II
—Muerta...
—Sí, Ralph. Muerta. Es horrible... Realmente horrible. Nadie podía esperar algo así ni remotamente... Dios mío, aún parece imposible...
Ralph Taylor no dijo nada de momento. Se apoyó en el muro, sombrío, intensamente pálido. Sus ojos azules se fijaron con dolor en aquellas paredes de la mansión Warrington en Mayfair. Aún parecían tener la alegría luminosa de Vanessa, la muchacha que corría grácilmente, como un cisne deslizándose sobre las aguas, de habitación en habitación, riendo jovial, alegre, luminosa.
Y ahora...
Ahora estaba muerta. Allí, tras aquella puerta del fondo, que aún no se había atrevido a cruzar siquiera. Las penumbras interiores se diluían con la oscilación de la llama de los velones fúnebres. Tenía miedo de entrar. Pero sabía que tenía que hacerlo.
Volvió a fijar sus ojos en la persona que permanecía a su lado, tras haberle recibido en el vestíbulo de la casa, con sus coronas de flores dedicadas sin excepción «a la dulce y adorable Vanessa Warrington, en señal de cariño», como decían sus cintas plateadas.
—¿No vas a entrar? —susurró Leslie Warrington, el primo de Vanessa.
—Claro —asintió Ralph—. ¿Cómo no iba a hacerlo?
—Te entiendo —suspiró el joven pariente—. Ha sido un mal regreso, Ralph.
—Sí, muy malo —afirmó él roncamente.
—¿Cuánto tiempo permanecerás en Inglaterra?
—No sé... Pensaba estar dos semanas cuando menos. Ahora no sé. Ya no sé nada, Leslie.
—Sí, claro.
Hubo un silencio embarazoso, difícil. Los dos hombres estaban solos en la estancia. De alguna parte de la casa llegaban murmullos apagados. Taylor miró de nuevo la puerta entreabierta, el parpadeo amarillo de la luz de los velones.
—¿Cómo... cómo fue, Leslie? —Se le atragantó la voz.
—De repente —jadeó el primo, tragando saliva a su vez—. Ocurrió ayer, al caer la tarde...
—Ayer... —Se estremeció Ralph—. Aún no hace veinticuatro horas...
—No, aún no. Pensé que no llegarías a tiempo. Del entierro, quiero decir. De... de verla, siquiera fuese antes del funeral... Vamos a cerrar el féretro de un momento a otro.
—Sí, lo supongo —miró su reloj, de bolsillo, por hacer algo—. Es a las cuatro, ¿verdad?
—¿El entierro? Sí, a las cuatro. Aún quedan tres horas. Pero la funeraria aconsejó cerrar y atornillar la tapa cuanto antes. Va forrada de zinc.
—¿Por qué todo eso? —indagó Ralph, sobresaltado.
—Lo dispuso el médico, el doctor Lanyon, ya lo conoces.
—Sí, ya le conozco. ¿De qué murió, exactamente? Aún no me lo has dicho...
—Oh, ¿no lo hice? —Leslie Warrington pareció algo confuso, como si no le gustara la idea—. Oficialmente, fue un paro cardíaco, Ralph.
—¿Oficialmente? ¿Qué significa eso? —Levantó la cabeza, mirando muy fijo al joven pálido y rubio que le atendía.
—Bueno... ya sabes lo que son estas cosas. El escándalo... el miedo a que todo se desorbite inútilmente...
—¿Escándalo? ¿Qué clase de escándalo? Adivino algo en tus palabras que no me gusta nada, Leslie. ¿Qué es ello?
—Bueno, la verdad es que Vanessa se... se suicidó.
Un pesado silencio cayó sobre ambos hombres. Ralph se apoyó en el muro, demudado, como si le hubieran descargado un mazazo brutal.
—No... No, Dios, no... —jadeó roncamente, estremeciéndose.
—Así fue, Ralph. Todos lo sabemos, incluso el doctor Lanyon. Pero nos hemos saltado las leyes en esta ocasión. Es un delito grave, lo sé. Tendría que procederse a la autopsia. El doctor optó por firmar el certificado de defunción. Era lo mejor, dadas las circunstancias.
—Pero... pero ¿cómo se suicidó Vanessa? ¿Por qué?
—Eso, nadie lo sabe: el porqué. Cómo, resulta sencillo: utilizó un veneno. Aún estaba en la mesilla, junto a ella, cuando la hallamos. Y una nota, por supuesto.
—¿Una nota? ¿Escrita por ella?
—Por supuesto. La verás luego. Pensé que no era momento de hablar de ello, antes de que conocieras otros detalles de lo ocurrido, mi querido amigo...
Taylor asintió en silencio. Dio unos pasos por la estancia, con aire ausente, y se detuvo un momento en la entrada a un salón contiguo, separado por una amplia arcada y un espeso cortinaje de terciopelo verde. Sus ojos se fijaron, con un estremecimiento leve, en el cuadro situado al fondo, sobre la chimenea apagada.
Era el retrato de ella.
De Vanessa.
Tal y como había sido aquellos últimos años de su juventud, casi adolescente aún. Esbelta, grácil, de delicada hermosura, grandes ojos de un verde indefinible, rojos cabellos de brillo cobrizo, breve nariz recta, labios rellenitos y risueños. Una muchacha llena de vida y de belleza, de juventud y de gracia.
Ahora estaba allí dentro, en aquella sombría sala de los velones, dentro de un ataúd. Muerta... Muerta por su propia mano, envenenada por su voluntad.
Suspiró, apartando los ojos de ella. El rostro delgado y pálido del joven Leslie era como una mancha en la penumbra del otro salón, contra el que se recortaba tenuemente. Había tristeza y dolor en los ojos del joven primo.
—Será mejor que no mires ahora todo esto —susurró—. Está todo tan lleno de ella...
—Tienes razón —convino Ralph—, vamos. Quiero ver la...
—Sí, vamos —dijo Leslie Warrington, abriendo camino hacia la cámara ardiente donde yacía ahora Vanessa.
Era escasa la distancia que les separaba de aquella puerta entornada. Sólo diez o doce pasos. Mientras los cubrían, Ralph preguntó:
—¿Qué veneno utilizó?
Leslie tardó un segundo en responder con tono apagado:
—Según el doctor Lanyon, un tóxico vegetal no muy corriente en Inglaterra. No imaginamos dónde pudo obtenerlo. El doctor tiene el frasco con lo que quedó de él. Parece ser que es muy efectivo en poco tiempo. Pero provoca una rápida descomposición de los tejidos y los órganos. De ahí el forro de zinc del féretro, ¿comprendes?
—Sí. —Taylor tragó saliva—. Comprendo...
Se detuvo en el umbral un instante. Discreto, Leslie se hizo a un lado y esperó, con la mirada fija en él. El joven militar vaciló antes de entrar. Luego, pisó la estancia en sombras, con las ventanas cerradas y los postigos encajados, sólo alumbrada por cuatro gruesos velones que se erguían en los ángulos del catafalco color violeta oscuro que servía de soporte al féretro. Un fuerte olor a cera derretida flotaba en la estancia, hasta parecer siniestra, agobiante.
Ralph dio unos pasos en dirección a la caja de lustrosa madera, con argollas y cierres de color plateado. Le temblaban las rodillas y sentía un frío sutil en su espina dorsal. Sus ojos no pestañeaban al fijarse en ella, en Vanessa.
—Dios mío... —gimió—. Mi querida Vanessa...
Allí estaba ella, como dormida. Rígida en el lecho de raso carmesí oscuro, envuelta en un blanco sudario, un crucifijo de plata entre sus manos pálidas, singularmente bellas y sensibles. En un anillo de oro, brillaba una piedra roja, un rubí que reflejaba como si fuese una gruesa gota de sangre, las cuatro llamas de los velones.
Su gesto era apacible, pero su muerte no debió serlo tanto, se dijo Taylor amargamente. Un tóxico rápido, capaz de producir una descomposición de órganos en breve plazo no podía ser una forma grata ni dulce de morir, pensó.
Y todo eso, ¿por qué? ¿Qué atormentaba de tal modo a su prometida, para poner fin a su joven existencia de modo tan brutal e inexplicable?
Vagamente, una frase de su carta llegó a él:
«... si realmente supiera qué es lo que me asusta y por qué... pero no soy capaz de definirlo...».
Mucho tenía que haberla asustado para terminar todo de este modo. ¿Habría sabido alguna vez ella lo que realmente la aterrorizó hasta provocarle la muerte?
Rodeó el féretro, pasó junto a un cirio que derramaba gruesos gotas de cera caliente en el soporte de bronce. Se inclinó. Besó suave, dulcemente, a Vanessa en la frente y en los labios. Sintió un escalofrío. Estaba helada. Su piel era fría y marmórea en estos momentos.
—Ralph, creo que ya es suficiente —murmuró Leslie, a espaldas suyas—. No puedes hacer nada por ella. Nadie puede hacerlo ya.
Asintió Taylor. Se retiró despacio. Todavía volvió a mirarla desde el umbral de la habitación, encogido de dolor. Era una despedida para siempre, y lo sabía.
—Adiós, Vanessa —murmuró—. Adiós, amor mío...
Caminó con pesadez, como si de repente la vida fuese para él un sendero difícil y penoso. Leslie le puso una mano en el hombro.
—Supongo que te quedas para el entierro... —dijo roncamente.
—Claro. Me quedaré todo el día con vosotros. Es lo único que puedo hacer ya por ella. Estar a su lado hasta el fin...
—Ven. Te enseñaré la nota que escribió antes de morir. La guarda tía Carol. Nadie debe saber que existe. Es la forma de evitar la autopsia, el escándalo...
Siguió al joven hasta un pequeño despacho-biblioteca situado al fondo de la primera planta de aquel edificio Victoriano de Mayfair. Desde allí se oían más próximas las voces apagadas de los reunidos en alguna otra sala de la casa. Leslie Warrington buscó brevemente en un secreter, y regresó con un sobre en cuyo interior apreció una hoja de papel doblada. La mano de Ralph tembló al desdoblar el documento. Reconoció de inmediato la letra de Vanessa, pese a estar ligeramente alterado su trazo, quizá a causa de la tensión del momento en que fue escrita:
«Queridos todos:
»Éste es el mejor final para mí. Quiero liberarme de mis terrores y huir de algo que está en mí misma, sin duda alguna. No veo otra solución. Lamento causarles este dolor, pero les aseguro que para mí significará el descanso eterno. Perdonenme si pueden. Todos ustedes, incluso mi querido Ralph. Los amo. Adiós.
»Vanessa».
—Como ves, pensó en ti en ese momento —dijo Leslie con tono amargo.
—Sí, ya veo —la voz de Taylor sonó rota, temblorosa. Volvió a leer el mensaje póstumo de la muchacha. Notó lágrimas en sus ojos. Lágrimas que ni siquiera habían salido cuando viejos amigos y camaradas caían bajo las balas o los alfanjes de los hindúes rebeldes, allá en la frontera norte de la India.
Devolvió el papel a Leslie. Se dejó caer en una silla tapizada, estrujando las manos entre sí.
—Pero ¿por qué, Dios mío, por qué? —se preguntó una vez más, desesperadamente, sin que nadie pudiera darle respuesta alguna.
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