7
Eran las cuatro de la tarde y Adelaide estaba en mi habitación haciendo los últimos retoques a mi peinado. En cuestión de un minuto tenía que salir junto a mi padre hacia Notre Dame, el lugar donde se celebraría la ceremonia. Estaba muy seria por todo lo que había pasado en aquel día que lo único que quería era asistir a la ceremonia y encerrarme en mi habitación. También, en mi mente se repetía la conversación que tuve en aquel cobertizo con Helmut, donde le conté todo lo que había ocurrido con Bérénice y que había intentado acabar con mi vida. En aquellos momentos, Helmut me abrazó con todas sus fuerzas mientras que, aprovechando que era más alto que yo, me dio un beso en mi pelo mojado mientras susurraba un lo siento. Después de aquel abrazo, nos miramos a los ojos mientras que en mi estómago se formaba un revoloteo que no podía explicar y los latidos de mi corazón empezaban a acelerarse sin ningún motivo aparente. ¿Qué era ese sentimiento?
— Brigitte — me llamó Adelaide sacándome de mis pensamientos —, ya he terminado el peinado — añadió sonriente, parecía satisfecha con el trabajo realizado mientras me daba un espejo de mano para que pudiera mirarme el peinado por detrás con el espejo del tocador.
— Adelaide, me encanta este peinado — la halagué con admiración después de ver el magnífico trabajo realizado. Era un peinado sencillo pero, al mismo tiempo, hermoso. Mi pelo estaba recogido por una gran trenza ya que quería tener el pelo recogido para esta ocasión.
— Muchas gracias — me agradeció Adelaide muy sonriente —. Tienes que estar muy contenta con esta ceremonia — añadió para cortar el silencio que se había formado en la habitación.
— Sí… supongo — dije con mucho pesar.
— No pareces muy contenta — añadió Adelaide al ver mi reacción.
— Hubiera deseado que las cosas fueran diferentes. Me hubiera gustado que mi madre siguiera con vida para que, de esa manera, mi padre no tuviera que casarse por segunda vez.
— Te comprendo mucho — dijo Adelaide mientras posó su mano derecha en mi hombro izquierdo a manera de consolación —. Si algo así pasara en mi familia, no podría con ello. No concibo una vida sin ninguno de mis dos padres presentes en ella. A pesar de que sé que algún día ya no estarán, ya sabes, ley de vida; pero no podría y menos si alguno de ellos decide rehacer su vida al lado de otra persona. Tendría miedo a que se olvidaran de mi hermano y de mí.
— Creo que eso es lo que pasará conmigo, Adelaide. Creo que mi padre se olvidará de mí y se centrará en su hijo de seis años ya que será el legítimo heredero de la corona en cuanto se den el “sí, quiero” — dije mientras luchaba por no derramar lágrimas.
— Brigitte — me llamó con pena para luego abrazarme. Aquel abrazo me pilló por sorpresa pero era lo que en aquellos momentos necesitaba, alguien que me pudiera escuchar sin juzgar y, además, un abrazo que me volviera a recomponer —. No creo que el rey se olvide de ti, eres su hija, su primera primogénita, no creo que se olvide de ti ya que, de los primeros hijos, no se olvida.
— Ojalá tengas razón.
Después de pronunciar aquellas palabras, un guardia tocó a mi puerta para indicarme que debía de salir ya de mi habitación para dirigirme al carruaje que estaba esperando tanto por mí como por el protagonista de aquel día. En cuanto estuve abajo, me subí al carruaje para que, segundos después subiera mi padre y así, comenzara el camino hacia Notre Dame. El camino se hizo un poco tedioso ya que ninguno habló. Lo único que noté fue que mi padre no era capaz de mirarme a la cara, acto que me resultó un tanto raro. ¿Sabría lo que había pasado entre su futura esposa y yo? Solo había una manera de averiguarlo.
— Padre, ¿estás seguro de esto? — pregunté rompiendo el silencio.
— Sí, ¿por qué lo preguntas?
— ¿Sabes lo que esa mujer intentó hacerme esta mañana? — pregunté intentando buscar su mirada pero no obtuve éxito con eso.
— ¿Qué ha pasado? — preguntó curioso.
— Le dijiste sobre mi educación, padre. Y ella forma parte de la Inquisición. Intentó ahogarme — dije mientras las lágrimas se agolpaban en las puertas de mis ojos esperando ser derramadas —. Pude escapar porque Adelaide dejó una ventana abierta del baño, pude gritar pidiendo ayuda y, cuando fue a cerrarla, vi la ocasión de escapar.
— ¿Forma parte de la Inquisición? — preguntó asustado.
— Sí, ¿no lo sabías? Ella me dijo que lo sabías.
— Hija, ¿crees que si hubiera sabido aquello le hubiera comentado sobre el tipo de educación que te estoy dando?
— Padre, solo creo que estás a tiempo de cambiar las cosas. No te cases con esa mujer ya que al hacerlo me condenarás de por vida, siempre seré perseguida hasta que me quemen en la hoguera. Sin embargo, no me puedo interponer en tu felicidad y si ella te hace feliz, puedes casarte.
— No hará nada en contra de ti mientras yo viva — dijo mientras me agarraba de la mano y me la apretaba. Aquella frase no me brindaba protección, me condenaba a la hoguera, a morir como muchas de las mujeres inocentes que ya habían sido asesinadas vilmente por aquel método. A pesar de tener unas ganas irremediables de llorar, no pude derramar ninguna lágrima ya que tendría que afrontar a la muerte como mi madre lo afrontó, con valentía.
Después de media hora de camino, el carruaje se paró frente a la puerta de aquella hermosa catedral. El chofer del carruaje se bajó de su asiento para poder abrirme la puerta y ayudarme a bajar por el vestido. Mientras tanto, mi padre se bajó por la otra puerta y dio la vuelta al carruaje para poder emprender su camino hacia el interior de la catedral. En cuanto estuve lista, emprendimos el paseo hacia el interior y, por ende, hacia el altar donde el cura estaba esperando a que entraran los novios. Al entrar a la catedral, pude ver a todos los amigos de mi padre, socios, otros reyes de países amigos… En fin, todos habían asistido a la boda del año. Yo, sin embargo, iba al lado de mi padre caminando hacia el altar y, al contrario de todo el mundo, mi cara era un poema. Hacía todo lo que podía por sonreír y parecer feliz pero no podía, no me salía fingir. De vez en cuando miraba por el rabillo del ojo al que era mi progenitor y lo veía feliz, lo veía sonreír y saludar a todos mientras caminábamos por el pasillo, caminando entre los bancos donde todas las personas que asistieron permanecían de pie. En cuanto llegamos a nuestros asientos, el órgano de la catedral empezó a sonar y todos fijaron su vista a la entrada de ésta. En cuanto dirigí mis ojos hacia ese lugar, vi cómo Bérénice estaba entrando del brazo con su padre mientras su hijo caminaba detrás de ellos dos. Aunque el velo que llevaba le tapaba el rostro dificultando que se viera su rostro, en cuanto estuvieron más cerca pude ver cómo sonreía tan feliz por aquel enlace. En cuanto vi esa expresión, me dio muchas ganas de vomitar ya que no podía creer que estuviera tan contenta por su matrimonio cuando horas atrás intentó ahogarme en mi propia bañera. Sin embargo, en cuanto vi lo feliz que mi padre parecía ser, pude recobrar la compostura ya que si es feliz, yo también tendría que serlo. Desafortunadamente, me sentía muy desdichada por este matrimonio y la melodía que sonaba de fondo parecía sonar como una marcha funeraria, mi marcha funeraria. En cuanto el pianista dejó de tocar esa melodía, pude salir de mis pensamientos y mirar hacia la escena que tenía frente a mí. Estaban cogidos de la mano mientras se miraban entre ellos, como si pudieran hablar una lengua que solo ellos sabían y que los demás presentes desconocían. Y así fue que, con las manos entrelazadas, se sentaron en sus respectivos asientos haciendo que yo hiciera lo mismo para que el cura empezara a hablar.
Después de una hora de misa donde el cura dijo la supuesta palabra de Dios y los novios dijeron sus votos, llegó el momento de entregarles los anillos. En aquel caso, fue Louis quien estaba caminando hacia ellos mientras sujetaba un cojín rojo donde estaban ambas alianzas. Aquello me hizo derramar muchas lágrimas ya que aquello significaba que ya no llevaría la alianza que siempre ha llevado hasta hoy, la alianza del casamiento con mi madre. Los invitados pensarían que estaba emocionada cuando aquello no era la realidad o, tal vez, mi realidad. En aquellos momentos, el niño ya había llegado hacia donde estaban ellos y, como el protocolo bien indicaba, mi padre cogió la pequeña alianza que le pertenecería a Bérénice. Antes de pronunciar unas palabras y ponérselo, nuestras miradas se conectaron. Yo le suplicaba con ésta que no lo hiciera, que aún tenía tiempo para anular el enlace, sin embargo, su mirada me pedía que le perdonara por aquello. Bérénice se dio cuenta de nuestras miradas percatándose así de mi presencia y, seguidamente, pude sentir su mirada de odio hacia mi persona. No obstante, mi mirada nunca se desvió a la de ella ya que seguía fija a la mirada de mi progenitor hasta que él decidió cortar aquella conexión mirando a Bérénice, le cogió su mano derecha, pronunció las palabras que en aquel caso se dicen y, sin más preámbulos, le metió el anillo en el dedo anular de Bérénice. De igual manera, Bérénice hizo lo mismo poniendo el anillo grande en el dedo anular de la mano derecha de mi padre. Y con este gesto, el cura rompió el silencio que se hizo mientras pronunciaba “puede besar a la novia”, por lo que le echó el velo hacia atrás y, sin ninguna espera, la besó convirtiéndola así en la reina de Francia.
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