VII
—¿Sigue lloviendo?
—No. Ahora es nieve y no agua lo que cae. No cuaja por la humedad, pero los copos caen con mayor intensidad cada vez —suspiró Ralph Taylor, apartándose de la ventana y volviendo a la butaca situada frente al alegre fuego de la chimenea, donde Sheila hojeaba el Times de aquel día, una vez terminadas las tareas habituales de la casa.
—Enero va a ser un mes muy frío, al parecer —juzgó la joven, moviendo la cabeza con cierto pesimismo.
—Los inviernos en Londres siempre acostumbran a serlo —comentó Ralph, sentándose con cierta apatía, la mirada distraída, perdida en un punto indefinido de la habitación—. Pero resultaban mucho peores en el frente.
—No me lo recuerdes —suspiró ella—. Aún está fresco en mi memoria el anterior, en un horrible hospital de campaña, mientras los bombardeos enemigos hacían temblar el suelo y agitaban las lámparas de petróleo y de carburo en el interior. Fue algo horrible, Ralph.
—Todo aquello lo fue. Por fortuna, ya queda lejos, aunque haga tan poco tiempo que terminó. Fue como una pesadilla. A veces todavía sueño con aquellos horrores, y me despierto asustado, hasta comprender que sólo ha sido eso, un simple sueño.
—No me hables de sueños —ella dejó un momento el Times, mirándole con un gesto de repentina angustia—. Anoche... anoche soñé con ella.
—¿Con ella? —se extrañó Ralph.
—Sí. Con Vanessa.
—Vanessa... —Se estremeció Ralph—. Dios mío.
—Supongo que es natural, después de lo que sucedió la semana pasada en aquella fiesta de fin de año en casa de los Hartfield.
—Sí, eso es cierto. Yo no he soñado, pero pienso mucho en ello, la verdad. Me pregunto si aquella mujer no se inventó toda esa sarta de tremendismos...
—¿Y cómo puso saber ciertas cosas para hablar del modo que lo hizo, Ralph? Ni tú ni yo ignoramos que Vanessa murió amándote...
—Eso es lo de menos, Sheila. Vanessa está muerta. Y nadie siente nada en el Más Allá, imagino.
—¿Lo sabemos nosotros, acaso? También pensamos que Vanessa había muerto inicialmente... y luego volvió a la vida en el cementerio. Después, su cuerpo desapareció de la Morgue. Y el médico forense fue asesinado. De eso hace casi diecisiete años. Sin embargo, nunca se aclararon aquellos extraños hechos. Ni el cadáver de mi hermana fue hallado jamás, ni el asesino del doctor Lanyon tampoco.
—Tampoco se aclaró nunca qué sucedió exactamente en el depósito de cadáveres aquella mañana. Scotland Yard ha debido olvidar el asunto hace muchos años, sin esclarecer nada en absoluto, Sheila. Yo sigo preguntándome qué misterio se encerró en todo ese extraño horror.
—¿Acaso crees que yo no me lo he preguntado durante todo este tiempo? —Musitó ella, levantando los ojos del periódico y mirando tristemente a su marido—. Pero he llegado a la conclusión de que es mejor olvidarlo todo, para no atormentarse en vano, querido.
—Sí, en eso tienes razón.
—No sé si la tengo o no, Ralph —dudó la joven—. Sobre todo, cuando suceden cosas como la de aquella quiromante en la fiesta de lady Vivian...
Ralph asintió pensativo, con su frente cubierta de profundos surcos de preocupación. Sheila había vuelto su atención a las densas páginas del Times.
—Te he dicho varias veces que me gustaría poder localizar a esa mujer donde fuese, para hablar más ampliamente con ella de esa cuestión de la lectura de mi mano y su supuesta clarividencia. No acabo de ver claro ese hecho, la verdad.
Sheila no respondió. Ralph tomó el volumen de obras de Rudyard Kipling que tenía junto a sí en la mesita inmediata a la lámpara de pantalla roja y flecos dorados, enfrascándose también en su lectura.
De repente, pasados algunos minutos, una súbita exclamación de Sheila, sobresaltó al mayor. Levantó éste los ojos, dejando caer el libro en sus rodillas.
—¿Qué ocurre? —quiso saber.
—El anuncio que publica el Times en su sección de espectáculos... —comentó ella, con tono excitado—. Creo que acabo de encontrar lo que buscabas...
—¿A qué te refieres?
—A Sybil Leighton, la mujer que leía las manos...
—¿Qué dices? —se interesó vivamente Ralph, inclinándose hacia su joven esposa.
—Toma. Creo que querrás verlo por ti mismo —y le tendió el periódico, doblado por un determinado lugar de una página interior.
Taylor tomó el diario y clavó sus ojos en el recuadro que Sheila le señalaba. Allí pudo leer lo que tanto había interesado a su mujer.
En el anuncio, con caracteres muy visibles, se podía leer:
Gran espectáculo de circo y atracciones en King's Road! Vea la maravilla de Las águilas voladoras, la magia del Gran Misterix, la gracia de las London girls junto a lo sorprendente de La Dama Barbuda, El Hércules viviente y la gran adivina Lady Leighton, la dama de la quiromancia y la lectura del porvenir.
»¡Todo ello en el gran Circo Universal, instalado en King's Road, junto a Fullman Road, en Chelsea!
»No falten. Funciones todas las tardes y noches».
—Lady Leighton, la quiromante... —repitió Ralph, dejando caer el periódico—. Es ella, no hay duda...
Se puso en pie rápidamente. Sheila le miró, preocupada.
—¿Qué vas a hacer? Es muy tarde ya, querido...
Taylor consultó su reloj de bolsillo, comparándolo con el de la pared que emitía en el living su pausado tictac. Meneó la cabeza de un lado a otro.
—No demasiado tarde —replicó—. Sólo son las ocho y media, Sheila. Tengo tiempo de ir a Chelsea y ver a esa mujer en el circo.
—¿Corre tanta prisa?
—Para mí, sí. Cuanto antes mejor, créeme. Ya que hemos localizado dónde hallarla, es preferible salir pronto de dudas.
—¿Qué clase de dudas, Ralph? —le interrogó ella, inquieta.
—Ni siquiera lo sé —suspiró él, caminando resueltamente hacia la salida.
Cuando cerró la puerta, Sheila se puso en pie, caminó lentamente hacia la ventana, con una sombra de intensa preocupación en su bello rostro, y contempló la lenta caída de la nieve sobre la calle mojada. En algunos árboles y zonas de césped de la zona, esa nieve empezaba a cuajar en blancos festones.
Minutos más tarde, la puerta de la casa se cerraba al salir al exterior Ralph Taylor, envuelto en un oscuro gabán, con el sombrero tapando su cabeza. Se alejó rápidamente bajo la luz de una farola, llamando a un taxi que pasaba por la calle desierta.
Sheila suspiró, bajando la cortinilla y retirándose de nuevo a su asiento ante el fuego. Los ojos jaspeados reflejaban una rara y ensombrecida expresión que tal vez fuese miedo.
Miedo a algo que ni siquiera sabía lo que podía ser. Pero que le asustaba involuntariamente.
* * *
—Lo siento, señor. Lady Leighton no trabaja esta noche.
Ralph miró al empleado del Circo Universal con gesto decepcionado. Miró a las luces de la carpa, instalada en Chelsea, no lejos del río, en las vecindades de King's Road. Dentro del entoldado, eran perceptibles los acordes de la pegadiza música de marchas circenses y el rumor de aplausos entusiastas.
—¿Por qué? —quiso saber el mayor.
—Está algo indispuesta. Avisó de que no vendría a trabajar y se quedaba en cama, eso es todo.
—Es urgente lo que me trae —Ralph puso en la mano del empleado de uniforme llamativamente rojo un billete de cinco guineas, que el hombre contempló sorprendido—. ¿No puede decirme dónde podría encontrarla ahora mismo?
—Bueno, si es tan urgente... Ella vive cerca de aquí, junto al río.
—¿Dónde, exactamente? —insistió Ralph.
—En Flood Street, 22, frente al propio Embankment, no lejos del Botánico —explicó el hombre, embolsándose limpiamente el billete—. Es un cuartucho barato, en una vieja casa. Un sitio poco adecuado para un caballero como usted, pero ya sabe cómo son los artistas. No ganan lo suficiente para ir a sitios mejores.
—Creí que Sybil Leighton era toda una dama —comentó Ralph, subiéndose el cuello del gabán negro, ante el frío y húmedo cierzo que venía del río, arrastrando contra su rostro torbellinos de nieve.
—¡Una dama! —El empleado soltó una agria carcajada estruendosa—. ¡Vamos, vamos, no me haga reír! Eso es lo que finge en escena, con sus collares y trajes. Pero la pobre mujer es una de tantas de este mísero mundo de las variedades y del circo, caballero.
Ralph asintió, mientras una ecuyére de blancas mallas era visible por una rendija del entoldado circense, dando vueltas a la pista puesta en pie sobre la silla de un caballo, entre los aplausos generosos de un público amable y bien dispuesto.
Se alejó, en dirección al taxi que aguardaba, para darle la nueva dirección. El coche de alquiler rodó por Chelsea, entre el dédalo de sus calles húmedas, en dirección al Támesis que corría cerca de allí, oscuro y sucio entre las brumas.
El número 22 de Flood Street resultó ser, tal y como advirtiera el empleado del circo, una vieja casa de mal aspecto, donde se anunciaba alquiler de habitaciones baratas. Taylor despidió al taxi y se encaminó a la puerta encristalada del edificio, dispuesto a entrevistar por fin a la misteriosa adivina de la fiesta de los Hartfield.
Empujó la vidriera, encontrándose en un angosto y sombrío vestíbulo, con una puerta cerrada a su izquierda y una empinada escalera de madera frente a él, subiendo a las plantas superiores de la casa.
Pulsó el llamador de aquella puerta. Se entreabrió ésta, asomando una mujer canosa, despeinada y con aspecto desaseado. Le miró, entre inquisitiva y desconfiada, preguntando con voz ronca:
—¿Qué busca usted aquí, señor?
—A la señora Leighton —dijo Ralph serenamente.
—¿La del circo? —La mujer canosa se encogió de hombros. Su aliento apestaba a ginebra barata—. Suba. Primera planta, puerta primera a la derecha. Pero creo que hoy está enferma. Quizá borracha, como casi siempre. No sé si le recibirá, señor.
—Gracias. Eso es asunto mío —dijo Ralph, iniciando el ascenso de la escalera, que crujió sordamente bajo sus pies.
Se detuvo ante la puerta indicada por la mujer de abajo. La señora Leighton debía de ser muy confiada, pensó Ralph, al ver la puerta entreabierta. Empujó suavemente, al tiempo que llamaba a media voz:
—¡Señora Leighton, señora Leighton...!
No le respondió nadie. Taylor se adentró un poco más, oteando el interior. Vio una luz rosada en alguna parte de la casa, un pequeño recibidor polvoriento, con viejos muebles y un paragüero oxidado, y un pasillo angosto, donde se mezclaban el olor a naftalina y a chuletas de cerdo fritas. La combinación de ambos resultaba insufrible.
Volvió a llamar a la mujer sin resultado. Decidido, preguntándose si estaría la quiromante más enferma de lo que creían, se resolvió a entrar en el piso y buscarla.
La vivienda era pequeña e incómoda, con un mobiliario deplorable y los papeles pintados de las paredes desprendiéndose en muchos sitios, a causa de la humedad y el descuido. Desde un soporte de madera, le miró hostilmente una lechuza disecada, con sus redondos ojos de vidrio. Sobre una mesa, había una esfera de cristal de las utilizadas por las pitonisas para leer el porvenir. En un muro, colgaba un afiche de «Lady Leighton, la Mujer que Conoce el Futuro», lleno de colorines y alegorías propias de su trabajo.
La luz rosada procedía de una lámpara de pie con pantalla de seda de ese color. Algo más allá, se abría la puerta a lo que, sin duda, era la alcoba de la ocupante de la casa, frente por frente a otra puerta que conducía a una sucia y pequeña cocina.
Ralph asomó al dormitorio tras llamar de nuevo a la mujer sin obtener respuesta.
Y se encontró con la horrible escena que menos podía haber imaginado.
La misma mujer que leyera su mano en la fiesta de los Hartfield, yacía en la cama, boca arriba. La colcha, de gastado raso, se había deslizado casi toda ella hasta el suelo, sobre la raída alfombra. Parte de las sábanas dejaban también al desnudo el cuerpo flaco y huesudo de Sybil Leighton.
Yacía en su propia sangre, en una espantosa postura, forzada, crispadísima, tratando acaso de escapar a la muerte, con los ojos desorbitados por el pánico, la boca contraída, espumeante de sangre... y la garganta espantosamente destrozada, con las cuerdas vocales y la tráquea reventadas, la carne y la piel colgando hecha sanguinolentos pingajos, en una carnicería escalofriante.
* * *
Taylor permaneció unos momentos petrificado, mudo de horror, incapaz de mover un solo músculo ante aquella escena propia de un terrorífico grand-guignol. Pero esta vez lady Leighton no fingía ante un público. Estaba muerta, destrozada por algo o alguien que se había ensañado de forma monstruosa en la infeliz.
—Dios mío... —susurró Ralph, sintiendo un repentino sudor helado empapando su piel. Se sujetó a la pared, tambaleante—. Igual... igual que mataron al doctor Lanyon...
Sintió náuseas, pese a cuantos horrores había presenciado en dos guerras tan diferentes como la de la India y la recién terminada a escala mundial. Esto resultaba mil veces peor que enfrentarse a la muerte de camaradas suyos en las trincheras. Al lado de aquello, esto de ahora resultaba de una crueldad infinitamente peor.
Cruzó la estancia, sin saber qué hacer, contemplando como fascinado aquel cuerpo sin vida, cuya sangre empapaba las sábanas, acartonándolas al secarse. Debía de llevar muerta al menos tres o cuatro horas, si no más.
Miró por la única ventana que tenía el dormitorio, descubriendo solamente un estrecho y sucio patio al que asomaban las luces de algunas ventanas de la vecindad. En algún sitio, sonaba ruidosamente uno de aquellos gramófonos de cuerda que tanto gustaban ahora a la juventud.
Ralph retrocedió despacio, tras comprobar que allí no había nadie, ni la ventana se había utilizado para salir del escenario del crimen. Fuese como fuese, el asesino de lady Leighton había salido por la puerta, tal vez del mismo modo que entrase.
Abandonó el piso, corriendo precipitadamente escaleras abajo. Salió a la calle, donde la niebla era cada vez más densa, y la nieve seguía cayendo formando gruesos copos que no llegaban a cuajar dada la humedad de aquel paraje inmediato al río.
Se detuvo, tambaleante, en la esquina. Vislumbró a la claridad de una farola la silueta sólida y alentadora de un policeman y corrió hacia él agitadamente.
—Por favor, agente —rogó—. Venga conmigo. Se ha cometido un crimen aquí cerca...
El policía le contempló pensativo, comprobando que era un caballero y que no iba ebrio. Asintió, llevándose un silbato a la boca, que hizo sonar con estridencia.
—En seguida, señor —afirmó con decisión—. Guíeme, por favor.
Ralph lo hizo, conduciéndole hacia la casa con larga zancada. Ya junto a ella, se paró un momento en seco y miró la esquina inmediata, donde brillaba mortecina otra farola del alumbrado callejero. El policeman le miró, curioso, interpelándole:
—¿Le ocurre algo, señor? Yo no veo nada...
—No, no es aquí —negó Ralph, con aire distraído—. Es arriba, en un piso de esa casa...
—Entonces, ¿qué es lo que está mirando ahora tan atentamente, señor?
—Nada, supongo... —suspiró Ralph, escudriñando la bruma—, ¿no ha visto usted a nadie en esa esquina, agente?
—¿Ver? No, a nadie. ¿Por qué lo pregunta?
—No sé. Me pareció ver una mujer junto a la farola. Una mujer pelirroja, mirándonos a nosotros...
El policía arrugó el ceño, recorriendo la calle con su mirada. Sacudió la cabellera negativamente.
—No, señor, no veo a nadie. Ni antes tampoco vi a esa mujer que usted dice. Tal vez fue una mala pasada de esta niebla tan densa. Acostumbra a hacerle ver a uno cosas que no existen.
—Sí, tal vez fuera así —Ralph se estremeció, todavía fijas sus pupilas en aquella esquina vacía—. Tal vez...
Y entró en la vieja casa de Chelsea, seguido por el agente de la autoridad.
* * *
Diecisiete años habían dejado su huella en el fornido superintendente McGavin. Ahora tenía el cabello canoso, el bigote muy gris, y el rostro más ajado y con aspecto de cansancio. Su modo de andar tampoco era ya tan firme, aunque seguía mostrando la misma solidez de antaño.
—Otra vez usted, señor Taylor... y otra vez una muerte semejante a aquélla... —resopló con un movimiento de cabeza resignado—. ¿Por qué diablos tiene que ocurrirme esto a mí ahora? Sólo me queda poco más de un año para jubilarme... y usted me trae de nuevo el recuerdo de un gran fracaso.
—No creo que sea usted culpable de que aquel caso no se resolviera jamás.
—¿Quién, si no? Yo me encargué de su investigación. Ahora está archivado en los asuntos sin resolver de Scotland Yard. Dios no quiera que el asesinato de esa adivina no siga igual camino...
—¿Pero está de acuerdo conmigo en que la forma de matarla ha sido sorprendentemente parecida a la que se utilizó con el doctor Lanyon en el depósito de cadáveres en 1902?
—Parecida, no. Es idéntica. Y en ambos casos está usted por medio de alguna forma. Eso no puede ser casual, señor Taylor.
—Sé que no lo es —Ralph apretó con calor las manos ateridas de Sheila entre las suyas, antes de añadir—: Mi esposa y yo estamos realmente asustados...
—Lo creo. ¿Dice que esa mujer le leyó el porvenir en una fiesta?
—Así es.
—¿Qué le dijo, exactamente, para que usted fuese a verla esta noche?
—Cosas muy extrañas, superintendente —suspiró Ralph—. Mencionó a la Muerte repetidas veces, como si la viese físicamente, caminando a mi lado... Luego habló de... de un amor más allá de la tumba, de una mujer que seguía amándome incluso después de muerta.
—Entiendo —afirmó el policía, cachazudo, dirigiendo una ojeada a la esposa del mayor, mientras llenaba de tabaco su vieja pipa de madera de cedro—. En aquel entonces también hubo la desaparición de un cadáver. El cadáver de una mujer...
—Sí, el cadáver de mi novia, Vanessa Warrington —afirmó Ralph, enérgico—. Mi actual esposa es su hermana menor. Aquellos sucesos de entonces hicieron más sólida y firme nuestra amistad. Luego, nos encontramos en la guerra, en un hospital de campaña de Francia... y comprendimos que estábamos enamorado el uno del otro. Nos casamos poco antes del armisticio.
—Ya. ¿Y ustedes creen que esa adivina dijo la verdad al hablar de cosas tan truculentas?
—No sé qué pensar. Nos dejó desorientados. Y muy inquietos, la verdad.
—Es razonable. Usted entonces localizó a la tal lady Leighton y quiso saber por qué le contó todo eso, quién podía haber hablado con ella de aquel asunto, facilitándole los datos para hacer su número en plena fiesta...
—Así es —confirmó Sheila vivamente—. Yo siempre he pensado que todas esas cosas tienen truco.
—Sin duda lo tienen, señora —corroboró el policía—. Este crimen lo demuestra, es evidente. Alguien silenció a esa mujer para que no revelase la fuente de su información.
—Pero ¿por qué? Un truco así no justifica un asesinato...
—Aparentemente, no. Por tanto, tenía que haber algo de gran interés que ella podía revelarle a usted si hablaba con ella esta noche. Algo que una persona no quería que se supiera. Y la mató. ¿Tiene alguna idea de quién pueda ser el culpable y los motivos que le guiaron para cometer tal infamia?
—Cielos, ¿cómo quiere que la tenga? —Se lamentó Ralph—. Estoy tan desconcertado como usted mismo. Esto no tiene ningún sentido.
—En alguna parte que nosotros no podemos ver aún, tiene que tener sentido, señor Taylor. Del mismo modo que la muerte del doctor Lanyon no tuvo tampoco sentido alguno aparente, ni tampoco la desaparición del cuerpo de la señorita Warrington, hace más de dieciséis años. De un modo u otro, esto de ahora tiene que relacionarse con aquello.
—Eso es lo que me temo.
—Bien, amigo mío, deje el asunto en manos de Scotland Yard —suspiró el policía, poniéndose en pie tras encender su pipa—. Les aconsejo que no se atormenten inútilmente con todo ello. Tendrá una solución lógica, estoy seguro de ello.
—Ojalá sea así, superintendente —musitó Sheila—. Es lo que más desearía en este mundo.
—La comprendo muy bien, señora Taylor —sonrió el hombre de Scotland Yard, inclinándose cortésmente ante la dama—. Confíen en mí. Que fracasara entonces tan estrepitosamente no quiere decir que ahora se vaya a repetir la suerte...
Abandonó la casa tras despedirse de Ralph en el vestíbulo. El mayor regresó al saloncito, donde Sheila permanecía en pie, sus hermosos ojos pardos clavados en el fuego de la chimenea. Ralph fue hasta ésta y removió los leños con el atizador, lentamente. Al dejar la pieza metálica en su soporte, se acercó a ella y la rodeó los hombros con su brazo. Ella se apoyó en su pecho, con un suspiro.
—Tengo miedo, Ralph —confesó apagadamente.
—¿Miedo? ¿Por qué, querida?
—No sé... Las palabras de aquella mujer, su horrible muerte ahora...
—No pienses en ello. Como dijo el superintendente, todo tendrá su explicación razonable al final.
—¿Tú crees? —Dudó Sheila—. No puedo dejar de pensar en todo esto. Me pregunto si...
—Si... ¿qué?
—Si he sido enteramente leal al recuerdo de mi hermana...
—Por el amor de Dios, Sheila, ¿qué estás diciendo?
—La verdad, querido —confesó ella, mirándole abiertamente al rostro—. Era tu novia. Era mi hermana. Ahora, ambos somos marido y mujer. Y ella está muerta...
—Exacto. Porque ella está muerta, no podemos vivir esclavos de su recuerdo, prisioneros de su sombra. Eso es una estupidez, una forma de dañarnos que se le ocurrió a Sybil Leighton, sin duda alguna.
—¿Entonces, por qué la mataron? —Gimió Sheila—. ¿Por qué ha muerto esa mujer del mismo modo que murió el doctor Lanyon antes de hacer la autopsia a Vanessa? ¿Crees, realmente, que ella está muerta, Ralph? Y si lo está... ¿puede haber otra vida más allá de la tumba?
—Estás torturándote inútilmente con ideas aberrantes, Sheila —se irritó él—. Vanessa tiene que estar muerta. Y los muertos no siguen atados a esta vida, eso no es posible.
—Me gustaría pensar como tú, Ralph. Pero no puedo evitarlo. Tengo miedo... Miedo a Vanessa, por absurdo que parezca —susurró ella, abandonando con lentitud la estancia, camino del dormitorio.
Ralph se quedó solo en el salón. Su mirada, clavada en los leños chisporroteantes. Respiró hondo, recordando el momento en que creyera ver en la niebla la silueta de una mujer junto a la casa donde habían matado a Sybil Leighton. Una mujer de cabellos rojos...
El policía no había visto nada. Después, tampoco él. Aquella aparente visión duró un par de segundos. Pudo ser una mujer cualquiera, incluso una ramera de Chelsea, parándose un instante bajo una farola, para escabullirse al ver a un policía cerca. O, como dijo éste, pudo ser todo una jugarreta de la propia niebla.
No le había mencionado el incidente a Sheila. Ni siquiera estaba seguro de ello como para hacer alusión alguna. Pero ahora, tras ver lo asustada que estaba su mujer, se guardaría mucho de mencionarlo alguna vez.
Se retiró lentamente del hogar. Siguió a Sheila hacia el dormitorio.
Era ridículo, pensó. Pero él también sentía cierto miedo. Miedo a la sombra de una mujer a quien había amado, y que murió dieciséis años atrás...
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