que se lo había hecho tras una caída o algo por el estilo. 

Su semblante se endureció al pensarlo; eso eran, una panda de estúpidos que la creían una hobbit débil y mimada, acostumbrada a las comodidades del hogar, ¿y qué si lo era? No se avergonzaba en absoluto de admitir que era la hobbit de los ojos de su madre, que echaba de menos casa Brandi, a sus hermanos y hermanas mayores, a su padre y a la Cerca Alta. Que no soportaba la idea de no volver algún día a su hogar, que, por otra parte, quería vivir su propia vida alejada de todo aquello, que quería curtirse en la experiencia de lo que significaba salir adelante por la cuenta de uno mismo.

Que quería ser libre por una vez y escuchar lo que su corazón le dictaba.

    —¿Hay muchos animales aquí? —la pregunta a simple vista era muy tonta, pero Bryssa la elaboró en busca de descubrir qué clase de animales poblaban el bosque de Rhosgobel.

Radagast la miró de soslayo, visiblemente sorprendido por la fuerza y la vitalidad que había adquirido de nuevo la voz de Bryssa. La sorpresa no duró mucho antes de que remplazara su rostro por uno afable y sonriente.

    —¡Oh, sí! Ya lo creo. Desde pájaros cantores hasta Húrvlars de Ívrlya —dijo él—. El bosque tiene a muchos habitantes, algunos más mansos que otros. Los húrvlars de Ívrlya, por ejemplo, son muy escurridizos, como lo serían los zorros, pero mansos y a la vez tremendamente mortales. En su cola esconden unas espinas venenosas que paralizan el cuerpo y el propio corazón. Hay una leyenda sobre ellos que los Elfos suelen contarles a los más pequeños para que no los asusten y causen un ataque.

La idolatración de Bryssa por los cuentos surgió, recordando todas las veces que le había pedido a su madre Mirabella que le leyera mientras sus hermanos dormían. Habían sido noches cálidas envueltas las dos en una gran manta de pelo de borrego, frente a la gran y chispeante chimenea de Casa Brandi y uno de los libros favoritos de Bryssa que la misma había encontrado en la gran biblioteca de su abuelo Gerontius.

    —¿Qué cuenta la leyenda? —quiso saber al instante y Radagast la miró totalmente emocionado por poder hablar con alguien que no fueran animales por fin.

    —Se dice que en los confines del Lago Íhldras habitaba una ninfa de nombre Ívrlya. Era la guardiana de las aguas del lago y el espíritu que las habitaba; Íhldras era Ívrlya e Ívrlya era Íhldras. Pero las aguas del lago eran codiciadas por algunos huargos de las Montañas Nubladas que, con el tiempo, acabaron por distanciarse del resto de sus congéneres y asentarse en los bosques que rodeaban Íhldras. Se convirtieron en bestias de complexión más fina, escurridizos y de tamaño medio, más pequeños a simple vista que sus familiares de las montañas. 

    »Tenían los ojos de un azul muy profundo y una pupila tan dilatada que apenas se veía, completamente blanca. En sus lomos, cabeza y cola se formaron espinas venenosas retráctiles y sus patas se asemejaron a las ancas de las ranas, aunque más fuertes y musculosas. Ívrlya consiguió hacer un pacto con ellos: podían permanecer en el lago siempre y cuando no la atacaran a ella y protegieran el lugar de aquellos que querían el agua de Íhldras. Los no-huargos accedieron, el deseo apoderándose de ellos, e Ívrlya los bautizó como los Húrvlars.

Bryssa no tenía palabras para cuando Radagast acabó de contar el relato. ¿Cómo una ninfa podría haber dominado a un séquito de semejantes criaturas? ¡Era asombroso! Historias como aquellas eran las que le gustaban a su madre; y aquel fue el detonante para que pensara de nuevo en Casa Brandi y a todos los que había dejado atrás. Para que recordara la razón por la que se encontraba con Radagast en Rhosgobel y no junto a la Compañía. La ilusión que había invadido el rostro de la hobbit se disipó como el último suspiro que se exhala al morir, lenta y dolorosamente, silencioso.

Radagast vio el cambio en su semblante y no dijo nada más. Dejaron que las liebres pastaran un rato con libertad mientras caminaban en dirección a la casita del mago.

El bosque de Rhosgobel era grande, aunque no tanto como su vecino el Bosque Negro. Los árboles eran de tronco musgoso y robusto, algunos tan grandes que Bryssa estaba completamente segura de que debían haber visto nacer y prosperar la propia Tierra Media y cada una de sus civilizaciones.

La corteza arcaica de un gran castaño le hizo pasar los dedos por ella y algo de resina ámbar le cubrió los dedos. Curiosa, los tocó entre sí para sentir mejor la sensación del pegajoso material y Radagast se le acercó, interesado en su descubrimiento.

    —Hacía mucho tiempo que no veía una resina tan ambarina como esta —admitió el anciano, sacando un frasco de un fardo que guardaba en el trineo y aproximándose nuevamente—. Nos vendrá bien para encender algunas antorchas, pronto nos quedaremos sin luz que nos guíe. ¿Sabes hacer una antorcha, Bryssa?

La hobbit negó con la cabeza repetidas veces y Radagast se mostró automáticamente disconforme con aquella negación.

    —Uno no puede salir de casa sin saber dos o tres cosas sobre supervivencia en la naturaleza, querida hobbit —entonces una de sus manos cubrió parte de su poblada barba, rascando débilmente, y pensó por unos minutos. Mientras él meditaba, Bryssa se limpió la resina de los dedos—. ¡Ya lo tengo! Te enseñaré varias cosas que aprendí cuando era más joven. Mi señora Yavanna me instruyó en el cuidado de la naturaleza, es cierto, pero también en como aprovechar sus recursos.

Y así, con el ocaso cerniéndose sobre ellos lentamente, Bryssa escuchó a Radagast hablar sobre la fabricación de utensilios con ramas rotas y hojas caídas, a saber aprovechar el agua del rocío por las mañanas como agua potable. También le indicó la manera correcta de encender una hoguera y la fabricación de antorchas con resina de árbol y a distinguir los frutos que eran comestibles de los que no.

En unas pocas horas, con la luna ya resplandeciendo en el cielo, Bryssa se sentó enfrente de la hoguera que había encendido con ayuda del Istari. En sus manos tenía el ungüento y el bálsamo que le había preparado Dori antes de marcharse, hacía cuatro días. Se aplicó este primero en el pecho antes de pasar a retirarse el cabello del rostro para dejar al descubierto la cicatriz del trasgo. Con dedos temblorosos, acarició la zona levemente, dando pequeños toques para esparcir mejor la cremosa pasta, resiguiendo los contornos de la cicatriz ya no tan abierta.

    —Es una marca de guerra muy singular —observó Radagast desde el otro lado del fuego.

Durante todo el día desde aquella mañana se había encargado de distraer a Bryssa de pensar en la Compañía de Thorin Escudo de Roble, Gandalf o el otro hobbit que el mago le había dicho que era pariente de ella. Y en todo aquel tiempo, a penas se había dado cuenta de la horrenda marca que le surcaba media cara, desde la ceja hasta la comisura de la boca, tornando su rostro, suave como porcelana salpicada de pigmentos marrones, por las pecas que cubrían sus pómulos y nariz, en un marco singular que oscilaba entre lo delicado y lo brutal. Era como mirar a un caballo común en una manada de Mearas. Una roca marina rodeada de relucientes perlas blancas. Sin embargo, podía apreciarse el contraste tan nítidamente, que Radagast pensó que incluso aquella marca de guerra realzaba las facciones de la hobbit.

    —No es una marca de guerra —las mejillas de Bryssa se colorearon de un suave rosado mientras respondía, guardando nuevamente los remedios de Dori en su zurrón.

    —¿Entonces qué es? —le volvió a preguntar él.

    —Es... es vergonzoso —la voz de la hobbit tembló levemente. No se lo había dicho a nadie, pero consideraba que la manera en la que había obtenido la cicatriz era sumamente vergonzante.

    —Yo considero que no es vergonzoso. Los guerreros presumen de sus cicatrices todo el tiempo, son la cosecha que se quedan después de un duro trabajo en el campo. El grano fresco que recogen y juntan en el establo para el invierno.

    —No creo que algo tan poético como lo que habéis dicho, maese Radagast, pueda incluir entre sus palabras a la marca que cubre mi rostro.

Él se levantó de manera pausada y se acercó lentamente hasta ella, se arrodilló delante de ella y posó una de sus manos en el menudo hombro de Bryssa.

    —¿Cómo la obtuviste?

    —Un trasgo me atacó —admitió ella débilmente, en apenas un susurro—, quería matarme. Al principio intentó robarme algo de la comida que llevaba conmigo; todavía no había llegado a Hobbiton, estaba a orillas del puente del Brandivino, pasando la noche. En cuanto me vio, atacó. Me hizo esta cicatriz y lo único que pude hacer fue clavarle una rama por debajo de las costillas, en una parte de piel demasiado blanda.

    —Entonces esa cicatriz no es nada por lo que debas avergonzarte, Bryssa. La conseguiste por defenderte, por luchar por tu vida. Demuestra el valor que tuviste, aunque tu no lo sientas de esa forma.

Bryssa no se dio cuenta de lo mucho que necesitaba oír esas palabras hasta que Radagast acabó de decirlas. Había buscado que se rieran de ella, que incluso sintieran repugnancia por aquella cicatriz; lo había buscado primero en los enanos de la Compañía, en su primo Bilbo, incluso en Gandalf. Ahora lo había estado buscando en Radagast, pero por fin, se dama cuenta de como era todo en realidad: su cicatriz no era un símbolo de vergüenza, era un símbolo de fortaleza, de valor. Era la marca que la acompañaría toda su vida, aquella que le recordaría todos los días de su existencia cuando todo había cambiado. Le había hecho falta un mes para darse cuenta de ello y ahora, por fin, se sentía tranquila.

Un mes. La nostalgia la golpeó de nuevo como una ola de agua fría y salada rompiendo contra las rocas de un acantilado. Había pasado un mes fuera de Casa Brandi, lejos de todos y todo cuanto conocía. No sabía cómo sentirse al respecto, era como si estuviera orgullosa de ello, pero a la vez, como si los lazos que la ataban a la tierra de los Brandigamo estiraran de ella, probando qué tan fuerte podían ser los vínculos que mantenía con su tierra natal. 

Sin darse cuenta, sin ser a penas consciente, Bryssa había ido tirando más y más de los lazos; les había dado mil y una vueltas, los había retorcido y entrelazado entre sí. Los había convertido en hilos de aspecto frágil, pero, aun así, resistentes. Claro que seguía pensando en su familia y su hogar, pero ¿quién no? Seguramente todos llegaban a añorar algo tantísimo que llegaban a un punto de recordar a duras penas los olores relacionados con el hogar, el sonido de las voces o la simple presencia de esos seres queridos.

    —Radagast —llamó.

    —¿Qué ocurre?

    —¿Alguna vez... echas de menos a Yavanna?

Radagast el Pardo se había acostumbrado tanto a la tranquilidad del bosque y a la compañía de animales y plantas por igual que jamás se hubiera imaginado que, con la compañía de una hobbit tan curiosa como Bryssa Brandigamo, sentimientos que creía enterrados volvieran a florecer en su interior y estallaran en grandes capullos de tristeza.

    —Sí —le contestó el mago—. Muy a menudo la sigo echando de menos.

Los maiar habían sido creaciones del propio pensamiento de Ilúlvatar, el mismo que con anterioridad había creado a los Valar. Aquellas segundas creaciones sirvieron para ayudar a las primeras como asistentes y ayudantes, para acabar de darle forma al mundo. Cada valar había recibido de Ilúlvatar un maiar y Aiwendil, como Radagast había sido nombrado en primer lugar, había sido el elegido para acompañar y asistir a la valar Yavanna. El espíritu denominado como Aiwendil pronto había tenido que dejar el lado de su señora para unirse junto a Curúmo —o como muchos lo conocieron después, Saruman—, para viajar hasta la Tierra Media por petición de la propia valar.

Aiwendil, considerado por muchos como uno de los espíritus más débiles creados por Ilúlvatar, principalmente por sus conocimientos y conexiones con animales y plantas, habían hecho que nunca acabara de sentirse aceptado por los demás maiar. A pesar de todo, Yavanna le había hecho ver que debía valorarse a sí mismo y que era tan importante como los demás espíritus. La amistad que había forjado más tarde con Gandalf el Gris y Beorn, el Señor de los Beórnidas, no habían hecho sino reforzar las palabras de su señora en sí mismo. ¿Qué si echaba de menos a su señora Yavanna? Cada día desde que descendió a la Tierra Media.

Radagast sonrió, presintiendo que la compañía de Bryssa le resultaría sumamente reconfortante y agradable.

Pasaron dos semanas en la que poco a poco, Bryssa y Radagast fueron forjando una singular amistad que se basaba principalmente en el Istari enseñándole a la hobbit todo lo que sabía sobre plantas y animales, además de algunos conocimientos mínimos de supervivencia, tal y como el mago le había propuesto durante la primera noche en Rhosgobel. Bryssa se encontró disfrutando de la compañía que le proporcionaba el Istari y este, siempre que podía, intentaba que la hobbit intentara pensar lo menos posible en sus familiares o la Compañía.

Dos semanas en las que los días de Bryssa se resumieron a adquirir hortalizas del pequeño huerto detrás de la casita de Radagast y por las tardes, el mago la llevaba a dar largos paseos por el bosque mientras la instruía, oportunamente encontrando siempre un pequeño animalillo o planta que completaba sus lecciones; estas acontecían de manera tranquila y entretenida. Bryssa recordaba una de las veces que Radagast la había mandado buscar un hongo con propiedades curativas para sanar a un zorro malherido por veneno. Pero ella le había llevado el hongo que no era y antes de dárselo al animal, el Istari la había mirado como si estuviera loca «¿Acaso quieres matarlo?» le había dicho, «esto son Hongos de Gallhoim, altamente mortales ¿qué os enseñan en vuestras tierras?». Bryssa se había ganado toda una tarde de memorización de todas las plantas y hongos venenosos que Radagast conocía.

 Aquel miércoles, según había calculado la joven, había recogido varias zanahorias, puerros y una pequeña calabaza con las que había decidido preparar un estofado vegetal. Radagast apenas comía carne de animal y aunque Bryssa lo respetaba y había llegado a adaptarse a la forma de vida y de nutrición del mago, no pudo evitar pensar lo bien que algo de carne de conejo le sentaría al estofado.

Pocas eran las veces que Bryssa veía comer a Radagast. Por lo general, según él le había dicho, estaba acostumbrado a ayunar durante largos periodos de tiempo. Radagast se limitaba a pasear por los bosques ayudando a todo ser viviente posible, disfrutando del silencio y la tranquilidad. Así pues, Bryssa cocinaba para dos, pero la que realmente comía era ella, mientras Radagast meditaba en silencio.

Una vez el estofado estuvo hecho, la hobbit llamó al mago, mas no obtuvo respuesta alguna.

    —¿Radagast? —llamó. El silencio le dio la bienvenida y Bryssa frunció el ceño mientras procedía a salir fuera y otear el terreno cercano a la choza antes de ver que, efectivamente, el Istari no se encontraba por ninguna parte—. Qué extraño.

Según había podido comprobar, Radagast no acostumbraba a irse demasiado lejos, al menos no desde que Bryssa se hospedaba con él. Lo más lejos que el mago había ido había sido el domingo pasado para visitar a una familia de ciervos en un pequeño claro. Extrañada por no encontrar a Aiwendil, Bryssa entró precipitadamente dentro y rebuscó en su alforja hasta dar con un vulto envuelto cuidadosamente en cuero oscuro. Con manos temblorosas lo destapó, revelando las dos dagas que Gandalf le había proporcionado antes de su marcha, extraídas de la cueva de los tres trolls. Las desenvolvió con cuidado, enfundándolas en una funda para cada una, adheridas a un cinto que se ató a la cintura. Tras haberse armado y coger un pequeño fardo con algunas hierbas medicinales y viales con remedios ya elaborados, emprendió la marcha cerrando la puerta tras ella.

La luz de los últimos rayos solares se filtraba a través de las hojas creando sombras en cada rincón aún iluminado. Bryssa no había caminado nunca sola por el bosque de Rhosgobel, pero Radagast estaba tardando demasiado en regresar a la choza y, sin poder evitarlo, la preocupación había empezado a burbujear en lo más profundo de la hobbit. Primero decidió echar un vistazo por los alrededores en caso de que el Pardo se encontrara por allí, pero tras corroborar que no, Bryssa no tuvo más remedio que internarse en el bosque todavía más.

Se cubrió el rostro con su bufanda un poco y abrochó los botones superiores de su caperuza antes de aferrarse con fuerza al fardo, notando en su cintura la fuerza con la que el cinto se adhería a ella y, en las caderas, el contorno de las dagas chocar con ambos lados de estas. Estaba nerviosa, no iba a mentirse a sí misma. No había visto ningún ataque de arañas gigantes desde que había llegado y el bosque había permanecido tranquilo y sin disturbios de ningún tipo pero, como el propio mago le había dicho, los arácnidos podían volver en cualquier instante.

Después de caminar por media hora a paso acelerado, escuchó entre varios arbustos a su izquierda, aunque de forma lejana, el chasquido de unas mandíbulas al abrirse y cerrarse apresuradamente. El corazón de la hobbit se aceleró y saltó a la carrera con las pulsaciones vibrando y retumbando por todo su cuerpo. No sentía las piernas o las manos, los nervios la consumían por momentos. Bryssa se sentía desfallecer con cada segundo que pasaba, era como si cada vez que se aproximaba al sonido, algo la agarrara con fuerza por la capucha de la caperuza y tirara de ella hacia atrás, pausando su ritmo.

Debía llegar a Radagast cuanto antes; no quería ni imaginarse lo que podría estar sucediéndole al mago. No, no quería ni pensarlo, no se atrevía, no podía pensarlo. Pero aún así, miles de escenarios se plasmaron en su mente sin remedio y aunque intentó apartarlos todos y concentrarse en avanzar, su mente no parecía dispuesta a dejarla tranquila. El miedo la invadió y Bryssa temió no llegar en algún momento.

    —¡¿Radagast?! —inquirió en un chillido entrecortado, su voz rompiéndose a causa de la aceleración de su pulso—. ¡¡Radagast!!

No hubo respuesta y si la había, se encontraba demasiado lejos como para que llegara a ella. Aceleró aún más y poco le importó que las piernas se le entumecieran lentamente, que sus mullidos pies ya no soportaran más sus pasos acelerados y clamaran por un descanso, algunas piedrecillas incluso incrustadas en la piel a causa de la fuerza con la que pisaba la hierba y los caminos terrosos. No le importó que, una vez más, las desesperadas lágrimas intentaran bañar sus mejillas rojas.

Cuando después de lo que le pareció una eternidad, Bryssa llegó al lugar del que provenían los chasquidos, se encontró en un claro iluminado por el ocaso y un gran lago en el centro, con las aguas centelleantes brillando gracias a las últimas hileras de luz. La joven permaneció escondida por precaución y desvió la mirada hasta la superficie del agua. La calma que la caracterizaba se vio perturbada por una figura alargada que sobresalía lentamente, arrastrándose por la hierba terrosa hasta recostar el escamoso y peludo cuerpo en la hierba. 

Sus horripilantes mandíbulas se abrieron y cerraron como si estuviera en busca de aire y fue entonces cuando, aterrorizada, Bryssa observó en el lomo de la criatura unas espinas que se sacudían arriba y abajo, con una cola gruesa balanceándose de un lado a otro con insistencia. Los ojos de la criatura se pasearon serenos por los alrededores del lago y sus fosas nasales inhalaron y exhalaron, como si buscara un rastro.

Bryssa no había encontrado a Radagast, sino a un Húrvlar.

Con la respiración intranquila, intentó calmarse mientras seguía observando a la criatura de la leyenda. Aquello quería decir que aquel era el lago Íhldras, ¡no era solo una habladuría! La emoción y el terror se fusionaron dentro de su pecho de una forma que la asustó de sobremanera. ¿Cómo era posible que, a pesar de estar corriendo un peligro al mantenerse allí, pudiera emocionarse de aquella forma? A veces se preguntaba si relamente estaba cuerda del todo o solo eran imaginaciones suyas.

El húvlar olisqueó el aire y procedió a avanzar emitiendo un siseo bajo y amenazador. Se estaba acercando a ella. La hobbit quiso retroceder, pero por temor a pisar una rama caída o hacer el más mínimo ruido, permaneció en su lugar conteniendo a duras penas sus nervios y los latidos desbocados de su corazón. El ser se acercó aún más y Bryssa tuvo que cerrar los ojos y apretar una mano contra su boca, tapada por la bufanda. Las náuseas le recorrieron la tráquea, queriendo abrirse paso hacia el exterior; contuvo las ganas de vomitar por los nervios, mareada. 

Faltaban apenas unos pocos metros para que el húrvlar llegara hasta su posición, las espinas de la cabeza, lomo y cola erizándose a la par que sus patas se movían hacia delante, metamorfas, como si un lobo hubiera mutado a una rana y se hubiera quedado a la mitad. Dos metros. Bryssa se obligó a sí misma a abrir los ojos, un escalofrío recorriendo toda su espina dorsal y poniéndole la piel de gallina. Su corazón latió frenético en su caja torácica y temió que, por un momento, el húrvlar lo oyera. Cuatro palmos. Podía sentir la respiración del semi réptil en el rostro, acariciándolo con un hálito de pescados podridos y putrefactos.

Entonces, sin que Bryssa pudiera siquiera reaccionar, una sombra se cernió sobre el húrvlar y lo lanzó unos metros más allá, apartándolo de ella. La figura que la había salvado ni tan solo se giró para comprobar que estuviera bien, simplemente se centró en la criatura y en reducirla de todas las maneras posibles. Una lucha se efectuó ante los ojos estupefactos de la hobbit que, reaccionando por fin, saltó a la carrera una vez más aprovechando la distracción del húvlar. No miró atrás a pesar de que sentía que al menos, debía haberle dado las gracias a su salvador desconocido. Para cuando quiso darse cuenta, la luna empezaba a alzarse en el firmamento y las estrellas salían tímidas de su escondite en el ónice manto.

Decidió que se había alejado lo suficiente unos minutos más tarde y, como tampoco sabía a donde había ido a parar o por donde debía volver a pisar hasta llegar a la casita de Radagast, decidió quedarse allí resguardada entre varios árboles que se alzaban desde la tierra formando un pequeño arco entre ellos. Lo primero que hizo fue formar una pequeña fogata con las piedras que guardaba en su fardo. Juntó varios troncos secos del suelo y pequeñas ramitas y pronto una cálida irradiación de calor parpadeó ante sus ojos. Sonriendo orgullosa, procedió entonces a recoger varias ramas con hojas que encontró dispersas por la hierba alrededor de los troncos de los árboles y las juntó todas colocándolas estratégicamente. 

Para cuando hubo acabado, tenía una pequeña cabaña formada. Bryssa se acomodó ahí dentro con la pequeña fogata refulgiendo en la oscuridad y ahuyentando a las criaturas que habitaban en ella. Encima de la hierba dispuso una manta y se arrebujó en su caperuza y la bufanda antes de cerrar los ojos, utilizando el zurrón como almohada. A su lado, las dagas élfico-enanas permanecieron enfundadas, listas para ser utilizadas de ser necesario.

Unas horas más tarde, cuando el sol empezaba a alzarse entre las colinas y los árboles y el trino de los pájaros se alzaba por encima del sonido de cascadas y riachuelos, Bryssa despertó. Sus párpados revolotearon perezosamente notando el cansancio de dormir en el suelo y lo adolorida que se encontraba su espalda. A su derecha, puesto que se había quedado dormida de lado, lo primero que pudo ver fue un hocico partido por la mitad darle los buenos días. Soltó un grito causado por el susto sin poder evitarlo e intentó levantarse, pero fue en vano. Intentó estirar una de sus manos para poder retroceder, pero estas se encontraban en su espalda, atadas por lo que, según pudo adivinar, era una cuerda gruesa. 

El resto de sus extremidades se encontraba en el mismo estado, así que no le quedó más remedio que deslizarse hacia atrás para poder apartarse de aquel horrendo hocico abierto en canal. ¿Qué había ocurrido mientras dormía? ¿Por qué estaba atada? La cabeza empezó a darle vueltas y la incertidumbre de lo que posiblemente había ocurrido la invadió.

    —¡Vaya, estás despierta, princesita!

Aquella no era la voz de alguien a quien conociera, mucho menos la de Radagast o algún miembro de la Compañía. Era ligeramente ronca y profunda, teñida con un claro tono de burla que provocó que la sangre le hirviera dentro de las venas. Los ojos verdes de Bryssa se sacudieron más despiertos todavía en busca del propietario de la voz, y lo encontró. Era un hombre que reposaba al lado de la fogata que había hecho la noche anterior, masticando distraídamente un trozo de carne oscura y de aspecto viscoso. Tenía el pelo rubio oscuro y despeinado tras una capucha marrón y los ojos pardos, vivaces y amenazadores a partes iguales.

    —No eres de muchas palabras, ¿eh?

Bryssa se quedó callada mientras lo seguía mirando. También tenía una espada larga y tres zurrones, uno de los cuales pudo distinguir claramente que se trataba del suyo. Alarmada, la joven desvió la vista hasta el lugar en el que se habían encontrado las dagas la noche pasada y gran fue su consternación cuando observó que el hombre le sonreía masticando sonoramente mientras alzaba una de las curvilíneas y elegantes armas.

    —¿Buscas esto? Es preciosa, he de admitir, pero demasiado refinada —sus manos soltaron la daga con tal estrépito que Bryssa quiso temblar de dolor ante el impacto. El hombre mordió otro viscoso trozo de carne antes de volver a hablar, esta vez alzando el fardo de Bryssa—. Sabes, cuando vi esas dagas pensé que tal vez eras una guerrera, pero mientras te ataba, vi que eras demasiado pequeña como para serlo —la hobbit tembló de la ira—; y entonces voy yo tan tranquilo y me encuentro con nada más y nada menos que con pócimas y muchas hierbas medicinales en este saquito de aquí. ¿Qué eres, un druida con complejo de enana sin barba? Aunque el pelo de tus pies bien podría compensar el que te falta en el rostro. Por cierto, bonita bufanda, ¿me la cederías?

Ella intentó apartarse, pero él fue mucho más rápido y le arrebató la única prenda de su madre que le quedaba, la furia azotándola con fuerza.

    —Oh, venga, no pongas esa cara —el tono burlón del varón siguió jugando con la paciencia y la impotencia de la hobbit—. Mira el lado positivo, yo no tendré más frío y tú podrás disfrutar del viento besándote la piel y esa cicatriz tan bonita que te cubre el rostro.

    —¿Quién eres? —casi gruñó ella. Él volvió a reírse y se pavoneó delante de ella mientras arrastraba a la criatura abierta en canal. Estupefacta, Bryssa contempló que se trataba en realidad del húvlar que casi había estado a punto de atacarla. 

    —Ah, es verdad —una de las palmas de la mano del hombre fue a parar a su frente tontamente. Como podréis comprender, cualquiera habría sabido que lo hacía con clara ironía—. Las presentaciones. Nunca me han gustado, las creo innecesarias. ¿Por qué conocer el nombre de alguien cuando puedes conocer sus secretos y arrebatárselos? A mí me apasiona, a qué ladrón no. Seré estúpido, acabo de decirte quien soy. Hola druida enana, soy el ladrón.

    —¿Ladrón del buen humor?

    —Casi aciertas. El ladrón que te va a llevar a un mercado de esclavos y va a venderte a un precio considerable. A ti y a todo lo que llevas encima. Los trasgos, lo creas o no, pagan muy bien. Y los orcos. Conozco a uno que pagaría un buen precio por la cabeza de un Escudo de Roble. Quizá consiga dársela yo, quién sabe.

¿Un orco que quería a Thorin muerto? El cerebro de Bryssa trabajó a toda velocidad y con miedo, dedujo quien podría ser ese orco. Un pálido orco sanguinario que no estaba tan muerto como todos creían. ¿Quién más? Aunque quizá había más seres que querían al enano sin cabeza alguna encima de sus hombros. No sabía prácticamente nada sobre Thorin o su paso salvo por las cosas que Fíli le había explicado; podía tratarse de cualquiera.

    —No voy a permitir eso —las palabras se deslizaron por su boca antes de que pudiera pararlas. Captó la intención del ladrón en el acto e, intrigado por lo que podía saber de su posible presa la enana sin barba, el hombre se acercó a ella.

   —¿Qué sabes tú de ese enano?

   —¿Qué enano? —intentó disimular ella. El hombre se acercó todavía más y extrajo un cuhillo de una de sus botas. Lo colocó a ras de la garganta de Bryssa y cuando esta pasó saliva nerviosamente, el filo rozó la piel y la rasgó débilmente, causando un hilillo de sangre.

   —Escucha, princesa, no tengo todo el día, así que vas a decirme lo que sabes o de lo contrario...

El hombre alzó la mano con el cuchillo dispuesto a delinear la cicatriz ya casi cerrada del rostro de Bryssa. La hobbit cerró los ojos y sus oídos captaron el canto de un petirrojo antes de que decidiera que aquel era el final. El piar del pájaro la llevó de vuelta a Casa Brandi y por unos segundos, Bryssa se imaginó de vuelta en casa y no muerta con su cadáver siendo vendido en algún mercado, pues de ese ladrón y de cualquiera, se lo esperaba todo.

Acontecieron dos cosas a continuación, primero un forcejeo y después, un golpe seco. Bryssa abrió de nuevo los ojos y observó a Radagast mirarla con el rostro angustiado y compungido por la preocupación. El hombre que la había apresado se encontraba en la hierba, inconsciente. Radagast le había dado con su vara con todas sus fuerzas. La hobbit sintió que el mago la desataba a toda prisa y le instaba a levantarse.

    —Rápido, deprisa, ¡vamos! —exclamó el mago—. No hay tiempo que perder. Gandalf y la Compañía están en peligro.

Lo último que escuchó Bryssa antes de seguir al mago hasta el trineo de las liebres de Rhosgobel y recoger sus cosas, fue el canto del petirrojo.

¡Hola!

Aquí tenéis el sexto capítulo de esta historia, aunque lo he subido principalmente por los que comentaron y votaron en el capítulo anterior, dadle las gracias a esas personitas tan bellas, por favor, porque de lo contrario no hubiera habido capítulo en un largo período de tiempo. El descenso de votos y comentarios es considerablemente bajo en el capítulo cinco, y es muy triste teniendo en cuenta que los lectores de esta historia sois de lo más activos en esas cosas.

En fin, ¿qué os ha parecido? Cabe aclarar que no se sabe mucho sobre Radagast, así que prácticamente me he inventado la mayoría de cosas que he puesto sobre él y algunas sobre su relación con Yavanna. He investigado y no se especifica mucho, aunque de todas formas echaré otro vistazo por si acaso por ahí, a ver si encuentro cosas que me sirvan. Los Húrvlar de Ívrlya me encantan, qué puedo decir. Surgieron literalmente de la nada.

Veréis, estaba yo tan tranquila en la biblioteca de la universidad hace dos semanas, escribiendo tranquilamente dos historias, cuando se me ocurrió crear una especie nueva. Y ya tenéis el orígen de los Húrvlar. El lago y la nimfa, por ende, también son creación mía (Keyra, aportando pinceladas de originalidad espontánea desde... casi siempre). Por si no lo habéis notado, también he alterado ligeramente la línea cronológica para adaptarla a Bryssa, pero no os preocupéis, todo volverá a su cauce original para el último día de Durin.

Bueno, pasando a Bryssa ¿qué pensáis de lo que le ha pasado en este capítulo? ¿Y de los momentos con Radagast? ¿De como ahora parece desenvolverse mejor en la naturaleza por su cuenta? ¿Y del ladrón? ¿Qué pensáis de todo lo que ha pasado en el último momento? ¿A qué creéis que se refiere Radagast con que Gandalf y la Compañía están en peligro?

¡Votad y comentad!

¡Besos!;*

—Keyra Shadow.

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