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VIII


Siguieron unas semanas de absoluta calma para los Taylor.

En Scotland Yard no hacían grandes progresos en torno al misterio de la muerte de Sybil Leighton. El informe de la autopsia revelaba que la infortunada mujer había muerto a causa de desgarros en su garganta, que le causaron una hemorragia irreparable, así como daños mortales de necesidad en tráquea, nuez y carótida. No había rastros de objeto metálico alguno en las heridas. Según el forense, éstas podían haber sido producidas por unas garras muy afiladas, como las de un animal salvaje de gran fuerza física. Un informe desconcertante, a juicio del superintendente McGavin, que parecía seguir tan desorientado como al principio.

Ralph Taylor y Vanessa se fueron a descansar unos días en las afueras de Londres, exactamente en Nottingham, para que ella olvidase un poco sus obsesiones de los últimos días, y esa ausencia pareció sentar muy bien a la joven, que regresó a Londres con un aspecto mucho más saludable que a la partida. Incluso en sus ojos había una animación, una luz, que antes no tenía.

—Por fin, ¿qué piensas hacer respecto a ese negocio que tenías proyectado instalar? —le preguntó ella, cuando el tren les conducía de regreso a la capital.

—Iniciar las primeras diligencias esta misma semana —explicó Ralph—. La inactividad no se ha hecho para mí. Y vivir de rentas resulta muy aburrido. Creo que me decidiré al fin por la importación de especias y productos manufacturados de la India y otras Colonias. Durante mi estancia en aquel país conocí a algunos comerciantes que pueden ser mis proveedores ahora. Tengo una serie de direcciones a las que ya he escrito y espero respuesta. Instalaré unas oficinas en Londres, y me pondré manos a la obra, en cuanto gestione otra firma importadora un acuerdo inicial para introducirme en el mercado.

—Me parece una buena idea —sonrió ella—. Yo podría ayudarte en algo, aunque sólo fuese en la correspondencia y cosas así...

—Bueno, después de todo empieza a haber mujeres en muchos puestos de trabajo —asintió Ralph—. La guerra nos ha enseñado que la mujer puede ser tan eficiente como el hombre para ciertas tareas, de modo que por mí no habrá inconveniente.

Esa idea de un inmediato trabajo en que ocupar sus horas libres pareció dar aún más ánimos a Sheila Taylor, cuyos ojos resplandecían de gozo al llegar a la estación londinense de King's Cross.

En los siguientes días, Ralph desplegó una notable actividad para su introducción en el mundo de los negocios. Curiosamente, alguien le dio la tarjeta del más conocido importador de productos de la India, que había ahora en Londres, y Ralph Taylor leyó un nombre en aquella pequeña cartulina, que le era vagamente familiar:

MAXWELL DERRICK

Exportaciones e importaciones

Green Houses. Chelsea, Londres.

Fue a verle aquel mismo día, cuando aún era media tarde, y sorprendentemente, Londres ofrecía un tibio sol filtrándose con cierta facilidad entre las nubes. Cuando bajó de un taxi ante Green Houses, en Sloane Street, comprendió el porqué de ese nombre. Se trataba de una serie de edificios destinados a oficinas y negocios, en su mayoría de importación, fletes o cargas navales, con sus fachadas pintadas de un verde desvaído y triste bajo los tejados color pizarra, de nutridas chimeneas.

No le fue difícil localizar allí la oficina de la Derrick Import & Export Limited, en la segunda planta de uno de los edificios.

Justamente al llegar, la puerta de las oficinas estaba cerrándose. Un alto caballero con gabán oscuro de impecable corte, sombrero hongo negro y bastón de malaca, estaba haciendo girar la llave en la cerradura de la puerta.

Al volverse, se quedó mirando con fijeza a su visitante. El rostro anguloso, levemente cetrino, reflejó cierta sorpresa. Luego, dibujó una amplia sonrisa en sus labios sensuales.

—El mayor Ralph Taylor, si no recuerdo mal —dijo con suavidad.

—El mismo, señor Derrick —asintió Ralph vivamente, tendiendo su mano al otro—. Veo que tiene buena memoria...

—Soy buen fisonomista —explicó el comerciante, estrechando con calor la diestra del militar—. ¿Venía a verme, quizá?

—Así es. Le comenté que iba a dedicarme a negocios de importaciones. Por eso estoy aquí.

—Oh, lamento haber cerrado ya. De todos modos, la oficina está bastante fría ahora y no es un sitio acogedor. ¿Qué le parece si tomamos una pinta de cerveza en el pub de la esquina, y luego vamos a hablar de negocios a mi casa? Vivo aquí cerca, en Fulham Road.

—Si eso no le va a crear molestias, no tengo inconveniente alguno, señor Derrick.

—Entonces, no se hable más. Vamos al Queens Crown. Sirven una cerveza excelente.

Le guió a un cercano pub que tenía por muestra un retrato de la reina Isabel I de Inglaterra, con su corona, dando título al local, y ciertamente resultó ser una buena cerveza la que saboreó Ralph, sentado a una mesa con Derrick. Éste no le permitió pagar. Al salir, subieron a un coche oscuro, propiedad del comerciante, y éste subió por Sloane, torció a la altura de Pont Street, y por Walton fueron a desembocar en Fulham Road, a la altura de Elystan. El automóvil se detuvo poco más allá, en la esquina con Sidney Street. Derrick señaló una elegante casa con muro de piedra y ventanas cubiertas por tenues cortinajes en sus dos plantas altas. Llamó a la puerta. Un mayordomo impecable abrió la puerta, inclinándose respetuoso ante ambos. Pasaron al vestíbulo, adornado con profusión de macetones con plantas y en el que el sol se filtraba a través de bellas vidrieras de colores.

—Venga conmigo, amigo Taylor —invitó el dueño de la casa afablemente, indicándole el camino hacia una puerta situada a la derecha del vestíbulo—. Ahí nadie nos molestará.

Entraron en lo que resultóse una amplia, suntuosa biblioteca, de suelo alfombrado, confortables butacas y una mesa con una bien provista bandeja de bebidas en botellas de cristal tallado. Los muros aparecían repletos de volúmenes hasta el techo.

En uno de los muros, aparecía una cabeza de tigre, asomando sobre una panoplia con armas hindúes y el banderín de una Compañía de los Khyber Riffles del ejército colonial británico en la India.

—Recuerdos de mi pasado por las Colonias y sus guerras —sonrió Derrick, señalándolo—. Cacé un tigre en compañía del maharajá de Hayderabad, pocos días antes de que él fuera asesinado por sus propios compatriotas rebeldes en una emboscada en las montañas, a causa de su colaboración con las tropas de Su Majestad. Creo que usted también sirvió allí y alcanzó el grado de oficial...

—Teniente, con exactitud —suspiró Ralph—. En la campaña de Peshawar...

—Fue una dura campaña. Tuvo que hacer muchos méritos para obtener tal graduación entonces. Los jefes eran muy severos en esa guerra...

—No me lo recuerde —rió Taylor de buen humor, sentándose en la butaca que le ofrecía su anfitrión—. Resultaron mucho más generosos en la Guerra Mundial. Así alcancé el grado de mayor.

—¿No piensa seguir la carrera militar?

—No, no. He visto ya demasiado vistiendo el uniforme. Prefiero el sosiego de la vida civil.

—Tengo entendido que usted es un hombre que puede vivir cómodamente de sus rentas...

—Es posible, pero la idea no me seduce. Necesito hacer algo para sentirme útil. Por eso voy a montar mi negocio de importaciones.

—Excelente. ¿Necesita asociarse inicialmente con alguna empresa ya establecida, como la mía?

—Así es, si no existe inconveniente para ello...

—Oh, ninguno. Hay más negocio del que usted y yo juntos podríamos explotar, créame. Se han puesto de moda las especias exóticas y los productos de tierras lejanas. Le asesoraré sobre el mercado británico, y luego discutiremos los aspectos de nuestra asociación mercantil. Ahora le voy a mostrar algunas cifras y datos al respecto, para que se haga una idea más exacta...

Los minutos siguientes estuvieron dedicados a un examen de los aspectos más importantes de aquel negocio. Cuando Ralph quiso darse cuenta, ya había oscurecido fuera, y sentía sus ojos cansados de examinar cifras, informes y toda clase de documentación al respecto.

—Creo que le he fatigado en exceso —suspiró Derrick al fin, con una sonrisa, metiendo los dedos en los bolsillos de su chaleco que, como parecía ser costumbre en él, era negro pero con un dibujo tenue en dorado oscuro, en forma de arabescos.

—Al contrario, ha sido muy amable al orientarme tan a la perfección en muchos aspectos que desconocía. Pero creo que se ha hecho tarde para ambos. No tengo derecho a tenerle tanto tiempo molestándose por mi causa. Ni tampoco creo que deba dejar sola a mi esposa tan prolongadamente.

—Eso es cierto —se puso en pie Maxwell Derrick, con una sonrisa cordial—. Por cierto, su esposa es una dama de gran belleza y encanto.

—Gracias, señor Derrick.

—No, no, es la pura verdad —comentó el dueño de la casa, moviendo la cabeza—. ¿Era tan hermosa su difunta hermana, señor Taylor?

Ralph se puso rígido. Le miró ahora con cierta frialdad.

—No me gusta hablar de eso —dijo, seco.

—Oh, perdone, había olvidado nuestro incidente de aquella noche, en casa de los señores Hartfield —se disculpó con rapidez Derrick—. Creo que he pecado de inoportuno una vez más.

—No tiene importancia. Es que preferimos olvidar que existió una mujer llamada Vanessa Warrington. Tanto mi esposa como yo.

—Sí, comprendo, es muy lógico. Pero creo que no deben sentirse culpables de nada. Después de todo, hace muchos años que ella murió. Bien, no le entretengo más, señor Taylor. Le acompañaré a la salida. Espero que nos veamos un día de éstos para concretar los términos de nuestro acuerdo. ¿Le parece bien la próxima semana en mis oficinas?

—Sí, por supuesto. Le telefonearé, para fijar la fecha y hora.

Salieron los dos hombres al vestíbulo. El mayordomo salió con rapidez de otra habitación, al oírles hablar allí, para abrir la puerta de salida. Ralph giró la cabeza, dirigiendo al sirviente una mirada de indiferencia.

De súbito, esa mirada se trocó en inquieta, sobresaltada. Una sorda imprecación escapó de labios de Taylor al vislumbrar el interior de la habitación de donde procedía el mayordomo, a través de la puerta entreabierta.

—¿Qué es eso? —Preguntó, con voz ronca—, ¿qué es lo que he visto ahí?

Y sin esperar a nada, aun a riesgo de ser ineducado, cruzó el vestíbulo de dos zancadas y empujó del todo la puerta, ante el asombro del mayordomo. El rostro de Derrick, en cambio, no sufrió alteración.

Ralph Taylor se quedó erguido en el umbral, contemplando con una mezcla de estupor y angustia lo que aparecía en el muro del fondo, alumbrado por una fuerte lámpara de pantalla verde.

Era un gran retrato al óleo, con marco dorado, sobre una chimenea apagada, de repisa de mármol negro.

El retrato de Vanessa Warrington.

* * *

—Lamento que lo haya visto, amigo Taylor —suspiró con cierto pesar Maxwell Derrick—. Iba a mostrárselo antes, pero renuncié cuando se expresó así de la que fue un día su prometida, y opté por no decirle nada al respecto.

—Es su retrato...

—Sí, claro que lo es.

—Estaba en casa de los Warrington, en Mayfair. ¿Cómo ha venido a parar aquí?

—Los Warrington no están en buena posición económica ahora, ya se lo dije. Tuvieron que subastar algunos de sus bienes. Yo pujé por ellos y los adquirí. Entre esos bienes estaba el retrato de Vanessa. Es un bello trabajo de un pintor tan cotizado hoy en día como Howard Ralston.

—Dios mío... —Pálido, Ralph apartó con dificultad los ojos de aquel retrato, en el que las verdes pupilas de Vanessa parecían aún más brillantes a causa de la luz proyectada sobre el lienzo desde la lámpara cercana—. Parece tan real...

—¿Era tan hermosa como está ahí? —Dudó Derrick, con tono trivial.

—Más. Mucho más... Fue muy hermosa, señor Derrick. Mucho...

—¿La amaba usted mucho?

—Sí. Mucho. Creo que aún amo su recuerdo. Pero está muerta. Murió en plena juventud, cuando podía ser feliz y tenía toda una vida por delante...

Se retiró lentamente de allí. Caminó hacia la salida.

—De veras siento haber despertado sus recuerdos más dolorosos con ese cuadro —confesó Derrick—. Buenas tardes, señor Taylor.

Ralph salió de la casa sin responder. La puerta se cerró a sus espaldas. Cruzó la acera como sonámbulo. Pisó la calzada, dejando pasar antes a dos automóviles que cruzaban a buena velocidad. Después llegó a la acera opuesta, encaminándose a una cercana parada de taxis.

Alzó su cabeza. Miró la fachada de piedra de la casa de Fulham Road. Se detuvo bruscamente. ¿Era otra vez alucinación suya? Esta vez no había niebla. Sólo la oscuridad del anochecer, la luz de las farolas recién encendidas...

Una cortina se había alzado arriba, en la última planta de la residencia de Maxwell Derrick. Una figura borrosa asomaba a ella. Alguien que parecía mirarle, seguir sus pasos...

Parecía tener cabello largo, rojo oscuro... Esta vez cruzó a la carrera la calle, de regreso a la casa, sorteando a tres automóviles que tocaron sus bocinas estridentemente, para censurarle su imprudencia. Una vez en la acera, miró arriba.

Le pareció ver los ojos de la mujer fijos en él, a través del cristal de la ventana, que reflejaba la luz de las farolas callejeras. ¿Eran verdes acaso? La cortina cayó de repente. Dejó de ver aquella sombra femenina, sin saber si era real o imaginada.

—¿Empezaré a volverme loco? —musitó, preocupado, moviendo la cabeza.

Ya no se veía a nadie en aquella ventana. Quizá nunca había habido realmente nadie allí. Caminó lentamente, alejándose de la casa con dificultad, como si algo le trajera a ella irresistiblemente.

Se cruzó con una joven de anchas caderas y grandes pechos, uniformada de negro con delantal y cofia blancos, cargada con una cesta repleta de provisiones. Era pecosa, rubia y pizpireta. Le sonrió con coquetería al pasar.

Giró la cabeza. La muchacha le estaba mirando y se reía, mientras descendía unos escalones, bajando a un desnivel tras una verja, junto a la puerta de entrada de la casa de Derrick.

Debía de ser criada suya, pensó. Aquélla era la puerta de servicio de la residencia. Rápido, giró sobre sus talones.

—Eh, oye, muchacha —llamó.

—¿Me dice a mí, señor? —preguntó la doncella, desafiante, adelantando su prominente busto con malicia y sonriéndole pícaramente.

—Sí, a ti, ¿cómo te llamas?

—Wendy, señor. Pero no acostumbro a hablar con desconocidos... —Coqueteó ella.

—Sólo es una pregunta, Wendy. Soy amigo de tu señor, Maxwell Derrick.

—Oh, ¿es eso? —Pareció desilusionarse la muchacha—. ¿Qué es lo que desea, señor?

—Solamente una respuesta: ¿trabajas a las órdenes del señor o de la señora?

—¿Señora? —La sirvienta arqueó sus cejas, con gesto interrogativo—. ¿Qué señora? El señor Derrick vive solo y es soltero, creí que usted lo sabría, siendo amigo suyo.

—Bueno, me pareció que me hablaba de una dama que vive en su casa, y a quien creí ver antes en el piso alto. Una bella señora de cabello rojo y ojos verdes...

—Evidentemente, se equivoca usted, señor —suspiró la muchacha, moviendo su cabeza negativamente y arreglándose con coquetería unos pliegues de su delantal, por encima de la protuberancia soberbia y casi escandalosa de sus enormes pechos—. No hay ninguna mujer ahí dentro, excepto yo misma y la señora Forbes, la cocinera... Y, ciertamente, la señora Forbes ni es pelirroja ni tiene los ojos verdes, sino cabello canoso y ojos oscuros...

—Entiendo. Debió ser un error. En ese caso, muchacha, perdóname. Esto es para ti, por haber sido tan amable conmigo, Wendy.

Y puso en la mano de la doncella una moneda de oro, que ella contempló sorprendida, cerrando con rapidez sus dedos gordezuelos cobre la pieza brillante.

—Gracias, señor —dijo presurosa, mirando alrededor por si alguien había visto la escena—. Es usted muy amable. Pero si quiere hablar conmigo alguna otra vez, no necesita darme dinero. Le aseguro que me sentiré muy complacida atendiéndole...

Significativa, frívolamente, rozó la punta de sus opulentos senos contra el brazo de Ralph, y luego desapareció por la puerta de servicio, cesto al brazo, riendo con picardía.

Ralph Taylor permaneció unos momentos ante la escalera que descendía a la puerta de los bajos de la casa. Después dio media vuelta, reanudando la marcha hacia la próxima parada de taxis, con gesto sombrío.

Hubiera jurado que realmente veía aquella figura femenina en el piso alto, que una mujer de cabello rojo y grandes ojos verdes le contemplaba desde detrás de la ventana. Pero Wendy, la doncella, había sido bien concreta en ese punto: no existía ninguna mujer dentro de la casa de Maxwell Derrick, excepto el servicio.

Por tanto, sólo su imaginación enfermiza había creado aquella forma inexistente. Tal vez la materialización de un fantasma, de una simple sombra perdida en el tiempo y en la oscuridad de lo eterno.

Una sombra llamada Vanessa...

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