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Capítulo 59: Hubo Una Vez

Sinopsis: Una vez pensé que no habría nada en este mundo que no pudiera darte, podrías incluso pedir la luna y yo iría a buscarla... y solo ahora comprendo lo ingenuo fui.

[...]

Do you remember when we fell in love

We were young and innocent then
Do you remember how it all began
It just seemed like heaven
So why did it end?

Remember the time – Michael Jackson


Izuku contempló con tedio la hilera de frascos que tenía en la mesa.

Era tan solo otro día monótono en el que salía de su celda para clasificar hojas, una actividad que en el principio había representado un cambio en la rutina pero que se había repetido de forma constante hasta perder novedad. La emoción del primer momento –tomar las hojas, olerlas, clasificarlas–, se había desvanecido junto al miedo.

Ya no había miedo –del General o la Ciudadela–. Ya no había más exámenes pues lo único que el General estudiaba ahora eran sus ciclos, algo que representaba más una humillación constante por tener a un alfa haciendo preguntas sobre un tema privado. Tampoco había interés en continuar su interrogatorio sobre el incienso porque todo se había convertido en un círculo perpetuo en el que Izuku podía recrear las conversaciones con su carcelero o adivinar sus respuestas sin tener que decir nada.

Tras meses y meses de vivir con el terror que representaba el General, la vida de Izuku había terminado convirtiéndose en un puñado de labores repetitivas que embotaban la mente y terminan por fastidiar. Cada día le resultaba más difícil hilvanar sus pensamientos en una secuencia coherente, cada día le resultaba más difícil recordarse su objetivo.

Piensa en los cachorros.

Tenía que repetírselo constantemente. Había visto la puerta que conducía a la cúpula un día que el General había accedido a mostrársela, e Izuku había hecho el esfuerzo por memorizar el trayecto. A veces soñaba con lo que haría una vez que entrara ahí, aunque esos sueños eran raros y casi siempre terminaban mal, no muy diferente de las pesadillas que lo habían acompañado durante todos esos meses. Sin embargo, en las últimas semanas el sueño se había convertido en otro objetivo inalcanzable, no había logrado dormir adecuadamente desde que el General decidiera encender media varilla de incienso cada noche para hacerle compañía.

Para cuando amanecía el aroma se había desvanecido dejando a Izuku apestando a leche con miel, con un dolor de cabeza espantoso que lo obligaba a ayunar por temor a vomitar. Era de agradecer que llegaran a ventilar la habitación aun si solo era para recibir al General cuyo aroma a romero cubría de inmediato el vacío dejado por el incienso. Incluyéndolo a él. Y es que el romero, que se había colado hasta el último resquicio de su mente mientras su ciclo debilitaba sus defensas y voluntad, se había convertido en una segunda piel; ya ni siquiera podía distinguir su propia esencia, camuflajeada por la presencia alfa que lo gobernaba todo.

Aun cuando intentaba espesar su aroma a fin de encontrar un poco de consuelo lo único que su nariz distinguía era el romero. Lo mismo que solía suceder cuando se perfumaba con flores para ocultar su aroma de los perros cazadores o las bestias salvajes –lavanda, jazmín o manzanilla–, solo que el romero no era un aroma genérico que servía para ocultarse, se sentía como un manto denso que le oprimía el corazón y sometía su mente a una voluntad de acero.

Izuku se frotó la nariz con dedos que olían a hierbabuena –un perfume discreto que se esfumo en segundos– antes de posar sus ojos en la puerta abierta.

Sabía que el General estaba cerca, podía sentirlo en las inmediaciones a la espera de que intentara salir, pero aunque lo hiciera no había a dónde ir, no había escapatoria y lo único que conseguiría sería darle una excusa para prohibirle bajar ahí a clasificar sus hojas. Era otra de las pruebas del General.

"No más estúpidos intentos de escape"

Había dejado de enviar a guardias y prisioneros a su celda, había dejado de fingir dejar cuchillos al alcance de su mano o incluso la llave de sus cadenas, pues Izuku había aprendido a no caer en sus trampas. Y como lo único que podía hacer era esperar –con el cuerpo encorvado sobre la silla, un puñado de hojas en la mano, y el aroma a romero sobre él– Izuku esperaba y esperaba y esperaba. Durante días, semanas y meses. Siempre lo mismo, sin miedo ni terror, tan solo ese hastío que se extendía dentro de él como un vacío imposible de llenar.

Piensa en los cachorros. Solo necesita una oportunidad, solo una. Los cachorros estaban esperando e Izuku se había hecho la promesa de ir a buscarlos. Y para ello debía evitar a toda costa caer en la trampa del General.

El sonido de pasos lo devuelve a la realidad y consigue alzar la vista a tiempo de verlos llegar. El General y su hijo. Era curioso que Tomura, la razón de que el General estudiara las marcas sin flores con tanto entusiasmo no mostrara interés por la investigación de su padre, Izuku no lo había vuelto a ver desde que lo metiera en una tina de agua fría en contra de su voluntad.

—Hemos terminado por hoy, Mirio —dice el General, con su tono calmado de siempre—. Enviare a un guardia por ti para que subas a limpiar tu habitación.

Izuku no responde, en cambio retoma su trabajo separando las hojas secas de la mesa mientras la puerta se cierra con llave. Apenas los pasos se alejan su interés por trabajar vuelve a perderse.

Piensa en los cachorros.

Sueña despierto imaginándose un puñado de cachorros atendidos por el grupo omega adulto –mudos y aterrados– que aceptan ayudarlo cuando los encuentra. Imagina conversaciones con ellos, argumentos que usará para convencerlos, porque tiene que estar listo, tiene que saber lo que hará una vez que esté ahí.

—Muévete —dice el guardia que ha abierto la puerta mientras Izuku contempla los objetos en la mesa con expresión cansada—. Vamos, recoge esto que tengo que llevarte a tu celda.

Así que Izuku obedece y se levanta para recoger los frascos –que alinea en el estante junto a la pared–, las hojas –que vuelven a su saco a la espera de otro día para ser clasificadas–, y finalmente usa el cepillo del rincón para barrer los trozos que han caído al suelo. Su rodilla mala hace ese trabajo extremadamente incómodo, especialmente en los días en que pasa mucho tiempo en la misma posición sin masajearla, pero a Izuku ha dejado de importarle. Sabe que el dolor dejara de molestar una vez que el músculo se caliente.

Su estómago ocupa ese momento para rugir de hambre, e Izuku maldice no haberse acabado su desayuno de esa mañana, solo espera que la comida incluya pescado como la vez anterior en lugar de esa carne dura con la que suelen alimentarlo. Está pensando en eso cuando oye el sonido de pasos acercándose y casi de inmediato un sonido ahogado como si alguien se quedara sin aire.

Le basta girarse y dar un paso hacia la entrada –el cuarto es pequeño– para tropezar con otro guardia que se detiene en seco al verlo. Izuku supone que es hora de marcharse.

—Ya casi he terminado —dice con los ojos fijos en el recién llegado.


[...]


Ojos verdes y pecas que se difuminan en torno a los ojos. Una imagen tan impactante que lo paraliza al instante y lo deja sin aire –cuerpo tenso, ojos abiertos, boca seca–. Se parece al rostro que vive en sus recuerdos, aunque es más bien como si alguien hubiera tomado la pintura para bosquejar encima. No es igual, hay semejanzas, pero las diferencias son tantas que no sabe cómo contarlas.

Una de ellas es la expresión que ve en los ojos verdes –hastío y cansancio mezclados en notas claras–, y esa voz ("Ya casi he terminado") ... esa no es la voz de Deku; no posee los tintes ligeramente estridentes que recuerda ("¡Kacchan!"). Sin embargo, la mayor diferencia es la advertencia pronunciada por la vocecita en su cerebro que consigue sacudirse la parálisis de la sorpresa: El aroma está mal.

Y la voz tiene razón, porque la persona frente a él huele a romero. Amargo e intenso, y tan único que resulta inconfundible.

Katsuki frunce el entrecejo, aprieta el mango del cuchillo que tiene en la mano derecha y aspira, y lo único que detecta es el mismo aroma alfa, ni una sola nota de menta en él. Tal vez el rostro que tiene frente a él lo haga dudar pero nada puede ocultar ese aroma que no deja de gritar amenaza y autoridad.

Su respuesta es sacudir su presencia, inflar su aroma para retar a ese adversario. Quiere destrozarlo.


[...]


Humo y madera.

Hay un recuerdo que emerge entre las ruinas de lo que ha quedado enterrado bajo las mentiras, pesadillas, obsesiones y el romero. Un recuerdo tan frágil que se disuelve en el pozo que es su mente porque es como sujetar un trozo de papel húmedo con palillos de madera.

—¿Te conozco?

Algo destella en esa cara –curiosidad tal vez–, una emoción que lo transporta al pasado y lo sacude.


[...]


Deku, piensa Katsuki, una palabra que flota en su mente con una claridad abrumadora, pero el sonido desentona con el recuerdo porque la persona frente a él no es el niño que se ríe en tonos dispares y por supuesto no se asemeja en nada al jovencito que solía mirarlo con devoción y afecto. La diferencia es tan radical que le resulta imposible pronunciar ese nombre en voz alta. No aún.

—¿Izuku? —una sola palabra rebosante de incredulidad, (esperanza), con la duda reemplazando la ira y apagando su intención asesina.

Alza las manos en un movimiento inconsciente, un reflejo involuntario –sin el cuchillo porque este ha caído de su mano lánguida–, el mismo reflejo que lo lleva a dar un paso al frente. Una acción que se congela a la mitad cuando la persona frente a él retrocede a la misma velocidad.

Un solo paso hacia atrás –un movimiento rápido y calculado– y es como abrir un hueco entre ellos. Un segundo y luego otro –como gotas que hacen eco al caer– mientras Katsuki se limita a mirar. Las manos abiertas se convierten en puños que bajan de vuelta, con la sangre rugiendo en sus oídos y una espina en el corazón. Se obliga a tomar aire, ignora el aullido de ese vacío dentro de él y repite con calma.

—¿Izuku? —dice—, ¿sabes quién soy?

—¿El General te envía?

No puede evitar enfadarse al oír la pregunta (la implicación y el recuero de Jin: "Él te lo dará todo"). En respuesta su aroma se sacude y crece y la ira sirve para ahogar el aullido del vacío que existe dentro de él.


[...]


Las notas impacientes que repiquetean en ese aroma pertenecen al género alfa sin duda alguna, pero resultan chocantes después de pasar meses y meses en contacto con la esencia de romero que siempre se mantiene sin alteración alguna. Así que no puede evitar arrugar la nariz y retroceder hasta chocar con la mesa, abrumado por la esencia.

Ante su reacción, la expresión del guardia se transforma, va del agravio a la neutralidad en un instante, pero Izuku está seguro de haber visto una sombra entre ambos estados, un destello de algo que podría ser resignación, desilusión o quizá tristeza. Imposible saberlo.


[...]


—Izuku —repite y el nombre se tiñe con la duda.

La ausencia de la menta lo confunde así que se enfoca en la imagen, en las pecas y los ojos. Solo tiene eso; y en una rápida inspección descubre que el aspecto de Izuku (¿de verdad es él?) es muchísimo mejor que el de los omega en las celdas. Tiene las mejillas llenas, señal de que no ha pasado hambre, y sus ojos, aunque suspicaces, no cargan ese espanto inenarrable que ha visto incontables veces durante su estadía en los pasillos negros.

—No sirvo al General, Izuku, nunca lo haría.

—Eso dicen todos.

—¿Todos?

—Usas su uniforme.

—Izuku, no, he venido a matarlo pero eso ya no importa.

—No te creo.

—Yo nunca te mentiría.

—Eso no me dice nada.

—Izuku... sé que te llamas Izuku Midoriya, sé que provienes de las Islas, sé que quieres ser sanador, sé que eres Deku...


[...]


Ese nombre es un sonido que Izuku no ha oído en años. Un sonido que sacude algo en su interior –una chispa diminuta– de lo que solía ser, de eso que se ha quedado oculto bajo la voluntad que huele a romero. Sin embargo, no es suficiente porque la única verdad es simple.

—Todo eso también lo sabe el General.


[...]


Esos ojos verdes que solían mirarlo con adoración ahora destellan con desconfianza y Katsuki comprende que ha sido estúpido creer que volverían al pasado como si alguien hubiera puesto al mundo en pausa. Él mismo no es el muchacho altanero que arrancaron de su hogar y no es el único que porta las cicatrices del viaje que han hecho.

Pero eso no cambia nada.


[...]


Cuando los ojos escarlata vuelven a enfocarse en él translucen claridad y una gravedad que habla de urgencia, cualquier otra emoción se ha desvanecido de él. Incluso su aroma se ha atenuado hasta que lo único que queda entre ellos es la presencia del romero, intensa y amarga. La única certeza que Izuku ha tenido en todos esos meses.

—No sé cómo convencerte de que me creas, Izuku, pero no tenemos tiempo —dice extendiendo una mano hacia él—. Vamos a salir de aquí.

Solo que esa frase no tiene sentido porque no hay a dónde ir así que mira la mano del guardia exactamente como lo que es. Una trampa. Una trampa orquestada por el General y ejecutada por un hombre que porta su uniforme y repite sus mentiras. El General lo ha hecho antes –trampas y engaños–, y en cada ocasión Izuku ha tenido que soportar su condescendencia y sus sermones, y el recordatorio de que no hay escapatoria.


[...]


—Mientes

Una sola palabra que sacude el vacío que existe en su interior. Ese vacío –terrible y negro– que representa todo lo que los demonios le arrebataron cuando lo metieron en una celda (sueños, esperanzas, promesas, futuro). La muerte de sus carceleros no atenuó su ira. La libertad no calmó su dolor. La victoria no saldó la deuda. El vacío sigue vivo y ahora sabe que nunca lo abandonará.

Pero no importa.

—No importa —repite en voz alta—, tengo que sacarte de aquí.

Y esa es la única certeza que Katsuki tiene. La única que en ese momento importa. Así que se agacha para tomar su cuchillo antes de aferrarle el brazo indiferente a las uñas que se entierran en su mano (espinas en su corazón). Se ha olvidado del General y la venganza, lo que ahora desea es encontrar a sus hombres y escapar. Sacar a Izuku de ahí.

(¿Es él?)


[...]

—¡No puedo salir! —grita Izuku al cruzar la puerta abierta, enterrando los talones en el piso mientras el alfa lo arrastra por el pasillo iluminado junto al cadáver en el suelo.

Esa imagen (el hombre en el suelo derrumbado como un muñeco roto) lo paraliza y permite que el guardia lo arrastre a mayor velocidad. El susto se queda con él mientras recorren pasillos y giran en una esquina tras otra –el mismo escenario de siempre–. Espera que en cualquier momento el General aparezca y cuando éste no lo hace, empieza a dudar.

Entonces ve que el destino final es un pasillo negro, lejos de la zona principal. Es ver el túnel oscuro para recordar una puerta negra.

Los cachorros.


[...]


—¡AGGH!

Se sujeta la mano mordida sin dejar de mirar a Izuku con sorpresa.

—¿Qué pasa con los cachorros?

—¿Qué?

—Los cachorros —repite Izuku con claridad—, ¿qué plan tienes para sacarlos?

—No vine aquí por ellos.

—Pues no podemos dejarlos atrás —y al decirlo su expresión se agrava, un destello de lo que había sido y del niño de voluntad férrea que había declarado su ambición de ser un sanador pese a la desaprobación del mundo.

Y el recuerdo sacude cada nervio y memoria dentro de Katsuki.


[...]


La única certeza que Izuku tiene en ese momento es que, si todo ese escenario es una trampa del General, el hombre jamás le permitirá acercarse a la puerta negra. Lo sabe.

—Si de verdad no estás con el General —continúa Izuku ante la expresión muda del guardia—, me ayudarás a sacar a los cachorros.

—No hay tiempo para eso —responde el guardia avanzando hacia él con el pánico pintado en la cara—, tenemos que irnos.

—No —repite Izuku retrocediendo al mismo paso que él—, no podemos dejar a los cachorros en manos del General.

—¡Izuku! No tengo hombres para llevarlos.

—No es necesario. Los omega que cuidan de ellos pueden cargarlos.

El guardia lo miro y su simple expresión le dijo a Izuku que se negaría. La misma negación que había hecho Aizawa cuando se ofreció acompañar al príncipe Shouto. La misma negación que Shinsou había hecho cuando le pidió ocupar su lugar. Todos siempre se negaban.

—No tienes que venir —añade buscando la trampa—, reúne a tus hombres y espera en la salida. Te veremos ahí.

—No —responde Katsuki, pero no con la autoridad que había usado para dirigir a un ejército porque no hay autoridad ahí, no cuando el aroma a romero lo cubre todo, no cuando Izuku no deja de mirarlo así. Su "no" es una súplica diminuta que hace eco en el vacío dentro de él—. No me pidas eso.

—Y tú no pidas que los abandone.

—Izuku...

—No voy a irme sin ellos.

Y en ese momento, mientras pasado y presenten colisionan en un nudo de emociones incomprensibles, mientras el aroma a menta –la fuerza que había sacudido las cadenas– se convierte en otro recuerdo intangible, Katsuki toma una decisión que lo atormentará el resto de su vida, porque es una decisión en la que no tuvo fuerza para oponerse a ese plan pese a todas las circunstancias. Porque al ver su cara supo que de hacerlo Izuku nunca se lo perdonaría. Y la idea fue aborrecible.

—Voy contigo.

Así, las ruedas de la tragedia giraron.


[...]


Izuku los guía por los pasillos desiertos hasta la gran puerta negra que conduce a la cúpula de los cachorros. Era una entrada inmensa, más grande que cualquier otra; de metal sólido con una cerradura simple que incluía tres pasadores inmensos en el exterior, la puerta destacaba desde la distancia como una monstruosidad. De cerca, era aún peor.

Katsuki e Izuku avanzaron hacia ella a toda velocidad, el primero inspeccionando los alrededores frenéticamente mientras el segundo ocultaba su cojera lo mejor que podía. Juntos retiraron los pasadores uno a uno, juntos empujaron las puertas dobles que crujieron al abrirse. Y juntos se detuvieron en la entrada para acostumbrar sus ojos a la oscuridad.

Estaban ahí cuando se oyó el estallido y ambos se vieron cubiertos con ceniza. En ese momento sonó la alarma.


[...]


Hubo una vez dos chiquillos que se quisieron con la devoción de los niños, la inocencia de la edad y la dulzura de su gente... pero si la inocencia se ha ido, ¿cómo pueden quererse?

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