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3. Pesadillas vivientes

Transcurrieron un par de días desde que la investigadora Laura se puso en contacto conmigo. Para ese entonces, las cosas con mi madre estaban mucho mejor, al igual que con el resto de personas del vecindario. Al final solo se trató del furor de la culpa lo que me tenía cegado e hizo que actuara de forma errática. Incluso hablé con Steve y me disculpé por haberle dejado el ojo morado, cosa que se mereció, aunque también pidió perdón por la manera que se propasó conmigo, lo cual agradecí y quedamos en buenos tratos.
No era sencillo para mí adaptarme a esa nueva situación, pero tenía que hacer mi mejor esfuerzo si lo que quería era no dejar que la desolación tomará el rumbo de mi vida. Por suerte, mantener mi mente ocupada con distintas tareas ayudó a mitigar los malos pensamientos un poco. Ya sea realizar los quehaceres en el hogar o auxiliar con las compras, se sentía bien ser productivo. No obstante, hubo algo que todavía persistía, y era esa paranoia de estar siendo asechado por el Hombre de Brea.
Sucedía cuando salía de casa la mayor parte del tiempo y no era para nada agradable. Lamentablemente, ese día me ofrecí para recoger en la tintorería una de las blusas favoritas de mi mamá y después pasar por el supermercado a por un par de víveres, por lo que debía soportar esa pesadez hasta regresar otra vez a mi hogar. Me apresuré, por no decir que llegué a correr en una ocasión. Sentía que me observaban y no sabía en dónde podrían estar los ojos.
Al menos la tintorería no estaba tan adentro de la ciudad, aunque la zona seguía siendo algo concurrida. Era la primera vez en mucho tiempo que volvía a ese lugar, ya que mi madre era la que utilizaba con frecuencia los servicios del local. Ese ambiente viejo y anticuado te transportaba a los años cincuenta apenas entrabas por la puerta: era único. La señora Tucker, dueña del establecimiento, era una anciana amable y con buena reputación por este páramo. La mujer tenía su mérito bien ganado.
Cuando entré, se miraba pacífica mientras cosía una bufanda detrás del mostrador.
—Hola, ¿señora Tucker? —pregunté con timidez conforme me acercaba.
—Dime, chico. Te escucho —no apartaba los ojos de la aguja.
—Esto... Vengo a buscar una blusa amarilla de la señora Amanda Barris.
—¿Quién lo viene a reclamar?
—Aaam... Su hijo. Jake Barris.
Ella, con una expresión inerte, levantó sus ojos y me vio fijamente.
—¿Tienes el comprobante?
—Sí —saqué el objeto que solicitó del bolsillo de mi pantalón y lo dejé encima de la mesa. Se trataba de un pedazo de papel con el nombre de mi madre y un número de cuatro cifras escrito en él, nada del otro mundo—. Aquí está.
La vieja se levantó, dejó la tela en su silla y recogió el papel.
—Vuelvo en un momento, muchacho —luego tomó rumbo hacia su guardarropa sin más habladuría.
Había sido fácil, y estaba convencido de que en menos de un minuto ya estaría de camino al supermercado. Mientras menos expuesto podía estar, mucho mejor lo era para mi salud mental. El problema vino cuando ese minuto de espera se transformó en dos, después en cinco, y no fue hasta que pasaron casi diez minutos que me preocupé. No había querido apurarla o llamarla porque no sabía si estaba haciendo algo más, pero llegó un punto en que mis sentidos empezaron a lanzarme advertencias.
Me desplacé a lo largo del mostrador para tratar de ver si podía observar algo dentro del guardarropa que estaba del lado derecho. Había varios colgaderos puestos uno al lado del otro con distintos vestuarios guindados en ellos, pero no había rastro de la señora Tucker. Intenté llamarla, sin obtener respuestas posteriores. Todo estaba tan callado que incluso estaba seguro de que mi pulso se podía escuchar en el resto de la habitación. Me sentía como el único humano sobre la faz de la Tierra, cosa que, por alguna extraña razón, se me hacía bastante familiar.
Entonces, en medio del silencio, surgen una serie de leves gorgoteos. Sonaban como las burbujas de un caldo muy espeso... Demasiado espeso, diría yo. Los mismos resonaban en las cuatro paredes, y no fue hasta que miré al suelo que comprendí que la habitación se estaba inundando de una sustancia negra y pegajosa. Mi corazón se aceleró y traté de huir de ahí, pero era imposible moverse. Me quedaba sin aire y perdí la noción del tiempo casi de inmediato.
Un escalofrío largo se abrió camino por todo el lado izquierdo de mi cuerpo y el agarre de una mano fría en mi hombro me hizo saltar del susto.
—Oye, oye. ¿Estás bien, chico? —era la señora Tucker. Estaba desconcertada.
Comprobé la tienda con la vista, aún agitado, y todo lo que presencié había desaparecido. No podía entenderlo, pero tampoco quería demostrar lo aterrado que estaba.
—S-sí... Estoy bien —contesté como pude.
—¿Seguro? Te quedaste mirando a la pared y entraste en pánico sin ningún motivo. ¿No quieres que llame a alguien para que te recoja?
—N-no, gracias. No... tiene de qué preocuparse —forcé una sonrisa.
Estaba claro que no transmitía confianza y que algo me pasaba, pero lo que menos quería era extender la conversación más de lo necesario. Ella, inconforme y en contra de su amabilidad, captó mi deseo y dejó de hacer más preguntas.
—Ahí tienes la blusa de tu madre —procedió a darme una bolsa con la prenda—. Ya está pagada, por lo que puedes irte sin problemas.
—¡Gracias! —espeté feliz antes de salir rápido de ahí.
Odiaba con todo mi espíritu padecer de esas alucinaciones cada vez que me hallaba en exteriores. A pesar de que eran relativamente fáciles de diferenciar de lo real, a veces se tornaban agobiantes. Solo podía tratar de convencerme que no estaba en peligro, pero se volvía una situación agotadora.
Por suerte, no tuve ningún otro percance mientras me dirigía al supermercado. Este sitio contaba con más personas, por lo que las probabilidades de caer en soledad disminuían mucho. Aun así, me propuse mantenerme al margen de todo, ya que no podía dejar que mi mente me atormentara cada vez que le diera la gana.
Después de unos minutos, la mayoría de los objetos de la lista que se me había entregado ya los tenía asegurados. La pequeña cesta que cargaba en brazos estaba repleta y pesaba lo suficiente. Ya solo necesitaba coger un par de latas de atún y algo de espagueti para terminar mi jornada. Todo parecía correr con normalidad hasta que, luego de tomar un producto para inspeccionarlo, presencié cómo una silueta negra se desplazaba deprisa por el rabillo del ojo.
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? —pregunté por las dudas.
No conseguí ninguna respuesta, pero ese suceso me hizo darme cuenta de lo callado que estaba el establecimiento.
Caminé a través de los pasillos con la intención de encontrarme con algún individuo viviente, y, nuevamente, la desolación existía lo que existía: no había clientes, no había empleados, no había guardias. Temí en lo peor, así que apuré el paso.
Corrí hasta la sección intermedia del supermercado y agarré el primer empaque de espagueti que se encontró a mi alcance. No obstante, el ruido del plástico crujiendo entre mis dedos alertó a algo un poco más atrás. Las estanterías eran algo altas, pero mi estatura me permitía mirar por encima de ellas con ponerme de puntillas. Fue entonces que escuché gruñidos que se iban moviendo conforme algunos productos del último pasillo caigan al suelo; lo intuía por el impacto de los mismos. Segundos más tarde, algo se alzó: una masa opaca, viscosa y sin forma se dejaba ver. Era mucho, mucho más grande de lo que lo recordaba; más grande que los anaqueles del local. La superficie de su piel burbujeaba con constancia, provocando que parte de su sustancia cayera y generara un sonido seseante muy característico.
Agaché la cabeza de inmediato. La ansiedad se apoderó de mí y mi respiración se agitó. Estaba consciente de que era una alucinación más, pero no tenía forma de frenar aquellas sensaciones. En lo único que pensaba era esconderme en cualquier zona cerrada hasta pasar el episodio. Había un baño al final del supermercado que podía usarlo para ese fin, sin embargo, estaba lejos de mi posición. No sabía si debía esprintar hasta allí o ir con cautela. Tenía tantos pensamientos revueltos que era complicado establecer un plan.
Oí los gorgoteos y los profundos gruñidos aproximarse hacia mi pasillo. Lentamente, me moví en la línea opuesta y me oculté detrás de una columna. Por suerte, el monstruo pasó de largo al otro extremo, pero dejé de verle por encima de los estantes. Debía hallar ese baño sea como fuese.
Con la pequeña cesta oscilando en mi agarre, empecé a caminar con la vista al frente y el oído atento. Por muy asustado que estaba, tenía mi concentración puesta en ambos sentidos y permanecía firme. El recorrido a través del corredor de legumbres se volvió estresante y eterno, cuando el trayecto de por sí era corto. Todo podía salir mal en una fracción de segundo... Y no se quedó como una posibilidad.
En un intento de mirar hacia atrás para medir distancias con la criatura, mi ingenuidad acabó pasándome factura en tiempo récord. Doblé hacia otra dirección al final el pasillo y, a tan solo pocos instantes de haberme percatado, estrellé la cara contra un letrero de metal. Traté de sostenerlo mientras caía, pero mis dedos se volvieron de mantequilla. Por consiguiente, una estrepitosa colisión hizo eco por todo el local, provocando que incluso dejara de sentir mis pulsaciones. La reverberación se disipó, un escalofrío escaló por mi espina dorsal y el grito gutural más horrendo que jamás haya escuchado rellenó el silencio que dominaba el espacio.
—¡Mierda! —exclamé en voz alta y levanté la mirada. Los baños estaban a pocos metros de mí, sin embargo, el monstruo se aproximaba desde mi lateral galopando a toda velocidad—. ¡A la mierda el plan!
Mis piernas hacían todo lo que podían con la adrenalina navegando por mis venas para llegar indemne a la salida. El retumbar de cada pisotón a mis espaldas y el siseo de la brea evaporándose cerca de mí, servían como empuje hacia mi huida. No obstante, cometí la equivocación de mirar atrás una vez más y sentí cómo mi cuerpo perdía las energías casi en un parpadeo. La imponencia de la criatura era, fuera de lo negativo, asombrosa. Fue así que, de repente, de su espalda brotaron largos tentáculos que intentaron desesperadamente agarrarme, pero apenas consiguieron rozar el aire a mi alrededor.
Entonces las puertas automáticas del supermercado se abrieron. La brisa de esa tarde de julio ingresó y se mezcló con el ambiente, el canto de las aves me llamaba. Estaba tan cerca de lograrlo...
—¡AH! ¡SUÉLTAME! —grité de extremo dolor luego de que dos tentáculos se enrollaran con firmeza a mis antebrazos.
Pude observar la piel de mis extremidades comenzar a derretirse de la misma forma que un helado al ser expuesto al calor. La sangre brotaba a chorros y caía con hilos largos de carne al suelo. Por instinto traté de zafarme, pero luchar era imposible ante la fuerza sobrenatural de este monstruo; no podía hacer nada al respecto. Un par de segundos se volvieron horas de absoluto sufrimiento. ¿Así era como se sentía el infierno?
Descendí arrodillado, derrotado y exhausto. Abruptamente, todo se había acallado, y estaba tan desorientado que no me percaté de ello hasta que un par de voces me hablaban a la distancia. Poco a poco se hacían más presentes, como si mi consciencia estuviera saliendo de una masa de agua. Jamás olvidaré esa sensación.
—¡Oye! —exclamó alguien a mi costado. Abrí los ojos y lo miré. Era uno de los guardias de seguridad del supermercado. Me tenía sujetado del brazo izquierdo, justo en donde uno de los apéndices del monstruo se había enroscado antes—. Sabes que tienes que pagar por todo eso, ¿no, muchacho?
—No importa el berrinche que hagas —habló otro de los de seguridad—. ¡Pagas o te vas de aquí sin nada! —este sostenía mi brazo derecho, del mismo modo que lo hizo el Hombre de Brea.
Había regresado al mundo real y aquel dolor intolerable quedó como un simple recuerdo agridulce ocasionado por mi inestabilidad mental.
—L-lo siento. No era mi... intención —contesté muy avergonzado, con la respiración abatida y sudando frío.
Ambos terminaron soltándome y recalcando que debía pagar por mis productos antes de irme. No quise oponerme, por lo que di media vuelta para pasar por caja y una enorme multitud de personas tenían sus miradas de desconcierto y temor sobre mí. Algunos susurraban entre sí, otros soportaban las ganas de reír. Mi desvarío debió de haber sido un completo espectáculo para ellos. Pensé en el rumor que se crearía luego de esto: de que el hijo de Amanda Barris se volvió demente. Tuvieron razón, he de admitirlo.
Si no hubiese sido por ese evento tan aterrador, no fuese comprendido la gravedad de la situación. No quería saber qué pasaría si mi realidad continuaba decayendo, quería, al menos, recuperar la paz que alguna vez tuve.
Necesitaba la ayuda de un profesional, y solo una persona venía a mi cabeza.




Continuará...

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