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Capítulo 13

La rusa abrió los ojos con lentitud, luego de haber dormido varias horas en la cama de un hospital, los labios estaban resecos y seguía conectada a una intravenosa. Quiso arrancarse el catete, pero las esposas que la ataban a la cama le limitaron los movimientos. Observó en todas direcciones con desespero, impaciente por averiguar lo que iba a sucederle, notó el par de guardias que custodiaban la puerta y recordó rápidamente el funesto encuentro con sus antiguos compañeros del departamento policiaco en el que trabajó. Comprendió que el caso Box culminó convirtiéndola en una criminal, lejos de una heroína como sus recónditos instintos lo creyeron alguna vez.

La enfermera entró a su habitación y Regina mantuvo su atención en la mujer que evitaba hacer contacto visual con ella, entonces lo supo, el mundo la creía una caníbal. Horas después y luego de una serie de visitas médicas, la rusa fue dada de alta, aun cuando ella sabía que no volvería a su departamento a fin de llorar en silencio o hacer sus maletas para volver a su país natal. No, en vez de ello, iría a la comandancia, tras las rejas, para rendir información sobre lo que se supone hizo con las víctimas del caso Box.

—Es absurdo —dijo en voz alta, permitiendo que su cabeza cediera sobre la almohada.

—Lo es —replicó Miguel apareciendo en la puerta de la habitación, notó la interrogante en la cara y le regaló una diminuta sonrisa—. Me han enviado a custodiar tu regreso.

—El regreso de una delincuente —repuso Regina, mostrándose resignada.

—El regreso de una la detective que resolvió el caso más oscuro de Florida —aclaró él con la idea de que se relajara un poco.

—Estas esposas dicen lo contrario —argumentó Regina, agitando la mano que seguía esposada.

—Lo siento, yo me encargo—. Miguel sacó una pequeña llave plateada del bolsillo y la liberó de las esposas. Luego puso sobre la cama una bolsa del centro comercial—. vístete, tenemos trabajo.

—¿Trabajo? ¿A qué te refieres? Marcus me sacó del caso y yo no...

—Lo resolviste —interrumpió el investigador con la mirada fija sobre ella—. Nadie más se quedaría con el crédito de lo que hiciste.

Miguel sacó del bolsillo el mismo papel que trajo con él desde días atrás, lo puso en la mano de la rusa y volvió a sonreír, confiado de que esta le respondería, aun cuando no fue así.

No entendía nada de lo que Miguel dijo, una vez que subió a la ambulancia, no supo más sobre su destino, apenas si percibió la sirena, las luces y los breves cuestionamientos de los médicos. Ahora despertaba con la noticia de que sería puesta en libertad. Miguel hablaba de su regreso; sin embargo, un leve resentimiento la hacía dudar de tal acción.

Durante el camino no habló mucho, mantuvo los ojos firmes en la ventana, mientras Ledezma conducía la camioneta blindada en la que fue transportada.

—Identificamos los restos —mencionó el joven con la idea de hacer algo de conversación.

Un pequeño nudo apareció en la garganta de Regina, no era una mujer que se doblegara o que sucumbiera al llanto, pero esa ocasión, las lágrimas se apoderaron de su frío semblante para exhibir los estragos de su interior.

Por su parte, Miguel se sorprendió tanto, que detuvo la camioneta en el primer espacio en el que se pudo estacionar, estiró la mano y le permitió que colocara su cabeza sobre su hombro, así terminaría sacando cada gota de dolor que cargaba consigo.

—¿Qué sucede? —preguntó él después de creer que lo peor había pasado.

La mujer limpió el rostro y escondió los ojos que no estaba dispuesta a compartir con el mundo, no con la humedad que surgía de ellos.

—Toda esa gente...

—Está resuelto —interceptó Ledezma.

—¡No, no lo está! ¿No lo ves? Víctor era un chef, un simple eslabón —replicó cubriendo la boca.

—Tenemos una lista de clientes y...

—No, Miguel, escúchame. Esto es más grande —agregó ella en un susurro.

El investigador quedó paralizado, suponer que la idea era cierta, le provocaba algo más que simple repulsión. Era temor ante los oscuros secretos de las abultadas bolsas de los millonarios.

Llegaron a la comandancia y en el interior había una serie de letreros que le daban la bienvenida a Petrova, a quien le pareció obvio el hecho de que fue un acto sólo de Jane y no del resto de los compañeros con los que no tenía una relación. Sin embargo, el personal sí estaba contento de tenerla de vuelta, sobre todo, porque Miguel se encargó de demostrar la inocencia de la rusa durante el tiempo que ella estuvo en el hospital.

Jane se colgó del cuerpo de su amiga y a esta no le quedó otro remedio que responder el abrazo, tomó las flores que le dio y bromeó diciendo que no existía un micrófono en su interior.

Sevilla estaba en la puerta de su oficina con su característico semblante paternal que no ocultaba ante los demás, Regina era su protegida y el resto de los agentes lo tenían claro. La detective dejó sobre el escritorio la rosas y fue directo hacia Sevilla, este le extendió la mano en modo de saludo y le pidió entrar.

Una vez en el interior, Regina miró la silla negra en la que detestaba sentarse, se sentía igual que en la dirección de la escuela donde constantemente terminaba por no ser partícipe de las actividades en grupo.

—Siéntate —pidió Sevilla.

—Estoy bien —respondió ella, evitando el contacto visual.

—¡Pon tu ruso trasero en esa silla y déjame hablar! —expuso el hombre que solía perder la paciencia con facilidad.

Regina infló el pecho al tiempo que hacía una mueca con los labios, dio un paso hacia delante y tomó el lugar que le pidió el comandante.

»Miguel revisó la evidencia y fuiste liberada de toda sospecha, además el tal Víctor confesó ser el único.

—¿Necesitabas de todo eso para creerme? —cuestionó Regina con firmeza.

—Sabes que creo en ti, pero...

—Da igual, requeriste del papeleo, ya lo tienes y por eso me crees—. Se enderezó sobre la silla y se inclinó al frente—. Eso no importa, pero lo que sí e relevante es que ese hombre te mintió.

Marcus entrecerró los ojos, unió ambas manos y enderezó el cuerpo.

—¿De qué me hablas?

—Él no es el único, me lo confesó. Me dijo que se trataba de una especie de secta, allá afuera, en el mundo, existen los caníbales conviviendo entre la sociedad.

—Regina, lo que dices es...

—¡Tienes que creerme, Marcus! Este hombre es un simple escalón—. Señaló la puerta con el dedo índice.

—No tenemos evidencia —dijo el comandante con la voz temblorosa.

—Yo la conseguiré. Ponme un micrófono y déjame hablar con él. Te prometo que después de esto me marcharé —declaró ella, poniéndose de pie.

—¿A dónde? —interrogó Sevilla, puesto que no estaba dispuesto a dejar ir a su mejor detective.

Regina le dio la espalda, no quería aceptar que el caso le afectó más de lo que debería.

—Volveré a Rusia,

—Sabes que tu lugar no es allá.

—Tampoco aquí —comunicó ella tajante con los brazos entrelazados—. Conseguiré grabar sus propias palabras y luego me iré.

—Regina, si es por lo de tu despido, te ruego que entiendas que...

—No tiene nada que ver eso, Marcus—. Giró de nuevo el cuerpo para estar frente a su antiguo jefe— ¿Por qué nadie lo ve? Esto no acabará aquí, no habrá manera de solucionar este problema, estamos hablando de gente poderosa con millones de dólares en ridículos servicios culinarios. ¡Es un asco, pero existe una red de tráfico a nivel mundial!

—¡Entonces te necesito aquí! —manifestó el hombre colocándose de pie y golpeando el escritorio.

—Es que yo ya no soy lo suficiente fuerte para...

La puerta se abrió de golpe, Sevilla señaló con la cabeza hacia la puerta y Regina volvió el rostro para encontrarse con la fría mirada de su padre frente a ella. Una energía la sacudió por completo, era como si se hubiera convertido en electricidad. Sintió el pequeño instinto de correr a sus brazos a sabiendas de que aquello le era inaceptable al rígido hombre que la educó.

—¿Qué haces aquí? —preguntó observándole de los pies a la cabeza.

El padre retiró el sombre que portaba y dio un par de pasos para ingresar a la oficina. Tenían los mismos ojos, el mismo peculiar y poco emotivo semblante. Nadie lo negaría.

—Nos dijeron que enfermaste y le dije a tu madre que vendría.

—Estoy bien, sólo fue un estrago de mi...

—Diabetes, lo sabemos —dijo el padre con los ojos sobre ella.

Marcus se limitó a contemplar la escena como si se tratara de un par de desconocidos intentando crear una relación.

»Además, escuchamos todas esas absurdas ideas que te involucraban con el caso—. Sus ojos fueron de Regina a Sevilla, quien permanecía de pie—. Es absurdo que crean que tiene algo que ver en todo esto cuando ha estado a punto de perderlo todo.

—Lo siento, señor Petrov. De hecho, ya se le ha desligado del suceso —comentó el comandante señalando la silla para que este se sentara.

El ruso observó el asiento y negó con el rostro.

—Mejor siéntate, papá. A Sevilla le gusta que la gente se siente —intervino Regina entrelazando los brazos y dedicándole una involuntaria sonrisa burlesca a su jefe.

—Escuché un poco de lo que estuvieron hablando ustedes dos —confesó el robusto hombre a sabiendas de su imprudencia.

—Obtendré la grabación y después de eso...

Regina fue interrumpida por su padre, igual a cuando lo hacía en su infancia.

—Te quedarás aquí para terminar con lo que comenzaste —consintió el padre, mientras contemplaba el silencio que nació en su hija—. No tiene sentido que regreses a Rusia, tu carrera está aquí.

Aquello fue el momento más enternecedor que Sevilla vio en esos dos, no creía que surgiera un abrazo o una palmadita en la espalda, aunque de algún modo, la indicación del rígido hombre sonó a una palabra de aliento para incentivarla a hacer lo correcto.

—¡¿Tienen idea de lo que me están pidiendo?! No nos permitirán si quiera dar un paso en su contra —replicó con el corazón acelerado luego de ese golpe de adrenalina que las palabras de su padre le provocaron—. ¡No puedo hacerlo!

—No es necesario que lo hagas sola, hija —argumento Nicolas Petrov con el acento ruso.

—Es cierto, Regina. Tendrás el mejor equipo y mi total apoyo —agregó Sevilla, complacido con la idea.

Petrova observó a ambos hombres, cada uno de ellos, llenos de incontables conocimientos, tenían la sabiduría y la capacidad para detectar lo que sea que ella no estuviera viendo frente a sus ojos. El tiempo que estuvo bajo el efecto de alucinaciones, recordó lo que su padre le decía, gozaba del trabajo en soledad, aunque ¿qué sería de ella si formaba parte del sistema y comenzaba a resolver los casos en equipo? ¿Tan complicado le sería trabajar en conjunto?

Abrió los labios, estaba a punto de decir algo, pero fue entonces donde Ledezma abrió la puerta con noticias para su jefe.

—Comandante, vienen por Víctor —informó con la mano en la chapa y su cuerpo detenido en la entrada.

La rusa volvió el rostro en dirección de Sevilla y este aguardaba por su respuesta.

—Tú decides...

La mujer relamió los labios, vio a su padre y este asintió, enseguida se convirtió en la detective que solía ser.

—Necesito hablar con él —expuso.

Sevilla estaba tan satisfecho que de inmediato confirmó con la cabeza.

—Ve con Miguel y usa un micrófono. Yo entretendré a esta gente —comentó pasando al frente de Petrov—. Usted, podría... Podría ir con Regina si...

—¡Oh, no! —dispuso el hombre negando con la mano—. Este es su momento, no el mio.

—Podrías escuchar al fondo, papá. Tal vez, necesite de ti en este caso —dijo la rusa con una enternecedora mirada en él.

Nicolas aceptó, se colocó el sombrero y caminó detrás de su hija rumbo a la celda donde Víctor seguía retenido. Se mantuvo al margen como prometió; no obstante, le pidió a su hija no bajar la mirada o darle la espalda, ya que eso, desde su punto de vista, les concedía poder sobre uno. Ella tomó el consejo y dibujó una breve sonrisa que le hizo sentir que todo estaría bien.

Los pasos de Petrova hicieron eco en el interior de las celdas donde sólo un hombre aguardaba por su traslado. Al instante en el que este se percató de su más vieja enemiga, se puso de pie a conciencia, ansiaba tanto el encuentro que incluso comenzó a temer que aquel reencuentro quedara únicamente en su memoria.

—Creí que no llegarías a tiempo para nuestra despedida —dijo el hombre en su idioma natal.

—¿Despedida? ¿Qué te hace creer que no me volverás a ver? —respondió Regina con la seguridad que su padre aconsejó.

—Bueno... No creo que tenga la oportunidad de volver a invitarse a mi restaurante.

—Te involucras con las personas equivocadas y tus prácticas no fueron las correctas. Dime, ¿quién te involucró en todo esto?

Un tenue brillo apareció en la oscuridad de los ojos del turco, sonrió sin disimulo y se acercó a los barrotes de la celda que limitaba su libertad.

—¿A eso te enviaron? ¿Necesitas nombres? ¿Tan bajo has caído que ahora haces el trabajo sucio? —interrogó Pacífico, con el espectral rostro que manifestaba satisfacción.

—Si mal no recuerdo, el trabajo sucio lo hiciste tú —interpuso Regina, dando un paso al frente para estar un más cerca de quien estuvo a punto de asesinarla—. Capturaste, asesinaste, limpiaste y luego alimentaste. No eres un dios todo poderoso. Eres un bastardo en una enorme cadena de asquerosas personas.

Víctor sacó una mano por los barrotes y la fijó en el delicado cuello de Regina, apretó con fuerza al tiempo que hacía una mueca con la boca. Ni ella o él cortaron el enlacé que se crio con las miradas, ambas conectadas con la finalidad de declararse una guerra. Miguel intentó llegar a ella, pero fue la misma detective la que le hizo una seña para que este no se acercara.

Finalmente, y luego de notar el poco daño que le causaba la soltó de una y volvió al centro de la celda.

Regina no permitió que el ahogo la gobernara, muy por el contrario, sonrió para sí misma, supo que lo dominó y comprendió el sabio consejo de su padre.

—Sabes tan bien como yo, que esto no acabará contigo en prisión —habló Regina con la voz firme.

—Tienes razón, nada terminará. Buscarán con quién reemplazarme porque esto no es lo que tú y tu gente cree. Somos adoradores, Regina. Seres superiores que no luchan por gobernar los instintos salvajes que hay en nosotros. Ha sido así desde siempre y seguirá igual. No tienes modo de detenerlo —argumentó el turco con total orgullo en sus palabras. La respiración se le aceleró, irguió el cuerpo y manifestó su altura frente a la detective.

—¡No son más que el resultado de la unión de la demencia con el poder! —espetó Regina con el odio escupido tras las palabras—. ¡Acabaron con personas jóvenes llenos de vida, ellos tenían una vida por delante y ustedes se las arrebataron por estúpida creencia de sentirse superiores!

El grito de Regina fue tal que ocasionó un eco entre las celdas.

»¡No son superiores en nada! ¡Son basura humana! ¡Ustedes merecían morir, no ellos!

Víctor mantuvo la mirada firme, notando así el ahogo que surgía de los interiores de la rusa, padecía cada caso de desaparición que hasta hace poco estaba sin resolver, Box la estuvo consumiendo todo ese tiempo, probablemente aun lo haría, pero él ya no estaría ahí para verlo.

—No lograrás nada —amenazó el turco.

Regina mantuvo el contacto visual, firme e impecable como sólo ella lograba a hacerlo. Leyó cada gesticulación, cada temblor en la pronunciada quijada y luego lo liberó de la tortura visual que le estuvo causando.

—También creíste que no resolvería el caso y mírate aquí —replicó la mujer, enseguida enderezó sus pasos para salir por el mismo camino por el que entró.

Retiró el micrófono que le fue colocado bajo las ropas y se lo entregó al mismo Sevilla, quien había hecho su aparición para decirles que el tiempo se les había terminado. Era tiempo del traslado de Víctor a hacia una prisión de alta seguridad.

El resto estaría en las manos de los altos mandos de la justicia.

—Ya tienes tu evidencia, Marcus. Ahora, dime, ¿Dónde está mi equipo? —cuestionó la mujer con la arrogancia y frialdad que la caracterizaba.

Su padre sonrió y Miguel hizo lo mismo. Reconocían que una guerra estaba por comenzar.

FIN. 

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