Capítulo 8
Aquel tono casi ridículo y difamatorio, los tenía a todos con las bocas abiertas. La rusa soltó blasfemias en su idioma natal y nadie tenía el conocimiento de qué era lo que había dicho, tenía los penetrantes ojos oscuros anclados en quien una vez fue su pareja.
Por su parte, el resto de los presentes se negaban a aceptar la idea que ella tenía sobre la culpabilidad de un miembro de la policía, uno que compartió con ellos en la misma mesa y que, incluso, estuvo involucrado en el caso por varios meses hasta que la misma Petrova lo echó de su lado.
—¡Miguel es el maldito perro que ha desaparecido a todos estos! —gritó en un arranque mientras señalaba las imágenes que estaban en una enorme pared—. ¡Fue él! ¡¿No lo entienden?!
Sevilla tomó a Regina del brazo y la sentó de una sobre una silla. Todos estaban cansados y estaba claro que ella había perdido la razón.
—¡¿Enloqueciste?! No tienes pruebas de lo que dices...
—¡Sí las tengo! —Se puso de pie de nuevo y limpió la nariz con la manga de su ropa—. Miguel era el único que estaba al tanto de todo, además de ti, Marcus. Él sabía que la supuesta evidencia que se encontró era falsa, por eso no apareció el malnacido cuando yo estaba segura de que volvería al parque o al hospital a terminar lo que inició.
—¡Sí yo lo sabía, pero eso no es razón para que...! —repuso el hombre en un arranque por salvarse a sí mismo.
—Lo que es todavía más evidente —interrumpió la rusa frente a Miguel—, es que solo tú estuviste conmigo cuando arrestamos a Jim. Nadie más supo que el hombre era un cobarde dispuesto a hablar.
Los ojos de todos se posicionaron sobre el investigador forense, aquel estaba luchando por demostrar su inocencia.
—¡Estaba vigilado, tú misma lo señalaste! —respondió en su defensa.
—Pero casualmente, nuestro investigador forense nunca encuentra muestras de sangre, cabellos o ADN que podamos utilizar, ni una sóla migaja que yo pudiera rastrear. —Regina ahora lucía mucho más coherente, con cierta fuerza en la voz que le daba seguridad—. ¡No encontraste micrófonos en la maldita oficina y ni una huella dactilar en el departamento del soplón!
Sevilla estaba preocupado, no sabía que era peor, si el hecho de que su mejor agente hubiese perdido la cordura o la idea de que su investigador forense fuera un verdadero criminal. Cualquiera de los dos casos, sucedieron en sus narices y eso lo dejaba todavía aun más mal parado que no haber resuelto el caso.
—Regina, necesito que te calmes y me des las pruebas de lo que estás diciendo —indicó el dirigente con el agotado semblante que fingía lideresa.
La rusa respiraba hondo, el pecho se inflaba y luego desalojaba el aire con la misma fuerza, desvió los ojos de su enemigo hacia su jefe, quien aguardaba por la respuesta.
—No las tengo. —Fue todo lo que pudo responder.
Por su parte, Miguel arrugó la boca, cerró los puños y soltó parte del desahogo, haciendo lo único que podía hacer para salvar a su expareja de un destino mucho peor que el despido. Así que, fue a la parte trasera del escritorio de ella, abrió un cajón y sacó las pastillas que tanto Jane como Sevilla reconocían.
El hombre de los cabellos blancos destensó cada músculo de su cansado cuerpo, más evidencias no podía pedir.
—¿Las consumiste de nuevo? —cuestionó con la firmeza en la voz que intimidaba a cualquiera que no fuera Petrova.
La detective no desvió la mirada de Miguel, le estaba declarando la guerra en total silencio. Asintió con la cabeza y mordió el labio inferior para evitar lastimar todavía más los sentimientos de Sevilla.
»Bien —dijo el hombre con el dolor en la cara—. Entrega tu placa y el arma.
En un arrebatado movimiento, Regina colocó ambas cosas en las manos del comandante.
»Sobra decir que...
—No tienes nada que decir, Marcus —interrumpió Petrova, extendiendo ambos brazos y mirándolos a todos con desprecio—. Yo únicamente espero que cualquiera de los incompetentes que trabajan en este lugar, logren dar con el bastardo que nos está ganando con una mano en la cintura.
Enseguida tomó el celular y las pastillas para después dirigirse a pasos agigantados rumbo a la salida.
—Ve tras ella, Jane. Asegúrate de que llegue a casa y que descanse —indicó Sevilla, al tiempo que la vio marcharse.
A las afueras de la comandancia, la rubia alcanzó a su amiga estando a punto de hacer una llamada para solicitar un taxy.
—¡Espera, déjame ir contigo! —exclamó detrás de esta.
—¡No, Jane! ¡Quiero estar sola, déjame, por favor! Iré a mi departamento, no beberé, no pensaré en el caso, yo necesito estar sola y dormir —gritó con el ahogo en la garganta.
—Es que... Regina. ¿Cómo se te pudo ocurrir que Miguel...? —reprendió Jane en un lamento.
—¡No lo sé! ¡Fue un impulso estúpido! —confesó la pelinegra con ambas manos en la cara—. Arruiné mi carrera y ahora no tengo más remedio que volver a Rusia.
La majestuosidad del cielo fue iluminada bajo la fuerza de un relámpago que informaba sobre la lluvia que caería aquella lamentable noche.
—No necesariamente, te buscaremos algo más... —emitió la rubia casi suplicante.
—¡No lo entiendes! Estoy aquí solo por esto, no sé hacer otra cosa, mi visa de trabajo acabó con el empleo y seré deportada —dijo entre jadeos que parecían llanto.
Jane llevó ambas manos a la cara, puesto que estaba cerca de perder a quien fuera su mejor amiga.
—Llegó tu Uber —señaló la puerta—. Ve a descansar, llámame cuando llegues y yo iré mañana temprano, ¿de acuerdo?
Regina respondió con un movimiento de cabeza y sin más se subió al automóvil que aguardaba por ella.
Al llegar a su departamento, la mujer envió el mensaje que Jane le solicitó y luego corrió al refrigerador de donde sacó una botella de Vodka, buscó un vaso, lo sirvió a tope, caminó por la oscuridad y jaló el cable de la lámpara que iluminó la pared del fondo. El lugar no era diferente a un espectacular de desaparecidos, era un atroz y enigmático registro de cada hombre y mujer que figuraba en el caso Box.
Fuera de parecer lógico, era aterrador y enfermizo, tras cada evento, Regina volvía a casa luego de trabajar todo el día en su escritorio para continuar con aquello que buscaba develar en su asombrosa cabeza. De vez en cuando se permitía un descanso, pero siempre terminaba en los siniestros lugares donde las víctimas fueron vistas por última vez.
Pasó cerca de una hora, estando de pie, analizando cada línea roja que enlazaba un caso con el otro, en su mente solo resonaba la idea de que debía ser un único hombre, uno cuya capacidad de perfección fuera tan elevada que había algo que estaba vendando los ojos de Regina.
Las conjeturas fueron entorpecidas cuando escuchó su puerta ser golpeada. Entrecerró los ojos y resopló con la idea de que se trataba de Jane o Miguel.
—¡Estoy bien, Jane! ¡Te dije que quería estar sola! —dijo en un grito sin moverse de su lugar.
—No soy, Jane ؒ—respondió una gruesa voz que Regina reconoció con agilidad, puesto que nada más conocía a una persona con ese particular acento turco.
»Soy Víctor, Jane me dijo que estarías en casa.
La mujer hizo una mueca, parpadeó un par de veces y volvió el rostro hacia la puerta. El reloj marcaba las once de la noche, ¿no se suponía que debía estar trabajando? No, por supuesto que estaría ahí para ella, sonrió a levedad y se encaminó a la entrada mientras escuchaba la gran cantidad de agua que caía del cielo.
—¿Qué necesitas? —soltó al tiempo que abría la puerta. Frente a ella, estaba un hombre empapado de los pies a la cabeza, con una bolsa de comida en una mano y una botella de vino en la otra.
Los ojos oscuros estaban quietos en la botella de alcohol, ese entorpecedor líquido que necesitaba en ese amargo momento.
»Pasa... —resolvió estirando una mano para tomar la botella.
Víctor dio tres pasos y en su ingreso se encontró con el lúgubre y desalineado lugar en el que vivía la detective. La iluminación era escasa, la lluvia resonaba en el interior, había trastes acumulados en la cocina, ropa por todos lados y polvo apoderándose de cada centímetro del espacio. Sin embargo, el descontrol que había en el departamento de Regina, no fue lo que más aturdió la cabeza del chef, aquella monumental pared, llena de notas, fotografías y mapas, provocó cierto recelo en el hombre.
»Evidentemente, no soy tan pulcra como tú —explicó la rusa empleando su idioma natal.
Víctor sonrió con ligereza y colocó la mirada en la mujer que había estado procurando desde que la conoció.
—No importa. No estoy aquí para juzgarte —dijo con un acercamiento.
—Entonces... ¿a qué has venido? —cuestionó correspondiendo a todo intento de seducción que el hombre estaba haciendo sin siquiera haberle tocado uno de los cabellos.
—No respondiste a ninguna de mis llamadas.
—Estaba ocupada —replicó señalando la pared con la cabeza.
La tensión sexual aparecía en cada gesticulación que ambos hacían. El pecho de Regina estaba por explotar y la excitación en el cuerpo de Víctor era algo más que evidente.
—¿Y ahora? —preguntó el chef luego de tragar saliva.
Regina no desvió la mirada, lo necesitaba tanto que se olvidó de todo lo que le estaba haciendo daño, se colgó del cuello de hombre con la clara intención de besarlo con toda la fuerza y la pasión que yacía en su cuerpo. El cielo rugió a las afueras del departamento. Sin embargo, la piel de Regina y Víctor no hicieron más que conectarse en el agresivo y salvaje encuentro que los incitaba al orgasmo.
Cayeron desnudos sobre la cama, doblegados por el roce de un cuerpo contra el otro, el fuego ardiente sofocándoles desde las profundidades de los demonios que buscaban satisfacerse. La rusa intentó controlar el encuentro, mas no pudo con la brutalidad y fuerza del turco, aquel que demanda el éxtasis que la mujer le provocaba. Era casi una adicción de la que no quería presidir, a pesar de que esta se negara a ser amada a su modo.
Las intensas embestidas fueron al ritmo de la densa lluvia que no daba tregua. Los cuerpos sudorosos no lamentaban el esfuerzo, sino que, muy por el contrario, venían los espasmos de placer que surgieron a raíz del placentero encuentro.
Después de la intensidad de varios minutos confabulados, los pulmones se expandían a fin de recuperar el aire que parecía faltarles, era un deseo no planeado desde el punto de vista de la detective, abrió los ojos a lentitud y se topó con el reflejo de un hombre agotado y satisfecho al mismo tiempo.
—Hora de la cena —dijo caminando con el trasero expuesto en busca de sus ropas.
Regina se giró y una espontánea sonrisa le apareció en el rostro.
—Que bueno que viniste preparado —comentó empleando un tono de gracia que Víctor desconocía en la rígida mujer.
Luego de acercarse a la cocina, la rusa observó al meticuloso hombre desenvolviendo la comida que tomó de su restaurante. Cogió dos vasos del fregadero, los lavó y sirvió el líquido que provenía de la botella.
Regina omitió decir algo y se concentró el mural diseñado para espantar, aquel que estaba a un costado de la mesa.
—Lamento que tengas que comer con esto —manifestó señalando la tenebrosa búsqueda de desaparecidos, mientras se vestía de nuevo.
Víctor estiró la silla para que Regina se sentara, luego él hizo lo mismo a su derecha. Tomó el vaso que tenía servido y fijó la oscuridad de sus ojos en la pared.
—Cualquiera podría decirte que asusta. Sin embargo, me es casi una obra de arte.
El semblante de Regina cambió, al tiempo que lo observaba.
»Es tu trabajo y lo entiendo, pero puedo ver el desespero, el dolor; siento ese descomunal llanto provocado en los familiares de los desaparecidos —explicó en un susurro que era apenas percibible debido a la cantidad de agua que caía afuera.
—No tengo idea de qué les pasó. —Regina Volvió el rostro hacia la pared—. Creí que lo lograría, pensé que tenía la capacidad resolverlo, pero... Ese malnacido es demasiado listo.
—¿Lo crees? —cuestionó el hombre dándole otro sorbo al vino y una naciente atracción hacia la mujer.
Ahora la rusa se enderezó en la silla, levantó el mentón y curvó levemente los labios.
—Es... impecable en su trabajo, acosador, detallista y sobre todo... inteligente.
—Supongo que debe serlo si no has podido...
—Aunque... —interrumpió con la seguridad en la voz que la caracterizaba—, no es más inteligente que yo.
Esta vez, Víctor tragó saliva y mantuvo el duelo de miradas que había comenzado con la mujer que estaba del otro lado de la mesa.
—¿Por qué lo...?
—Fuiste idiota al acercarte a mí —agregó Regina con el pecho a punto de estallar—. Debiste quedarte en la oscuridad, como la rata sucia de alcantarilla que eres.
El turco sonrió levemente, relamió el labio e intentó continuar con su papel.
—¿Regina has enloquecido? —preguntó al tiempo que buscaba ponerse de pie.
No obstante, la detective ya tenía una pistola apuntándole por debajo de la mesa.
—¡Cuidado con tus movimientos! —gritó buscando contenerlo—. Yo no soy una ciudadana ejemplar de los Estados Unidos. Soy una mujer rusa desquiciada que recién perdió su trabajo y todo gracias a ti.
Aquel permitió que una satisfactoria sonrisa surgiera de sus labios, bajó levemente los ojos y supo que ella estaba armada y apuntándole a los miembros.
—¡Ah, Regina! Creí que este juego podría durar un poco más —confesó finalmente a sabiendas de que ya no tenía remedio—. No pensé que tenerte cercas, me causara tantas cosas.
»¿Sabes? Cuando te miraba en televisión, me parecías una lamentable detective con sueños de fama —comentó con arrogancia y bebiendo del vaso—. También creí que no eras suficiente para mí, tu noviecillo te mantuvo entretenida por varios meses, mientras yo hacía lo necesario para continuar con mi ilustre labor.
»Dos o tres veces, almorcé en los mismos lugares que tú, otras tantas caminé a tus espaldas y casi puedo asegurarte que te veía dormir.
El pecho de Regina se crecía a grandes velocidades, era una evidente traición hacia su estabilidad y reflejo de fuerza, esa que estaba cerca de colapsar.
»Pensé en hablarte, muchas veces creí que tenía que conocerte de cerca, y luego, la vida fue buena conmigo y te puso en una mesa de mi restaurante. —Tragó saliva y acarició su labio—. Fuiste perfecta. Hablaste poco, te portaste esquiva, renuente, además está toda esa aura de misterio y fuerza que te rodea.
—¿Qué quieres? —interrumpió la pelinegra desafiándolo a decir la verdad—. ¿Me vas a desaparecer? ¿Harás conmigo lo mismo que le has hecho a las veinte personas del caso Box?
—¿Lo mismo? No, claro que no. Tú no cumples con los requisitos. Tú estarás para mi deleite —aseguró golpeando la mesa con el dedo anular.
—¿Qué les hiciste? —Se atrevió a preguntar la rusa. Tenía miedo de la respuesta, pero era mayor su necesidad por resolver el rompecabezas.
—Te lo diré después. Por ahora quiero saber, ¿cómo lo supiste?
En ese último instante, la voz sonó diferente, más gruesa y penetrante, una que infringía miedo en las mentes de quien la escuchara. Ella se despreocupó del temblor de su quijada y la sudoración en las manos, estaba negada a la idea de demostrarle, aunque fuera un detalle de debilidad.
—Te lo dije hace un momento, tenía el perfil y tú llegaste a encajar en él: meticuloso, acosador, inteligente. Luego el chico que se te escapó, me reveló tu físico: alto con la complexión de un luchador, la primera noche que tuvimos sexo lo intuí por tus agarres. Hoy reconocí la herida que traes en la pierna, necesitaba estar segura y solo si te desnudaba lo sabría.
La mujer sonrió para sí misma, se sentía satisfecha con el trabajo que hizo hasta el momento.
»Por otro lado, desperté drogada la mañana de nuestro primer encuentro, ¿de verdad creíste que no lo notaría? No tomé mis pastillas, ni bebí en exceso como quisiste hacerme pensar —explicó sin retirarle la atención a quien tenía de frente—. Los antidepresivos que consumo estuvieron en mi escritorio todo el tiempo y luego volvieron a mí los vagos recuerdos de tu salida aquella noche. Me buscaste y me llevaste a la cama para crearte una coartada, se suponía que estabas conmigo cuando ocurriera la desaparición de Michael, pero las cosas no sucedieron a tu favor, ¿cierto? Querías verme trabajar de cerca, experimentar en carne propia la desesperación que hay detrás de tus asquerosos actos.
Por debajo de la mesa, Regina mantenía el pulso firme con la pistola en mano, estaba decidida a acabar con él apenas hiciera un movimiento en falso.
»Finalmente, cuándo leí la última tarjeta, lo supe; me tenías vigilada utilizando las flores, por eso las enviabas cada día. Cada revelación en el caso se hizo frente a mi escritorio: el asunto de Michael, las evidencias falsas, el imbécil de tu soplón y mi despido. Por eso estás aquí, viniste a regocijarte una vez que me vieras derrotada y acabada. —Rio por lo alto—. Aunque... no sucedió. Te lo dije, fui más inteligente.
El turco la miró fijo, pero no se trataba de una sorpresiva mirada, ni una intimidatoria o aterrorizada, sino que, muy por el contrario, era un semblante reconocido para Regina. Uno que ella no planeó.
—Me provocas... —replicó el hombre en medio del deleite de la confesión de Regina—, tu sagacidad, ese temperamento y tu inquietante capacidad. Bien podría hacerte el amor ahora mismo.
Petrova no mostró su temple, movió ligeramente la cabeza y se mantuvo firme sin soltar palabra.
»Ven conmigo, ya estás despedida —soltó con el acento turco y un evidente brillo en la mirada.
—¡¿De verdad crees que aceptaré?! ¡Acabaste con mi carrera y con la vida de todas esas personas y piensas que aceptaré?! —cuestionó en grito lleno de furia.
Un relámpago se hizo presente provocando un apagón, al instante, Víctor aprovechó el descuido de la rusa para volar sobre la mesa y lanzarse por encima de la mujer. Regina apenas si pudo verlo cuando ella ya estaba en el piso con él sobre ella. Forcejearon en la frialdad del suelo, aun cuando la fuerza de Víctor fuera mucho mayor, logró zafar una mano del agarre y le arañó la cara, aquello llenó de ira al fuerte hombre, puesto que alzó una mano para golpearle la cara, fue tal el porrazo que Regina terminó desmayada en el piso de su oscuro departamento.
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