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Capítulo 12

El cuerpo pesado, los labios resecos y la debilidad en la mente, se hacían cada vez más presentes, puesto que el tiempo que permanecía inmóvil la acercaba a una lamentable muerte. Levantó el rostro con la limitada fuerza que aun le quedaba, parpadeó un par de veces y vio el reflejo de su padre frente a ella. Regina sabía que se trataba de una alucinación, pero encerrada ahí y a punto de morir, le daba igual hablar con el espejismo del hombre que decía odiar.

—Fallaste —dijo el rígido semblante del ruso que ella imaginaba.

Regina, curvó los labios y cerró los ojos en medio de un gran suspiro.

—No, es cuestión de tiempo para que Miguel descifre la información —explicó luchando por mantenerse despierta.

—Dejaste el caso en manos de un donnadie.

—¡No es... un donnadie, sino un excelente investigador!

El robusto padre caminó alrededor de la detective, mostrando su insatisfacción por la débil mentalidad que mostraba su única hija.

—Este no era un caso complicado, Regina, pero te involucraste sentimentalmente con las personas de tu alrededor. Algo que jamás te enseñé.

—Es cierto, no lo hiciste. Por el contrario, me dijiste que los sentimientos no eran racionales y te creí—. Relamió los labios y giró el cuello para relajarlo—. Por mi absurda obsesión de resolverlo sola estoy aquí, moriré en este sótano y tal vez nunca encuentren mi cadáver o bien, me convertiré en el maldito almuerzo de un demente. ¡¿Eso te hace feliz?!

—Nunca, me haría feliz saber que te perdí —dispuso el padre que se quedó de pie frente a la debilitada mujer—. Eres mi hija, Regina. Mi mayor orgullo.

—¡Mientes! ¡Me odias por ser mejor que tus hijos! —gritó la rusa, aun atada de manos y pies, daba pequeños brincos sobre su misma posición y las lágrimas brotaban por el origen de su desesperación.

—Tan arrogante eres que no te permites ver más allá de la realidad, siempre te creíste superior a cualquier ser que te rodeara y es esa la razón por la que estas aquí. —La frialdad en los ojos del hombre era un cruel recuerdo de la pelinegra.

—¿Arrogancia? ¿Así le llamas a la falta de cariño que sembraste en mí? —cuestionó ella con dolor en la voz.

—¡Es absurdo que lo pienses así, cuando tú eras quien se aferraba a hacerlo todo por sí sola!

—¿De qué hablas? Me hiciste pasar una noche en el granero en invierno, completamente sola.

—Tú decidiste que querías hacerlo, para pensar como el asesino serial que huía a través de la nieve. No lo encontraban y creíste que podrías dar con el paradero. Dijiste que padecer el frío te ayudaría con las ideas.

—¡No, yo no hice eso! —interrumpió con la respiración acrecentada.

No obstante, la alucinación de la rusa se mostraba igual de desgastado y colérico que ella.

—¡Claro que lo hiciste! Tus hermanos unían sus mentes porque sólo así se acercaban un poco a tus estándares, tu velocidad y capacidad sobresalieron desde el principio. —chasqueó la boca y la señaló con la mano—. Imagina lo que lograrías si aceptaras ayuda.

—El mundo está lleno de incompetentes —manifestó bajando el tono.

—Así lo quieres ver—. El padre levantó el mentón y volvió el rostro hacia la pared, al tiempo que entrelazaba las manos por la espalda. —Tienes que salir de aquí, no te entrené para morir en un sótano.

Desde la puerta, el turco escuchaba la escalofriante discusión que su víctima tenía consigo misma, era evidente que la enfermedad de Regina se manifestaba debido a las bajas cantidades de azúcar que corrían por su sangre. Era cuestión de tiempo antes de que esta callera desmayada y derrotada por la naturaleza de su cuerpo. Víctor se debatía entre dejarla morir o mantenerla viva para usarla a su favor en el momento oportuno, ella habló del tal Miguel, tenía confianza en él, aunque, ¿quién sería capaz de descifrar su ubicación cuando creía que era casi imposible dar con su paradero? Siempre estuvo preparado para una posible persecución.

—¿Por qué estás tan segura de qué Miguel dará con este sitio, Regina? —preguntó el chef desde la puerta.

Regina interpretó la pregunta como una que le hiciera la alucinación de su padre. Sonrió para sí misma, abrió grandes los ojos y vio directo a su opresor. El robusto hombre desapareció.

—Tienes cinco propiedades, distribuidas en cinco puntos de la ciudad.

Víctor abrió fijó la vista, mas no dijo nada, se mantuvo callado, aguardando por las siguientes palabras.

»El restaurante, el departamento y tres direcciones más que te han de servir como centro de operaciones, carnicería o lo que sea que hagas aquí. Dos de ellas no están a tu nombre, pero lo más estúpido que pudiste hacer, fue la selección. —Regina rio por lo alto con una estrepitosa voz que hizo que el turco apuñara la mano.

»¡Forman una estrella de cinco picos! —gritó satisfecha por su deducción, haciendo de sus palabras una cruda burla que el turco no soportaría—. ¡Lo basaste todo en el hombre del pentagrama! Tan perfecto te creíste que no podías elegir direcciones al azar, sino que fueron seleccionadas por tu absurda adoración.

Absorto y confundido, fue testigo de la majestuosa capacidad de su enemigo, logró resolver el caso apenas este se puso en su camino. Se enfureció tanto, que se lanzó sobre el débil cuerpo de la mujer, puso ambas manos sobre su cuello y presa de su ira lo apretó a fin de cortarle la respiración. Los gemidos de agonía rompían el silencio que gobernaba en el frío y húmedo sótano. Uno detrás de otro haciendo eco en la cabeza del victimario. De pronto, estos cesaron y la sombra de la muerte apareció frente a sus ojos.

Víctor la soltó lentamente hasta que logró echar el cuerpo hacia atrás. La vio pálida, quieta y sin vida, no quería que acabara así, no fue nunca su plan inicial. Después de un par de segundos, decidió que debía eliminar el cuerpo lo más pronto que le fuera posible antes de que cualquier policía apareciera a las afueras. Las últimas palabras de Regina le revelaron que darían con su posición. La desató de manos y pies, pero estando a punto de llevarla al cuarto adaptado para preparar las carnes, las sirenas gobernaron sus oídos. Apenas el cuerpo dejó de responderle, se dio cuenta de lo humano que aun era, no era un dios, un rey, ni mucho menos un ser de poderes; sin embargo, se sentía así cada que una vida se apagaba en sus manos.

Enderezó el cuerpo que percibía entumecido y pesado, se dirigió hacia la cocina y a través de la cámara de vigilancia observó la cantidad de autos policiacos que impedían su salida. Tragó grueso, nunca se sintió acorralado, ni siquiera esas noches en las que atrapaba a sus víctimas. Palideció y de pronto la habitación se volvió chica, el aire faltaba y el calor era abrumador. Arrugó el rostro, yendo de un lado a otro como felino enjaulado mientras se aseguraba a sí mismo que no sería atrapado. Volvió de nuevo los ojos al monitor y vio la silueta del comandante Sevilla, a su costado, apareció Ledezma con un porte de seguridad que provocaba rabia en Durak.

—Malditos payasos —maldijo en su idioma natal.

El orgullo le dictaba que saliera con la cabeza en alto, prefería morir declarando sus atroces actos como el símbolo de libertad que aseguraba que era.

»No es más que un acto de poder y divinidad—. Se dijo y caminó con los pensamientos abrumándole la conciencia.

Estaba preparado, sabía que así era, cargaba con la famosa píldora de cianuro que acabaría con los planes de la policía local. Ellos no ganarían, no con Regina y él muertos. Buscó a su alrededor hasta que de un cajón sacó la pequeña caja que protegía la letal arma, la sostuvo entre sus manos, al tiempo que escuchaba su nombre desde las afueras. Le pedían que saliera con las manos en alto, como si aquello fuera una opción para el turco. No, no lo haría. Respiró hondo y en su intento de envenenarse, una bala fue disparada desde el interior de la casa.

Regina Petrova sostenía una pistola mientras se equilibraba con ayuda de la pared.

—Te maté —expuso el hombre que soltó la píldora, para ver el veneno ser desperdiciado en el suelo.

—Es evidente que no —emitió la rusa con la mano firme, aunque debilitada—. Sal y entrégate.

Lo que Víctor vio momentos antes, fue un síntoma de la hipoglicemia de Regina debido a los padecimientos de su cuerpo, nunca a causa de una asfixia como supuso.

—No lo haré —negó tajante con una burda expresión—. Antes prefiero morir.

—Sería demasiado fácil para ti —emitió la rusa.

A las afueras, Miguel se mostraba desesperado junto al hombre designado para hacer las negociaciones, las cámaras externas confirmaron que el famoso criminal estaba resguardado tras las paredes de una hermosa casa situada en los suburbios de Florida. Una carnicería oculta detrás de un jardín cuidado y pinturas claras. A pocos se les hubiera ocurrido imaginar las historias de horror que cobraron vida en el paraje que parecía el hogar de una dulce anciana.

—Eligió una buena fachada —dijo Miguel, observando las coloridas flores.

Alrededor, una multitud se aglomeraba para saber qué sucedía. Vecinos alardeaban sobre sus sospechas, otros tantos, negaban haber visto o escuchado algo.

—¿Por qué no hacen nada? —preguntó Jane con el rostro enrojecido.

—Ella está adentro —respondió Ledezma con cierto temor en la voz.

—¿Estás seguro? —cuestionó la rubia, tomándolo del brazo.

Miguel agachó el rostro, observó el papel que traía en la mano y asintió para ambos.

—Lo estoy —confirmó y apuñó el papel que horas antes encontró en el departamento de Regina. Enseguida se dirigió hacia su jefe y fue entonces donde escuchó un disparo que fue desatado desde los interiores de la casa.

—Maldición, Regina está ahí —resopló Sevilla con los nervios de punta.

—Comandante, es hora de entrar —agregó Miguel casi suplicante con toda su atención puesta sobre la puerta.

El hombre volvió la vista en la misma dirección, comenzó a temer el hecho de que el supuesto rescate y captura, hubiese terminado en tragedia. Desconocía lo que sucedía en el interior de la casa; no obstante, dos disparos le hicieron creer que su mejor detective no estaba en riesgo, sino que bien podía ser ella el peligro.

—¡¿Qué demonios está pasando adentro?! ¡Que alguien me diga algo! —espetó convertido en un demonio que demandaba respuestas.

Jane tapó los oídos después del segundo disparo y se dejó caer de rodillas ante la idea de que su mejor amiga hubiera sido herida. Un llanto descomunal apareció de su interior, un par de policías la sostuvieron entre sus manos para redirigirla a una de las ambulancias que aguardaban a las afueras.

—¡Quiero a hombres armados rodeando la casa, ya mismo! —ordenó Sevilla en un intento por mantener el control.

—¡Podría poner en riesgo la vida de Petrova! —interceptó Miguel igual de ansioso que el comandante.

—A estas alturas, no sabemos si ella está involucrada —colocó los ojos grises sobre el detective que parecía faltarle el respeto frente a todo el mundo.

—¡No lo hizo, ella nos trajo hasta aquí! —dispuso el investigador, mostrando el papel que tenía en la mano.

—¡Ni siquiera estamos seguros de que lo haya dejado para ti! ¡Tú lo asumiste, muchacho! —omitió el rostro descompuesto de Ledezma y contuvo cualquier otra palabra que pudiera herirle aun más el corazón —. ¡Traigan a Petrova y a Durak!

Una serie de agentes preparados se encaminaron resguardándose unos a otros, rodearon la casa, entre puertas y ventanas, el hermoso césped se convirtió en un reflejo de lo que una vez fue una fachada que escondía los asesinatos del caso Box.

Miguel escuchó cómo el hombre del megáfono pedía una y otra vez que salieran con las manos en alto, mencionó a Víctor un par de veces y enseguida, a petición del comandante, el nombre de Regina Petrova se escuchó por lo alto, un sonido que fue percibido por cualquier par de oídos que estuvieran a veinte metros a la redonda. Incluso para los miembros de la policía aquello fue motivo de miedo, les erizó la piel el sólo pensar que estuvieron conviviendo y siguiendo las ordenes de una posible caníbal. ¿Cómo fue posible que nadie lo notara?

Desde el interior, Víctor soltó una temible carcajada que causó estragos en la debilitada mujer que luchaba por mantenerse firme. Un glorioso llamado que le decía que aun cuando él cayera, ella lo haría junto con él.

—Estás tan acabada como yo —expuso satisfecho a tres metros de la rusa.

Regina se mantuvo en silencio, su cabeza daba vueltas mientras se encontraba atrapada en la encrucijada por comprender cuál era su actual situación. La creían parte del problema y no de la solución.

—¡Eres un bastardo! —gritó con un brote de adrenalina que le surgía del interior.

El hombre reía por lo alto, era la demencia de su atroz mente exhibiendo la culminación de su vida. La detective se molestó tanto, que presionó el gatillo tantas veces como le fue posible; sin embargo, nunca apuntó al victimario que tenía al frente, sino a la puerta que hasta el momento les otorgaba cierta intimidad.

Los disparos en serie les dieron a los agentes policiales el derecho de entrometerse para salvaguardar la situación que parecía fuera de acabar de un modo pacífico. Tanto Víctor como Regina, fueron sometidos boca abajo con las manos sobre la espalda; aunque, las miradas llenas de rabia y recelo no lograrían ser retenidas bajo el yugo de las esposas, aquello estaba lejos de acabar.

Después de la inspección de la casa, los agentes corroboraron que estaban a salvo de un posible ataque, eran solo la detective y el chef los que se mantuvieron en encierro desde horas atrás.

Miguel apareció y a sus ojos, todo estaba mal. Regina debía estar libre y no inmovilizada como una criminal.

—¿Qué hacen? ¡Suéltenla! —ordenó inclinándose para llegar a ella.

—¡De ninguna manera! —interceptó Sevilla, quien ingresó observando la supuesta escena del crimen—. Regina, esta bajo averiguación.

—¡Es inocente! —dictó el detective al tiempo que se imponía sobre su jefe.

—¡Vuelves a desafiarme y quedarás suspendido! —reprendió el comandante con una voz penetrante, mientras que se dirigía hacia la misma Petrova—. Imagino que sabes tus derechos, pero igual modo, Miguel te los hará saber.

La mujer asintió sin agregar nada más, volvió la vista al investigador y soltó un suspiro a sabiendas de que no tenía caso una discusión con Marcus.

—¿Te encuentras bien? —preguntó sonando menos alterado.

—No, necesito un médico —replicó luchando por mantenerse despierta.

Este hizo un gesto con la cabeza y mandó por la paramédica que de inmediato ingresó para llevarla a la ambulancia. Por otro lado, Víctor seguía observando todo lo que sucedía a su alrededor, Sevilla le hizo saber los derechos, lo vio con repulsión y le prometió que no descansaría hasta verlo acabado en agonía mental.

Le cubrió el rostro y lo subieron a la camioneta que se encargaría de dirigirlo hacia su nuevo destino, ese que era inevitable desde ahora. 

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