Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 19

︵‿︵‿୨ AURORA ୧‿︵‿︵


Siempre había pensado que los momentos más importantes de la vida llegarían con advertencia, pero aquella tarde no fue el caso. Era una rutina quedarme en el jardín cuando ella llegaba tomada de la mano de algún hombre vestido de forma elegante, el aroma de sus caros perfumes mareándome como un recordatorio constante de la diferencia entre sus vidas y la mía. Sigue mareándome. Ahora entiendo por qué. Sí, estaba rodeada de lujos, vestidos y accesorios costosos, pero eso era solo para aparentar la vida que mamá soñaba con mantener. Me resulta un poco divertido que, en un punto, quiso enseñarme a ser altanera y un algo bruja. Me llevaba a fiestas y me obligaba a convivir con niños de mi edad. Ellos se veían infelices. Y yo igual. Solo eso teníamos en común, creo.

Detestaba esas fiestas.

Siempre había un cazador ansioso de encontrar su presa. Una presa joven, inocente e ingenua. Ya sabes, una que representará lo que no podían obtener de sus esposas.

Ese sujeto, el que decidió ser paciente, no fue el primero en intentar obtener más de una niña de nueve años.

Por supuesto que no.

Pero, por algún motivo ridículo, jamás bajé mi guardia con ellos. ¿Qué fue diferente esa vez? No lo sé. No quiero saberlo. Solo sé que me permití seguirlo al jardín trasero después de que me dijera que mamá se había terminado una botella completa de whisky y se había quedado dormida. Pensé que estaría a salvo. Pensé que él era diferente.

Lo seguí hasta quedar escondidos detrás de unos arbustos. Sus manos sudaban de forma asquerosa, ansiosas, resbalando mientras tocaban mi piel. Se movía con torpeza, como un animal al que solo le importaba devorar. Me tiró al suelo, y mi cabeza rebotó contra una roca. Recuerdo la sensación cálida y pegajosa de la sangre brotando por detrás, el aturdimiento que nublaba mi mente mientras escuchaba su respiración agitada, provocándome náuseas.

Su tacto era torpe, apresurado, sus dedos hundiéndose en mi piel como si quisiera arrancarme algo más que mi ropa.

El sol se escondía lentamente, llevándose consigo las imágenes de su rostro sobre el mío. Pero sus palabras, sus susurros contra mi oído, permanecieron:

—Si gritas, todos creerán que es tu culpa.

No había pensado en gritar. No había considerado salir corriendo.

Me quedé allí, inmóvil, las lágrimas en mis ojos mezclándose con la sangre que corría por mi cabeza. "¿De verdad era mi culpa?", pensé, y mi mente se llenó de imágenes: los juguetes escondidos bajo mi cama, los dulces guardados en lo profundo de los anaqueles de la cocina, el prendedor en forma de mariposa que reposaba en mi cabello, ahora manchado de sangre.

Sí. Fue mi culpa.

Yo acepté sus regalos. Le sonreí cuando no debí hacerlo. Busqué su atención. Él tenía razón. Si gritaba, si le contaba a alguien, me culparían. No había lugar para mi voz, para mi verdad. Solo había silencio. Un silencio que se convirtió en mi prisión.

El sol desapareció por completo, sumiéndome en una penumbra que parecía interminable. Todo se volvió borroso, como si mi mente intentara protegerme de lo que estaba ocurriendo. Pero algunos detalles eran imposibles de ignorar: el hambre reflejada en sus ojos, esa necesidad inhumana de saciarse a cualquier costo. El leve chirrido del cierre de su pantalón siendo bajado resonó en mi cabeza como un eco distante, pero real. Sus dedos, ásperos y ansiosos, se hundieron en la piel de mis muslos con una fuerza que me robó el aliento.

Entonces, llegó el dolor. Un dolor abrumador que me recorrió como una ola, arrancándome un quejido que apenas escapó de mis labios antes de que su mano lo ahogara. El aire en mis pulmones se quedó atrapado, quemando, mientras intentaba procesar lo que estaba sucediendo. Dolía. Dolía mucho. Un tipo de dolor que no solo afectaba mi cuerpo, sino que parecía desgarrar algo más profundo dentro de mí, algo que no sabía que existía pero que ahora sabía que nunca sería igual.

No sabía cuánto tiempo había pasado. Todo era una mezcla confusa de sensaciones: el sudor cayendo de su rostro al mío, las lágrimas que resbalaban por mis mejillas y se unían con la sangre que aún brotaba de mi cabeza. Cada movimiento suyo era como una cuchilla atravesándome, desgarrándome desde el interior, dejando fisuras irreparables en mi alma.

Quería que se detuviera. Quería que se alejara, que desapareciera, que me dejara en paz. Pero él no lo hizo. Siguió, como si mi resistencia, mi dolor, fueran insignificantes. Cada segundo que pasaba sentía que algo dentro de mí se rompía un poco más. Me estaba desgarrando, agrietando mi ser en formas que nunca imaginé posibles.

Cuando finalmente se detuvo, no me sentí aliviada. Solo vacía. Había dejado atrás más que lágrimas y sangre; había dejado atrás la parte de mí contenía mi inocencia.

—Resultaste ser mejor que tu madre —dijo, arreglándose la ropa como si nada hubiera pasado, como si lo que acababa de hacer no hubiera desgarrado a una niña de nueve años—. Cuando estés madura, disfrutaré probar tu cuerpo de nuevo. Nos vemos, pequeña mariposa.

Su voz, fría y calculadora, fue como un golpe final que dejó mi mente en blanco. No lloré. No grité. Solo me quedé ahí, inmóvil, mirando cómo se alejaba. Mi mente se adormeció junto con mi cuerpo, como si una parte de mí hubiera decidido apagarse para sobrevivir.

Me quedé en el pasto, con la cara vuelta hacia el cielo, observando cómo las estrellas comenzaban a aparecer, ajenas a lo que acababa de suceder. Antes, todo mi cuerpo picaba, una sensación insoportable que me hacía querer rasgar mi piel. Pero ahora... no sentía absolutamente nada. Era como si mi cuerpo hubiera decidido que el dolor era demasiado, que la única forma de soportarlo era detener todas las señales, todas las emociones.

Intenté moverme, y un grito atravesó mi garganta, rasposo, desgarrador. Mi cuerpo dolía. Quemaba. Cada músculo, cada articulación, cada rincón de mi ser parecía estar en llamas, recordándome lo que había pasado, negándose a dejarme escapar. No podía sostenerme, no podía incorporarme. Todo lo que podía hacer era permanecer allí, clavada al suelo, con la sensación de la sangre pegándose a mi piel, del frío de la noche hundiéndose en mis huesos.

Cerré los ojos, deseando desaparecer. Quería que la tierra me tragara, que el mundo dejara de girar, que la vida simplemente terminara. Pero la realidad seguía ahí, inmisericorde, aplastándome con su peso. Me sentía rota, no solo físicamente, sino en lo más profundo de mi ser. Era como si todo lo que había sido yo hasta ese momento hubiera sido arrancado, dejado vacío, y lo único que quedaba era el eco de su voz y la promesa de que volvería.

Cuando desperté, lo hice dentro de ese mohoso cuartito en el sótano. El aire estaba impregnado de humedad y putrefacción, un olor que parecía hundirse en mi piel. Cada extremidad gritaba con cada leve movimiento, la cabeza me daba vueltas, y las náuseas atacaban como una ola cada vez que los recuerdos se apoderaban de mi mente. Él ya no estaba sobre mí, entonces, ¿por qué seguía sintiéndolo? Su peso aplastándome, robándome el aire. Los latidos erráticos de su corazón resonando en mis oídos, sus dientes clavándose en mi hombro. Todo seguía ahí, tan real, tan vívido, que me costaba distinguir la pesadilla del presente.

No sabía cuánto tiempo había pasado desde que me desmayé sobre el pasto. Solo sabía que estaba vestida. Ella, mi madre, me había puesto la misma ropa destrozada y manchada de sangre que ese hombre había arrancado con tanta brutalidad. El tacto de la tela contra mi piel era un recordatorio constante, un peso que no podía quitarme. Me quedé tendida en el suelo, inmóvil. Solo así, sin moverme, el dolor en mi cuerpo era soportable.

El crujido de las escaleras rompió el silencio. Escuché las cajas siendo arrastradas y derramadas por el suelo, seguidas de pasos que se acercaban. Finalmente, la pequeña puerta se abrió y vi a mi madre asomarse. Por un instante, una chispa de esperanza brilló dentro de mí, aunque sabía que era tonto.

—Mami, me duele. —sollocé, sin pensar, las palabras saliendo de mi boca como un ruego desesperado.

Fue la primera vez que me permití soltarlo todo. Una ola de lágrimas inundó mis ojos, derramándose sin control por mi rostro. Fue tonto de mi parte pensar que esa mujer, mi madre, podría sentir lástima por mí. Pero ignoré el dolor extendiéndose por mi cuerpo, salté hacia sus brazos y lloré como nunca antes. Gritos diminutos y desgarradores escapaban de mi garganta, ahogados por el llanto.

Ella no me abrazó.

No me consoló.

Su voz, fría y cortante, fue un puñal directo a mi corazón.

—Felicidades, maldita bastarda. Eres toda una mujer. —dijo, su tono cargado de rabia y diversión, como si mi sufrimiento fuera algo digno de burla.

—No me gusta —negué con la cabeza, ahogándome en mis propias lágrimas. La batalla contra el dolor y la humillación estaba perdida, y solo podía suplicar entre sollozos—. Duele. Duele mucho, mami.

Sus dedos se apretaron con más fuerza, su sonrisa torcida se convirtió en una imagen que quedaría grabada en mi memoria como una cicatriz. Había una satisfacción retorcida en su expresión, como si disfrutara viéndome doblegarme ante ella.

—Fuiste bastante inteligente para robarte a uno de mis hombres —escupió, su voz cargada de desprecio—, pero no creas que lo volveré a permitir. Estarás castigada un mes.

—Mamá... —intenté suplicar, las lágrimas cayendo sin control por mis mejillas.

No entendía qué había hecho para merecer tanto odio, tanta frialdad. ¿Era culpa mía? ¿De verdad había hecho algo tan terrible?

—Ya veré si me dan ganas de darte de comer —continuó, ignorando mis palabras, su tono mordaz y despiadado—. A lo mejor, así aprendes a no querer robarle a tu propia madre.

—¡Por favor, mamá! —grité—. Mami. Mami.

Solo quería que me escuchara, que viera cuánto me dolía, cuánto la necesitaba.

—¡Cállate!

—Mami...

De un movimiento brusco, me soltó. Mi cuerpo cayó al suelo con un golpe sordo que resonó en el diminuto espacio. El eco pareció durar una eternidad mientras yo me quedaba inmóvil, incapaz de moverme, incapaz de respirar.

—¡Silencio! —gritó, su voz perforando el aire como un trueno—. Di una palabra más y te venderé a Devon.

Devon.

Ese nombre se clavó en mi mente como una daga, un recordatorio imborrable de la primera vez que el mundo me dejó completamente indefensa. Devon: el hombre que me arrebató todo vestigio de inocencia cuando solo era una niña de nueve años. El nombre de un monstruo que había marcado mi vida con cicatrices que nunca podrían borrarse.

No me he permitido olvidar su rostro, sus ojos vacíos y hambrientos, su respiración jadeante mientras destrozaba todo lo que yo era. Tampoco me he permitido olvidar el sonido de su voz, susurrando mentiras al oído, convirtiendo la culpa en una carga que me obligó a llevar durante años. Devon no es solo un nombre, es un símbolo, una sombra que me persigue en cada rincón de mi mente. Un recordatorio constante de que incluso en la oscuridad, hay algo peor esperando.

El hecho de que mi madre mencionara su nombre con tanta facilidad, con tanta crueldad, como si él fuera una simple herramienta para castigarme, me heló la sangre. Ella lo sabía. Sabía lo que él había hecho, y aun así no le importaba. Aun así, estaba dispuesta a ofrecerme como una mercancía, a ponerme en sus manos otra vez si con eso lograba su objetivo.

Mi cuerpo temblaba, no solo por el dolor físico, sino por el terror que su amenaza desató en mi interior. Me quedé inmóvil, el aire atrapado en mis pulmones, mi mente llena de imágenes que intentaba desesperadamente bloquear. Pero no podía. Su nombre, su rostro, su risa maliciosa... todo volvió como un torrente imparable.

El eco de su amenaza resonó en mi cabeza: "Te venderé a Devon." Y por primera vez, entendí que no había límite para la maldad de esa mujer. No había fondo en su crueldad. Ella era la llave que abrió la puerta al infierno por primera vez, y ahora, estaba dispuesta a empujarme de nuevo dentro.


̶̶̶̶ ̶«̶ ̶̶̶ ̶ ̶ ̶̶̶ ̶«̶ ̶̶̶ ̶  HADES   ̶»̶ ̶̶̶ ̶ ̶ ̶̶̶ ̶»̶ ̶̶̶ ̶ ̶

El papel se arruga en mi mano al terminar de leer, mis dedos apretándolo como si pudiera absorber su dolor y hacerlo mío. Cada palabra, cada confesión plasmada en esa hoja, es como una daga que atraviesa mi pecho una y otra vez. Mi corazón, ya destrozado por lo que sé que ha soportado, se rompe una vez más, desmoronándose en pedazos mientras llora por mi mujer, por su dolor, por todo lo que le fue arrebatado.

Puedo imaginarla escribiendo esto, sus manos temblando, su mente luchando contra los recuerdos que nunca la han dejado en paz. Puedo sentir su desesperación, su valentía al poner en palabras una verdad que podría haber guardado para siempre. Y, aun así, lo hizo. Me la dio. Me entregó lo más oscuro de su ser, confiando en que yo podría sostenerlo, entenderlo, y quizás, ayudarla a enfrentarlo.

El aire parece demasiado pesado, cada respiración es un esfuerzo. Quiero gritar, quiero destruir algo, quiero arrancar del mundo a todos los que la lastimaron, a cada monstruo que se cruzó en su camino. Pero más que eso, quiero sostenerla, quiero asegurarle que nunca más tendrá que cargar con esto sola. Porque, aunque me esté arrancando el alma en este momento, sé que lo que siente ella es mil veces peor.

Miro el papel arrugado en mi mano, mis propios ojos ardiendo con lágrimas que no derramaré, no ahora. Haré cualquier cosa para que no vuelva a sentirse rota.

—¡Rafael! —me levanto de golpe y salgo de la oficina, la furia burbujeando en mi interior como lava a punto de estallar.

Segundos después, Rafael aparece a mi lado, su expresión de alerta inmediata al ver la tensión en mi rostro.

—¿Qué sucede? —pregunta, sus ojos recorriéndome con cautela antes de fruncir el ceño—. ¿Por qué tienes una cuchara en la mano?

Ignoro su pregunta, demasiado centrado en el propósito que ahora consume cada pensamiento.

—¿El prisionero está consciente? —mi voz es grave, cortante.

Asiente de inmediato, adaptándose a mi ritmo mientras me sigue por los pasillos y luego hacia la salida del club.

—Sí, señor. Está despierto desde hace unas horas. Lo mantenemos bajo control. —responde.

Mi mente está demasiado ocupada con las imágenes que acabo de leer, con las palabras de Aurora, con la rabia hirviente que me impulsa a actuar. Esa cuchara en mi mano no es casualidad. Es simbólica, una herramienta pequeña pero que, en las manos adecuadas—o en las equivocadas, dependiendo de cómo se mire—, puede convertirse en un instrumento de tortura tan efectivo como cualquier arma. Porque esta no será una sesión rápida ni misericordiosa. Esto será arte. Un mensaje para todos los que alguna vez pensaron en tocarla.

Al salir al aire frío de la noche, siento que la furia dentro de mí se calma solo lo suficiente para permitirme pensar con claridad.

Necesito equilibrar mis emociones, y ¿qué mejor manera que torturando a uno de los bastardos que le causaron tanto daño a mi mujer?

Este hombre—este pedazo de mierda que ahora está bajo mi control—será el primero en entender el precio de tocar a Aurora. Su sufrimiento será un mensaje para todos los demás. Será divertido. Después de tantos años encargándole este trabajo a Rowon. Disfrutaré tanto manchar mis manos con su asquerosa sangre.

Nos subimos al coche, el motor rugiendo con la fuerza que parece reflejar mi estado interno. Uno de mis hombres toma el volante mientras Rafael se instala a mi lado, siempre atento. Inclino la cabeza hacia adelante y doy la orden sin levantar la voz, pero con una firmeza que deja claro lo que está por venir.

—Al matadero.

Asiente.

Salimos del club, y las luces de la ciudad comienzan a desaparecer detrás de nosotros mientras nos dirigimos hacia las afueras, hacia mi lugar privado de tortura.

El matadero. Allí es donde mis hombres llevan a cualquiera que necesita que le recuerden quién manda en este lado de la ciudad. Es un espacio vasto, oscuro, impregnado de un olor a óxido y desesperación que nunca se va, no importa cuántas veces se limpie. Cada pared, cada rincón, ha sido testigo de las súplicas, gritos y confesiones de aquellos que creyeron que podían desafiarme.

Últimamente, el lugar ha estado bastante lleno. Aroon, con su tendencia a cruzar límites, utilizó el matadero para solucionar una "cagada" muy grande que se mandó con una de las familias más ricas del país. Ni siquiera me interesó saber qué desató su locura, pero debió ser algo monumental. Las manchas de sangre en el suelo aún no han sido limpiadas por completo, y el aroma metálico flota en el aire como una advertencia para el próximo desafortunado que cruce sus puertas.

Una hora después, el coche se detiene frente a la estructura metálica.

Me bajo del coche, dejando que el viento frío golpee mi rostro. Joder. Estoy demasiado ansioso, demasiado cargado de energía contenida, deseando mostrarle mi arte al bastardo de Bruno. Ese hombre, ese pedazo de mierda, pronto conocerá mi jodida furia. Nadie, absolutamente nadie, puede hacerme enojar y pensar que saldrá ileso. Hoy le demostraré que no estoy jugando, que cada acción tiene consecuencias, y que las suyas serán más dolorosas de lo que jamás pudo imaginar.

Mientras camino hacia la entrada del matadero, el celular vibra en mi bolsillo. Lo saco y, al leer el mensaje en la pantalla, casi suelto una carcajada.

Hablando del rey de Roma.

Un mensaje de texto. Interesante.

"Devuélvelo. Y perdonaré tus pecados."

Me detengo, saboreando las palabras, una sonrisa torcida formándose en mi rostro. Rápidamente, envío el número al contacto de Kol para que lo rastree y marco para llamar. La llamada apenas comienza a sonar antes de que conteste, lo cual me sorprende... pero también me confirma lo desesperado que está.

—¿Quién fue el descerebrado que pensó que quiero que perdones mis pecados, viejo? —digo en cuanto contesta, mi tono burlón, diseñado para encenderlo.

Un silencio breve, como si estuviera calibrando su respuesta, y luego su voz, cargada de una falsa calma.

—No puedes culparme por ser codicioso.

—Pero puedo llamarte estúpido sin cerebro —me burlo, dejando que la risa se asome en mi voz, buscando sacarlo de sus casillas—. Mira que intentar perdonar mis pecados... ¿qué eres? ¿Una especie de sacerdote ahora?

Un gruñido bajo escapa de él, y puedo imaginar su mandíbula apretándose, sus manos cerrándose en puños. Perfecto. Eso es exactamente lo que quiero.

—Sabes que esto no terminará bien para ti, ¿verdad? —dice finalmente, intentando recuperar el control.

—Oh, claro que terminará bien. Para mí —Me inclino contra la pared, la cuchara aún en mi mano, girándola entre mis dedos como si no tuviera una preocupación en el mundo—. Pero tú... bueno, digamos que pronto vas a desear que tus pecados fueran el único problema que tienes.

Un silencio se extiende entre nosotros, tenso y cargado de intenciones no dichas. Puedo sentir su frustración, su impotencia. Y eso, maldita sea, me da un placer perverso.

—Y no te preocupes —añado, mi tono casi despreocupado, como si esto fuera una simple conversación entre amigos—. Una vez que termine con él, te lo devolveré, para que no digas que soy una mala persona.

El gruñido que suelta al otro lado de la línea es todo lo que necesito para saber que lo tengo exactamente donde quiero. Imagino su cara retorciéndose de rabia contenida, sus manos apretadas con tanta fuerza que las uñas deben estar marcándose en sus palmas.

—Tienes agallas, te lo concedo. Pero estás jugando un juego que no puedes ganar. —dice finalmente, su tono grave, cargado de advertencias que no me afectan en lo más mínimo.

Me río, una carcajada profunda y burlona que se queda flotando entre nosotros.

—¿Ganar? Oh, no, viejo, esto no es un juego para mí. Esto es arte. Y créeme, soy malditamente bueno en ello.

Puedo escuchar su respiración acelerada, el sonido de algo golpeando en su fondo, tal vez un vaso o un escritorio. Lo estoy sacando de sus casillas, desarmándolo pieza por pieza, y eso me da aún más motivos para continuar.

—Te voy a enseñar algo, Bruno —dejo que mi tono se endurezca, dejando atrás la burla—. Cuando tocas lo que es mío, no solo pagas el precio. Aprendes que hay cosas peores que morir. Y créeme, estoy ansioso por darte esa lección.

Cuelgo antes de que pueda responder, dejando que mis palabras sean lo último que escuche. El silencio del matadero me envuelve de nuevo. Hoy, Bruno entenderá que algunas líneas no se cruzan. Y si lo hace, paga.

Mi celular vuelve a sonar. Esta vez, el nombre del contacto de Kol aparece en la pantalla. Contesto rápido.

—¿Tienes algo?

Su risa corta suena del otro lado antes de que responda, directo al grano.

—Reduje su ubicación. El muy imbécil volvió a Denver. Está a unos cuantos kilómetros de donde estás ahora mismo —puedo escuchar el tono de satisfacción en su voz—. Y escucha esto: su seguridad cayó como un maldito bicho. Ni siquiera tuve que esforzarme demasiado.

Mis labios se curvan en una sonrisa fría, saboreando la información. Claro que está cerca. Él piensa que está al mando, que tiene el control. Qué adorablemente equivocado.

—¿Qué esperabas de un viejo decrepito como él? Mándame las coordenadas exactas.

—Ya están en camino. —Hace una pausa, y puedo imaginarlo inclinándose hacia el micrófono como si fuera a contarme un secreto—. Pero ten cuidado. Si él está siendo tan descuidado, o está demasiado confiado... o quiere que lo encuentres.

—Mejor para mí —me río, una carcajada baja que rebota en el aire como un eco ominoso—. Así tendrá el gusto de verme llegar.

—Lo que digas. Solo no dejes nada reconocible, ¿sí? No hagas que mi jefe limpie tu desastre otra vez. —cuelga antes de que pueda responder, pero su tono burlón no logra molestarme.

Cierro los ojos por un segundo, dejando que la información se asiente. Está cerca. Demasiado cerca. Y esa proximidad solo significa una cosa: Bruno piensa que tiene el control. Piensa que puede jugar conmigo. Pero lo que no entiende es que este juego nunca fue suyo. Siempre fue mío.

Desbloqueo el celular para ver las coordenadas que llegan casi al instante. Levanto la mirada hacia Rafael.

—Trae a esa rata aquí, iremos a dar un paseo.




🦇🦇🦇

Buenooo, ¿de que forma debería empezar?

Ya sé. Este capítulo me costo bastante escribirlo, quería transmitir el dolor e inocencia de la pequeña Aurora, pero sin sobrepasarme.

Espero haberlo logrado. Sin ofender a nadie.

Comenten y voten. ❤️‍🩹

Besitos.💋

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro