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III


Carol Warrington se apoyaba en el fuerte brazo de Ronald Warrington, su primo, padre del joven Leslie. Sheila, la hermana menor de Vanessa, que acababa de regresar de Edimburgo, al recibir el telegrama de la muerte súbita de su hermana mayor, aparecía también enlutada y llorosa, junto a la madre. Saltar de sus estudios y su colegio de Escocia a esta efemérides de muerte y de dolor, había sido sin duda un cambio demasiado brusco en su vida de adolescente.

El grupo familiar en pleno subió al carruaje para dirigirse al cementerio, en compañía de varios amigos, del propio doctor Lanyon y, por supuesto, de Ralph Taylor.

El camino hasta Brompton Cementery, al sur de Earle Court, fue lento y triste, bajo la lluvia tenue y persistente y la bruma espesa que iba haciéndose más densa a medida que avanzaba ta tarde, en un típico día londinense. El suelo, mojado y gris, hacía trepidar los carruajes fúnebres con su empedrado desigual.

La breve ceremonia del funeral iba a tener lugar en aquel recogido rincón del cementerio donde se hallaba el panteón de los Warrington, con su gran cruz de mármol y su lápida, a la que se había añadido con sorprendente prontitud, el nombre de Vanessa, con la fecha de su muerte.

El reverendo Ridgeway comenzó a oficiar los ritos fúnebres previos a la inhumación de los restos de la cripta. Los sepultureros aguardaban con esa especial indiferencia fruto de su oficio. Sobre unas angarillas, esperaba el ataúd de Vanessa, recibiendo en su superficie de lustrosa caoba el fino goteo de la llovizna.

Las palabras del reverendo sonaban como un murmullo lejano. Ralph Taylor tenía la mirada perdida en los tristes cipreses, en el verde césped y en las cruces y ángeles que le rodeaban en el camposanto, mientras sus pensamientos estaban fijos en aquel cuerpo angelical y hermoso, que iba a desaparecer para siempre en las entrañas de la tierra.

—Adiós Vanessa, querida mía —musitó para sí mismo, acompañando la cita de las palabras sagradas del reverendo—, nunca te olvidaré, por muchos años que pasen. Tu última carta amarilleará con el paso del tiempo, pero será el recuerdo final de tu paso por mi vida, y sólo lamentaré no haber llegado a tiempo para poder hacer algo por ti, para haberte ayudado a vivir... y no a terminar tu joven existencia de este modo. Desde ese frío ataúd que se ha de hundir en la tierra para siempre, ya no puedes escuchar mis palabras. Pero estoy seguro de que, de algún modo, tu alma recibirá mi mensaje y...

Sus pensamientos se interpusieron. Un repentino escalofrío agitó su cuerpo, y no podía atribuirlo a la lluvia ni a la niebla, ni a la espesa y gélida humedad de la tarde. No. Era algo más sutil, mucho menos tangible.

Un terror repentino le asaltó. Una terrible frase de aquella carta acudió a él como un trallazo que hiriera su cerebro:

«... tal vez pienses que soy una loca o una necia, pero he soñado varias veces con la muerte... Si, Ralph... Yo moría... y me sentía enterrada en vida, sufriendo cada segundo de mi agonía en un ataúd... sin que nadie me oyera...».

Enterrada en vida... sin que nadie la oyera...

Miró con pavor el féretro. Borrosamente, llegaron a sus oídos las palabras del reverendo, dirigiéndose a la familia con tono sosegado:

—¿Desean los seres queridos de la infortunada Vanessa Warrington alguna otra cosa antes de proceder a su cristiana sepultura en tierra sagrada?

Un silencio. El murmullo de la lluvia sobre la hierba jugosa y las lápidas, tenía un contrapunto sordo al tamborilear también en la caoba del féretro aún insepulto.

Una idea macabra y atroz cruzó la mente de Ralph en ese momento:

—¿Qué se sentirá al percibir la lluvia sobre la tapa del propio ataúd?

Y como respuesta al reverendo Ridgeway, la voz ronca de Carol Warrington, la madre, entrecortada por el llanto:

—No, reverendo, nada. Procedan a su sepultura... y que Dios acoja su alma.

—Sí, señora Warrington —dijo el sacerdote, comprensivo.

En ese momento, cuando los sepultureros tomaban el féretro para depositarlo en el fondo del panteón familiar, Ralph elevó su exaltada voz en el tétrico silencio del cementerio:

—¡No, esperen! Soy... era su prometido. Íbamos a casarnos. Deseo verla por última vez... antes de ser sepultada.

Todos los rostros, sorprendidos y sobresaltados, se volvieron hacia él. El reverendo mostró su extrañeza y su desagrado por la petición del joven militar.

—¿Está seguro de lo que dice, señor Taylor? —preguntó el religioso.

—Sí —afirmó Ralph, solemne—. Creo que tengo derecho a ello. Será mi despedida de Vanessa, la que iba a ser mi esposa...

El reverendo cambió una mirada con Carol y Ronald Warrington. La madre de Vanessa le dirigió una ojeada de dolor y rompió en llanto, apoyándose en el pecho de su primo Ronald. Éste observó con reproche a Ralph.

—Querido muchacho, esto es causar innecesariamente más dolor a todos... —le advirtió.

—Lo sé. Yo también sufro, señor Warrington. Pero insisto en mi deseo. No pueden negármelo...

Los sepultureros, curiosos, se habían cruzado de brazos, esperando el desenlace de aquella situación, como si nada de todo eso fuera con ellos.

—Está bien —suspiró por fin Ronald Warrington—. Si así lo quieres... Procedan a ello, por favor. Pero sólo un momento. Ven tú, Carol, no necesitas presenciarlo...

Apartó a Carol de allí, pese a las protestas de ella, cosa de unas cuantas yardas. Uno de los sepultureros, al recibir una indicación afirmativa del reverendo Ridgeway, se inclinó, procediendo a desatornillar la tapa con eficiencia profesional.

Muy pálido, tan impresionado como todos los demás, Ralph dio un paso adelante, en dirección al féretro. La mano firme del doctor Lanyon, aferró su brazo en ese momento. El médico desgranó unas pocas palabras junto a su oído, discretamente:

—Ten cuidado, Taylor, muchacho —avisó—. Cuando te acerques, es posible que ya exista un hedor inevitable, que no va a ser de tu agrado. Creí que Leslie te había advertido ya de ello...

—Lo sé, doctor —dijo Ralph gravemente—. Lo sé...

Avanzó hacia el féretro. El reverendo también se había echado piadosamente atrás, a la espera de que todo aquello terminase, pudiendo culminar la fúnebre ceremonia. Los tornillos ya habían cedido. El otro sepulturero se aproximó al féretro y levantó la tapa trabajosamente.

—Ya puede mirar, señor —dijo.

Ralph Taylor avanzó resueltamente. El rostro de la bella muchacha que parecía dormir aparecía allí, sobre el lecho carmesí de raso, en un reposo que sería ya eterno, como lo es siempre la muerte. Se arrodilló, disponiéndose a darle el último beso. Gotas de fina lluvia humedecieron sus cabellos rojos y su tersa piel sedosa. Ralph no captó de momento fetidez alguna en el cadáver.

Y de repente, sucedió lo más terrible y macabro que era dado imaginar.

Un grito agudo, terrible, escapó del ataúd cuando Ralph Taylor besó los rígidos labios de la joven.

Retrocedieron todos, despavoridos. Incluso uno de los sepultureros estuvo a punto de caerse al fondo de la cripta, cuando tropezó con la lápida situada a un lado.

Un horror indescriptible se apoderó de todos cuando Vanessa Warrington se incorporó... y salió del ataúd.

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