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IX. Atrás, atrás, atrás

Tras toda una noche de celebración y, cabe añadir, tres días más tarde, el día volvió a amanecer con colores rosados y cálidos rayos de sol dorados. Bryssa inspiró el aroma de las flores en el aire y se aseó antes de ir en busca de algo que desayunar. Se reunió con el resto de la Compañía y con Bilbo, sin rastro de Elrond o Gandalf. El resto del día lo pasó en la gran biblioteca, lugar que se había convertido en su rincón predilecto para aprender sobre la Tierra Media.

Así como ella, los enanos, aunque reticentes, parecían haberse acomodado rápidamente a las comodidades y la buena vida que era ofrecida en Rivendel. Había visto que el único que parecía reacio a la idea de relajarse era Thorin, quien día y noche permanecía intentando descifrar las palabras del mapa de Thrór, o, concretamente, donde se situaba la entrada secreta a la montaña que se mostraría con las luces del último día de Durin.

Bryssa paseaba entre los múltiples caminos elevados de los jardines cuando escuchó unas voces por debajo de ella. Se asomó con cuidado y miró hacia abajo, percibiendo casi al instante la silueta musculosa de Thorin y la corpulencia barbárica de Dwalin. La hobbit se había dado cuenta de que tanto Balin como Dwalin eran de los enanos más cercanos al heredero de Erebor y sus sobrinos, pero en especial, a este primero. Mientras Balin mostraba ser el más inteligente y sensato, Dwalin era su contraparte, irascible algunas veces y bruto muchas otras. Sin embargo, a pesar de todo, eran hermanos y Bryssa podía jurar que los que más cerca habían estado del antiguo rey de Erebor durante su reinado, brindándole así a Thorin dos confidentes con los que consultar los asuntos importantes. Escuchando por inercia de manera más atenta, Bryssa se dio cuenta de que Thorin y Dwalin hablaban sobre marcharse de Rivendel cuanto antes.

    —No podemos permanecer aquí por más tiempo. El tiempo cada vez es más escaso y antes de que nos demos cuenta el Día de Durin caerá sobre nosotros, y no será una bendición, sino una maldición, porque como no avancemos a tiempo hasta la Montaña Solitaria, habremos perdido nuestra única oportunidad —gruñó Thorin desde abajo.

    —Marchemos, pues —le dio la razón el enano de rostro feroz—. Recojamos nuestras cosas y dejemos atrás estas tierras de Elfos antes de que nos engullan con su imperecedera paz.

La mediana se sintió una intrusa escuchando aquella parte de la conversación. Nunca había sido una fisgona o se había considerado una, pero el hecho de escuchar el intercambio de palabras entre ambos enanos le hizo sentir incómoda, y como si hubiera escuchado algo que no debía —que, en cierta forma, era lo que acababa de hacer—, se dirigió a otro lugar lejos de allí, casi corriendo.

Unas horas más tarde, tras el descanso de medio día y la breve comida con los miembros de la Compañía, Bryssa decidió brindarle algo de compañía a Bilbo. Lo había visto unas pocas veces desde que había despertado y a penas había tenido la oportunidad de mantener una charla con él sin interrupciones. Entró en la sala en la que la Dama Galadriel había permanecido oculta, la misma sala que resguardaba la reliquia que conformaba la espada derrocadora de Sauron y el Daño de Isildur. Volver a entrar allí le provocó un sentimiento de rechazo inmediato, y no hubo dado ni tres pasos cuando las ganas de egresar de la estancia se manifestaron en su cuerpo con un gélido escalofrío.

    —¿Bilbo? —llamó, pues no había rastro del mencionado.

Le resultaba extraño y ciertamente curioso el poder que ejercían la espada y el mural de la batalla del Monte del Destino en su cuerpo con tan solo verlos. Salió de allí sintiendo que se quitaba un peso de encima y probó en la sala contigua. Esta vez, encontró a Bilbo encorvado sobre un pequeño palco con vistas a los jardines inferiores y al propio valle de Rivendel.

    —Bilbo, ¿qué haces aquí?

El mediano pareció despertar de una ensoñación porque, sobresaltado, se giró y miró a su prima brevemente con una mano encima del corazón. Ella esbozó una suave sonrisa de disculpa antes de situarse a su lado.

    —Solo pensaba en lo tranquilo que es todo esto —se limitó a responder él—. ¿Recuerdas cuando la familia se reunía en los Solsticios de verano?

    —Cómo olvidarlo, si es mi cumpleaños —carcajeó ella. Él asintió.

    —Sí, pero, me refiero a si recuerdas todo lo que solíamos hacer.

    —Lo recuerdo —asintió Bryssa—. Solíamos organizar escapadas a la cocina para averiguar qué cenaríamos. Si no nos gustaban las opciones cogíamos una porción del pastel de la abuela y nos refugiábamos debajo de la cama de tu alcoba.

    —Y de una forma u otra alguien nos encontraba por el rastro de migajas que habíamos dejado.

    —Éramos compañeros de juegos. Mejores amigos —comentó la mediana—. ¿Qué pasó para que eso cambiara?

    —Crecimos —respondió simplemente Bilbo—. Nuestras preocupaciones se volvieron otras. Después de la muerte del abuelo todo acabó y desde entonces la familia no ha vuelto a reunirse. Crecimos y cada uno tomó un camino.

La crudeza de la verdad los golpeó a ambos de manera casi dolorosa. Compañeros de juegos, mejores amigos, primos, hermanos de otra madre. Habían sido uña y carne, espada y escudo durante toda su niñez a pesar de la diferencia de edad por diez años. Ya desde pequeños mostraron un gran cariño el uno por el otro; lo habían hecho absolutamente todo juntos. Era triste saber que aquello había cambiado tan drásticamente.

    —Esta mañana... Elrond ha hablado conmigo —empezó a decir Bilbo y su tono vacilante hizo que Bryssa lo mirara atentamente—. Me ha propuesto quedarme aquí y lo estoy considerando.

    —No puede hablar en serio —inquirió ella de golpe, mirándolo como si le hubiera brotado una segunda cabeza. Bilbo se pasó las manos por el rizado cabello caoba.

    —No lo sé, Bry. Esto... empiezo a pensar que todo esto se me queda grande. Y por si no lo has notado, somos Hobbits y nosotros somos pequeños.

    —Pequeños en tamaño, quizá, pero no en espíritu —frunció el ceño la fémina—. Nunca sabrás qué hay más allá de la Comarca si no continúas, Bilbo.

    —No necesito saberlo —replicó él—. Era feliz en mi casa, en la comodidad de mi hogar. No tenía necesidad de saber nada salvo que era feliz.

    —¿Entonces por qué emprendiste esta aventura en primer lugar? ¿Por qué firmar el contrato con la Compañía? ¿Por qué no quedarte en Hobbiton, encerrado y siendo un cabezón hobbit de Bolsón Cerrado?

    —Tal vez intentaba ser algo que no soy.

    —O tal vez querías ver si podías llegar a serlo, porque tu sangre lo reclamaba. Eres un Tuk y...

    —¡No tiene nada que ver, Bry, abre los ojos de una vez! —Bryssa se quedó atónita. Era la primera vez en sus vidas que Bilbo le alzaba la voz a ella. De repente se sintió pequeña y, por qué no, indignada. La respiración del mediano se tornó fuerte y clara—. No intentes culpar a la sangre de todo esto, porque si dejaste tu hogar, lo quieras o no, fue porque no te sentías a gusto allí, ¡pero yo sí!, y me marché porque, como has dicho, quizá quería ver de qué era capaz, pero en ningún momento salí por aquella puerta porque no fuera feliz. Lo tengo, lo tenía todo para ser feliz. Y aquí estoy, un mes después, en tierras que desconozco y fuera del alcance de mi hogar, pero no por una estupidez de legado familiar en la sangre que dudo mucho que sea cierto realmente. Estoy aquí porque yo así lo quise en su momento y, ahora, cuando me ofrecen la oportunidad de quedarme en un lugar en el que reina la paz, en el que no tengo que soportar a la testaruda de mi prima diciéndome que todo esto lo hago por la sangre Tuk, cuando puedo deshacerme de una panda de enanos que no han hecho más que despreciarme, ¿te atreves a reclamarme algo? Tengo todo el derecho a considerar esa oferta.

Bryssa sintió la picazón en sus ojos y el nudo en su garganta con más fuerza. Se negó a dejar escapar alguna lágrima. Simplemente no podía permitírselo, no allí y no en aquel momento. Bilbo se aferró a la barandilla del palco y respiró profundamente antes de soltar un suspiro y mirarla.

    —Perdón, Bry, no quería decir todo eso —se disculpó el hobbit, caminando hacia su prima y rodeándola con los brazos, reposando su cabeza sobre la de ella. Bryssa no se alejó, pero tampoco le devolvió el abrazo.

    —¿Tanto echas de menos Bolsón Cerrado? —inquirió Bryssa al cabo de unos minutos.

    —Admito que así es. Echo de menos el sentarme en mi sillón, reposar con la chimenea encendida y la pipa entre los labios, con las figuras de humo danzando a mi alrededor. Añoro la calma de mi hogar y, aunque puede que esté mal, también la soledad que en él había —contestó el mediano. Se separó de ella y le acarició los rizos con gesto cariñoso y pesar en los ojos—. Lo siento mucho, Bry, de verdad. No pretendía decir todas esas cosas, lo sabes, ¿no? —Bryssa asintió, aunque su mirada permanecía ausente en algún punto del suelo—. La presión que pusieron sobre mí desde el primer instante en el que me declararon el saqueador de la Compañía junto al pensamiento de que podía parecer un Tuk y salir de Bolsón Cerrado acabaron por abrumarme. Y ahora que Elrond me ha dado la oportunidad de dejar todo eso de lado, una parte de mí quiere decirle que me quedaré, pero la otra sabe que no puedo desaprovechar esta ocasión; no tendré otra más.

    —Entonces, ¿no te quedarás?

    —No, Bry —sonrió ligeramente él. Torció ligeramente la cabeza hacia un lado, curioso, y sus labios dibujaron la siguiente pregunta, aunque vacilante—. Y tú, ¿qué añoras tú, Bryssa?

La respuesta fue más automática de lo que Bryssa habría imaginado. Tan solo necesitó hacerse con dos segundos antes de contestar.

    —A mis hermanos, a mi padre. A mi madre —los ojos de la hobbit se perdieron en el horizonte delante de ella, nostálgicos—. Se me hace extraño no salir cada día al amanecer a recoger agua del Brandivino, correr entre los cultivos del huerto escuchando a padre gritándome que no lo haga. La nana de madre al anochecer, rodeada de todos mis hermanos, escuchando como Didonas y Amaranta pelean entre susurros. A Gorbadoc y Prímula escuchando atentamente. A Saradas y Asfodelas durmiento bajo el sonido del crepitar del fuego a punto de apagarse. Añoro mi hogar.

Se quedaron en silencio y Bryssa inspiró fuertemente antes de intentar recobrarse. Cada día que pasaba le resultaba más difícil recordar el sonido de la voz de sus seres queridos, el simple olor de la manta de su cama, el sonido del Brandivino y sus aguas siempre circulando. Una parte de ella se sentía traicionada, ofendida por no poder recordar cosas tan simples y elementales para ella. Estaba olvidando su hogar, se había percatado de ello hacía varias semanas atrás. Y, por otra parte, no se arrepentía de haber tomado la decisión de marcharse. Le era imposible arrepentirse, pues estaba segura de que, de poder volver atrás, no se retractaría de la idea de emprender un viaje, de vivir una aventura.

La sangre Tuk pareció reavivarse con aquellos pensamientos y un gesto de determinación cubrió el rostro de Bryssa con una neblina cálida. Miró a Bilbo a su lado y posó una de sus manos en el hombro de su primo. Lo dio un leve apretón que hizo que él la mirara y sonrió.

    —Pero nos tenemos el uno al otro, primo, y eso supone para mí un gran consuelo.

    —Solo somos dos hobbits que acompañan a doce enanos y un mago a un viaje en el que las probabilidades de sobrevivir son una entre dos millones —razonó él a modo de broma, aunque su tono ocultaba una verdad que Bryssa sabía era mucho más grande que los dos de ellos juntos. El tono de Bilbo se volvió serio y las palabras que pronunció tuvieron un efecto reconfortante para ambos—. Pero estamos juntos en esto, hasta el final.

Unas horas más tarde, Bryssa volvía a caminar por los jardines, esta vez con un recambio de ropa que una Elfa había dejado en sus aposentos amablemente. Era el vestido más bonito que jamás se había puesto, de un azul cobalto, de mangas largas y un cordón trenzado blanco a modo de cinturón. Se sorprendió de que los Elfos supieran el tamaño apropiado para la ropa hobbit, aunque no era muy difícil de adivinar y era probable que hubieran tenido que cortar el bajo y las mangas del vestido, además de coger el ancho y hacerlo ligeramente más estrecho —esto último no sabía si tomárselo como algo bueno o algo malo, pues aunque nunca había dispuesto de una prenda semejante, sentía que su figura podía dibujarse fácilmente a ojos ajenos y aunque no tenía el cuerpo esculpido de las Elfas, tampoco se asociaba demasiado a la figura redonda de las Hobbits de la Comarca—; en resumen, Bryssa se sentía extraña.

Podía oler claramente la fresca fragancia que desprendía su cabello, peinado y desenredado, cortesía del baño que también le habían preparado. Las lilas se convirtieron en sus flores favoritas, junto a las orquídeas, claro. Los pies, como es natural, los llevaba sin cubrir, descalzos, pero con las plantas de los mismos más suaves y menos maltratadas por el recorrido del viaje que ya habían hecho.

Aquella noche, Bryssa decidió rechazar la oferta de cenar junto a Bilbo, Gandalf, Thorin y los Elfos de la casa de Elrond y escabullirse para unirse a la Compañía. Tras caminar por unos minutos, dio con ellos en una parte de los jardines más alejadas, con una pared de roca a la izquierda, no muy lejos de una de las grandes fuentes. No sabía del todo por qué quería estar allí, quizá intentaba acercarse más a los miembros que, aunque amables, aún se mostraban reticentes a tenerla entre ellos.

Los Enanos se encontraban agrupados y sentados aleatoriamente y Bryssa se percató de que habían encendido una pequeña hoguera por su cuenta. Habían tomado algo de carne de sus propias provisiones y Bifur hacía algunas salchichas, tomando el puesto de cocinero mientras Bombur comía unos bollos de pan y algo de carne seca. La mayoría estaban sentados y se pasaban entre ellos una barrica de cerveza enana que todavía les quedaba. El vino élfico estaba bien, pero no había nada como la cerveza de los enanos para ahuyentar el frío de la noche. Al verla bajo la penumbra de la estructura de la arcada, Dwalin se incorporó y se cruzó de brazos mientras su mirada se ensombrecía levemente. Balin, atento a los gestos de su hermano menor, alzó la vista siguiendo el recorrido de la mirada del otro, hasta que sus ojos se posaron en la hobbit.

    —¿Desearía acompañarnos, Bryssa? —preguntó el enano educadamente.

Balin nunca le había dirigido la palabra directamente, siempre había sido mediante introducirse en la conversación de otro para que dejaran de molestarla, como la ocasión del día anterior con Kíli, o simplemente para opinar brevemente. Así pues, era normal que Bryssa se sintiera un tanto cohibida porque el enano le hiciera aquel ofrecimiento y no otro. En parte, lo comprendía. Después de Thorin, Balin y Dwalin eran los que más influencia tenían en el resto de Enanos, ya que Fíli y Kíli aún eran demasiado jóvenes. Por lo tanto, lo que dijera Balin era en nombre del resto de la Compañía, a pesar de que Bryssa sintiera que más de uno no quería que ella estuviera allí.

    —Gracias, señor —masculló ella sintiendo una repentina vergüenza. Balin soltó una carcajada.

    —¿Habéis oído? ¡Señor! —Bryssa se ruborizó y Balin hizo un gesto para que se sentara a su lado. Sintiéndose más pequeña de lo que ya era, obedeció—. No requieres de ningún tipo de formalidad mientras estás con nosotros. Por lo que tengo entendido, vas a ir junto a la Compañía lo queramos o no. Lo mejor sería llevarnos bien, empezando por las presentaciones. Llámame Balin y solo Balin, pequeña hobbit.

Correspondió la sonrisa del más mayor y se acomodó mejor antes de que Bifur, con una pequeña risilla, le pasara un tenedor con una salchicha, incitándola a probar bocado. Ella volvió a sonreír y procedió a comer en silencio, escuchando a los enanos conversar tranquilamente.

Si era sincera, lo hubiera esperado todo menos un ofrecimiento a unirse a ellos. Algunos, como los sobrinos de Thorin, Balin, Dori, Ori y Bifur parecían contentos de tenerla allí, pero del resto Bryssa no supo decir nada. Se dio cuenta de que en todo aquel transcurso del viaje no los conocía a todos y ni la mitad de lo que le hubiera gustado conocer a los pocos que ya conocía. Torció los labios hacia abajo sin ser consciente y bajó la mirada dándole un mordisco de nuevo a la salchicha.

    —¿En qué piensas, joven? —le preguntó Balin al cabo de unos segundos.

    —Oh, nada —intentó disimular ella.

    —Vamos, aunque he de admitir que en parte, sigo desconfiando de las intenciones que tengas para con la Compañía —volvió a hablar el enano—, a los sobrinos de Thorin pareces agradarles. Y no solo a ellos, muchos de estos enanos que ves aquí, aunque no lo digan, piensan que lo que hiciste en la pradera fue verdaderamente valiente. Lo que tampoco le resta importancia a que podrías haber muerto.

Bryssa no supo donde centrar su mirada. Sus ojos vagaron sin rumbo fijo, en parte molesta por el hecho de que los enanos simplemente la vieran valiente por una hazaña que apenas había pensado con claridad antes de ejecutar.

    —No quiero que la gente me recuerde por saltar de un trineo en movimiento con un séquito de orcos y huargos a mis espaldas. —Las pobladas cejas blancas de Balin se alzaron al escucharla murmurar aquello. Para su suerte, únicamente él la había oído—. Quiero que me recuerden por más cosas, todavía no sé por cuales, pero no creo que un solo acto deba definirme o hacer que los demás me respeten. Yo os respeto a cada uno de vosotros a pesar de no conoceros y no es por veros luchar contra los trolls o enfrentar a los orcos con flechas. Os admiro porque fuisteis capaces de dejar vuestro hogar para recuperar el que os fue arrebatado tanto tiempo, sin importar que puede que no podáis volver algún día allí de donde vinisteis en primer lugar.

El enano se quedó en silencio, en parte conmovido por las palabras de Bryssa. Ella tomó una bocanada de aire antes de mirar a Balin de nuevo, esbozando una débil sonrisa con las mejillas sonrosadas levemente. Ella se levantó poco después y se acercó a Fíli y Kíli, quienes rápidamente la engulleron en un abrazo entre ambos. Los ojos del anciano permanecieron en ella y preparando algo de hierbabuena para su pipa, la metió dentro del objetó y la encendió. Dando una suave calada, pensó que aquella Hobbit tenía mucho que mostrar todavía.

Más allá de la zona en la que los enanos estaban junto a Bryssa, y más de donde Bilbo y Thorin habían escuchado las preocupaciones de Elrond sobre el trono de Erebor, Gandalf el Gris se enfrentaba a una confortación silenciosa con los miembros del Concilio Blanco. Con las manos frente a sí, tapándose el rostro, Gandalf esperaba el reproche por parte del líder de la Órden de los Istari. Saruman el Blanco era un hombre que pasaba la mediana edad, con una cortina nívea de cabellos que cubrían y emmarcaban el deteriorado rostro por los signos de la sabiduría y el conocimiento del mundo de la magia ancestral. Sus ojos eran afilados, juzgadores y más duros que cualquier roca en la que los enanos hubieran cavado jamás. Su lengua, tan afilada como el filo de una daga cubierta de veneno, soltaba silenciosas advertencias viperinas. Gandalf mantenía un gran respeto por el Istari, pero en lo más profundo de su pecho, albergaba el designio de un mal presagio para el mismo.

    —Dime, Gandalf —habló—, ¿creías que tus planes y confabulaciones pasarían desapercibidos?

Gandalf retiró las manos de su rostro y las entrelazó por delante de él, apoyando los codos en la delicadamente labrada mesa. Mientras él y Saruman estaban sentados, Lord Elrond paseaba muy cerca de ellos y, delante, con vistas al amanecer, la etérea Dama Galadriel, señora de los galadrim, escuchaba atentamente.

    —¿Desapercibidos? —esbozó él—, no, er, simplemente hago lo que creo correcto.

    —El dragón ocupa tus pensamientos —habló, clara, Galadriel. Gandalf se reclinó en su asiento lentamente, con la vista totalmente fija en ella. A veces olvidaba las capacidades que tenía la Elfa para leer e introducirse en los pensamientos ajenos.

    —Es verdad, señora. —De nada servía ocultarle la verdad a la Dama—. Smaug aún no debe lealtad a nadie. De aliarse con el enemigo... el efecto podría ser devastador.

    —¿Qué enemigo? —inquirió Saruman con voz severa, empezando a mostrar su cansancio—. Gandalf, el enemigo fue derrotado. Sauron fue vencido, jamás podría recuperar toda su fuerza.

La mirada de Gandalf fue cubierta por un brillo perspicaz.

    —¿No te parece extraño que el último anillo de los Enanos desaparezca junto con su portador? De los siete anillos, cuatro fueron devorados por dragones. Dos se los llevó Sauron antes de caer en Mordor. La suerte del último es un misterio. El anillo que llevó Thráin.

    —Aún así —los ojos de Saruman habían cambiado ligeramente y aquello no pasó desapercibido para el maiar delante de él—, sin el Anillo de Poder, los Siete carecen de valor para el enemigo. Para controlarlos todos, necesita el Único, y ese anillo se perdió hace mucho, mucho tiempo. Fue arrastrado hasta el mar por las aguas del Ánduin.

    —Gandalf —interrumpió Elrond—. Llevamos cuatrocientos años viviendo en paz. Una costosa y vigilante paz.

No le creían. Dijera lo que dijera, se negaban a creerle. Las palabras de Saruman eran convincentes, persuasivas; disipaban las dudas de las demás mentes y mostraban a Gandalf como un completo estúpido.

    —¿De veras estamos en paz? —cuestionó él, incorporándose de manera ligera—. Los trolls bajan de las montañas, asaltan aldeas, destruyen granjas. ¡Los orcos atacan por el camino!

    —No es el preludio de una guerra —refutó el Elfo tranquilamente.

Empezaba a perder los estribos; lo notaba en lo acelerada que se había vuelto su respiración, en la desesperación que sonaba en su voz. En sus manos que empezaban a transpirar y en el latido cada ves más fuerte de su corazón. Él no se equivocaba, pero ellos no le creían.

    —Siempre entrometiéndote —replicó Saruman con leve voz de trueno, reprochante—, buscando problemas allí donde no los hay.

    «Alassenyan, Galadriel», suplicó en sus pensamientos, consciente de que ella todavía permanecía callada, escuchándolo. «Por favor», repitió.

    —Dejad que hable —demandó ella de repente. Los tres callaron.

    «Hantanyel órenyallo» —agradeció.

    —Algún mal se está coludiendo más allá de Smaug, algo más poderoso. Podemos permanecer ciegos, pero no nos pasará por alto, os lo aseguro. El Bosque Verde ha enfermado, sus habitantes ahora lo llaman el Bosque Negro —las cejas de Saruman se alzaron—; y dicen...

    —¿Y bien? —lo alentó, aunque burlón, el otro mago—. No te detengas. Cuéntanos qué dicen en el Bosque.

    —Hablan de un Nigromante que vive en Dol Gudur. Un hechizero que invoca a los muertos.

    —Eso es absurdo —dijo Saruman—. No existe poder semejante en este mundo. Ese... Nigromante no es más que un simple mortal, alguien que coquetea con la magia negra.

    —Eso mismo creía yo —le dio la razón Gandalf—, pero Radagast ha visto-

    —¡Radagast! No me hables de Radagast el Pardo. Ese sujeto insensato... —murmuró para si mismo, con cierto deje de desprecio.

Gandalf soltó una risa para aliviar tensiones.

    —Bueno, es raro, no lo niego. Vive en soledad.

    —No es eso —lo interrumpió el Blanco—. Son las setas que sin moderación consume. Le han dañado el cerebro y amarilleado los dientes. Se lo advertí.

Gandalf se quedó callado, dejando a Saruman desporticar acerca de lo trastocada que estaba la mente de su amigo Radagast y lo poco que uno podía fiarse de su palabra a aquellas alturas. En su regazo, el peso del objeto oculto por la tela se sentía pesado.

    «Llevas algo encima» —resonó la voz de la Dama por su mente. Las alarmas de Gandalf se dispararon al verse descubierto. «Te lo ha entregado Radagast, lo ha encontrado en Dol Gudur.»

    «Sí...»

    «Enséñamelo» —exigió ella con voz rotunda.

Lentamente, sus manos se desviaron a su regazo y aún cuando Saurman seguía hablando, sus dedos se cerraron entorno a la tela y con cuidado, como si lo hubieran sumido en un trance, depositó el objeto encima de la mesa. Lentamente, Elrond se acercó, percibiendo la energía que irradiaba el objeto oculto y, con cautela, preguntó:

    —¿Qué es eso?

    —Una reliquia de Mordor —murmuró Galadriel, alterada. Elrond apartó las manos de golpe y tras unos segundos vacilantes, al fin retiró la tela. Era una espada con la hoja todavía afilada, sin signos de deterioro y la empuñadura negra.

    —Una hoja de Morgul —masculló el Elfo. Galadriel contempló la espada, aproximándose.

    —Hecha para el Rey Brujo de Angmar. —Parecía estar contemplando un verdadero fantasma. Su voz, trémula, continuó—: se le enterró con ella. Cuando cayó Angmar, los Hombres del Norte, se llevaron su cuerpo y todo cuanto poseía y lo ocultaron en los altos páramos de Rhudaur. Lo enterraron a gran profundidad, en una tumba tan oscura, que jamás vería la luz.

    —No es posible —renegó Elrond—, Un poderoso encantamiento protege esas tumbas. ¡No pueden ser abiertas!

    —¿Qué prueba tenemos de que esta arma procede de la tumba de Angmar?

Con cada locución, con cada palabra y pensamiento que salían de los labios arcaicos de Saruman, el mal presagio de Gandalf para con él se hacía cada vez más fuerte. ¿Por qué negar sobre la vuelta del enemigo? ¿Por qué intentar restarle importancia a los temas que se habían tocado durante el transcurso de todo el concilio? Pero rápidamente se deshizo de extrañas conjeturas. No podía cuestionar al líder de la Orden. Al fin y al cabo, él era uno de los principales habitantes de la Tierra Media que velaba por el bienestar de la misma.

    —Yo, ninguna —contestó Gandalf.

    —¡Porque no la hay! —exclamó el otro—. Vamos a considerar lo que sabemos. Una sola manada de orcos se ha atrevido a cruzar el Bruinen. Una daga de una Edad pasada ha sido hallada, y un hechicero humano que se hace llamar el Nigromante se ha instalado en una fortaleza en ruinas. No es que sea gran cosa, al fin y al cabo. La misión de esta Compañía de Enanos, en cambio, me produce gran inquietud. No me convences, Gandalf. No creo que pueda aprobar dicha misión.

    «Se marchan» —escuchó la voz de Galadriel. Gandalf dirigió su vista hacia ella.

Se lo había temido. Desde su llegada y el pasar de los días, había notado a Thorin mucho más inquieto, ansioso por abandonar las tierras de los Elfos y seguir el camino. Podía adivinar por qué lugares pasarían, él mismo había aconsejado al Enano para que siguieran un camino en especial, pues él también había sido quien le había dicho que debían marcharse. Sabía que el Concilio, en especial Saruman, se negarían a continuar con la misión que llevaba entre manos, así que se había permitido la osadía de ir un paso por delante de ellos. Primero, no obstante, él debía permanecer allí y aclarar los asuntos con el Concilio. Con suerte, los encontraría más tarde.

    «Sí»—respondió él.

    «Tu lo sabías» —sonrió Galadriel. Gandalf se encogió de hombros disimuladamente.

Tras acabar con la reunión del Concilio y mantener una breve charla con Galadriel en la que ambos estuvieron de acuerdo en los peligros que se acercaban desde lo desconocido, y en la que, leyendo su pensamiento, le dedicó palabras cordiales para recordarle que no estaba solo y podía contar con su ayuda cuando la necesitara, Gandalf caminó, pensativo, entre los jardines. Unos minutos más tarde Lord Elrond apareció de nuevo y se situó a su lado. Llegaron hasta los bordes de uno de los salientes, abierto al valle rocoso que se extendía por delante, con el río por debajo.

    —En todo este tiempo que habéis estado aquí —empezó a decir el de largos cabellos azabaches—, me he estado preguntando una cosa. ¿Por qué los medianos, Gandalf? Sus naturalezas no pueden moldearse a las travesías llenas de aventuras y peligros.

    —Quizá —admitió él—. Pero eso no es lo que yo he aprendido de ellos. He aprendido que son los detalles cotidianos, los gestos de la gente corriente los que mantienen al mal a raya. Los actos sencillos de amor. ¿Por qué Bilbo Bolsón y Bryssa Brandigamo? —rió—. Tal vez porque tengo miedo y ellos me infunden coraje.

Cuando Bryssa fue despertada a la mañana siguiente por el rostro compungido de ansía de su primo, supo que nada bueno podía estar ocurriendo. Cuando le dijo que la Compañía se marchaba sin Gandalf, tuvo un mal presentimiento, pero se alistó lo más rápido que pudo y recogió sus pertenencias antes de ir al lugar que Bilbo le había indicado. Tras un rápido desayuno a medida que caminaban, Bryssa se quedó en la retaguardia junto a Bilbo. Admiraron Rivendel por última vez y continuaron con la marcha.

    —¡Estad en guardia! —exclamó Thorin, encabezando el grupo—. Vamos a entrar en las Tierras Salvajes. Balin, tu conoces estos caminos, guíanos. ¡Señor Bolsón, no conviene quedarse atrás!

Aunque no la había incluido a ella en aquella frase, Bryssa tenía el presentimiento de que Thorin también se lo decía, en parte, a ella. Tal parecía ser que Thorin no iba a preocuparse por hacer de niñero cuando tenía una misión que cumplir y un reino que recuperar. Bilbo aceleró hasta ponerse a la altura de Bryssa y ambos caminaron siguiendo al resto. Puede que Bryssa no formara parte de la Compañía, pero se sentía como si fuera un miembro más.

El camino de las montañas era arduo y muchas veces se le dificultaba el poder caminar en condiciones. Ya no disponían de ningún poni en el que cargar sus fardos, por lo que el peso ejercido sobre las piernas había aumentado considerablemente. 

Atrás quedó el sonido de la cascada y las aguas frías y relucientes. Atrás quedaron los días de tranquilidad y paz perpetua. Atrás quedaron las gentes que tan amablemente los habían acogido. Atrás, mucho más atrás, quedaron la Comarca y Los Gamos. 

Delante, el mundo los esperaba.







¡Hola!

Acabo este capítulo a la 01:56am más cansada de lo normal. No tengo mucho que decir al respecto, salvo recalcar, una vez más por si no os habéis dado cuenta, que este capítulo gira entorno al abandono del hogar en muchos sentidos. Por una parte, las decisiones tomadas por Bryssa y Bilbo al dejar sus respectivos hogares. Por otra, el recordatorio del abandono del hogar que los Enanos habían establecido en las Montañas Azules, donde se resguardaron después de perder Erebor. Y en último lugar, el abandono de Rivendel, la casa de Elrond, que para ambos hobbits ha sido un segundo hogar, para enfrentar por fin el mundo que les queda delante.

¿Qué os ha parecido? Os recuerdo que hemos entrado oficialmente en la última parte del primer acto. El próximo se llevará el broche de oro cerrándolo, espero. 

¡Votad y comentad!

¡Besos! ;*

—Keyra Shadow.

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