V
Sheila Warrington tomó un sorbo de la copa de oporto. Se echó atrás su cabello rojo como el de su hermana Vanessa, pero menos oscuro, y clavó los ojos pardos, rasgados, inteligentes y vivaces, en el hombre que la hacía compañía en esos momentos en el gabinete de la casa de Mayfair, extrañamente silenciosa y lúgubre ahora.
—¿Cómo te sientes, Ralph? —quiso saber la muchacha solícitamente.
—Mal —suspiró Taylor—, pero algo mejor que antes, Sheila.
—Yo tampoco me encuentro muy bien. Ese oporto me ha dado algún ánimo.
—No fíes demasiado en la ayuda del alcohol —sonrió tristemente el joven oficial de lanceros, dirigiéndole una mirada afectuosa—. Es mal amigo a la larga, te lo aseguro.
—Sí, lo supongo —suspiró ella, moviéndose incómoda en su butaca, frente al fuego que chisporroteaba en la chimenea. Dirigió una ojeada al reloj de pared, que marcaba las tres y algunos minutos de la madrugada—. Es una lenta espera, Ralph.
—Muy lenta, sí.
—¿Crees que debemos permanecer levantados, despiertos, esperando... lo que sea? El doctor aconsejó lo contrario y pudo habernos administrado unos sedantes...
—Prefiero esperar despierto —rechazó Taylor—. Es mejor así. Sé que no podría dormir ni con sedantes, Sheila.
—Lo creo —se estremeció ella—. Ha sido todo tan extraño, tan terrible...
—¿Terrible? No sé... Por un momento pensé que ella volvía a la vida, que mis pesadillas durante el viaje, y sus propios temores expresados en una carta, eran verdaderos. Luego, cuando la vi caer, antes de poder abrazarme, pronunciando mi nombre por última vez, con aquella desesperación infinita en su mirada... sentí más dolor que nunca. Y un horror difícil de explicar.
—Horror, ¿a qué, Ralph?
—No lo sé. Eso es lo peor. No sé qué pudo causarme aquel repentino pánico. Su aparente resurrección, no. Era algo que casi presentía, algo que me hizo insistir en levantar aquella tapa contra la voluntad general. Pero sus ojos... Es como si hubiera querido decirme algo. Algo demasiado horrible para ser imaginado. Algo que, quizá, tenga su razón de ser fuera de este mundo, en las frías tinieblas de la Muerte de las que ella venía...
Bajó la cabeza con desaliento. Sheila alargó una mano y la puso cariñosamente en la rodilla de Taylor. Le presionó suave, alentándole:
—Serénate, Ralph. Después de todo, conseguiste lo que nunca hubieras imaginado: despedirte de ella... en vida.
—¿En vida? —Taylor enarcó las cejas—. ¿Eso era vida... o un remedo extraño de la misma? Es lo que me tortura ahora, Sheila. Algo que no puedo entender. El doctor tiene razón. Si se envenenó, la catalepsia no tiene nada que ver en la cuestión. Era una muerte real la suya. Y sin embargo...
—Sin embargo, salió del ataúd y fue hacia ti. La oímos gritar, vimos su mirada... que parecía querer aferrarse a esta vida. Dios mío, Ralph, todo es inexplicable. El doctor Lanyon no entiende nada, el reverendo Ridgeway lo atribuye a poderes malignos, y el superintendente McGavin no sabe qué pensar.
—Y mientras tanto, en una fría losa del depósito de cadáveres, Vanessa espera a ser diseccionada en una autopsia... —murmuró Ralph ocultando el rostro entre ambas manos.
—Así es —de nuevo miró Sheila el reloj—. Si a las cinco de esta madrugada no ha habido reacción alguna, significará que está realmente muerta. El doctor espera obtener una respuesta al fenómeno a través de la autopsia. ¿Qué respuesta puede ser ésa, Ralph?
—No lo sé —confesó él—. No sé nada de nada...
Sheila le puso nuevamente una copa de oporto, absteniéndose ella de tomar otra, y luego se puso en pie.
—Voy a preparar un poco de café —dijo con espontaneidad—, ambos lo necesitamos.
La joven hermana abandonó el gabinete. Ralph, con su mirada fija en los leños que ardían en el hogar, permaneció quieto, silencioso, como sumido en un trance hipnótico, sin saber realmente si estaba despierto o si las pesadillas iniciadas durante su viaje marítimo continuaban más obsesivas e incomprensibles que nunca. El negro gato de los Warrington se restregó, perezoso, en sus piernas.
La madrugada fue transcurriendo, lenta e interminable. Fuera de la casa de los Warrington seguía lloviendo, y la niebla era tan densa que apenas si se distinguía la luz de las farolas de gas a veinte yardas de distancia. De vez en cuando, un carruaje de caballos rodaba por el empedrado. Otras veces, algún moderno automóvil a motor trepidaba por las calles desiertas, perdiéndose en la distancia. El gato, por fin, se alejó, ronroneante.
A las seis y media, el superintendente McGavin, de Scotland Yard, llamaba a la puerta de la casa. Le abrió el propio Ralph, despeinado, ojeroso y pálido, con expresión ansiosa.
—Ah, ¿es usted? —Preguntó, desilusionado, al reconocer al visitante que esperaba en los escalones de acceso, empapado por la lluvia—. Pase, superintendente. Aguardábamos al doctor Lanyon, con noticias de la autopsia...
—Lo sé —carraspeó el policía, despojándose de su gabán mojado y de su sombrero hongo, que colgó del perchero del vestíbulo. Se atusó sus rojizos bigotes de escocés de pura cepa con un carraspeo—, ¿puedo entrar, señor Taylor?
—Por supuesto. Pase a ese gabinete. La señorita Warrington y yo estamos esperando noticias, tomando café. ¿Desea una taza?
—Sí, por favor. Hace un frío y una humedad de mil demonios esta mañana...
Entró en el gabinete, haciendo una cortés inclinación de cabeza a Sheila Warrington, que le sonrió también por cortesía.
—En realidad venía a ver al señor Warrington —dijo el policía, sentándose ante el fuego y calentando sus manos—. ¿Duerme acaso?
—Todos duermen, gracias a los sedantes del doctor Lanyon —asintió Ralph—. Pero si es importante, puedo llamarle de inmediato...
—No, no, déjelo ahora —le interrumpió el superintendente, alzando la mano—. Después de todo, creo que usted y la señorita Warrington deben ser los más interesados en conocer el resultado de la autopsia del cuerpo de Vanessa Warrington...
—¿Es que usted lo sabe ya, superintendente? —preguntó Ralph con viveza, volviéndose hacia el hombre de Scotland Yard.
—Bueno, no puede decirse que lo sepa —resopló McGavin—. Me temo que ya nadie lo sepa jamás, a menos que...
—A menos... ¿qué? —preguntó Ralph, repentinamente tenso—. Termine de una vez, superintendente, se lo ruego. Advierto algo extraño e inquietante en sus palabras...
—Es lógico, amigo mío —suspiró el policía—. Me siento mucho más inquieto y preocupado de cuanto puedan suponer, Hace pocos minutos me he enterado de que el cadáver de Vanessa Warrington... ha desaparecido de la Morgue.
—¿Desaparecido? —Repitieron a dúo, con repentino horror, ambos jóvenes.
—Eso dije: desaparecido. Sin dejar rastro.
—¡Dios mío! ¿Cómo pudo ocurrir? —Musitó Taylor—. ¿Qué dice el doctor Lanyon a eso?
—El doctor no puede decir nada ya, señor Taylor: está muerto.
—¡Muerto!
—Asesinado, para más detalles... Alguien le destrozó la garganta con terrible furia, hasta causarle la muerte. Ha sido hallado en un enorme charco de sangre, con la nuez y la tráquea reventadas, justamente al lado de la losa de mármol donde reposaba el cuerpo de su prometida esperando la autopsia...
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro