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I


Ralph Taylor despertó.

Se irguió en su lecho, bañado de sudor. Por un momento, pensó que iba a golpear su cabeza contra la tapa del ataúd donde estaba encerrado.

La oscuridad era total. Sólo se percibían crujidos leves en torno suyo, como si aquel odioso féretro se conmoviera con su respiración final.

No encontró techo alguno que le impidiera sentarse en su cama. Respiró hondo, y no fue aquel fétido gas, mezcla de anhídrido carbónico y detritus humanos, lo que hirió su olfato, sino el inconfundible olor a yodo y salitre. Palpó las ropas que tenía bajo su cuerpo, y envolviéndole brazos y piernas. No, no era raso desgarrado, sino vulgares sábanas, más bien burdas, de áspero tacto. Su lecho era una litera, estrecha y no demasiado confortable, pero litera a fin de cuentas.

Estaba vivo. Y no sólo eso. Estaba en una cama normal, en un lugar sin peligros de ninguna clase. Podía respirar, podía moverse. Vivía, en suma.

—Dios mío... —jadeó roncamente, notando la garganta seca, la boca pastosa, el cuerpo estremecido y húmedo por el sudor—. Todo fue un sueño... Solamente eso. Una horrible pesadilla...

Se enjugó la respiración del rostro de un manotazo y saltó de la litera. El suelo, levemente oscilante, le recordó dónde estaba: el buque de Su Majestad, navegando rumbo a la metrópoli, de regreso a casa.

Encendió la luz, todavía con mano temblorosa. La llama de gas alumbró el camarote del barco en que viajaba de vuelta a Inglaterra. Pequeño, relativamente confortable, pero sin atroces semejanzas con un escenario tan tétrico y espantoso como el de su reciente pesadilla.

Bebió un trago de agua y encendió un cigarro, fumando en silencio, mientras paseaba descalzo por el camarote. El casco del buque crujía levemente en su lenta marcha por el mar, evocando aquellos otros crujidos, infinitamente más terroríficos, de su mal sueño. Se asomó al grueso vidrio del ojo de buey, y vislumbró las estrellas, parpadeando débilmente allá arriba, sobre las aguas, sobre su propia cabeza, como una luz alentadora y amable que ahuyentase las últimas sombras de su imaginación torturada.

—¿Por qué? —se preguntó—. ¿Por qué tuve que soñar algo así? Esto no tiene el menor sentido. Yo jamás he padecido nada semejante en toda mi vida...

El teniente Ralph Taylor, del Regimiento de Lanceros de Su Majestad en los dominios coloniales de la Corona, en el Norte de la India, se tranquilizó poco a poco, ahuyentando de modo paulatino los fantasmas de su mente. Era un hombre joven y saludable, que no tenía por qué temer cosas tan ridículas como las de aquella pesadilla sin sentido que le había hecho pasar tan mal rato. Alto, atlético, bronceado por el sol colonial, con la arrogancia del joven militar habituado a marciales posturas, era la viva imagen de la salud física y mental.

Tardó algún tiempo en recordar las verdaderas razones que podían haberle llevado a ese sueño tan inquieto, por esos extraños misterios con que la mente humana deforma ciertos hechos de la vida real en su dimensión onírica.

—Vanessa... —murmuró lentamente, sentándose en una butaca, junto al perchero donde tenía su uniforme impecablemente colgado. De un bolsillo del mismo extrajo su cartera, y de ella un papel doblado cuidadosamente, que desplegó con lentitud, recorriendo con sus ojos las líneas allí trazadas con mano insegura, inequívocamente femenina, por ambas caras de la hoja.

Algunos de los párrafos de aquella misiva parecieron cobrar vida propia y su letra, menuda y graciosa, saltó ante la mirada azul del joven oficial británico, con su extraño y oscuro sentido, que él aún no había sido capaz de desentrañar, pese a haberlo leído tantas y tantas veces desde que, allá en la guarnición de los Lanceros de Peshawar, recibiera la carta de Londres, con la firma inconfundible de Vanessa.

«... Realmente, querido Ralph, he empezado a sentir miedo...».

«... Si al menos supiera qué es lo que me asusta y por qué..., pero no soy capaz de definirlo...».

«... Ven cuanto antes, Ralph. Presiento que algo horrible me acosa..., algo que ni yo misma acierto a saber dónde está, pero que intuyo acechándome en la sombra...».

«... Tal vez pienses que soy una loca o una necia, pero he soñado varias veces con la muerte... Sí, Ralph... Yo moría... y me sentía enterrada en vida, sufriendo cada segundo de mi agonía en un ataúd... sin que nadie me oyera...».

«... Sé que son sólo imaginaciones, que mis nervios no están bien. Y no me atrevo a hablar de ello a mamá, ni a tío Ronald... Sí, querido, tengo secretos para ellos, por vez primera en mi vida. Estoy asustada, muy asustada... Si no vienes pronto a Londres, temo que me suceda algo espantoso... ¡Te espero, Ralph, cariño! No me abandones en este trance, por el amor de Dios...».

Suspiró Taylor, dejando caer lentamente la hoja de papel, sobre una mesa inmediata, en la que brillaba una lámpara de gas que prestaba una atmósfera íntima, de claridad tenuemente rosada, al camarote del buque de la Armada de Su Majestad. Junto a la carta, un periódico de la metrópoli, con bastantes fechas de retraso, ofrecía un titular alarmante para el ciudadano medio inglés:

PERSISTE LA CONTRARIEDAD DE LOS GRUPOS POLÍTICOS HINDÚES CON RESPECTO A LA POLÍTICA DEL GOBIERNO CONSERVADOR EN LA INDIA.

Debajo, otros titulares tampoco eran demasiado halagüeños para el reciente reinado que iniciara Eduardo VII a la muerte de su madre, la reina Victoria:

VIOLENCIA IRLANDESA EN AUMENTO. ATENTADOS EN DUBLÍN.

LAS SUFRAGISTAS SE ENFRENTAN A LA POLICÍA EN EL WEST END.

EL SINDICALISMO PROSPERA PELIGRAS AMENTE EN EL PAÍS.

El joven oficial no hizo demasiado caso de tanta noticia alarmista sobre la crisis política en aquellos inicios del siglo XX, que presentaban significativos crujidos en el monolítico poder colonial británico, pese a la victoria, reciente aún, sobre los boers en África del Sur.

Estaba pensando en Vanessa. En su misteriosa carta. Y en su propio sueño, acaso influenciado por aquellos párrafos tan inquietantes de su bella prometida.

No había sido fácil convencer al general Carruthers para obtener un permiso de viaje a la metrópoli, tal como soplaban actualmente los aires nacionalistas de la India.

Pero finalmente lo había logrado y, por dos meses, • podría permanecer ausente de su regimiento para, cuando menos, estar unos pocos días en la metrópoli, dado lo interminable de los viajes de ida y vuelta, desde tan remotas regiones. Ahora que se sabía más cerca de Inglaterra, sus recelos y temores, en vez de calmarse, iban en aumento por días, casi por horas.

Conocía lo bastante a Vanessa para saber que, pese a su extremada sensibilidad, era una muchacha inteligente, serena y equilibrada, a quien resultaba difícil imaginar escribiendo cosas como aquéllas, de no existir una razón de peso que la forzara a ello.

Pero ¿qué razón podía existir para que Vanessa escribiera esas frases oscuras y terribles, que lograban sobrecoger su ánimo de ese modo?

Esa incógnita que tan obsesionado le tenía durante el viaje, era sin duda la que le había hecho tener aquel absurdo y espantoso sueño. Más calmado ahora, Ralph Taylor apagó su cigarro y se tomó otro trago de agua, acostándose de nuevo. Apagó la luz y se dispuso a dormir, confiado en que no volvieran las pesadillas.

No volvieron durante el resto del viaje hasta las costas inglesas.

Pero la auténtica pesadilla de la que sería imposible despertar le aguardaba a Ralph Taylor a su llegada a Londres, aquel día neblinoso y frío, en que la llovizna caía débil y persistente, en un clima tan radicalmente distinto al que ya había llegado a ser habitual para él en la lejana India.

Nadie le estaba esperando en la Estación Victoria, a su llegada desde Folkestone, donde desembarcara del navío militar inglés en que viajaba a través de los mares hasta su tierra natal.

Eso ya le pareció mal augurio, sin saber la razón, puesto que había enviado un telegrama anunciando su llegada.

Tomó un coche de alquiler y se dirigió a Mayfair, donde vivían los Warrington. Antes de llegar a la casa, ya vio la corona fúnebre en la puerta, como una premonición estremecedora.

En el acto supo la espantosa verdad.

Supo que Vanessa estaba muerta.




boer; literalmente 'agricultor'. 1. adj. Dicho de una persona: Habitante de origen holandés de Sudáfrica.

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