Capítulo 19: Pira Funeraria
Sinopsis: El simple aleteo de una mariposa puede cambiar el mundo. Cada vez que te levantas, cada vez que sales, cada vez que hablas... Nunca sabrás las vidas que se cruzan por tu camino y los cambios que en ellas haces. No estás solo y nunca serás insignificante.
Notas:
Ken Ishiyama = Cementoss
Shinji Nishiya = Kamui
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Kouji Kouda no puede hablar, pero él no se considera a sí mismo ni miserable ni desafortunado. Ha tenido la suerte de vivir siendo que son incontables los casos de madres y familias que se desentienden de los niños considerados "anormales". Es cierto que nunca conoció a sus progenitores, pero tiene a un padre al que ama muchísimo, el mismo que lo encontró en el bosque, le dio un hogar y lo crío con el resto de sus hijos.
Si pudiera Kouji llamaría "papá" a Ken Ishiyama, pero no puede así que se contenta con obedecerlo. A cambio Ken le confía cosas que no comparte con el resto.
—¿Estás listo Kouji?,—pregunta Ken en cuanto cruza la cortina que separa su cuarto de la sala de estar.
Kouji asiente y responde. No puede hablar, pero sus cuerdas vocales son capaces de emitir sonidos desafinados, sonidos que ha ido perfeccionando con el tiempo. En la aldea sus amigos son capaces de identificar el soplido de aire que va asociado con el deleite de aquel que expresa sorpresa.
El sonido que emite frente a su padre es un sí incuestionable.
—Bien—responde Ken entregándole un paquete de alimentos y otra mochila más grande—Según el mensaje que Kamui envió con Mina, él y los espías salieron ayer. Kamui te estará esperando en el almacén que usas para tus mascotas. Debió llegar ayer, así que dale la mochila y déjalo ir.
Un sonido gutural, esta vez una pregunta, al mismo tiempo Kouji levanta la mano e imita la forma de una serpiente con ella.
Ken sacude la cabeza.
—No te preocupes por Shuichi, él viene a verme a mí por eso tienes que ir en mi lugar. El grupo de Shigaraki planea marcharse en un par de días y hasta entonces debo permanecer aquí.
Kouji arruga la nariz y aparta los ojos.
—Sé que te ponen nervioso, ¿han vuelto a molestarte?
Negación, un sonido tembloroso.
—Si lo prefieres, puedes quedarte en el almacén unos días. No podrás despedirte de tus amigos, pero de todos modos los verás cuando vayas a la capital a estudiar.
Incertidumbre, cejas caídas y manos nerviosas.
—No te preocupes, ve... aprovecha el tiempo y cuida de tus conejos, ¿de acuerdo?
Asentimiento. Felicidad.
[...]
Kamui despierta al escuchar el crujido de las hojas alrededor del nicho. En cuestión de segundos está de pie, con su puñal en la mano, una postura defensiva y completamente alerta; en cuanto identifica el ritmo de los pasos se endereza. Baja el cuchillo y sale para recibir a su invitado.
—Buenos días, Kouji. Has venido temprano, ¿y tu padre?,—el muchacho alza su puño izquierdo y lo coloca a su espalda—Entiendo. ¿Y Mina?,—el muchacho agita la mano alejándola de su cuerpo—Cierto, lo olvide, se marchan hoy, ¿vas a extrañarlos?
Una mano sobre la cara, silencio.
—El tiempo pasa de prisa... en poco tiempo tus amigos estarán de vuelta.
Un puchero.
—Ya, ya, desayunemos, quiero partir antes de que salga el sol.
Kouji levanta una mano, lo señala, después agita los dedos y finalmente emite un sonido gutural.
Kamui suspira.
—No se cuánto tiempo estaré fuera. Volveré en cuanto las cosas se calmen, un par de meses tal vez, o si el frío llega y las cosas no mejoran bajare a la frontera y pasaré el invierno en las inmediaciones del desierto, pero no te preocupes volveré para cuando llegue la primavera—la respuesta de Kouji es asentir mientras extiende la mochila grande.
Comen en silencio, envueltos en la pequeña luz de la lámpara del comedor. Fuera, el viento arrecia contra las ramas de los árboles.
—¿Oyes eso?,—pregunta Kamui apartando su plato mientras Kouji lo mira; antes de que reaccione, Kamui se levanta y abre la puerta por la que entra una fresca brisa nocturna—¡Es lluvia! ¡Han empezado las lluvias!
Kamui se relaja apoyado contra el marco de la puerta, Kouji mastica lentamente enumerando mentalmente sus tareas pendientes, cuando termina de comer aparta su plato y se queda ahí escuchando el repiquete de las gotas contra las hojas.
Justo entonces el techo de la casa se desploma encima de ellos.
[...]
—¡Maldita sea!,—exclama Toga en cuanto huele la lluvia; su pesadilla se materializa quince minutos después cuando las primeras gotas caen desde el cielo oscuro. A lo lejos una serie de rayos iluminan las nubes de forma intermitente—¡Hijo de Puta!
Corre en línea recta, sin detenerse.
Acabo de encontrar el rastro y llueve, ¡maldita sea!
Tiene la esperanza de alcanzarlo, pero la pequeña llovizna se convierte en una tormenta en cuestión de segundos. Con el pelo empapado y delgados ríos de agua deslizándose por sus sienes, Toga mantiene los ojos fijos en el suelo donde las pesadas huellas empiezan a borrarse.
Al perder su rastro Toga aminora su marcha, avanza agachada, inclinándose regularmente para analizar el suelo y buscar alguna señal. Camina en semicírculos a la espera de encontrar nuevamente el rastro.
Sabe que lo ha perdido cuando llega al acantilado.
—¡Mierda!
Aparta el pelo de su cara y mira a su alrededor, como si esperara ver al salvaje agazapado, observándola. Después se acerca al acantilado, y de inmediato lo descarta como posible escondite. Hay una pendiente inclinada de varios metros que termina con una caída al vacío, ni siquiera ella podría descender con la lluvia cayendo.
Permanece quieta por largo tiempo oyendo con atención, atenta a la más mínima señal, pero con excepción de los truenos que rugen en el cielo el bosque está en silencio. Cuando se rinde corta una ramas que de inmediato limpia de hojas y astillas. Coloca un trozo de tela roja en un extremo mientras afila el otro que procede a enterrar en el suelo en la zona más despejada que encuentra y visible desde lejos.
Rebusca en su pequeño carcaj cerrado que lleva cruzado a su espalda y saca una flecha con una pelota roja en su punta. Apretada contra el árbol, evitando que la lluvia moje su pedernal, Toga enciende la pelota que de inmediato sisea y comienza a expulsar humo de un color rojo intenso.
Con la pelota humeando, Toga arma su arco y dispara la flecha que describe una cuerva alta hacia el cielo dejando tras de si una estela de color rojo. El color del fracaso.
Con un chasquido Toga le da la espalda al cielo, vuelve sobre sus pasos y empieza de nuevo.
[...]
Kouji tose, se encuentra demasiado aturdido para comprender. Su silla ha sucumbido bajo su peso y a su alrededor solo ve hojas de palma y varillas de madera rotas. Se incorpora despacio y mira hacia el techo. Hay un hoyo inmenso a su derecha, la viga principal se mantiene en su lugar, pero el resto de las vigas secundarias cuelgan en partes o se encuentran esparcidas a su alrededor.
La lluvia que atraviesa el hueco empieza a formar charcos en el suelo.
Kouji se arrastra lentamente para inspeccionar lo que se encuentra bajo el hoyo. Lo primero que ve cuando estira el cuello es... ¿una pierna?
—¡Kouji!
Mira a Kamui, quien parece indemne, aunque la expresión en sus ojos reboza consternación. Kouji se limita a señalar el montón de hojas y madera que yace bajo el hueco.
En cuanto Kamui se acerca para inspeccionarlo su expresión se transforma en un gesto de pánico absoluto. Se estira para mirar por el hueco del techo pese a la lluvia, pero el cielo es de un negro total y no se ve nada más que nubes oscuras.
Kamui le da la espalda y empieza a retirar lentamente las hojas y varillas que yacen sobre una pierna envuelta en un pantalón de tela gruesa de color oscuro con botas de piel suave sujetas con cintas delgadas.
—Vete, Kouji—dice Kamui, aterradoramente quieto, contemplando lo que yace bajo el hueco del techo—Vuelve a casa y dale las gracias a tu padre.
Pasaran los años y Kouji seguirá deseando haberlo obedecido, pero es ver el rostro ensangrentado, la mala posición de la pierna, y la expresión de pánico en Kamui para saber que tiene que ayudar.
Y lo hace.
[...]
Amanece sin sol, el cielo de un gris oscuro es un reflejo exacto de su humor. Hambrienta y exhausta tras haberse pasado la noche entera buscando, Toga vuelve hasta su bandera improvisada en la punta del acantilado. Ahí, la espera el segundo de sus acompañantes.
—¿Lo encontraste?,—pregunta el hombre alto de piel color verde.
—Sí—responde Toga arrebatándole el trozo de carne seca que come sentado junto a un árbol—Lo tengo escondido en mi bota.
—¡Eso es mío!
—¡Cállate!
Mastica ruidosamente sin dejar de contemplar el bosque, en su mente se dibujan con claridad los caminos, a dónde conduce cada uno, los posibles escondites y los pueblos a evitar si ella fuera una fugitiva enemiga; pero el salvaje se ha desvanecido sin dejar rastro y por primera vez en su vida ella no tiene un rastro que seguir.
Maldita sea.
Cuando termina de comer se da la vuelta y se detiene, asaltada por una repentina idea. Vuelve a estudiar el acantilado, se acerca hasta que empieza la pendiente inclinada y estudia la zona con ojo crítico. Cuando intenta avanzar la tierra bajo sus pies se desliza amenazando con hacerla caer. Toga retrocede hasta el inicio de la pendiente.
—¡De pie, nos vamos!
—¿A dónde?
—¡Muévete!
Toga salta sobre su montura y la azuza hasta que el animal corre a toda velocidad deslizándose con agilidad por las pendientes húmedas. El aire silba en sus oídos y el mundo es una mancha borrosa, pero Toga conoce el camino de vuelta.
[...]
Tres horas después se encuentran con Shuichi Iguchi, sentada junto al fuego despojándose de su ropa mojada.
—¿Y bien?,—pregunta Shuichi, sentado al otro lado de la mesa mientras devora su desayuno.
—Uno de los espías tiene una flor en la pierna, lo mandamos a la Ciudadela como ordeno el General. Maki viaja con él.
—¿Y el otro?
—Desapareció.
—¿Lo perdiste?
—No lo perdí, me lo arrebataron.
—¿Quién?
—Su amigo arruino su rastro. Y la lluvia empeoro todo. Ahora tendré que empezar desde cero.
—¿Te quedarás hasta que la lluvia pare?
—Eso podría tardar semanas. No. Dormiré, comeré, reuniré provisiones y volveré al bosque. Planeo cubrir un radio de diez kilómetros alrededor del punto dónde lo perdí, necesito moverme rápido antes de que el rastro se desvanezca. Planeo dejar a mi escolta aquí, está vez viajaré sola.
—Dabi no estará de acuerdo.
—Dabi no está aquí.
—Tendrás problemas.
—Serán míos y no tuyos, así que cierra la boca.
—Como sea—Iguchi aparta su plato y se levanta—ya que estás aquí, ¿quieres quedarte al espectáculo?
Toga se encoge de hombros, le da la espalda mientras termina de cambiarse, lo oye salir y solo entonces se deja caer en la cama donde duerme el resto del día.
Despierta horas después, relajada y llena de energía. Llueve, pero es una llovizna ligera con viento y sin truenos. En cuanto sale detecta el inconfundible aroma de la madera quemada. Indiferente al barullo y a los gritos, Toga se aleja con dirección a la hoguera donde se sirve de comer. Encuentra los restos de un ciervo cocido y una pila de patatas suaves, los reúne a su alrededor y se sienta a comer mientras contempla las llamas que devoran la casa que tiene enfrente. Le gusta el fuego, su color, su fiereza, su calor; le gusta tanto como le gusta la sangre, casi. Esa noche ambas se combinan en una sinfonía tan maravillosa que su interior ronronea, la comida le sabe mil veces mejor mientras oye los gritos y aspira el aroma del fuego alimentándose de la carne.
Las llamas de color rojo y naranja se elevan hacia el cielo iluminando la noche, el viento las hace crecer y la lluvia no posee la fuerza para apagarlas. Toga se deja arrullar por el crepitar de la madera.
Abre los ojos al sentir la tibieza de las llamas y se da cuenta que el fuego ha llegado hasta la casa a su derecha, a lo lejos se vislumbran las siluetas de los soldados de Iguchi deshaciéndose de la basura traidora. Durante un momento Toga siente la urgencia de asistir al grupo con la esperanza de probar la sangre de los traidores, pero al final la pereza la vence y se queda mirando.
Para entretenerse acerca el equipaje que le confiscó a los espías y comienza a hurgar en los morrales. Del primer bolso aparta dos cuchillos y el resto lo manda a la pila de la basura. Las provisiones van a parar a su propia bolsa y los papeles son lanzados al fuego sin dudar. Del segundo bolso desecha todas las pastas olorosas, la semillas y las hojas secas, por último, hojea el cuaderno.
No es un cuaderno propiamente dicho, en realidad son un montón de hojas apretadas con una liga. Al soltarlas todas se inflan en sus manos. Las primeras páginas tienen un montón de dibujos de plantas, Toga conoce la mayoría, aunque le sorprende encontrar una descripción tan detallada de cada una. Incluso encuentra propiedades que le eran desconocidas.
Las plantas se acaban y lo que sigue son dibujos de una misma flor. Algunas son en blanco y negro, otras están pintadas de un color rojo vibrante, la pintura ha traspasado algunas hojas y en otras ha provocado que el papel se arrugue por el agua. La flor es la misma en todas partes, grandes y pequeñas, todas poseen la misma forma y el mismo color.
Cuando se aburre de ver el mismo dibujo Toga toma un puñado de ellas y las lanza al fuego. El papel se frunce en sí mismo y cambia lentamente de color. La flor roja adquiere una tonalidad café, después negra hasta finalmente desaparecer. Toga repite la operación quemando hoja por hoja, sin remordimiento alguno.
Está casi llegando al final cuando se detiene. Esta vez la flor ocupa toda la página, los contornos son gruesos, los detalles asombrosos, y el color es hipnótico. Toga estudia el largo tallo de un verde oscuro, las pequeñas hojas amontonadas en torno a él, y finalmente se da cuenta de que la flor tiene la forma de una espada. Una espada larga teñida con el color de la sangre.
Toga sonríe.
Lanza el resto de las hojas al fuego sin dejar de contemplar la única flor sobreviviente. La dobla en cuatro partes y la guarda en su bolso. Después se estira, toma sus cosas, se aparta de la casa en llamas y vuelve a internarse en el bosque.
Que Iguchi y los suyos se encarguen de los traidores. Ella tiene un espía que encontrar.
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La lluvia cae en una fina cortina fría que se estrella contra su tabardo negro; el traje la cubre de pies a cabeza y está confeccionado de tal forma que no permite el paso del agua. Gracias a él Toga escudriña el bosque sin pausa.
Tarda días, pero finalmente la encuentra. La pista que ha estado buscando.
Al pie del acantilado hay una cabaña destrozada, Toga estudia los contornos de la estructura y cuando está segura de que no se caerá se adentra con cuidado. Dentro encuentra hojas de palma, libros rotos y hojas sueltas empapados con el agua que cae por el hueco del techo.
Toga se toma su tiempo, hurga entre los restos, en el nicho de hojas y trozos de madera, busca con cuidado y sin prisa. Finalmente, su búsqueda tiene éxito cuando encuentra un trozo de tela ensangrentado oculto bajo un montón de hojas sueltas. Con muchísimo cuidado Toga lo huele.
El aroma a sangre le arranca una sonrisa; muchos dicen que el olfato de los salvajes es inigualable, que pueden distinguirse entre ellos con aromas que los suyos no pueden diferenciar, pero Toga no envidia su habilidad, la suya es aún mejor.
Ella solo necesita una gota de sangre para rastrear una presa sin importar donde se esconda. Con el pañuelo que tiene en su mano es cuestión de tiempo hasta que el viento le muestre el camino hasta su objetivo. Será un viaje largo, pero sin duda divertido.
[...]
Izuku corre manteniendo un ritmo constante, atento a cualquier grito o sonido, tiene el mapa fresco en su cabeza así que se adentra en el bosque procurando que las montañas siempre estén frente a él; asciende por las colinas repletas de frondosos árboles y musgo húmedo que vuelve el suelo resbaloso. Nota las piernas aún débiles por la fiebre, así que intenta no forzar demasiado su cuerpo.
Sin detenerse Izuku rebusca en las provisiones de Shouji, encuentra un odre de agua del que bebe para enjuagarse el sabor que pesa sobre su lengua –el denso y pesado aroma del incienso que utilizaron contra los Beta–, dentro de la bolsa también encuentra un trozo gigantesco de carne envuelto con cinta y papel, un montón de manzanas pequeñas, una barra de pan fresca, y una bolsa con semillas y dulces.
Cuando se cansa de correr cambia a marcha lenta mientras come las semillas de la bolsa. Se detiene a rellenar su odre de agua en el primer riachuelo que encuentra y al darse cuenta de que no puede avanzar más busca un escondite donde pueda descansar.
Se duerme sin poder evitarlo, demasiado exhausto para mantenerse alerta. Despierta horas después, encogido dentro del tronco que escogió como refugio, sobresaltado, incapaz de recordar su sueño, pero lleno de miedo y con la sensación de que alguien lo vigila.
Cuando se arrastra fuera de su escondite lo recibe la lluvia. Una lluvia pesada que de inmediato lo empapa de pies a cabeza. Se coloca la mochila a la espalda y avanza, temeroso y lleno de pánico. No deja de escuchar gritos a los lejos, aunque cuando se detiene lo que oye es simplemente el silbido del viento.
El bosque termina al pie de la zona montañosa e Izuku asciende siguiendo los caminos marcados por los animales que habitan en la zona. Se come las manzanas mientras avanza y cuando se encuentra muy por encima de la línea de árboles se detiene a contemplar el valle. A oscuras y con el cielo gris es imposible encontrar la Ciudadela, pero a Izuku le basta con ubicar el río que baja en la lejanía para darse una idea de su posición.
Encuentra un pequeño espacio a cubierto entre rocas y come una ración de pan y carne. Se frota los brazos helados y se sacude el pelo con fuerza hasta que deja de chorrear agua. Vuelve a tener sueño, pero en lugar de dormir se come un dulce para mantenerse alerta y retoma su marcha.
Otro día termina y por suerte la lluvia para antes del anochecer.
Izuku no se detiene, avanza tan lleno de determinación que no se percata que es de noche. Cuando lo hace se detiene y mira a su alrededor, el mundo posee una claridad asombrosa, todo es de un color gris pálido. Las rocas brillan con una delgada capa de humedad que destella en colores plateados.
Izuku alza los ojos hacia el cielo y al ver la luna justo encima de él su corazón se encoge dentro de su pecho.
Luna llena.
De inmediato Izuku hace cuentas. La última luna llena ocurrió cuando ellos arribaron a Hosu, esa fue la luna blanca, como él la llama, ésta es la luna de su ciclo.
¿Cuántos días lleva? ¿Dos, tres? ¿Cuántos días me quedan hasta que tenga que esconderme?
Cierra los ojos y empieza a contar, se acuerda de haber visto la luna creciente al ser capturado, si paso una semana encerrado, entonces aún quedan un par de días para que la luna este completamente llena. Uno como mínimo, tres a lo mucho.
Tengo que moverme, tengo que seguir.
La certeza de que en cualquier momento se encontrara en la situación más vulnerable que pueda imaginar le da fuerza para avanzar más rápido. Al amanecer se detiene para comer, cuando repite su comida de la vez anterior, una ración de pan y carne, y su estomago gruñe de insatisfacción, vuelve a ser consciente de la situación en la que se encuentra.
Necesita un lugar para esconderse, necesita agua y comida para soportar el ciclo, necesita una manta.
Los ciclos son difíciles en sí, pero ahora ni siquiera tiene a la mano las hojas que lo ayudan a dormir y que alivian la necesidad. Se acuerda de su primer ciclo, el más difícil de todos, cuando la perdida de Katsuki era demasiado reciente y no tenía a nadie.
No pienses en eso. Concéntrate. Necesitas comida. ¿Qué podemos comer? Setas, seguramente sobreviven a estas alturas. He visto pájaros. Si encuentro sus nidos puedo robar sus huevos. Bien. Agua. Si llueve puedo reunir agua. Si no, tal vez deba empezar a buscar algún riachuelo. Tal vez un estanque. Hay muchos ríos por la zona, alguno de ellos debe nacer cerca de aquí.
Decidido, Izuku detiene su avance y empieza a buscar un escondite. Encuentra setas y musgo que raspa cuidadosamente hasta llenar su bolsa de semillas. Está persiguiendo a un pájaro cuando lo huele.
De inmediato se paraliza.
Con extrema precaución Izuku respira. El aroma es tenue, pero resulta inconfundible; no puede evitar sonrojarse, la sangre desciende por su estómago hasta convertirse en un caldo espeso que se mece a la altura de su vientre.
¿Hay un omega aquí?
El aroma posee los ricos y exuberantes contrastes que los omegas emiten durante su ciclo –un alfa encontraría el aroma irresistible– pero es demasiado impersonal, demasiado corriente.
En ese momento se acuerda del incienso que utilizaron contra Shouto. Ese incienso era dulce, tenía una fuerte esencia de miel y leche, resultaba indiscutiblemente omega, incapacitó a Shouto y lo convirtió en un muñeco sin voluntad pese a que Izuku encontró el aroma increíblemente blando.
Así controlan a los alfa.
Y incienso que utilizaron ayer poseía un aroma potente, aborrecible. Esa cosa incapacitó y mató a los hombres beta en cuestión de segundos. Él ni siquiera consiguió identificarlo.
Así planean luchar contra los beta.
Pero la esencia que acaba de encontrar es diferente de esas dos. Izuku se toma un momento para apreciar las notas que reverberan en la sutil fragancia: Es un aroma de tal intensidad que incluso puede detectarlo aunque no se encuentra cerca del punto de origen y su similitud con las feromonas que provienen de los omegas en ciclo es indiscutible.
Pero cuál es su objetivo.
Es un aroma que exaltaría a un alfa en lugar de contenerlo, es un aroma reservado para estimular, aunque no exclusivamente, los omega también lo utilizan para delimitar territorios.
¿El territorio de quién?
La pregunta muere en su mente cuando al enderezarse su periferia capta el suave movimiento de la tierra. Solo que no es tierra, es una bestia inmensa de pelo claro, ojos rojos vacíos y seis extremidades con afiladas garras.
El animal gruñe –ruge, chilla– y es la señal que Izuku necesita para dar media vuelta y correr.
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Intenta regresar por el mismo camino, pero la bestia salta frente a él e Izuku tiene que torcer hacia la izquierda para evitarla. Cada vez que intenta desviarse el animal se interpone en su camino, hasta que Izuku empieza a sentirse como una oveja siendo llevada de vuelta al corral.
[...]
Después de su encuentro con los salvajes, Mina y Mashirao se apresuran a volver a casa. Si no paran llegaran a la aldea antes del amanecer. Por suerte ya no llueve y la noche acarrea una brisa fresca que seca el sudor de sus frentes.
En cuanto divisa la colina, Mina sonríe porque solo necesita cruzarla para divisar el montoncito de casas que conforman su hogar.
Es llegar a la cima y detenerse. No hay luces, hogueras, no se mueve nada. A Mina le toma un segundo identificar lo que está mal con la imagen: Varios techos han desaparecido y la imagen entera es de un negro profundo, como si fuera carbón.
Mina y Mashirao se mueven al mismo tiempo, sin decir nada descienden por la pendiente a paso rápido y se separan apenas llegan al fondo.
Mina corre directo a casa gritando—¡Mamá!
Su casa –la que fuera su casa– es ahora una estructura negra sin techo que huele a humo y ceniza. Las camas son pilas negras y de la cocina solo sobreviven un par de tazones a los que el fuego no alcanzo a consumir.
—¡Ika!—se mete a su cuarto pero su armario, en el que su hermana suele esconderse, se ha visto reducido a cenizas—¡Mamá!
Sale sin dejar de gritar. Siempre la misma palabra, deseando, anhelando, oír la voz de su madre al responder. El silencio en la aldea es tan opresivo como el nudo que empieza a formarse dentro de su pecho.
Corre hasta la casa de Cementos, pero el lugar está vacío y en las mismas condiciones que su casa.
"No queda nadie, todos se han ido. Escaparon."
Mientras corre revisando cada estructura divisa a lo lejos la figura de Mashirao, que permanece de pie, inmóvil.
—No queda nadie—le dice Mina al acercarse—Todos han huido.
Mashirao no responde, tiene la cara tiesa, los ojos abnegados en lágrimas y su cola, que usualmente se balancea a su espalda, yace en el suelo completamente flácida.
Mina gira la cabeza y los ve. Una pila de cuerpos calcinados, ropa desecha, torsos negros y rostros irreconocibles. Son tantos que resulta imposible contarlos. Hay moles inmensas y figuras diminutas, todos compartiendo el mismo destino. Sobre ellas, empalado en una lanza de hierro, ondea la cabeza de su líder.
Las rodillas de Mina golpean el suelo con un sonido seco. Ella se sujeta la pechera de la camisa, justo a la altura de su corazón, donde siente un dolor tan grande que no puede articular. Intenta decir algo pero su boca solo consigue formular un sonido roto, que de inmediato se transforma en un llanto abierto. Las lágrimas brotan sin control y Mina se abraza a si misma mientras sus sollozos se elevan al cielo.
Lo siento, lo siento.
[...]
—¿Tienes los resultados de la prueba, Kurogiri?
—Fue exitosa, General. Casi todos los prisioneros sucumbieron al incienso de inmediato.
—¿Casi todos?
—Un puñado de ellos sobrevivió a la primera administración, se dispersaron por el bosque hasta que los efectos secundarios terminaron con ellos: Vomito, fiebre, sangrado nasal. La recuperación de cuerpos sigue en proceso, hasta el momento faltan tres, pero es cuestión de tiempo hasta encontrarlos.
—Muy bien. Con el éxito del incienso beta tienes permiso para iniciar con la producción y distribución. Debemos exterminar a las fuerzas Yuuei que aún patrullan nuestras costas, e iniciar los preparativos para trasladar el incienso hasta el otro lado del mar
—Como ordene, General... señor, también hay un inconveniente.
—Habla.
—Perdimos contacto con una de las prisiones cercanas a la frontera Noumu antes de los últimos traslados. Envié órdenes para investigar. Acabo de recibir un mensaje del líder informándome que la prisión ha sido saqueada. Los guardias están muertos, las provisiones, carros y los prisioneros no están.
—¿Yuuei?
—No, todo parece indicar que hubo un enfrentamiento y los prisioneros escaparon. Mis espías han rastreado al grupo, se dirigen hacia el desierto, tal vez su intención sea reunirse con el ejército de Yuuei.
—¿Cuántos son?
—Es un grupo grande, no tengo un número exacto, pero fueron los suficientes para acabar con toda la guardia sin ayuda.
—¿A quién tenemos en la región?
—El grupo de Iguchi está en la zona. Y puedo enviarle refuerzos desde uno de los cuarteles más cercanos.
—Hazlo. También envía incienso.
—Muy bien, General.
—Y dile a Iguchi que identifique a su líder. Los salvajes siempre luchan con uno, si cae, el resto se esparcirá como hormigas sin cabeza.
[...]
El cuervo llega una semana después, cuando Iguchi y los suyos han terminado con la limpieza y acampan cerca de la costa, a la espera de órdenes. Dabi se ha unido a ellos y todos se preparan para lo que suponen será un asalto a los barcos de Yuuei.
La nota que recibe Dabi resulta toda una sorpresa.
—¿Qué pasa?,—pregunta Iguchi cuando su compañero se echa a reír tras leer la misiva.
—Los cachorros han salido a pasear.
—¿Qué?
Dabi sigue riéndose y tarda un momento en recuperarse, cuando lo hace le explica la situación entre risas y murmullos incrédulos.
—¿Escapar?,—inquiere Iguchi mientras extiende la mano para hacerse con la nota—¿Cómo han logrado salir?
—No lo sé—responde Dabi recuperando la hoja de papel—es probable que los guardias se confiaran.
—Tu estuviste en la prisión, ¿cómo era el capitán?
—Viejo, pero hacia su trabajo.
—No bien si ahora tenemos una fuga. La primera en toda la historia.
—Como sea, el tipo pagó con su vida su error, ahora tenemos que limpiar su desastre. Reúne a los tuyos, tenemos que alcanzarlos antes de que lleguen al desierto. Enviaré una patrulla por delante para que nos informe de su número, su posición, y sus suministros.
—¿Operación de captura?
—No. Limpieza total.
Iguchi asiente y se levanta, por suerte para ellos, ese día no llueve.
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