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Capítulo 1: «La desidia y la nostalgia»


—¡Krausser! —grita de pronto el profesor—. ¿Qué es eso que llevas ahí?

Dustin, desde el fondo de la clase, ve a muchos de sus compañeros girarse hacia él. Se tensa y deja sobre la mesa el bolígrafo con el que jugueteaba.

—Eh... N-nada, señor Coleman. —Se aclara la voz y se ajusta las gafas al puente de la nariz con la mano libre—. S-solo es un bolígrafo.

Un breve silencio en el aula y la vista del profesor clavada en Dustin.

—No quiero jueguecitos, ¿de acuerdo?

—P-pero si no estaba haciendo nada.

A las miradas se añaden risillas por lo bajo. Incluso la chica que le gusta le observa con atención, preocupada.

—Nada de réplicas, Krausser. Conoces las normas.

—¿Normas? S-si yo solo...

El profesor Coleman apoya ambas manos sobre el escritorio, en puños.

—Tus contestaciones van a costarte un castigo. Si sigues...

—¡L-le digo que no hacía nada! —Golpea el pupitre y el bolígrafo sale disparado hacia el suelo. Sus ojos se prenden de luz naranja al activar su Stigma y sufre un fuerte calambre en la muñeca, que paraliza el cuerpo y anula su poder al instante.

Regresa el silencio. Todos le miran.

—Y-yo no...

—«L-Lo siento, ¡es que s-s-soy g-gilipollas!» —se burla Keith Connor, girado hacia él en el asiento de delante. Hace estallar en risas a más de uno, pero el profesor sigue tenso.

—De acuerdo. Es... la última vez que lo repito: nada de tonterías en mi clase. —La voz del hombre acalla un poco el alboroto. Carraspea y añade—: No queremos disgustos, ¿me has oído, Krausser?

Dustin nota dolor en la muñeca, llena de pequeñas abrasiones por la pulsera inhibidora que le propinó la descarga. Acallado por la vergüenza una vez más, clava la mirada en un detalle que resulta novedoso en esta incómoda situación: el profesor Coleman sostiene una jeringa, que vuelve a guardarse con recelo en el bolsillo de su chaqueta.

—Vamos a comenzar la clase. Ya llevamos demasiado retraso.

—Para retraso el de Krausser —apuntilla por lo bajo Keith, mirándole de reojo aún—. Para ser tan aventajado, yo lo veo bastante falto a veces.

Sin fuerzas para responder a esa impertinencia, los ojos pardos de Dustin van a parar sin quererlo hacia Grace, su chica favorita. La pelirroja le dedica una mirada cargada de lástima, igualmente incapaz de aplacar a los que se ríen de él.

Ese cruce de miradas impotentes es captado entonces por Keith. Alza las cejas y sonríe de forma pícara, antes de girarse del todo al frente con gesto entretenido.

—Ay, Krausser, qué evidente eres...

Ausente, Dustin ni siquiera atiende a las murmuraciones de Keith. El profesor Coleman ha comenzado a leer el enunciado del tema y la atención del joven baja hasta el suelo, allí donde continúa el bolígrafo que él mismo tiró en su inusual arranque de ira.

«¿Qué estoy haciendo aquí?», se pregunta. «¿Qué es lo que realmente hago aquí?».

· · ·

Suena el timbre que anuncia el final de las clases.

Los alumnos no tardan en dispersarse, ansiosos por salir de la hora de la siesta. Desean regresar a sus casas y desconectar hasta el lunes; la típica alegría de un viernes. Dustin sigue en su sitio, revolviéndose el pelo rubio que le cae por la nuca, desganado.

«Cuando llegue a casa, no habrá nadie esperándome. Papá y mamá aún estarán trabajando y a Heather todavía le queda una hora de clase», piensa. «No tengo ninguna prisa».

A un ritmo paradójicamente lento, Dustin suspira y guarda los libros en la mochila. Todavía tiene la cabeza agachada bajo el pupitre cuando, de pronto, escucha un agradable silbido que llama su atención. El sobresalto hace que se golpee en la cabeza con la esquina.

—¡H-Hannah Grace!

—¿Todo bien, Dustin? —le pregunta Grace, frente a él, con una leve mueca de dolor ante su reacción. Le deja el bolígrafo sobre la mesa—. Últimamente se te ve un poco decaído. Y lo de antes ha sido un poco raro, ¿eh?

—¿Eh? N-no, s-solo es... —Se masajea la frente, nervioso—. Dolor de... ¿cabeza?

—¿Por el golpe o por lo de siempre? —trata de bromear ella.

—P-pues...

Dustin desvía un poco la mirada de la chica y sus ojos quedan puestos en el dichoso bolígrafo. La vergüenza le impide extenderse, temeroso de volver a trabarse por su tartamudez.

—Bueno, yo... tengo un poco de prisa, hoy tengo médico —continúa ella tras un pequeño silencio—. Pero si alguna vez necesitas hablar de algo, no sé...

—G-gracias, Hannah Grace. N-no te preocupes, todo va bien. Pero sobre lo de tu médico...

Ella se retira un mechón tras la oreja, con una sonrisa que no llega a sus ojos verdes.

—No es nada. Una simple rutina, lo de siempre. Aunque, bueno, al menos con el terapeuta no me siento tan invisible como en casa... o aquí.

—¿Invisible? ¿P-por qué dices eso?

—¿Eh? ¡Ah, por nada! No empieces a preocuparte, que bastante tienes con lo tuyo.

—¿L-lo mío...?

La chica camina hacia el umbral, cargada con su bandolera llena de chapas.

—Digo que bastante tienes ya de lo que ocuparte, con todos tus problemas de chico Stigma, como para encima preocuparte por la chica ausente de la clase. ¿Quién querría eso?

Dustin se rasca la nuca, dudoso.

—Y-yo... Yo no creo que seas solo la chica ausente, Hannah Grace.

Grace sonríe con la mano posada en el marco de la puerta, a punto de marcharse. Una sonrisa que le forma un par de hoyuelos en las mejillas.

—Ah, ¿no? Y entonces, ¿qué soy?

Durante unos segundos, Dustin es incapaz de hacer nada más que no sea observarla. Busca en su interior palabras sencillas para describir todo lo que Grace significa para él, pero la inspiración tampoco está de su parte hoy.

—Eres... E-eres guay.

La sonrisa de la chica evoluciona en una melodiosa risa que hace enmudecer a Dustin.

—Conque guay, ¿eh? ¡Esa me la anoto! Me gusta cómo suena eso cuando lo dices tú.

Ruborizado, Dustin empieza a pisar el acelerador mental de nuevo, a buscarle ya las cien interpretaciones que esa frase pueda tener. Grace se despide entonces con una última y simple frase. Quizá la más alejada del contexto romántico que pudiese existir:

—El chico listo de la clase cree que soy guay.

· · ·

Dustin acostumbra a elegir las calles más solitarias para volver a casa, ya que así reduce las posibilidades de encontrarse con alguien que le conozca y tener que hablar.

Es primavera y hace un sol de justicia que aún tardará bastante en irse.

Esta vez camina por un trayecto distinto, pues hoy no tiene ninguna gana de cruzarse con los pesados de siempre. Sus pasos le llevan hasta el Centro de Enseñanza Primaria de Kerzefield y Dustin se detiene por inercia. La nostalgia de pasar por delante de su antiguo colegio le hace sonreír. Ve a los niños con sus padres a la salida de la escuela y el sentimiento de añoranza crece.

«Parece que fue ayer. Quién volviera a esos años...».

Contempla los reencuentros entre ellos; cómo se abrazan, cómo los pequeños se emocionan al ver a su mamá o a su papá y se lanzan a contarles sus aventuras del día, a menudo con una parada obligatoria en la tienda de chucherías de la esquina, donde se reúnen con sus amigos de clase.

Prendado de esa imagen tan pacífica, Dustin se fija entonces en un niño de pelo rubio, con el que rápidamente se identifica. Lo ve esperando en la puerta, alejado de los demás, con ojos inquietos, en busca de caras conocidas. Dustin siente la necesidad de quedarse al reconocer esa expresión, como si de pronto su deber fuese amparar al niño hasta que alguien aparezca.

«Seguro que no tardarán demasiado. Ya pasan diez minutos de la hora de salida».

A unos cuantos metros de distancia, apoya la espalda en el edificio que tiene a su vera y se coloca los cascos del viejo walkman. Solo transcurren un par de minutos cuando ve pasar por delante a alguien con cierta prisa. Alza los ojos, atiende de nuevo al motivo de su espera y observa cómo el chico que le pasó a la carrera llega hasta su destino; el solitario chiquillo rubio. Dustin entiende al momento que se tratan de un par de hermanos después de que el menor se lance contra la cintura del mayor en un efusivo abrazo.

Ante la escena, esboza una sonrisa al mismo tiempo que le entra algo de picor en la nariz. Las piernas se le han quedado paralizadas en el sitio, y los hermanos, cogidos de la mano, emprenden su camino de vuelta a casa. El menor ríe ante las ocurrencias del mayor hasta que entran en la tienda de chucherías y Dustin los pierde de vista. Recupera la noción del tiempo tras unos segundos y se rasca la nuca, incómodo.

«Será mejor que me mueva. Nadie va a venir a recogerme a mí».

Se ajusta la mochila al hombro y reemprende la marcha, girando la esquina de la calle sin prestar demasiada atención hasta que una voz masculina y vacilona tras él hace frenar sus pasos en seco.

—Vaya, vaya, Krausser. Así que por aquí andabas, ¡con razón no te habíamos visto! —Se sorprende Keith, acompañado por su pandilla habitual—. ¿No me digas que has cambiado de camino para evitarme? ¡Con lo bien que me caes!

—L-lo siento, llego tarde —balbucea Dustin. Trata de seguir, pero los colegas de Keith comienzan a situarse a su alrededor, igual de entretenidos que su líder—. L-lo digo en serio, t-tengo que irme... Por favor.

—Oh, venga, no seas así, ¡habla con nosotros un rato, chato! —insiste Keith, colocándose enfrente. Descruza sus robustos brazos y lleva una mano al hombro de Dustin, tan amistoso que acorta la distancia entre ambos—. Cuéntanos, ¿qué hacías ahí tan solito, mirando nuestro antiguo cole? ¿Es que el instituto se te hace cuesta arriba y quieres volver a lo fácil?

—N-no.

—Te veo los ojos un poco rojos, ¿ibas a llorar por la nostalgia de la niñez? Qué tierno. —Aprieta un poco el delgado hombro de Dustin y no deja de mostrar esa sonrisa ladina, adornada con dos piercings en el labio inferior.

—D-déjame en paz...

—¡Qué va, Snake Man! —dice otro integrante de la pandilla, Mike, un tipo bastante más enclenque que su líder y con una irritante voz nasal—. Estaba mirando a un par de críos, ¡que yo lo he visto! Eran los únicos que quedaban, ¡los estaba vigilando como si fuese el típico poli que dirige el paso de peatones a la salida del colegio!

—Anda, ¿es eso cierto, Krausser? —cuestiona Keith con una ceja alzada e igualmente sonriente—. ¿Estabas practicando para cuando estudies para policía y te metan a dirigir el tráfico como al pringado que eres?

—Suéltame... —murmura Dustin sin mirarle a la cara. Aprieta los puños y da una pequeña sacudida para deshacerse de la manaza de Keith, pero solo consigue que su mochila caiga al suelo y se le salgan un par de libretas por no llevar la cremallera bien cerrada.

—Ay, pobrecito, ya hasta se tropieza y la caga él solo, sin nuestra ayuda. —Ríe Keith junto a los suyos. Dustin se dedica a recoger sus cosas de la acera lo más rápido posible—. ¿Te ha sentado mal que te prediga el futuro con tanta claridad, tartaja?

—A lo mejor lo que le ha entrado es envidia —propone Mike con acidez— al ver a ese crío con un hermano mayor como el que él ya no tiene.

Los dedos de Dustin se cierran con fuerza al agarrar el asa de su mochila, todavía arrodillado. Tiene el rostro cubierto por mechones rubios que le ocultan una mirada que pasa de la nostalgia a la rabia.

—¡Es verdad, que el mierdecilla de Krausser tenía un hermano mayor! —afirma otro miembro de la pandilla—. Pero se largó de casa hace años, ¿no? ¿Qué coño fue de él?

—¡Ni puñetera idea! —resuelve Mike tras una risotada—. Pero seguro que ahora estará bajo un puente; cualquier cosa es mejor que vivir con un monstruo con Stigma como este.

Dustin se levanta de golpe y se coloca la mochila al hombro de nuevo. Aprovecha que Keith se ha quedado algo parado para escabullirse por su lado y librarse del molesto corrillo formado a su alrededor.

—Ey, ey, ¿a dónde vas con tanta prisa, Krausser? —reacciona Keith. Alarga el brazo para agarrarle por el asa de la mochila y atraerlo de nuevo hacia ellos con brusquedad—. Vamos, no te cabrees, ¡tú no eres un monstruo! —Ante el estirón, Dustin da otra sacudida, con la respiración más acelerada y una furiosa mirada hacia Keith—. ¿O sí que lo eres?

—He dicho que me dejéis en paz.

—Uy, eso me ha sonado bastante amenazador... ¿Acaso piensas usar tu poder contra nosotros si seguimos tocándote los huevos?

—¡Sí, como antes en clase! —Vuelve a reír Mike—. ¡Un poco más y Coleman le mete un jeringazo para dejarle tieso!

—Cierto, pensé que eso era solo un rumor. Pero hoy el profe se ha acojonado de verdad y casi la usa —añade Keith—. Realmente eres un bicho mortífero, Krausser... A saber qué podrías hacernos a la gente normal si no llevases esa cosa que te fríe a calambrazos. —La mirada cristalina e impotente de Dustin se mantiene fija en la de Keith cuando dice lo siguiente—: Siendo tan peligroso, no me extraña que Grace Cloverfield también huya de ti.

Los ojos de Dustin se prenden con una luz anaranjada. Keith y su pandilla saben que eso anuncia el uso del Stigma, pero confían en que el inhibidor evite que lo utilice. Sin embargo, Dustin se deshace con rapidez de la pulsera metálica que envuelve su dolorida muñeca y echa a correr lejos de allí a una velocidad inhumana, apenas dando un pequeño empujón en el hombro a Keith por estar en medio.

—¡Eso es, huye como una rata! ¡Corre a esconderte, bicho raro! —le gritan sus compañeros entre risotadas. Pero Dustin ya está demasiado lejos como para escucharlos.

· · ·

Las piernas de Dustin no pueden más. Su Stigma le hace quemar demasiadas energías, físicas y mentales. Se detiene a recuperar la respiración, apoya su delgado cuerpo contra una valla de alambres y observa el inhibidor que todavía sostiene en la mano temblorosa. Los cristales de las gafas se le han empañado y termina quitándoselas, agobiado. Cierra los ojos con fuerza al sentir la vista borrosa.

«No puedo más», se repite para sí. «No entiendo qué sentido tiene todo esto».

Durante unos segundos se encierra en sí mismo de tal forma que no atiende a nada de su entorno. Pero, en medio de esa burbuja de aislamiento que él mismo se ha creado, Dustin oye de pronto unas voces cercanas desconocidas. Poco a poco vuelve en sí, alza la mirada e identifica el origen del alboroto a pocos metros de él. Un par de hombres discuten de forma acalorada. Se lanzan amenazas el uno al otro por algo que Dustin interpreta al poco tiempo como un ajuste de cuentas.

Es en ese momento cuando Dustin toma conciencia del lugar en el que se encuentra: un barrio de extrarradio, de aspecto marginal y abandonado. Se le hace un nudo en el estómago al darse cuenta de que pronto será de noche y no tiene ni idea de cuántos kilómetros le separan de su casa. Jamás se había alejado tanto por su cuenta.

«No puedo utilizar más mi Stigma. Si papá se entera de por qué lo utilicé, me mata».

El temblor de su cuerpo se intensifica ante esos pensamientos, todavía con los ojos puestos en aquel par de hombres que han llegado a las manos en su pequeña trifulca de intereses. Dustin no necesita sus gafas para ver de lejos, así que se las guarda en la mochila y se dispone a marcharse sin tener que recurrir a su Stigma. Aunque todavía nota la quemazón en las pantorrillas y el corazón acelerado, aprieta el paso todo lo que puede con tal de alejarse de aquel ambiente tan hostil, con la esperanza de llegar a casa antes de que el sol se vaya del todo.

Sus ojos deambulan por aquel deprimente escenario de casuchas en la ruina y jardines sin cuidar y llenos de chatarra. Siente una extraña presión en el pecho que no tiene que ver con cansancio físico. Todavía tiene la mirada cubierta por una capa de rocío, desde el momento en que presenció el reencuentro entre los dos hermanos a la salida del colegio. A su mente regresa el hiriente comentario que el colega de Keith le lanzó sobre su hermano y eso le detiene por completo.

«Sam..., ¿a dónde te fuiste?».

De nuevo ensimismado y con el cuerpo entumecido, tarda unos segundos en atender a una voz femenina y rasposa que le llama con insistencia.

—¿No me oyes o qué, niño? —se queja la mujer, que consigue que Dustin repare en ella al tocarle el hombro. Él se aleja de un respingo—. ¡Que te vayas a tu casa ya, te estoy diciendo, coño!

—L-lo siento, n-no la había oído...

—Este no es lugar para críos. Será mejor que te largues antes de que te cruces con algún impresentable.

A pesar del aspecto desaliñado y enfermizo de la mujer, Dustin puede adivinar que no supera los treinta años de edad. Ella vuelve a posar sus manos huesudas en él, esta vez para darle un pequeño empujón por la espalda.

—¿Estás tonto o qué? ¡Corre a tu casa de una vez! —ordena de nuevo. Pero interpreta el silencio de Dustin como algo más y añade con un tono más turbado—: ¿O es que no tienes casa?

—Y-yo no... —Los nervios le impiden terminar la frase.

La mujer sacude un poco la cara y con ella sus greñas oscuras, deshaciéndose de algún pensamiento intruso.

—Vale, vale, no pasa nada. Tranquilo, niño, Michelle no va a dejar que duermas en la calle —le interrumpe ella—. Vendrás a la mía, ¡pero solo por esta noche! Aún no he arreglado los agujeros del techo, pero bueno, hoy no tiene pinta de querer llover.

—N-no, no se preocupe, yo... s-sí que tengo casa —consigue decir, la mujer ya le está llevando del brazo con ella. Desprende un olor bastante fuerte—. S-solo me he perdido.

—¿En serio? Por aquí no suelen perderse muchos críos. —Se detiene—. No te habrás escapado de casa por una rabieta con tus padres, ¿no? —trata de adivinar, más molesta—. ¡Que la familia es lo más valioso que uno puede tener! ¿Te has fugado?

Dustin vuelve a bloquearse por los nervios. Su anodino día está convirtiéndose en algo tan raro que le cuesta creérselo. Se limita a negar con la cabeza con rapidez, teme que Michelle vuelva a malinterpretar sus silencios.

—Entonces ya puedes mover ese culo esmirriado o se preocuparán. Este no es un lugar seguro para un chiquillo, ¿entiendes? No todos van a ofrecerte su casa, así que lárgate antes de que se haga de noche.

Michelle le suelta el brazo y le da otro pequeño empujón para espabilarlo.

—S-se lo agradezco, y... s-siento haberla molestado.

—¿Agradecerme qué? ¡Vete de una vez, cojones!

Sin saber qué más decir o hacer, Dustin termina por obedecer a la mujer y camina con prisa, todavía tenso. No puede volver a utilizar su Stigma porque eso agotaría rápidamente las pocas energías que le quedan. Y, aunque trata de concentrar toda su atención en mantener un ritmo que le lleve a casa cuanto antes, su mente se desvía hacia el pensamiento que se le encasquetó en el pecho anteriormente; que, tras el extraño encuentro con esa mujer, le hace aún más daño.

«¿Sam... estará viviendo así por mi culpa?».

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