12. Cuarto fragmento
Nada de lo que sucedía parecía real. Traté de convencerme de que tal vez me encontraba en una especie de pesadilla bien elaborada. Pero la realidad, la mía en este caso, superaba con creces a cualquier ficción que alguna vez leí.
El problema radicaba en que mis amigos y yo estábamos puestos en contra de un enemigo prácticamente invencible. Huir sin ser detectados no iba a ser una tarea fácil, aunque, por suerte, la intensa oscuridad nos camuflaba. Sin embargo, pronto tendríamos que movernos y no estaba seguro de si el monstruo era capaz de ver. Podía oírlo gorgotear y su piel burbujear a pocos centímetros de mí, incluso sentir un intenso calor emanando de él. Su presencia me inquietaba demasiado, del mismo modo que desconocer el paradero de mis compañeros.
Los segundos se volvieron eternos. Mis ojos viajaban rápido de un lado a otro intentando percibir cualquier imagen o cualquier color. Mi corazón bombeaba sangre a toda prisa, mientras que mis pulmones parecían quedarse sin oxígeno. Esa sensación de pánico... Por poco superaba a los brotes psicóticos que llegarían en el futuro cercano. Rezaba para salir indemne de esa situación.
Como si el mismísimo Dios estuviese monitoreando los hilos del destino, el Hombre de Brea comenzó a alejarse. Por la dirección que tomó, deduje que se desplazaba hacia la zona del portal, lo cual nos venía de maravilla, ya que la salida estaba justo del lado contrario. Sus pasos eran lentos y torpes, y a cada que daba, grandes gotas de su misma sustancia caían al suelo y se evaporaban con leves siseos. En cuanto percibí que la su proximidad era lo suficientemente lejana, encendí mi linterna y dejé que la luz chocara con la superficie superior del escritorio. Mi mundo recuperó los colores.
—¿Qué se supone que haces? —articuló Kevin debajo de las mesas del otro extremo del sendero. Estaba tan asustado que todo su cuerpo temblaba.
Realicé un ademán con las manos para que mantuvieran la calma. Gerald se encontraba detrás de él, con una expresión mucho peor que su contraparte. Luego, asomé un poco la cabeza por el costado y alumbré a la criatura. Ya casi cruzaba el ventanal; parecía dar la impresión de estar buscando algo a través de la habitación.
Sea como fuere, ahora era el momento de actuar.
—Salgan con mucho cuidado y no hagan ningún ruido —susurré lo más bajo que podía y procedí a salir de debajo del escritorio con extrema precaución.
Ellos acataron mi orden y tardamos casi medio minuto en poder colocarnos de pie otra vez. Encendieron sus linternas y las dejaron bajas. Todo iba de maravilla.
—¡Joder! Mira lo majestuosa que se ve esa cosa —murmuró Kevin.
—Ni se te ocurra hacer alguna de tus estupideces —objeté siendo severo—. Debemos salir de aquí.
—Sí. Ya hemos t-tenido suficiente por hoy, Kev —repuso Gerald—. No q-q-quiero ser otra de las víctimas de la l-la leyenda.
El pelinegro frunció el ceño.
—Bien... Como ustedes quieran.
Así pues nos pusimos en marcha a paso tranquilo y silencioso hacia la libertad. El eco de aquellos gruñidos tan abominables resonaban por toda la sala de operaciones. Mis pies querían salir corriendo de allí a toda velocidad, pero arriesgar a cagarla en el último momento sería una acción deshonrosa. Gerald no tardó en adelantarme, estaba claro que tenía el mismo objetivo que yo, no obstante, a Kevin apenas podía oírlo arrastrar sus zapatos a mis espaldas.
Comprobé mis seis. Era una sorpresa muy grata recibir el panorama de mi guapo compañero estando a nada más y nada menos que dos metros de distancia del monstruo.
—Este malnacido... —insulté en voz baja.
—¿Qué coño es lo q-que le p-pasa? —el rubio también se dio cuenta de la escena.
Le indiqué que conservara su lugar conforme me acercaba agachado hacia el otro tonto. Me exasperé cuando lo vi sacar su cámara de fotos y levantarla con total confianza. Iba a llevarme a ese chico conmigo sin importar qué. Al instante, antes de evitar la catástrofe, efectuó una captura a la amalgama oscura conocida como el Hombre de Brea. El flash lo iluminó por completo y su enorme silueta se quedó plasmada en mi cerebro para siempre. Seguidamente, un ligero gemido es emitido por la criatura, sonando similar a cuando alguien se hace un cuestionamiento.
Me detuve en seco. Kevin, al percatarse de eso, llevó la luz de su antorcha directo a la cara sin rostro del enemigo. Este mantenía atención fija en el pelinegro, aun cuando no disponía de ojos. Empezó a pronunciar leves bufidos y brotaron de su espalda varios apéndices largos. Se estaba preparando para atacar.
En cuestión de un abrir y cerrar de ojos, moví la vista a una mesa adyacente a mí. Había una llave inglesa sobre ella. La cogí y me levanté.
—¡Oye, Hombre de Brea! —grité con todas mis fuerzas. Ambos individuos voltearon a mi dirección—. ¡Ve a buscarlo! —estiré el brazo y lancé el objeto al otro lado de la habitación.
Este, luego de un ligero silencio durante sus dos segundos de suspensión aérea, acabó estrellándose contra el resto del cristal que todavía permanecía incrustado en los marcos ventanales que antes aislaban al portal. Se creó tanto escándalo que la criatura pasó por completo de nosotros y corrió hacia la procedencia del ruido. Comprendí ahí que se guiaba a través del sonido, lo cual tenía sentido y se convirtió en una ventaja para el grupo. Sin embargo, su forma de desplazarse volvía la ecuación problemática, ya que galopaba de la misma manera que un gorila, sin mencionar la fuerza descomunal que ostentaba. No le fue dificultoso para el monstruo mandar a volar, incluso por encima de mí, aquellos escritorios que se interponían en su camino. Había que mantener la cabeza baja y los sentidos alerta en ese momento si queríamos sobrevivir para contarlo.
Kevin se reencontró conmigo, y, más tarde, nosotros con Gerald. Emprendimos fuga de inmediato, sin mirar atrás ni preocuparnos por lo que sucedería. En el pasillo principal podíamos escuchar cómo la criatura golpeaba y azotaba las cosas en la sala de operaciones. Parecía furioso, y no quería estar cerca para cuando empezara a darnos caza.
—Hombre, ¡la leyenda es cierta! —exclamó el pelinegro en voz baja y con mucha euforia—. Lo tenía cara a cara. ¡Fue asombroso!
—Sí, y también casi haces que te maten —mencioné muy disgustado.
—Pero no fue así.
Suspiré para relajarme.
—Movámonos con cuidado y sin llamar la atención, ¿está bien?
—Por favor, Jake, nada malo nos va a... —se vio repentinamente callado al tropezarse con un pequeño desnivel del suelo. Conseguí agarrarlo del brazo antes de que cayera, pero el peso de mi mirada lo ponía en peligro de terminar abajo—. ¿Ves? Nada malo sucedió —sonrió, se soltó y continuó caminando.
—Kevin, esto no es g-g-gracioso —opinó Gerald tomando la delantera—. La leyenda dice que t-todo aquel que entra a esta base jamás r-regresa. Claro que nosotros rompimos un p-p-poco esa verdad, pero eso no nos exenta de llegar a m-morir.
—Por favor, Geri, acabas de ver lo tonto que es. Ese se acordará de nosotros cuando ya hayamos llegado a nuestros hogares.
—Lo dices c-como si supieras cómo se c-comporta.
—Los monstruos son así: torpes y tontos. Si te dejas atrapar por él, es porque también eres igual de tonto.
—Nunca s-s-subestimes a un depredador, Kevin.
Entonces, en medio de su acalorada discusión, algo masculló desde la lejanía, por delante de nosotros. Fui el único que lo notó, por lo que no supe determinar si fue una jugarreta de mi mente gracias al miedo. Aunque, así como llegó el sonido, se piró.
—¿Sí? Bueno, yo opino que te puedes ir a la mierda.
—Oye, oye —intervine—. Ya te estás pasando de la raya.
El tartamudo liberó una leve risa.
—¿En serio? Pues, yo digo q-que te puedes m-m-meter tu opinión por el culo.
Era maravilloso. Ahora se había sumado evitar que esos dos incompetentes se mataran el uno al otro porque simplemente no podían quedarse callados hasta estar a salvo en la superficie. Lo único salvable era que no gritaban como políticos excitados, pero deseaba que se enfocaran más en salir. Traté de hacerlos entrar en razón; no hubo resultados.
Me encontraba tan abstraído en evitar que alguno de los dos cometiera asesinato, que, sin ninguna advertencia, un carrito transportador salió a gran velocidad de una oficina cercana. Gerald, quien iba al frente, se comió de lleno el impacto de aquel armatoste por su costado, haciéndolo caer con fuerza. El estruendo de los utensilios quirúrgicos, y del carro en general, retumbó por todo el corredor. Un pequeño gruñido también se oyó dentro del escándalo, lo cual me puso los pelos de punta. Al mirar hacia abajo, me llevé la sorpresa de que una pequeña masa negra y viscosa se ocultaba detrás del umbral de la puerta por donde el transporte apareció.
A partir de ahí, mi cerebro dejó de ser racional. ¿Qué se suponía que era eso? ¿Había «Duendes de Brea» buscando sabotearnos? ¿Cómo podía ser posible? Aunque eso no era ni tan siquiera lo peor, ya que un enorme rugido viajó hasta nuestra posición desde la dirección de la sala de operaciones.
Luego de eso, una serie de galopes pesados y contundentes nos indicaron que teníamos que comenzar a correr.
—¡Maldita sea, Jake! ¡Ahí viene! —expresó Kevin con gran terror mientras me ayudaba a levantar a Gerald.
—¿S-saben dónde está la s-salida? —preguntó el rubio igual de alterado.
—Esperemos que la suerte esté de nuestro lado —respondí.
Sin mucha más dilación, iniciamos carrera sin preocuparnos por mirar a atrás. Sabíamos a la perfección que nos habíamos convertido en la presa de aquella aberración, y el sonido de nuestros pasos era como migajas de pan que lo guiaban cual pájaro hambriento. Esa tensión provocó que se nos tornara complicado concentrarnos y reconocer los cruces adecuados para escapar de ese endemoniado laberinto.
En un punto del recorrido, doblamos hacia la izquierda y, sin detenernos, llegamos a una pequeña sala de generadores. Era claustrofóbica y polvorienta.
—¿Dónde estamos? —cuestionó Gerald.
—Creo que... dimos mal un giro —contestó agitado el pelinegro.
Dimos media vuelta para regresar, pero ya era tarde. Oímos con claridad cómo la criatura se acercaba a gran velocidad por el pasillo. Estábamos acorralados.
—¿Ahora qué?
Indagando en la penumbra, discerní una pequeña cabina de seguridad con ventanillas en sus paneles a pocos pasos de la entrada.
—Hacia allí. ¡Vamos! —les ordené.
En cuanto entramos, el correteo ya se había calmado, sin embargo, eso no significaba que dejamos de escucharle aproximarse. Instantes más tarde, hizo acto de presencia dedicándose a examinar las vibraciones del aire por cualquier discrepancia sonora que hubiera en el ambiente. Los tentáculos que brotaban de su espalda ondulaban en el aire sin parar, de una manera que pareciera estar olfateando todo lo que lo rodeaba. Agradecí un montón poder utilizar la linterna para verle porque, si no, habríamos muerto antes de eso. No lidiábamos contra un monstruo tonto, sino con un depredador formidable.
Segundos después, el Hombre de Brea realizó una hazaña que ninguno de nosotros creía posible en ese momento. Pasó a sostenerse sobre sus piernas y en diferentes partes de su cuerpo comenzaron a crearse una serie de pústulas anormales que, al cabo de poco tiempo, explotaron. De ellas excretaron porciones de su misma masa, era desagradable. Pero apenas se trataba del principio, ya que aquellos «pedazos de carne» se movían por cuenta propia. Se arrastraban a través del suelo, palpitando y emitiendo un sonido asqueroso conforme lo hacían, hasta que poco a poco dos pequeñas extremidades inferiores se formaron en cada uno de ellos y les permitían una autonomía más completa. Eran cinco duendes los que merodeaban el lugar, tratando de encontrarnos.
Casualmente, una de esas criaturas se aventuró a la cabina. Medía menos de veinte centímetros de altura, algo bastante grande para ser restos de vómito corrosivo. Podía considerarse una versión en miniatura del monstruo, aunque mucho más simple y torpe.
—No hagan ruido —articulé con la boca.
Mis compañeros, muertos del miedo, asintieron y procedimos a pegarnos lo más que podíamos a la pared contraria de la ventana para evitar interponernos en el camino del pequeño bicho. Por suerte, solo entró, se quedó durante unos segundos y luego salió como si nada. Pudimos sentirnos menos tensos, no obstante, todavía teníamos un problema entre nuestras manos.
—Tenemos que salir de aquí, ahora —susurró el pelinegro.
—¿Sí? ¿Cuál es el p-plan? —cuestionó el tartamudo en el mismo tono.
—Irnos corriendo parece ser muy bueno para mí.
—Si es q-q-que quieres m-morir en el intento.
—¿Podrían dejar de susurrar por un momento? —les reclamé.
—¿Tienes algún plan?
Antes había funcionado distraerlo con una llave inglesa, por lo que de inmediato pensé en recrear la acción para conseguir algo de tiempo extra. La ventaja de encontrarnos en una pequeña oficina, era que casi todos los objetos servían a la causa. Justo a un lado de mí, sobre el escritorio, había una taza vacía, perfecta para lo que nos competía.
—Síganme y manténganse agachados —ordené mediante señas.
Salimos gateando en fila india, yendo yo de primero y manteniendo los ojos sobre la abominación. Estaba tan nervioso que mi instinto de supervivencia y mi razón no conseguían ponerse de acuerdo. Quería moverme más rápido, pero no podía precipitarme solo porque necesitaba un cambio de pantalones. Además, tenía a pequeñas patrullas dando vueltas por el lugar que no dudarían en avisarle a su mandamás o lanzarnos cosas para herirnos. ¿Cómo era que una sustancia gozaba de tanta inteligencia? No lo comprendía.
Una vez llegamos a la entrada, di media vuelta y les indiqué a mis amigos que se colocaran detrás de mí. Era el momento de ver si todos esos años practicando lanzamiento de pelota, para un deporte al que nunca llegué a participar de manera profesional, servían para algo. Por consiguiente, me arrodillé en una sola pierna y preparé el brazo; tenía que ser perfecto, o, por lo menos, lo suficientemente bueno como para tener tiempo de sobra para huir. Mis compañeros apuntaron sus linternas hacia el interior para ayudarme a tener una mejor visión. Al instante, sé a dónde arrojaré el objeto. Respiré profundo y, con un giro singular, lancé aquella taza lo más lejos que mi fuerza me permitía.
El característico sonido de la cerámica partiéndose en varios pedazos, y los pesados pasos del monstruo dirigiéndose al área perturbada, era el indicativo para emprender vuelo. Nos apuramos a un paso tan vertiginoso como nuestros cuerpos repletos de terror podían reaccionar. Sorteamos escombros y doblamos caminos como todos unos expertos en la materia.
Un rayo de esperanza se mostró ante los tres cuando conseguimos dar con el pasillo que daba hacia la libertad.
—¡Ahí está! ¡La salida! —señaló Kevin tomando la delantera.
—¡No se detengan! —decreté.
El Hombre de Brea se había quedado atrás, ni siquiera nos perseguía. Estábamos por salir de ese infierno, ilesos y a punto de hacer historia como ninguna otra persona lo habría hecho. Todas esas cosas que alguna vez escuchamos acerca de que nadie sobrevivía al encontrarse con dicha criatura, las convertiríamos en puras patrañas. Unos estudiantes de secundaria demostrarían que la leyenda, además de cierta, no era algo para qué temerle.
—Esto va a s-ser una historia para recordar, muchachos —comentó Gerald con una leve sonrisa—. Cuando c-contemos lo que nos p-p-pasó, vamos a ser los reyes de... —repentinamente se calló y un golpe contundente nubló cualquier otro estímulo sonoro del lugar.
Me detuve en seco. Lo siguiente que vi fue a él, mi amigo rubio, tirado en el suelo y con un montón de sangre brotando de su pierna. Algo negro cubría parte de su extremidad. Se la estaba comiendo. Era... brea.
Continuará...
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