Capítulo 1; Primer encuentro
Semanas antes;
- ¿Vas bien cariño? - Preguntó su madre desde el asiento del copiloto mientras se inclinaba hacia atrás para mirarla por encima del hombro.
Emma Lawrence se limitó a mostrar una mirada asesina como respuesta. Sin mediar palabra, se colocó los cascos en sus oídos y se perdió en las notas musicales de "Bring me to life" de Evanescence, su grupo de música favorito. Evitando así mantener una conversación que sin duda terminaría en una discusión.
Apoyó la frente en la ventanilla, sintiendo el frío cristal pegado contra su piel, y se dedicó en tararear la canción mientras evitaba que el nudo que sentía en la garganta la sobrepasara y comenzara una vez más a llorar.
Aún no podía creer que todo aquello estuviese sucediendo. Que sus padres le hubiesen hecho algo así.
Un par de semanas atrás, sus padres la reunieron para tener una charla familiar, y ese simple hecho, algo que hasta el momento jamás había sucedido, fue suficiente como para hacerle presagiar que nada bueno podía salir de aquello. Y no se equivocó.
A su padre lo habían ascendido. Y su ascenso no solo implicaba una subida de sueldo, o coche de empresa. Implicaba una mudanza. Arrancar a Emma de su Chicago natal, el lugar donde vivían sus amigos, su novio, donde tenía toda su vida. Suponía incorporarse en mitad de curso en un instituto nuevo donde no conocía a nadie, era un suicidio social y académico.
Emma lloró, gritó, se enfureció como nunca antes en su vida, y trató de razonar con ellos todos los inconvenientes que suponían para ella un cambio tan drástico de vida. Intentó hacerles ver que ella no necesitaba una casa más grande, un móvil de última generación o un vestidor lleno de ropa de firma. Todo lo que Emma necesitaba era lo que tenía en Chicago, a sus amigos, a Ryan.
Pero todo fue en vano. Sus padres ya habían tomado la decisión y cuando decidieron hablar con ella no fue para preguntar qué opinaba, sino para informarla de la noticia. Ahora, todos aquellos a los que quería estaba a más de dos mil millas de distancia, en la otra punta del país. Y Emma odiaba a sus padres por ello.
Conforme se adentraron en la ciudad, fueron dejando atrás rascacielos inmensos que daban paso a barrios residenciales de casas unifamiliares. Con cada milla que dejaban atrás, las viviendas se iban haciendo más y más grandes, cada una de un estilo diferente. Mansiones europeas, clásicas o minimalistas iban desfilando antes sus ojos, y lo único que parecía tener en común unas con otras, eran los extensos jardines que las rodeaban, los altos muros que las flanqueaban y los sistemas de seguridad que vigilaban el exterior.
Emma pensó que parecían cárceles de lujo. Nada que ver con su antigua vivienda en Chicago que era una pequeña casa adosaba cuyas puerta principal tenía acceso directo a la calle.
Su padre paró el coche frente a un inmenso portón hecho de lamas de color oscuro. Sacó un pequeño mando a distancia de la guantera, y cuando pulsó un botón, el pórtico comenzó a deslizarse lentamente para darles paso al interior de la propiedad.
El acceso era ascendente, y la cuesta estaba rodeada de vegetación y de luces que de noche debían iluminar el camino, dándole sin duda un aspecto de ensueño al lugar.
Con cierto nerviosismo, y a pesar de su reticencia, Emma no pudo evitar mirar hacia delante para ver su nuevo hogar. ¿Todo aquello era para ellos?
A simple vista, le parecieron dos cubos superpuestos a dos alturas. La vía de piedra por la que circulaban, seguía ascendiendo, hasta que pasaron por debajo de la construcción, como quien pasa por debajo de un puente, hasta llegar a un patio central.
A la izquierda había una piscina que bordeaba parte de la vivienda, y a Emma le vino a la mente esas fotografías que siempre había visto de los hoteles de lujo.
Junto a la piscina, vio unas escaleras de metal que desembocaban en una especie de porche que rodeaban la casa. Ahí es donde se encontraba la puerta principal, y donde su padre estacionó el vehículo.
Emma fue incapaz de apartar la vista de la construcción. Por mucho que lo odiase, debía admitir que aquella vivienda era un sueño hecho realidad. Una mansión de estilo minimalista, mucho más moderno de lo que su imaginación hubiese podido crear. Combinando a la perfección piedra, madera natural, vidrio y metales.
Su madre abrió su puerta y le separó los cascos de los oídos.
- Sal de ahí y échanos una mano con el equipaje.
Emma soltó una gran bocanada de aire y salió del vehículo molesta. Se encaminó hacia el maletero, y volvió a quedar paralizada momentáneamente con lo que su vista captó.
La vivienda tenía una ubicación inmejorable. Frente a la piscina, había un jardín con unas vistas fascinantes de toda la ciudad, y al fondo se podía divisar el mar. Emma permaneció absorta, con los ojos como platos y la mirada fija en el paisaje urbano que tenía a sus pies. Automáticamente pensó en Ryan, en lo romántico que sería estar con él viendo el atardecer desde ese jardín. Y ese pensamiento fue todo lo que ella necesitó para relegar las vistas a un segundo plano.
Sujetó su equipaje, y se encaminó con paso airado a la zona acristalada donde se encontraba la puerta de acceso.
- Me encanta la intimidad que ofrece una pared de cristal. - Dijo con todo el sarcasmo que pudo.
- No seas absurda Emma, solo es la parte frontal de la casa y tiene una función para oscurecerla y que nadie pueda verte si así lo deseas. Además, da al jardín interior. ¿Quién crees que va a vernos? ¿Los pájaros? - Respondió su padre que estaba sacando un papel de su cartera. Abrió la puerta, y marcó la numeración que traía apuntada para desactivar la alarma. - Tenemos que cambiar esta clave y memorizarla. - Masculló el hombre.
Emma accedió al interior de la vivienda, a un recibidor que era tres veces su antiguo dormitorio. El suelo alternaba madera y cristal, permitiendo así ver lo que había en la zona baja de la casa. Desde su posición Emma pudo ver parcialmente un sofá blanco y un billar, por lo que dedujo que debía ser una zona de juego. Siguió caminando, y su mirada captó el comedor, situado a su derecha. La gran cristalera que había visto al entrar, formaba parte de esa estancia, la cual estaba dividida por la mitad gracias a una moderna chimenea de gas. Una mesa con capacidad para diez comensales estaba frente a ella. No pudo ver qué había más allá desde su posición, porque una pared de piedra beige obstaculizaba el paso, dándole cierta privacidad a lo que Emma supuso debía ser el salón y la cocina.
Unos brazos rodearon la cintura de Emma desde detrás, y una barbilla se apoyó sobre su hombro.
- ¿Qué te parece? - Preguntó la voz susurrante y entusiasmada de su madre a escasos centímetros de su oído. - ¿No es lo más bonito que has visto en tu vida?
Emma podría haberle respondido la verdad, que la casa era impresionante y que tanto lujo la hacía sentirse angustiada y pequeña. Pero en lugar de eso, dio un paso al frente para separarse del cuerpo de su madre, y se giró para encararla.
Necesitaba seguir dejando clara su postura.
- Me parece fría e impersonal. Creo que vamos a vivir en un maldito laberinto. - Aseguró, y cuando vio cómo la chispa de ilusión desaparecía de los ojos de su progenitora, casi se sintió culpable. Casi. - ¿Dónde dices que está mi habitación?
Su madre exhaló e intercambió una mirada preocupada con su padre. Ambos habían sopesado mucho cómo afectaría a Emma un cambio tan drástico en su vida. Y tras analizar todos los pros y los contras, decidieron que no podían dejar pasar una oportunidad como aquella. Emma podría asistir al mejor instituto, podría ir a la universidad que quisiese, tendría un futuro prometedor. Mucho mejor del que podrían haberle proporcionado si se hubiesen quedado en Chicago.
Ahora Abby Lawrence no estaba tan segura de su decisión, y fue su marido Rob quien tuvo que responder, ya que ella tenía un nudo en la garganta.
- Hemos pensado que te gustaría tener la habitación con vistas a la ciudad. Está en la segunda planta, la última puerta del pasillo. - Dijo su padre señalando con el mentón a las escaleras que tenían en frente.
Emma subió los peldaños con ímpetu y siguió las indicaciones de su padre.
Cuando abrió la puerta del que sería su nuevo dormitorio, sintió un extraño nerviosismo en el estómago, cuando abrumada contempló lo espacioso que era. La pared frontal de la estancia estaba hecha de cristal. Un ventanal gigante desde el que se podía contemplar la majestuosidad de la ciudad de Los Ángeles. Una vidriera tras la cual podía divisar el mar, e intuyó que el atardecer desde aquella posición privilegiada debía ser grandioso.
Emma se acercó lentamente, y trató de calmar su desasosiego centrándose en las tranquilizadoras vistas. Exhaló un aire que ignoraba estar reteniendo y tras unos segundos, se giró para analizar la que desde aquel momento sería su nueva habitación.
Las paredes estaban pintadas en un tono rosa maquillaje, los muebles de color blanco estaban repartidos por la estancia. Una estantería de tamaño decente, un escritorio con un ordenador de última generación, un equipo de música con forma ovalada, incluso una chimenea presidía el dormitorio, y frente a ella una cama de matrimonio con colcha de florecitas del color de las paredes. Media docena de cojines y almohadones recubrían parte de la superficie, y una alfombra mullida de color blanco estaba situada frente a la chimenea. Emma la contempló, y se visualizó escribiendo a la luz del fuego.
Había una puerta a cada lado de la chimenea, y Emma se acercó a la que tenía más cerca. Al abrirla se adentró con el baño más grande que había visto en su vida. Una gran bañera de hidromasaje estaba situada en el centro de la estancia, había una ducha en otro extremo y una balda con dos lavabos redondos sobre ella. Salió de la estancia, y abrió la puerta que se encontraba al otro extremo de la chimenea, era un vestidor precioso, forrado en madera natural, lleno de baldas y de distintos compartimentos para tener ordenada cada prenda, cada zapato y cada bolso. Todo el equipaje de Emma cabía en una sola balda de aquel inmenso armario.
Ella comenzó a sentirse mareada. Todo aquello no le parecía real, se sentía como si se encontrase dentro de un sueño. Un sueño que para ella era una pesadilla.
Salió del vestidor y se dejó caer sobre la cama, con la mirada perdida en un punto indeterminado del techo, tratando de controlar la respiración para evitar romper a llorar.
Echaba tanto de menos a Ryan que incluso le dolía. Y saber que él ya no formaría parte de su vida era devastador para ella. Tuvieron una larga discusión ante la posibilidad de mantener una relación a distancia, y ambos llegaron a la misma conclusión. Era imposible que funcionase. No mientras se encontraran a tantísima distancia el uno del otro.
Un dolor punzante se instaló en su pecho, una asfixiante sensación de claustrofobia comenzó a adueñarse de ella. Sintió que las paredes se estrechaban y que una garra invisible estrujaba sus pulmones. No podía respirar.
Se acercó a su maleta, la que ella misma había subido, y se enfundó en la primera ropa deportiva que encontró. Necesitaba alejarse de aquella casa cuanto antes.
Bajó las escaleras en tropel, y cuando estaba a punto de llegar a la puerta, la voz de su madre la paralizó.
- ¿Dónde vas? - Preguntó su madre con los ojos desorbitados mientras analizaba el atuendo de su hija de arriba abajo.
- A correr. ¿O también voy a tener que dejar de hacerlo? - Respondió Emma de forma insolente.
- No conoces el barrio, se está haciendo de noche y...
- Existe el gps mamá. - Respondió Emma mientras le mostraba el móvil que llevaba suspendido en el interior de su brazalete. - Estaré bien, además, no hay forma de conocer el vecindario mejor que recorriéndolo.
Su padre apareció por las escaleras.
- ¿Qué sucede? - Preguntó al contemplar el pálido rostro de su mujer.
- ¡Tu hija, que quiere salir a correr! - Exclamó Abby al mismo tiempo que señalaba a Emma con ambas manos extendidas.
Rob analizó a su hija unos segundos, parecía angustiada. Sus ojos azules estaban apagados, sus labios, que antes siempre sonreían mostraban una fina línea recta. Su pecho ascendía y descendía violentamente.
- Déjala Abby. Este barrio es uno de los más seguros de la ciudad. - Respondió Rob sorprendiendo tanto a Emma como a Abby.
- Pero Rob...
Emma no dejó pasar la oportunidad. Se ajustó los cascos a los oídos y salió al exterior de la vivienda. Estiró mucho menos tiempo del que solía hacerlo, y comenzó a esprintar por las serpenteantes avenidas de su nueva urbanización.
Treinta y cinco minutos después, tenía un dolor lacerante en el costado, los pulmones le ardían del esfuerzo, y los músculos le gritaban que descansase. Pero nada de eso preocupaba a Emma. Lo que tenía a Emma desconcertada, era el hecho de haber dado tres vueltas por la misma manzana, haberse quedado sin batería en el móvil y ser incapaz de recordar el camino de regreso a casa.
Alex Myers odiaba muchas cosas, odiaba a la gente que siempre sonreía, odiaba a las personas que se quejaban por cualquier nimiedad y se autoproclamaban fuertes y valientes, odiaba a los perdedores y a los que se conformaban con cualquier cosa, pero sobre todas ellas, odiaba que lo hicieran perder el tiempo esperando.
En otra ocasión se habría saltado las normas y habría ido a casa de Jeremy Brown, pero aquella chica pelirroja estaba consiguiendo distraerlo de su descomunal enfado.
Resultaba divertido verla pasar una y otra vez por el mismo lugar, y ser testigo de cómo aquellos expresivos ojos azules mostraban desconcierto cada vez que leía el nombre de la calle y caían en la cuenta de que estaba nuevamente en el mismo lugar.
Observó cómo la chica se apoyaba en una farola mientras se sujetaba el costado y trataba de recobrar el aliento. Entonces aprovechó para analizarla. No era muy alta, como mucho un metro sesenta, llevaba el pelo recogido en una cola alta, y no tenía unas curvas muy pronunciadas. Los ojos se Alex examinaron el rostro de la chica, se fijó en lo pálida que era su piel, en las espesas pestañas que enmarcaban aquellos brillantes ojos, en los finos labios con forma de corazón. No era el tipo de chica que a Alex solía gustarle, pero había algo en ella que le atraía.
Analizó su atuendo, unas mallas ajustadas, unas zapatillas deportivas de no más de cincuenta dólares, y un top que se ajustaba a su escaso busto. Estaba claro, aquella chica no era de Beberly Hills. Debía ser de la zona sur de la ciudad, y se descubrió intrigado pensando en cuál sería el motivo que había llevado a aquella chica a estar tan lejos de donde quisiera que viviese.
- ¿Te has perdido fea? - Preguntó Alex desde su posición, sorprendiendo a Emma.
Los ojos de la chica se desplazaron con curiosidad en dirección a la voz masculina que sonó a poca distancia. Observó turbada, al chico que mantenía sus ojos fijos en ella desde lo alto de una flamante moto negra.
Tenía unos extraños ojos de color miel, casi ambarinos, que contrastaban de forma fascinante con su tez bronceada.
Todo en él hacía que Emma se pusiese a la defensiva, y la instaba a salir corriendo en dirección contraria. Y esa sensación no se debía única y exclusivamente a la tinta que recubrían cada centímetro de aquella piel, extendiéndose desde los dedos de las manos hasta perderse bajo las mangas de la camiseta para volver a aparecer nuevamente reptando por el cuello, muriendo finalmente bajo las orejas. Tampoco se debía a la sonrisa canalla que aquel desconocido le dedicaba, o al descaro con el que la observaba. Sino que provenía más bien de su labio partido y del moratón que decoraba su pómulo izquierdo.
Si existiese una definición gráfica de lo que era "peligro" esa era sin duda la apariencia de aquel desconocido.
Alex observó pacientemente y con cierta diversión cómo los ojos azules de la chica lo analizaban atentamente. Y cómo el color abandonaba lentamente su rostro cuando su mirada se centró en las salpicaduras de sangre que aún llevaba en la camiseta.
- ¿No me has oído fea? Pregunto que si te has perdido. - Repitió él nuevamente. Consiguiendo aguantar a duras penas la sonrisa cuando vio cómo ella saltó sobresaltada al escuchar nuevamente su voz.
Los ojos de la chica volvieron a centrarse en los suyos, y una parte del cerebro de Alex se dio cuenta de que aquellos ojos no solo eran azules, tenían motas verdes.
- ¿Y qué te hace pensar que me he perdido? - Respondió Emma con mucha más seguridad de la que sentía realmente. Aunque no consiguió engañar a Alex, se veía a leguas que estaba asustada.
Alex volvió a analizar su anatomía de arriba debajo de forma descarada, y Emma odió cómo la miró.
- La gente de esta zona no suele vestir de esa forma. - Argumentó él al mismo tiempo que hacía un gesto con el mentón en su dirección.
Emma lo observó molesta. No era tan ingenua como para no reconocer que la estaba insultando, y eso la enfureció.
- Tampoco creo que tú encajes con este vecindario, y ya ves, las apariencias engañan.
Su descaro sorprendió a Alex. Por supuesto que él no pertenecía a aquel mundo de mansiones elitistas, y coches de lujo. Y que aquella chica pensase que era así, confirmó sus sospechas. Ella no era de aquel lugar.
Alex fue incapaz de aguantar la sonrisa por más tiempo.
- No es apariencia fea. Yo no vivo en esta zona.
Emma alzó el rostro de forma orgullosa, y se obligó a mirarlo fijamente.
- Me alegra saberlo, eso significa que no volveré a verte. - Se dio la vuelta, y comenzó nuevamente a trotar alejándose rápidamente de aquel macarra cubierto de tinta y sangre que le ponía los vellos de punta.
- ¡No estés tan segura fea! - Exclamó él con media sonrisa mientras le observaba el trasero.
Sus palabras propiciaron que Emma acelerara el paso asustada, rezando porque aquel macarra con pinta de camorrista no decidiera seguirla.
Alex estuvo tentado de darle gas a su moto y alcanzarla de nuevo para seguir fastidiándola un poco más. Tampoco tenía nada mejor que hacer en aquel momento y era una buena forma de matar el tiempo hasta que Jeremy Brown apareciese. Pero no tuvo oportunidad, su samrtphone sonó insistentemente y cuando Alex lo sacó de su bolsillo trasero vio que Jeremy acababa de mandarle un mensaje.
Toda la musculatura de su cuerpo se tensó y estuvo tentado de estrellar el teléfono contra el asfalto cuando leyó el texto. En él, decía que era imposible encontrarse con él porque sus padres habían organizado una cena familiar, pero que por la noche podían verse en la playa de Santa Mónica y le pagaría lo que le debía.
Aquellas palabras lo enfurecieron tanto que la chica pelirroja desapareció de su mente.
¡¿Acaso Jeremy pensaba que podía cambiar de planes sin consultarle?! ¡¿En qué realidad paralela se creía Jeremy que vivían?! ¡Él era quién ponía las normas! No un niño rico de Beverly Hills tan mimado que era incapaz de sonarse los mocos solo.
¡Él ya había accedido a ir a aquel estúpido barrio de ricachones! ¿Y así se lo pagaba? ¿Sin aparecer? ¿Con un estúpido mensaje como excusa?
No sabía lo que había hecho. Le daría tal escarmiento que la próxima vez se lo pensaría dos veces antes de volver a hacerlo esperar. Necesitaba la pasta con urgencia.
En multimedia os presento a cómo imagino a Alex Myers.
Espero que os haya gustado el capítulo.
En unos días mas!!!
Besos apretaos.
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