IV
El doctor Clive Lanyon se enjugó el sudor de su frente cuando tomó la toalla y secó sus manos, encaminándose luego a recoger su chaqueta, colgada de un perchero de aquel lóbrego salón de la Morgue.
—Lo siento, señor Warrington —dijo pesadamente—. Ahora ya no hay otro remedio. Tengo que proceder a la autopsia, nos guste o no.
—¿Por qué, doctor? —se quejó amargamente el tío de Vanessa, que acababa de ponerse en pie, yendo con rapidez hacia el médico desde el largo banco de desnuda madera, que corría paralelo a las mesas de mármol de aquella tétrica cámara de muros de piedra y luz de gas.
—Usted lo sabe muy bien, como lo sabemos todos. Se intentó evitar algo tan poco agradable para todos, pensando que era un caso claro de suicidio mediante un tóxico vegetal de difícil adquisición en Inglaterra. Pero después de lo sucedido esta tarde en el cementerio, no hay otro remedio. Creo que usted lo entenderá muy bien.
—Sólo entiendo que el escándalo va a salpicar ahora a todos los Warrington. Si al suicidio unimos el suceso del cementerio de Brompton...
—Eso no creo que se difunda demasiado. El reverendo Ridgeway no piensa hablar con nadie, salvo con la policía. En cuanto a mí, ocurre igual. Aceptaré mis responsabilidades médicas y penales como autor del certificado de defunción por muerte natural, sabiendo que era un suicidio. Los sepultureros no creo que anden por ahí contando nada a nadie, y la policía ha prometido total discreción, gracias a la amistad de la familia con el superintendente McGavin de Scotland Yard.
—Pero ¿qué ganaremos con la autopsia? ¿Está muerta mi sobrina o no? Ésa es la auténtica cuestión, doctor.
—Mire, lo sucedido hoy antes de la inhumación no tiene el menor sentido —declaró sin rodeos el médico, limpiando con cierto nerviosismo los cristales de sus lentes de pinza con un pañuelo—. Sabemos que Vanessa estaba muerta.
—Pero resucitó en pleno cementerio.
—Ya lo sé. Eso es lo que no tiene sentido, señor Warrington.
—Ralph ha expuesto una teoría sobre eso, recuerde: catalepsia.
—No podemos estar seguros de eso. La catalepsia es una enfermedad, no tan frecuente como los escritores tremendistas pretenden. Pero su sobrina no falleció de aparente enfermedad o colapso, sino envenenada. El veneno mata a cualquiera, cataléptico o no. No hay razón alguna para que ella saliera del ataúd en ese momento.
—Pero salió.
—Diablos, ya sé —se irritó el médico, soltando un resoplido—. Por eso no quiero correr más riesgos. Sería monstruoso haberla vuelto a meter en ese féretro cuando, tras caminar unos pasos ante el horror de todos nosotros, nos miró con aquellos ojos suyos, tan insondables que parecían reflejar todas las sombras del Más Allá, y gritó de nuevo, dirigiéndose con los brazos abiertos hacia ese joven, Ralph Taylor. Entonces, cayó de bruces. Y no se levantó más. Estaba muerta, señor Warrington.
—También parecía estar muerta antes, ¿no es cierto?
—Sí, sí. Por eso ahora reposa aquí, en la propia Morgue, esperando a que esta madrugada le hagamos la autopsia y salgamos de dudas.
—La autopsia... Si estuviese realmente viva... la disección la mataría, ¿no?
—Por el amor de Dios, amigo mío, ella no está viva. El fenómeno ocurrido en el cementerio es inexplicable, pero ella no podía vivir ni antes ni después de suceder aquello. Déjeme que esta noche salgamos de dudas, mi querido amigo, se lo ruego. Cuando den las cinco de la mañana, ella llevará muerta treinta y seis horas. No hay catalepsia que dure tanto. Clínicamente, sería imposible.
—¿Y clínicamente... no es imposible que una difunta salga del ataúd y camine, que grite... e incluso que pronuncie el nombre de su novio, como todos pudimos oír claramente de sus labios, antes de caer definitivamente?
El doctor Lanyon inclinó la cabeza, con un suspiro, ajustándose de nuevo los lentes a su corva nariz, enrojecida por su afición al buen brandy y al mejor oporto. Se encogió de hombros por fin, moviendo la cabeza desalentado.
—Sí, admito que sí —dijo con tono cansado—. Pero no puedo hacer otra cosa, amigo Warrington. No sé qué hacer... ni sé lo que sucedió. Tal vez esta misma mañana tengamos la respuesta...
Y dirigió una mirada triste, profundamente ensombrecida y perpleja, a la puerta cerrada tras la cual, en una mesa de mármol, reposaba el cadáver de Vanessa Warrington, a la espera de la autopsia que tendría lugar esa madrugada en la sombría Morgue de la ciudad de Londres.
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