VI
Enero, 1919
—¡Feliz 1919!
—¡Feliz Año Nuevo a todos!
Estalló el burbujeo alegre del champán, mientras los corchos se disparaban al aire, como si esos inofensivos, incruentos proyectiles, lanzados por chispeantes bocas de cañón talladas en vidrio, fuesen la rúbrica final a todo un período en el que los disparos habían sido mucho más crueles y mortíferos.
Ya nadie parecía acordarse de que, solamente cincuenta días atrás, aún tableteaban las ametralladoras y rugían las auténticas piezas de artillería en los frentes de Europa. Ya nadie daba la impresión de pensar en que, hacía escasas semanas, el horror y la muerte dominaban los campos de batalla europeos, sembrando de bajas ambos bandos en lucha, a los acordes de la Madetón o de Lili Marlen, cuando no del tradicional y británico Typerrary.
La guerra, con sus espantos, quedaba atrás. Era la paz tras el armisticio. Y tal vez la mejor manera de celebrar esa paz, era decirle alegremente «adiós» al último año de contienda bélica, al ya fenecido 1918. Quizá por eso, una multitud se apiñaba en Trafalgar Square o en Piccadilly, esa noche del treinta y uno de diciembre, para saludar con jolgorio y renovadas esperanzas —esperanzas siempre ensombrecidas por los negros nubarrones que supone todo período de posguerra—, al flamante y recién nacido año 1919.
Todavía en muchas reuniones de Londres, los fracs o smokings alternaban con el caqui de los uniformes militares. Muchos hombres, jóvenes y no tan jóvenes, lucían sus medallas al pecho, o la huella irreparable de sus mutilaciones, vistiendo con orgullo las ropas de oficial o de jefe que llevaran en campaña en días mucho menos felices para todos.
La recepción de fin de año de los Hartfield no era una excepción.
Y el mayor Ralph Taylor, del Arma de Caballería del Ejército de Su Majestad, tampoco podía serlo en semejante noche, en semejante fecha. Hubiera considerado una traición a tanto compañero muerto en el campo de batalla a su lado, durante aquellos infernales meses de lucha final en Francia y Bélgica, olvidarse del uniforme en esa noche que era como el pórtico a un mañana más esperanzador para todos. A algunos, en su lecho de muerte de un hospital de campaña, o en el fango de las trincheras batidas por los cañones enemigos, había prometido celebrar el nuevo año en Londres, en una noche así, si lograba terminar con vida aquella guerra, brindando con una copa de champaña por tanto camarada desaparecido para siempre, y sepultado en las campiñas francesas o belgas.
Y así lo estaba haciendo en este momento.
Alzó su copa, burbujeante y dorada, en un gesto de instintiva seriedad y ceremonia sencilla y humana. Musitó entre dientes:
—Por Inglaterra. Por vosotros, los que ya no podéis estar aquí ni estaréis jamás. Por todos. Por ti también, Sheila...
Y las copas de ambos chocaron con un musical tintineo cristalino. Se miraron a los ojos. Bebieron. En el pecho del mayor, brillaba a la luz de las lámparas el metal de las condecoraciones ganadas con valor y sacrificio. En sus ojos, sólo había el brillo de la emoción y del recuerdo. Quizá, también, la alegría del retorno.
—Querido... —susurró Sheila, al dejar su copa vacía sobre la mesa—. Feliz Año Nuevo...
—Feliz año, amor mío —respondió Ralph.
Se inclinaron el uno hacia el otro. Se besaron. Largamente. Silenciosamente. Emotivamente.
—¡Bravo por la bella y joven pareja! —Palmoteó alguien, mientras lanzaba la alegre exclamación cerca de ellos. Después, el palmoteo se hizo ovación cerrada.
Ambos, sonrientes, se volvieron a cuantos les rodeaban. Lady Vivían Hartfield, la anfitriona, sonreía al frente de muchos de sus invitados, aplaudiendo el beso de ambos.
—Me harán ruborizar —rió de buen humor Sheila—. ¿Es que una mujer no puede desear un feliz año a su marido?
—Por supuesto, querida —asintió risueña lady Hartfield—. Pero no con un beso digno de John Gilbert o de Charles Farrell... (Famosos artistas de cine de la época, especializados en papeles de galanes románticos).
—¿Qué es eso, lady Vivían? —terció Ralph—, ¿envidia o celos?
—Ambas cosas, mi joven amigo —dijo la dama, soltando una suave carcajada.
—Eso de «joven» ya no reza demasiado conmigo —suspiró Taylor, sirviendo más champaña en las copas—. Vean mis canas. Pueblan ya en exceso mis patillas y mis sienes...
—Canas prematuras diría yo —opinó sir Charles Hartfield, el dueño de la casa, interviniendo en la conversación—. Aún no has llegado siquiera a los cuarenta, muchacho. A eso le llamo yo ser un mozo todavía. ¡Y ya con el grado de mayor y todas esas medallas! Debes sentirte muy orgullosa de tu marido, Sheila.
—Eso, por supuesto —asintió la joven de cabellos color cobre oscuro, y profundos ojos jaspeados—. Muy orgullosa, sir Charles. Y feliz por haber podido, al fin, disfrutar de una cierta luna de miel...
—¿Qué mejor luna de miel que casarse en París y pasar la noche de bodas en Bruselas? —comentó irónica lady Vivian.
—No me recuerde eso —suspiró Sheila—. Cada vez que pienso en esos momentos, con Ralph en el hospital de campaña, recibiendo un permiso para casarse conmigo en París, y tomar luego aquel avión hasta Bruselas, en medio aún del fuego enemigo... Si hubiéramos esperado sólo dos semanas, podríamos habernos casado tras el armisticio, pero nos dimos demasiada prisa.
—Hicisteis bien —aprobó sir Charles—, tal vez vuestra boda trajo suerte a todos, y hasta Alemania reconsideró su postura y aceptó el armisticio.
—Bueno, mirando así las cosas... —Ralph sonrió, encogiendo sus hombros—. Pero no me gustaría repetir la experiencia.
—¿Ah, no? —Le miró Sheila con divertido enfurruñamiento—. ¿De modo que no volverías a casarte conmigo?
—No, no dije eso, querida —suspiró el mayor Taylor jovialmente—. Aludía a la experiencia del permiso, la boda precipitada en París, con el general Thompson como padrino de bodas y tu compañera de hospital, la enfermera Leclerc como madrina... y luego aquel horrible aeroplano rumbo a Bruselas, para incorporarme a mi nuevo puesto... Por suerte, en seguida terminó la guerra y pudimos volver a Inglaterra, ya desmovilizado.
—Vuestra vida ha sido una auténtica novela, queridos —terció ahora lady Spencer, siempre con su cabello intensamente blanco, sus largos vestidos negros de terciopelo y sus collares de perlas, apoyándose en aquel bastón con empuñadura de plata—. Encontraros ambos en aquel hospital de campaña de Francia, el uno como militar herido en combate, la otra como enfermera para los aliados... Y entonces, se dan ambos cuenta de que no sólo son dos buenos amigos que han estado carteándose como tales durante toda la guerra, sino que sienten algo más profundo el uno por el otro, y terminan casándose, enamorados como dos tórtolos...
—Dos tórtolos de treinta y ocho y treinta y dos años respectivamente —replicó riendo Sheila—. No lo olvide, lady Spencer.
—Oh, hijos, sois únicos para estropear el romanticismo de una bella historia de amor —se quejó la vieja dama con aire de reproche. Luego les dirigió su más dulce sonrisa y añadió—: Pero sé que, en el fondo, no sólo sois aún muy jóvenes para amar y ser amados, sino que os sentís como dos muchachos que acaban de iniciarse a la vida adulta. Me consta. Se os ve en esa felicidad maravillosa que os asoma a ambos a los ojos, queridos míos...
Sheila y Ralph se miraron, mientras sentían. Sus ojos se encontraron. Brillaba en ellos el resplandor de su reciente y honda dicha por haberse dado cuenta de lo que sentían el uno por el otro, después de tantos años de conocerse, de ser amigos y camaradas antes y durante la guerra.
—Es tal su felicidad que ya no parece haber existido nunca Vanessa Warrington, ¿no es cierto?
Fue como si, de repente, un cuchillo helado hubiese cortado el calor emotivo de la escena, calando hondamente en los dos y helando la sonrisa en los labios de ella y de él.
Volvieron la cabeza con rapidez hacia el hombre cuya voz, suave y apacible, casi melosa, había sonado para pronunciar, sin embargo, tan frías y malévolas palabras.
Se encontraron con un perfecto desconocido. Un hombre de aspecto agradable, aunque sus palabras desmintieran esa apariencia. Alto, esbelto, de facciones algo angulosas, ojos grises y risueños, de una rara fijeza, impecable frac, pero con el detalle algo anárquico de un chaleco de tejido negro y dorado, adamascado. Sus manos delgadas y sensitivas tomaban entre ambas una copa mediada de champaña, que alzó, ampliando su sonrisa en esos momentos, al verse contemplado por la pareja.
—Por ustedes, señores Taylor —saludó, cortés.
Y tomó un trago. El hielo parecía seguir flotando ahora en la atmósfera del salón de la residencia de los Hartfield en Regent's Park. Era como si aquel desconocido, al hablar de tal modo, hubiese hecho añicos la cordialidad existente antes.
—Perdone, pero no creo que nos hayan presentado nunca... —dijo con sequedad Ralph, sujetando una mano de Sheila que, de súbito, se había vuelto fría y temblorosa entre sus firmes dedos.
—Oh, qué lamentable distracción —terció con vivacidad la anfitriona, dando unos pasos hacia el caballero de frac—. Mi querido señor Derrick, le presento al matrimonio formado por Sheila y Ralph Taylor, unos excelentes amigos de esta casa. Queridos, este caballero es Maxwell Derrick, un importante hombre de negocios de esta ciudad, qué ha residido mucho tiempo en la India.
—Podría decir que es un placer conocerle, si no hubiera sido porque su primera intervención al dirigirse a nosotros ha sido más bien infortunada, señor Derrick —respondió fríamente Ralph con una leve inclinación.
—Ralph, por Dios... —susurró Sheila, apretándole una mano. Y luego, con forzada sonrisa, que no lograba disipar su encanto y atractivo, se volvió al caballero Derrick para añadir—: Mi esposo es muy impulsivo. Lo ha sido siempre. Pero debe disculparle. A ambos nos sorprendió la mención del nombre de mi difunta hermana. Pero es lógico que, a pesar de su recuerdo, nos hayamos casado. Las personas siguen viviendo, señor Derrick, y no pueden permanecer toda su existencia esclavas de un recuerdo, por profundo que éste haya sido.
—Por supuesto, por supuesto, señora Taylor —Derrick se inclinó ante ella, más cortés que nunca, dibujando una agradable sonrisa en sus labios sensuales—. Discúlpame si he pecado de torpe y de inoportuno. Pero alguien me contó la historia de su hermana y me vino a la mente al verles, eso fue todo. ¿Perdonado?
—Perdonado —asintió Sheila, con encantadora sencillez.
—Sí, ¿por qué no? —Ralph se encogió de hombros, todavía hostil—. Nosotros no negamos nada del pasado ni renunciamos a él, señor Derrick. Forma parte de nuestras vidas. Pero no deja de ser solamente eso: el pasado.
—Desde luego —miró en derredor—. Por cierto, me dijeron que vería a sus familiares, la familia Warrington, en esta fiesta, señora Taylor...
—Difícilmente podrá hacerlo. Están en París ahora, y salen un día de estos hacia Italia. Un viaje que durará algunas semanas. Mi primo Leslie tal vez vuelva antes, pero no es seguro. ¿Acaso tiene negocios con ellos?
—No, señora. Pero deseaba hablar con su familia para adquirir ciertas cosas que creo que están dispuestas a subastar...
Sheila se puso algo rígida. Taylor entornó los ojos, pensativo, estudiando a Maxwell Derrick con creciente antagonismo. De nuevo cometía un error imperdonable, que no podía saber si era intencionado o fruto de una inexplicable torpeza en hombre con apariencia de ser culto y refinado.
Todo Londres sabía que los Warrington pasaban una mala época y habían puesto ciertos bienes suyos a la venta en pública subasta, pero no era esta forma de referirse a ello.
Lady Hartfield terció muy oportuna en la situación, acaso intuyendo que la réplica del mayor Taylor en esta ocasión podía ser mucho más dura que antes.
—Por favor, señor Derrick, nada de hablar de negocios en una noche como ésta —protestó, colgándose del brazo del caballero del chaleco negro y oro—. Vamos, me debe un baile, recuerde. Y la orquesta está iniciando ahora mismo un vals, que es mi música favorita...
—Será un honor bailar con usted, lady Vivian —dijo galantemente Derrick, con su mejor sonrisa, iniciando la marcha hacia la cercana sala destinada al baile. Antes, se volvió hacia los Taylor e hizo una reverencia leve con su cabeza y hombros—. Ha sido un auténtico placer, señores. Mayor... siempre a su disposición para cuanto gusten. Señora Taylor, a sus pies.
Se alejó con andares arrogantes hacia el salón. Ambos le siguieron con mirada pensativa, nada amable. Sir Charles carraspeó, echando champaña en sus copas.
—Un tipo tan elegante y distinguido como inoportuno en todos sus comentarios —juzgó, meneando la cabeza—. A veces no sé si lo hace a propósito, la verdad.
—¿Quién es él, exactamente? —quiso saber Ralph, con un brillo en sus pupilas.
—Ya se lo dijo mi esposa: un hombre de negocios. Parece muy rico. Llegó recientemente de la India, según parece, donde se dedicó a la exportación de especias y de té con Gran Bretaña. Es posible que ahora reanude ese negocio aquí como importador, no sé.
—Es curioso. Yo también pensaba dedicarme a ese negocio, ahora que la guerra ha terminado y hay que pensar en establecerse de alguna manera —dijo Ralph, meditativo—. ¿Sabe en qué parte de la India estuvo ese hombre?
—Creo que en el Norte, en Bengala, pero no estoy seguro. Tiene un modo raro de mirar, ¿no es cierto? Demasiado fijo, diría yo. Parece estar intentando leer los pensamientos de uno. No me gusta la gente así.
—Yo diría más —dijo lentamente Sheila—. Parece estar desnudando a una mujer cuando la mira...
Ralph notó el leve estremecimiento de Sheila al hacer ese comentario. Pero un momento más tarde, todo lo referente al caballero Derrick estaba olvidado, y ambos bailaban a los acordes de un vals, entre decenas de alegres parejas.
Cuando terminaron de bailar, el hombre de los comentarios inoportunos no aparecía por parte alguna, y lady Vivian había formado un amplio y nutrido corro de personas en otro saloncito anexo, cuyo motivo desconocían los Taylor.
—¡Eh, mis queridos amigos, vengan aquí! —pidió—. Tenemos entre nuestros invitados a una persona muy especial, que seguramente hará sus delicias, como las de todos mis invitados... Vengan en seguida, se lo ruego. Van a pasarlo muy bien con la señora Leighton, palabra.
—Vamos allá —suspiró Ralph, sonriendo a su esposa—. Me temo que no podamos escapar de nuevo a la tremenda e irresistible lady Vivian, con sus caprichos de niña malcriada. A ver cuál es la novedad...
Se reunieron con el corro de curiosos, viendo en medio del mismo a una dama acomodada en una butaca de alto respaldo, sujetando entre sus manos la de uno de los invitados. Parecía profundamente abstraída, examinando la palma de esa mano.
—Oh, no —susurró Sheila—. Una quiromante...
—Me aburren estas adivinas que no aciertan nada, salvo lo rutinario —se quejó Ralph entre dientes—. Si pudiéramos excusarnos...
No era tan fácil eso, ni mucho menos, estando lady Vivían Hartfield por medio. Tomó a Ralph por un brazo y tiró de él, arrancándole a viva fuerza de la proximidad de Sheila.
—Venga, venga, mayor. La señora Leighton es un prodigio leyendo el destino de las personas en las rayas de su mano, se lo aseguro. Lo va a comprobar por sí mismo... Mi querida señora Leighton, ¿quiere por último leerle la mano a este aguerrido y guapo oficial de nuestro triunfante ejército?
—Será un placer —asintió la dama, soltando la mano del otro invitado, que parecía perplejo por el acierto de la adivina, para tomar entre las suyas la de Ralph.
Éste observó a la mujer en cuestión. Aunque llevaba un vestido gris oscuro, de raso, bastante discreto, y un collar de ámbar en torno a su largo cuello, no creía que fuese una dama de buena posición social. Había algo vulgar en su rostro redondo, en los dedos cortos de sus manos nada refinadas, y un peinado poco distinguido en su cabello canoso. Sin embargo, sus ojos eran grandes, oscuros y profundos, y parecían poseer cierto magnetismo al mirar.
Contempló la palma de la mano de Ralph, mientras éste sonreía, guiñando un ojo a la risueña Sheila, mezclada entre el grupo de los demás curiosos.
—Veo en su mano cosas en principio interesantes, mayor —dijo con parsimonia la tal señora Leighton, como si estuviese de veras muy concentrada en su tarea—. Cosas que hablan de un hombre valeroso, obstinado e inteligente, que rara vez se da por vencido en algo.
«Pura rutina», pensó Taylor, divertido a su pesar. «Eso le dirá a todos».
La señora Leighton proseguía, fijos sus ojos en la mano de Ralph:
—Ha estado en tierras lejanas varias veces, y siempre por motivos de armas. Es un hombre de convicciones profundas, salud admirable y vida azarosa. En cuanto a su futuro, yo...
La mujer se detuvo. Ralph notó que crispaba sus manos, apretándole con rara fuerza la suya. Notó una sacudida en ella, como si la señora Leighton hubiera sufrido un espasmo violento.
—¿Y bien? —La apremió lady Vivian—. ¡Prosiga querida, estamos sobre ascuas!
—Dios mío... —jadeó la mujer, levantando los ojos hacia Taylor.
Éste arrugó el ceño. La mujer estaba pálida. Los ojos oscuros tenían un brillo extraño, inquietante. Parecía muy agitada.
«Supongo que está haciendo teatro para darle mayor valor a su pantomima», reflexionó Ralph, indiferente, pero añadió, ahora en voz alta:
—Adelante, señora Leighton. ¿Tan horrible es lo que ve en mi mano?
—Mucho... Mucho, señor... —jadeó ella, con voz ronca, volviendo a mirar' la mano del mayor como hipnotizada—. Veo... veo ahí la sombra negra de... de la Muerte.
—¿La Muerte? —Lady Vivian parecía realmente impresionada.
—Sí... Veo alguien que está muerto... y que sin embargo, le ama. Le ama a usted después de muerta... Una mujer... una mujer hermosa... de cabellos color de fuego...
—¿Qué? —Esta vez era Ralph mismo quien lanzaba una imprecación, mirando con una mezcla de asombro y de sobresalto a la mujer, para luego cambiar una mirada con Sheila que, de repente, también se había demudado—, ¿qué es lo que dice, señora?
—La Muerte... está junto a usted. Puedo verla... Forma parte de su existencia... Es horrible... Está aquí, a su lado. Le sigue... ¡Dios mío, veo en su mano, mayor, que alguien volverá de la tumba para reprocharle que haya olvidado tan pronto...! Lo demás es... ¡no, no! ¡Lo demás es demasiado espantoso para contarlo, lo siento!
Soltó la mano de Ralph como si ésta quemase. Se incorporó precipitadamente, derribando su copa de champaña, que se hizo añicos en el suelo, tomó un chal de cachemira que tenía sobre el respaldo de la butaca, se disculpó torpemente con todos los presentes y, abriéndose paso entre el asombrado corro de gente, salió disparada hacia la salida de la mansión.
Fue tal el estupor de todos, que durante unos segundos nadie reaccionó. Todas las miradas estaban fijas ahora en Ralph. Éste, confuso, se contempló su propia mano, extendida y rígida, sin ver otra cosa que surcos marcados en su piel, rayas que nada le decían.
Sheila estaba pálida como una difunta, los ojos hermosos clavados en su marido, con una especie de helado estupor.
—¡Jesús...! —Murmuró lady Vivian, saliendo de su pasmo—. ¡Qué cosas dijo esa mujer! Yo que usted, mayor, no le haría demasiado caso. Creo... creo que no debimos jugar a esto, la verdad.
—¿Quién es esa mujer, lady Vivian? —respondió Ralph con una pregunta.
—La señora Leighton. Sybil Leighton...
—Sí, ya sé. Pero ¿quién es, exactamente? ¿De qué la conoce?
—Pues si he de decirle la verdad, lo ignoro. Estaba aquí esta noche, al parecer invitada por mí o por mi esposo. O quizá no. ¿Quién sabe, en noches así, quién entra y quién sale, quién es conocido y quién no? He visto un montón de caras desconocidas por ahí. Hay gente que viene con amigos suyos y me los presenta, pero acabo por no recordar quién trajo a quién —confesó con su eterno aire de despistada la dueña de la casa.
—Ya —Ralph se abrió paso entre los circundantes con repentina energía—. Permítanme, por favor...
—Ralph, ¿adónde vas? —quiso saber su esposa, alarmada.
—Es sólo un momento, Sheila —se excusó él—. Voy a la puerta, nada más...
Cruzó dos salones, llegando al vestíbulo. La puerta estaba todavía entreabierta, sin duda tal como la había dejado la señora Leighton al abandonar la casa. Salió rápido a la calle.
Regent's Park aparecía enfrente, con su oscuridad en la noche de niebla y frío de aquel 31 de diciembre de 1918. Las farolas brillaban mortecinas en la bruma. Miró a uno y otro lado. Un automóvil se alejaba en la distancia, pero no podía saber si era un taxi y la señora Leighton iba en él, o la dama se había alejado por su propio pie del lugar. No vio el menor rastro de ella, pese a que se acercó hasta la esquina.
Regresó lentamente, con gesto ceñudo, a la fiesta de fin de año. Sheila le esperaba en el vestíbulo, con una sombra en su rostro.
—¿La has encontrado? —preguntó.
—No —negó él, contrariado—. Ni el menor rastro de ella.
—Déjalo —la joven le tomó del brazo, llevándole hacia el interior de la mansión llena de luces, de gente, de ruido, voces y música—. Esa clase de personas siempre hacen cosas así. Forma parte del espectáculo. Les gusta inquietar a los demás. En el fondo, creo que no dicen más que mentiras y tonterías.
Ralph no respondió. Llegaron a la salita donde la quiromante leyera las manos a los invitados. Ya no había nadie en el lugar donde tuvo lugar la sesión de adivinación del porvenir. Lady Vivian tal vez estaría buscando otras diversiones.
—Creo que nos vamos a casa, Sheila —dijo brevemente Ralph, tras una vacilación.
—Sí, querido, como quieras —asintió ella, aparentemente tan desganada como él de continuar allí, disfrutando de los festejos del nuevo año 1919.
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