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Capítulo 12: Un Cielo Gris

Sinopsis: Cuando llueve el cielo es gris y las nubes nos impiden ver las estrellas, pero ellas siguen ahí, esperando por el amanecer.

Notas: Atsuhiro Sako (Villano conocido como Mr. Compress)

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La lluvia empieza a medianoche, sin truenos ni avisos de ninguna clase. La mayoría de los guardias duermen y solo aquellos en turno se percatan de la repentina baja de temperatura. Hachiro abre los ojos al sentir las gotas frías en su cara, abandona su puesto en el muro del patio y corre a refugiarse. En lugar de bajar por las escaleras, marcha sobre la muralla hacia el puesto de vigilancia, una estancia circular con cuatro postes que sostiene un pequeño tejado de paja. Desde ahí se puede ver el patio interior, el huerto, el techo de los establos y la luz proveniente de las barracas de los soldados.

Hachiro aparta su arco y lo apoya contra la alarma en el suelo, un aparato que ocupa toda la estancia y cuya manivela es del tamaño de su brazo. Aunque su intención es volver a dormirse, le resulta imposible por culpa del viento que sopla contra la torre, al menos en el muro podía sentarse y cubrirse de las ventiscas, ahí le toca quedarse de pie.

Incapaz de dormir y con demasiado frío para intentarlo, Hachiro se apoya contra uno de los postes en espera del amanecer. A esa hora no hay nadie que lo regañe por distraerse así que ocupa su tiempo en mirar el cielo completamente oscuro, no hay ni una sola estrella a la vista. En algún momento ve al grupo de Elok correr por el patio exterior hasta la puerta de hierro, escucha el inconfundible chirrido del metal al abrirse y después ve a los cuatro correr hacia las escaleras que descienden a las celdas.

Después de un rato oye al grupo de Malakay; a diferencia de la tropa anterior estos no parecen tener prisa por iniciar con sus actividades. Los ve caminar en el patio exterior, deteniéndose en cada zona cubierta antes de alcanzar el tejado de la puerta, ahí se quedan a maldecir la lluvia.

Hachiro no puede verlos porque el tejado de la puerta los cubre, pero el puesto de vigilancia esta justamente encima de una de las columnas que sostiene la puerta así que puede escucharlos.

—Maldita sea—dice uno de ellos—Odio la temporada de lluvia.

—Lo sé—contesta alguien más—Viajar en está época es una mierda. Los caminos son charcos de lodo que se pega a la ropa, siempre estás mojado, y cualquier pendiente se puede convertir en una zona de deslave.

—¡Diablos!,—gruñe un tercero—¿Te imaginas el problema que va a ser llevar los carromatos de los salvajes? Esas cosas se atascan constantemente. Vamos a pasarnos la mitad del viaje empujando y colocando troncos para que puedan cruzar. Terminaremos con las botas llenas de agua y los huesos helados.

—Con suerte todos se quedarán a pudrirse aquí.

—¡Odio esto!, ni siquiera ha salido el sol.

—Maldita sea, ¿por qué diablos nos toca la revisión de los calabozos?

—¿No lo sabes?, Malakay perdió una apuesta.

—¡¿Qué?! ¡¿Es por culpa de ese bastardo que tengo el culo congelado?!

—¡Cállate!, ahí viene.

Hachiro mira hacia el patio exterior y de inmediato localiza al hombre que corre hacia la puerta hundiendo sus botas en los charcos del patio.

—¿Todos listos?,—pregunta Malakay en cuanto llega. Su voz, como Hachiro recuerda, es un eco profundo—Bien, terminemos con esta mierda. Nos toca una inspección general del ala sur. Vamos a separarnos, cada uno trabajara en una sala, quiero un inventario de los que siguen vivos, de los que no, y de los que pueden ser trasladados. Terminemos lo más pronto posible, el capitán quiere salir antes del mediodía así que lo mejor será apresurarse.

Hachiro los ve alejarse del tejado y correr por el patio interior hacia la entrada. Bosteza. Solo quiere que el sol salga para que su relevo llegue.

Por la periferia consigue captar movimiento, gira el rostro hacia la sombra y ve a un guardia correr de regreso. Qué se le habrá olvidado, piensa con aburrimiento hasta que se da cuenta de que el hombre corre sin ritmo, como un animal acorralado.

Qué.

Entonces lo ve. Detrás de él emergen varias sombras, sombras que se detienen ante la lluvia. Ninguna de ellas lleva uniforme.

—¡EH!,—el grito es instintivo, surge de él antes de que su cerebro procese lo que está pasando.

Oye el eco de la puerta al volver a cerrarse, pese al frenético latido de su corazón distingue el ruido de los pasadores que regresan a su lugar. Hachiro se gira hacia la alarma, toma la manivela y la hace girar. El sonido es tan escandaloso y agudo que teme que sus oídos empiecen a sangrar, pero eso no pasa, lo que sucede es que la prisión entera despierta.

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—¡¿Qué pasó?!

—No lo sé.

—¿Por qué sonó la alarma?, ¿es un simulacro?

—No, dicen que escaparon.

—¿Quiénes? ¿Los salvajes?

—¿Quién más podría ser?

—¿Escapar? Es absurdo...

Atsuhiro ignora los cotilleos, intenta acercarse para escuchar la historia del soldado que tiembla frente al capitán, su voz posee ese timbre frenético de aquellos que se encuentran en shock y su relato está salpicado de muletillas verbales: Y luego, y entonces...

—¿Cuántos eran?,—pregunta uno de los tenientes interrumpiendo la historia lo que provoca que el chico se aturulle y tenga que volver a empezar cuando otro exige saber qué paso.

—¡Basta!,—grita el capitán—¡¡Basta!! No tenemos tiempo para seguir con este interrogatorio. Tenemos una fuga y hay que controlarla. Atsuhiro, reúne a tus hombres, los quiero en el muro, si alguno de los salvajes emerge de las escaleras lo quiero muerto. Nada de flechas incapacitantes, esta vez apunten a la cabeza o el corazón. La única salida que existe es esta, tenemos la puerta cerrada así que no podrán dispersarse. Lo único que pueden hacer es salir al patio interior, quiero que todos estén listos para abatir a cualquiera que asome la nariz. Ryu, reúne a un grupo y haz que trasladen el incienso que sobra del almacén.

—Pero está lloviendo.

—No lo usaremos en el patio, quiero que alistes las hondas, lanzaremos unas cargas a la entrada. Una vez que se extienda hacia el interior mandaremos un grupo de limpieza. Usaremos las cargas para llenar los calabozos antes de bajar. Vamos a limpiar este desastre.

Atsuhiro se aleja del grupo mientras el resto grita "si, señor" como una sola persona. En cuestión de minutos tiene a la mitad de su grupo corriendo para traer flechas y al otro reuniendo la mayor cantidad posible de arcos.

En ese momento el vigía del muro grita:

—¡Están fuera!

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Hachiro suelta la manivela y el pitido de la alarma cesa de inmediato. Desde su posición puede ver que el patio exterior está inundado de soldados y la sola visión de sus compañeros consigue calmar su ansiedad. Toma su arco y se dirige a su puesto justo en el preciso instante en que una sombra abandona la seguridad de las escaleras y corre hacia la lluvia.

No puede escapar, piensa Hachiro aferrando su arco, la puerta está cerrada, detrás de la primera sombra surgen más de ellas, como si una represa se hubiera roto.

—¡Están fuera!,—grita al cielo buscando a tientas su arco.

No pueden salir, se repite Hachiro al tensar su arco y disparar. Inmediatamente después toma otra flecha y repite la operación. En esa fracción de minuto, mientras derriba a dos siluetas, la sombra que salió primero escala la pared. De la sorpresa Hachiro se aturrulla, comete el error de titubear y cuando intenta alcanzar otra flecha se paraliza porque en cuestión de segundos tiene a la sombra al alcance de su mano.

Aunque viste como él -traje negro, botas altas- de inmediato entiende que no es de los suyos porque no conoce a nadie que posea brillantes ojos color escarlata desbordantes de ira.

[...]

Ochako se despierta cuando oye el tintineo de las cadenas. En lugar de levantarse gira el cuerpo hacia el origen del ruido e intenta vislumbrar algo entre el velo negro que cubre toda la celda.

—Te vas a desmayar otra vez—murmura con cansancio al escuchar el chirrido del metal y la pesada respiración del alfa.

—Ya está... ya casi está.

La voz está llena de una energía incomprensible, posee un rico y atronador timbre. Es vibrante, limpia y espesa. Ochako la encontraría encantadora si no tuviera la certeza de que va a morir de hambre en esa celda.

Su estómago ruge, el sonido reverbera en la sala provocando que el ruido de las cadenas se detenga.

—¿Estás bien?,—pregunta la voz amable.

Ochako ni siquiera le ha visto la cara, pero sabe, con solo oír su voz, que el muchacho es simpático, energético e iluso. Lo último es lo que más la enfada.

—Podríamos salir—dice ella por centésima vez—podríamos emparejarnos y reunir fuerzas para enfrentar lo que venga.

—Ya hemos hablado de eso.

—¿Lo hemos hablado? Porque según lo entiendo tú hablaste, te negaste rotundamente y has estado intentando desprender esa cadena de la pared durante todo el tiempo que llevamos aquí. Sin éxito, tengo que mencionarlo. Lo único que has conseguido es desmayarte por el esfuerzo. Lo siento, pero no parece que estemos más cerca de salir ahora que desde el primer día.

—No vamos...

—La mitad de la decisión me pertenece. Tal vez sea la única oportunidad que tengamos. Qué más importa si nos están obligando, podemos seguir luchando mañana, cuando sigamos vivos, cuando salgamos de aquí, pero si nos negamos, moriremos aquí, ¿es lo que quieres?

La respuesta del alfa es un hondo suspiro.

—Sabes—responde la voz de caramelo—cuando tengo hambre también me pongo de mal humor, ¿por qué no tomas agua para calmarla?

Ochako resopla. Sí, el hambre la vuelve irracional. El hambre y el aroma, por el alfa huele a azafrán. Delicioso y espeso. Cada vez que inhala aspira la poderosa esencia y no puede evitar pensar en los postres azucarados de azafrán que su madre preparaba una vez al año. Se acuerda que en su casa no había dinero para ciertos lujos, pero su padre siempre se las arreglaba para conseguir azafrán. Ellos lo llamaban oro rojo por su valor, lo asociaban con la hermosura y la elegancia.

Abrumada por el hambre, inundada de recuerdos, Ochako se revuelve en su lugar, encoge las rodillas hasta su pecho y espesa su aroma. El recuerdo de sus padres le da fuerza, no quiere morirse, no ahí, encerrada en un calabozo sucio. Y si depende de ella ese no será su final; así tenga que forzar las cosas, va a seguir con vida.

—No hagas eso—le dice el alfa cuando nota el aroma.

Ochako lo ignora. La comida se ha terminado así que es cuestión de tiempo antes de que los guardias vuelvan.

—¡Basta!

Se paraliza ante el tono severo, pero no se rinde. El alfa puede negarse, pero es imposible que pueda resistirse al aroma. Si Ochako lo fuerza sabe que terminará cediendo. Está tan concentrada en su misión que no escucha la cerradura de la puerta, cuando reacciona entra en pánico.

Se sienta de prisa, tan rápido que el suelo se sacude. En la entrada la luz es tan brillante que tiene que entrecerrar sus ojos para ver. Un alfa entra haciendo tintinear las llaves, detrás de el se recorta una silueta más pequeña de pelo negro.

Sin poder resistirse Ochako grita.

—¡Yui!

La muchacha se abalanza sobre ella y Ochako la abraza incapaz de entender lo que está pasando, pero eso no impide que las lágrimas nublen su vista.

—¿Puedes levantarte?,—pregunta Yui desprendiéndose del abrazo

—Sí, ¿qué sucedió?

—Vamos a salir—responde Yui con una voz que combina miedo, alegría, pánico y esperanza—¡Salir!

En cuanto se alejan de la celda Ochako ve omegas abrazados apiñados cerca del ascensor. Al verla sus compañeros la abrazan y ella los aferra con fuerza intentando no echarse a llorar; al detectar el aroma de azafrán se gira.

Su compañero de celda es alto, fornido y guapo. Su pelo rojo se eleva en picos desiguales, tiene ojos grandes y expresivos en color rojo carmín, y una bellísima flor de lis justo en el centro de su pecho. Al sentir su mirada, el alfa desvía los ojos hacia ella y le sonríe. Un gesto amplio y devastador.

—Te dije que saldríamos—a Ochako le resulta sorprendente que esa voz de caramelo pueda transmitir tanta esperanza en una sola frase—Vamos a luchar.

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Aunque Katsuki entiende que el tiempo está en su contra, no se lanza de cabeza como si fuera un estúpido; ni aun cuando la alarma lo llena de impaciencia se permite cometer errores. Se toma un momento para interrogar al resto, lanzar órdenes e instrucciones sin pausa. No se detiene a dudar, no titubea, no se amedranta. Ha entrenado desde que tenía seis años y se ha pasado siglos encerrado en una jaula recreando escenarios imaginarios a la espera del momento justo para salir. Es hora.

Después de exponer su plan y repartir obligaciones, Katsuki se gira hacia el grupo de omegas que charlan en voz baja.

—Quiero armas.

El omega rubio lo mira, asiente, después empuja a sus compañeros y grita sin detenerse.

—¡Traeremos lo que haya!

Katsuki sonríe, una sonrisa feral y hambrienta, inmediatamente después da ordenes para que un alfa se quede atrás a recibir al resto. Justo en ese momento la alarma se calla y solo entonces se mueve.

Corre por las escaleras y sale a la lluvia. La lluvia. Fría y fresca. La sensación reaviva su energía, lo llena de fuerza, con ella consigue acallar el hambre. Corre por el patio notando al instante que no hay guardias en el muro; mientras se aproxima a la pared, recuerda que la primera vez que intento escalar consiguió rasparse la rodilla porque se impulsó al frente en lugar de hacia arriba. Al final consiguió dominarlo y fue capaz de ascender hasta una altura doble que la suya.

Ha pasado tiempo desde la última vez que escalo, la mayoría de las personas tendrían que practicar de nuevo para repetir su éxito, pero él no; porque incluso siendo niño Katsuki podía recrear un movimiento, un golpe, un ataque, con tan solo verlo. Y esta vez no es diferente.

Arriba

En lugar de esperar a que uno de los otros haga de pivote y lo impuse, Katsuki salta hacia la pared cuando está a un paso de distancia, eleva la pierna y apoya la parte frontal de su pie contra el muro. Mantiene la cabeza erguida y los brazos alzados, y utiliza el punto de apoyo para empujar la pared hacia abajo. Con su impulso da un paso hacia arriba y repite la misma operación. No es fácil, depende de sus reflejos, su fuerza y su habilidad, pero ahora más que nunca, Katsuki no tiene pensado rendirse.

Extiende sus manos antes de perder el impulso y aferra el borde de la muralla, de ahí se impulsa hacia arriba usando los músculos de los brazos. En cuanto tiene al guardia frente a él, Katsuki ataca.

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Un grupo de arqueros, encabezados por Atsuhiro, corre por las escaleras en un intento por neutralizar a los salvajes en el patio interior, pero al llegar a la parte superior se encuentran con un puñado de ellos que de inmediato contraatacan.

Sin posibilidades de avanzar, y con su grupo estorbando en la retaguardia, Atsuhiro aparta su arco, enarbola su cuchillo e intenta despejar la zona. Su misión es limpiar la parte superior del muro, instalar a sus arqueros, y acabar con cualquiera que se encuentre en el patio interior. No se espera que los salvajes hambrientos, sucios y jóvenes, respondan con una ferocidad que raya en el abandono.

El salvaje que tiene frente a él usa el uniforme de un guardia, Atsuhiro tiene planeado capturarlo e interrogarlo, pero el muchacho se defiende con una brutalidad abrumadora.

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Denki se acuerda del almacén de herramientas mientras corre hacia la cocina; en lugar de acompañar al resto se desvía a la derecha en el primer pasillo que encuentra. Por suerte la puerta no tiene candando, y Denki entiende por qué al enarbolar una de las antorchas para iluminar el cuarto.

Lo único que queda adentro son los costales con jabón para la ropa, varios bultos con tela destinada a confeccionar mantas, tierra fertilizada, semillas viejas, macetas de arcilla astilladas, un barril de aceite viejo, y otras cosas aparentemente inútiles. Como un montón de placas de madera torcida.

En cuanto las ve, Denki se detiene. Dos segundos después está corriendo de vuelta por el pasillo hacia la cocina.

—¡Tengo los cuchillos!,—grita Chieka al verlo llegar. Detrás de ella el gabinete de los cubiertos está abierto de par en par con cucharas y cucharones regados por el suelo.

—¡También trae soga!,—responde él haciéndole señas a sus compañeras para que lo sigan—¡Y después reúnete conmigo en el almacén de herramientas!

Sin perder tiempo, Denki empuja a los demás hacia el pasillo.

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Para cuando vuelve Ryu encuentra que el muro del patio interior está abarrotado de salvajes. La primera línea de defensa los mantiene a raya en la parte superior, pero no cabe duda de que en cualquier momento bajarán por las escaleras para arrasar con todo.

Sin perder tiempo Ryu y su equipo reparten los pequeños frascos de tranquilizante entre el grupo de arqueros que se encuentran junto al capitán. Usualmente se utiliza en dardos para realizar traslados individuales, pero ahora su equipo empieza a humedecer las puntas de las flechas con la intención de neutralizar a todos los que están sobre el muro.

—¡No importa la precisión!,—grita el capitán alineando a los arqueros—¡Con un solo rasguño basta! ¡Ataquen!

Los arqueros disparan y Ryu comienza a preparar las hondas con el incienso.

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Eijirou está listo para correr por las escaleras hacia los pisos superiores cuando una pequeña mano lo detiene. Al girarse se encuentra con su compañera de celda, pequeña y con grandes ojos marrones.

—¿De verdad van a luchar?,—pregunta ella.

—Sí.

—Pero no tienen armas.

—Tendremos que improvisar.

—No... los guardias almacenan los picos en un armario junto a la entrada de las minas. Si aún están ahí...

—Muéstrame.

La omega se desprende de sus amigos y corre por uno de los pasillos con Eijirou y su grupo detrás.

Por suerte para ellos, la entrada de las minas está más cerca de esa sección, así que encuentran el armario casi de inmediato. Con ayuda de una barra de acero y la fuerza combinada de dos alfa, el candado se rompe. Dentro encuentran un pequeño cuarto repleto de picos desgastados y viejos.

Eijirou toma tres y corre, junto con el resto, siguiendo a la chica omega. En cuanto sale al patio interior la lluvia cae sobre él, paralizándolo. Le toma un minuto de inspección ver a un grupo de los suyos en la parte superior del muro, luchando contra los guardias.

¿Cómo llegaron...?

La respuesta a su pregunta está a tres metros junto a él donde un grupo de los suyos están impulsando a otros para que consigan alcanzar el borde de la pared. De inmediato nota que quienes hacen de pivote son los más grandes y los que alcanzan a subir poseen una complexión más esbelta.

Aunque el muro está lleno de los suyos no tienen forma de combatir contra el grupo de arqueros que ataca desde afuera, algunos caen por la barda con flechas atravesando cuellos y pecho. El resto se agacha para refugiarse tras las paredes de medio metro.

Después de repartir las armas que lleva, Eijirou está listo para regresa a buscar más cuando ve que uno de los suyos trastabilla a unos pasos de él. Antes de que otra oleada de flechas caiga, Eijirou lo aparta del centro mientras sus compañeros se marchan a buscar más armas.

—¿Estás herido?,—pregunta con voz ansiosa—¿dónde?

Encuentra un corte semiprofundo a lo largo del hombro, sin duda el resultado de una flecha que consiguió retirar sin problemas. La herida no sangra, no parece mortal, pero el alfa ha cerrado los ojos y no responde a su voz. Eijirou encuentra la flecha a tres pasos de distancia, al examinar se percata del tenue aroma que proviene de la punta de acero. Inmediatamente después se mueve:

—¡Cuidado con las flechas!

Ni siquiera ha terminado de hablar cuando una oleada de las mismas se elevan en el cielo con dirección al patio.

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Los arqueros consiguen una victoria aplastante al disparar la primera carga. La segunda resulta menos efectiva porque los salvajes en el muro se cubren de inmediato. La tercera y la cuarta tienen como objetivo caer sobre el patio interior, pero es imposible confirmar su efectividad debido a que no tienen forma de ver los resultados.

Los soldados de las escaleras se han replegado ante una orden del capitán, quien los organiza frente a la puerta dejando a los arqueros con órdenes de mantener a los salvajes en la parte superior del muro.

—¡En cuanto huyan hacia los túneles, lancen las cargas de incienso a la entrada!

El grupo de Ryu avanza en la retaguardia con sus hondas de mano listas para usarse. Todas las fuerzas de la prisión se alinean cerca de la entrada a la espera de irrumpir en el patio y obligar a los salvajes a retroceder.

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De cuclillas junto a las escaleras, Katsuki toma aire. Entre todos han conseguido evitar que los guardias se apoderen del muro, y finalmente el capitán ha decidido abrir la puerta.

Es justamente lo que Katsuki quiere.

Se aparta el pelo mojado de la cara, toma aire, empuña el cuchillo del guardia muerto y se detiene a escuchar. No necesita mirar hacia el patio interior para saber que el resto de los suyos se ha armado y está listo para defenderse, lo único que están esperando es una señal.

—¡Puerta!,

Kastuki grita en el preciso instante en que oye las planchas de hierro rechinar al abrirse. Ni siquiera lo piensa dos veces antes de dejarse caer del muro sobre la horda de enemigos que va entrando.

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El capitán espera encontrarse un grupo de salvajes violento y suicida, espera los gritos de ira, no se espera encontrarse con un grupo de salvajes armados con picos, usando planchas de madera vieja envueltos en cuerda como si fueran escudos de mano. No se espera a los bárbaros que caen desde el cielo.

Las dos fuerzas chocan en la entrada con una potencia inesperada. Muchos de la primera línea caen, algunos atravesados por cuchillos, otros al ser golpeados con picos de minería. Pese a que el embiste es tremendo, los hombres del capitán mantienen su formación y pronto están recuperando terreno.

Es cierto que la ira de los salvajes es avasallante, luchan con un frenesí obsesivo y una ciega desesperación, pero lentamente empiezan a ser visibles los signos de desgaste físico. El hambre, la lluvia, la actividad pesada, todo se combina para que los soldados recuerden que se enfrentan a jóvenes, niños en algunos casos, ninguno mayor de dieciocho años.

El capitán recupera su confianza y empieza gritar ordenes sin parar.

—¡Los inciensos! ¡Traigan los inciensos!

Conforme la fila de soldados ingresa por la puerta obligando a sus enemigos a replegarse, el último grupo con las hondas cargadas atraviesa el arco de entrada. Todos están adentro cuando el contraataque llega.

Uno de ellos se desploma al ser golpeado por lo que parece una pelota de tela. Cuando el soldado que está detrás de él se inclina para inspeccionar la pelota, descubre que en realidad se trata de una maceta de arcilla rota llena de tierra envuelta en un trozo de tela. Está enderezándose cuando una de esas cosas lo golpea de pronto.

Los lanzadores de macetas se hallan apiñados junto a la pared, cerca de la entrada a las jaulas. Un puñado de ellos hacen girar los proyectiles antes de soltarlos y de inmediato uno de sus compañeros le entrega otro antes de inclinarse para fabricar el que sigue.

Los portadores de incienso se desploman o se ven obligados a retroceder ante los fardos que caen sobre ellos. Este contraataque consigue romper la formación de los soldados y el grupo de salvajes armados renueva su embestida sin titubear.

El capitán se ve obligado a retirarse, él y sus hombres retroceden hacia la entrada golpeando sus espadas cortas contra los escudos de madera improvisados. En cuanto consiguen ponerse a cubierto bajo el tejado, el capitán grita:

—¡Arqueros!

Pero antes de conseguir una respuesta, los salvajes se pegan a las paredes mientras la lluvia de flechas cae a tierra.

—¡AAH!,—el grito proviene de un salvaje que viste con el uniforme de los guardias, es un sonido feral, oscuro y terrible, ni siquiera ha terminado de hablar cuando se mueve. Corre hacia ellos y de inmediato todos lo siguen, rugiendo con una sola voz.

El capitán y el resto de sus fuerzas retrocede con la intención de solicitar la ayuda de los arqueros.

—¡Disparen!

Detrás de su grupo aparecen los salvajes con sus escudos astillados, al mismo tiempo el grupo que se encuentra en la parte superior del muro corre por la escalera hacia el patio exterior. Arrinconados por ambos lados, los arqueros se ven obligados a enarbolar sus espadas para defenderse.

Los charcos del patio se tiñen de rojo conforme el cielo empieza a clarear.

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Algunos intentan huir, otros se rinden. A ninguno de ellos se le concede misericordia.

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La lluvia no para, el amanecer no trae consigo un cielo azul ni un sol brillante. El mundo es de un gris opaco, frío y húmedo.

[...]

Denki cierra los ojos mientras alza la cara hacia el cielo. Junto a él, Ochako llora con las rodillas enterradas en el suelo mojado y las manos aferrando su cuerpo. Su llanto, como el de los demás, es una mezcolanza de felicidad, incredulidad y dolor. Denki lo sabe porque él también se siente así. Podría llorar y reír, podría cantar y bailar, pero lo cierto es que la emoción es tan fuerte que paraliza.

Tiene miedo de moverse, tiene miedo de despertar y darse cuenta de que en realidad está soñando.

—No te reconocí con el uniforme.

Abre los ojos y gira la cabeza hacia la voz. El alfa pelirrojo está ahí, indemne, inmutable, observándolo como si fueran amigos y le diera gusto de saber que sigue vivo. Lo más asombroso es su sonrisa, amplia, cálida y maravillosa. Es la misma sonrisa que tenía en las celdas oscuras, aunque está vez, en lugar de sentir incómodo, Denki tiene ganas de sonreírle de vuelta.

Tal vez lo hace porque la respuesta del alfa es acercarse con lentitud como si tuviese miedo de asustarlo.

—Te está creciendo el pelo.

De forma automática Denki se lleva una mano a la cabeza donde nota que sus mechones rubios sobresalen de entre sus dedos. Cuando estuvieron juntos su pelo se parecía al de un puercoespín.

No más cortes de pelo obligatorios.

Se ríe, no puede evitarlo. El pensamiento es maravilloso. Descontando el puñado de risas que el alfa consiguió arrancarle durante su estancia en las celdas negras, hace años que no se reía así. Hace años que algo tan simple como el largo de su pelo no lo hacía feliz.

Se ríe y de pronto está llorando. La puerta se ha abierto y no puede parar. No sabe cómo hacerlo.

Entonces tiene al alfa frente a él, rodeándolo con sus brazos, emitiendo ese tenue aroma de conforte lleno de azafrán.

[...]

Katsuki no para hasta que no tiene la certeza de que la victoria ha sido absoluta. Organiza grupos de limpieza con la intención de recorrer cada barraca hasta asegurarse que en la prisión no queda nadie más que ellos, envía a otro grupo a reunir armas, otro a contabilizar muertos, otro a reunir a los heridos, y otro más a inspeccionar el muro exterior para saber si alguno de los soldados consiguió escapar.

Solo entonces se da la vuelta para ir a buscar al pelirrojo. Lo encuentra consolando al omega rubio, quien se endereza al sentirlo llegar. El muchacho tiene los ojos rojos y su voz posee el característico tono de aquellos que han llorado, pero en lugar de derrumbarse, el chico asiente en su dirección listo para atender sus indicaciones.

Katsuki no pierde tiempo.

—Necesitamos provisiones.

—Nuestra despensa está vacía—responde el omega de inmediato, sin detenerse con preguntas innecesarias—Alla abajo solo queda aceite viejo.

—Organiza a los tuyos, que busquen los suministros de los guardias. Tiene que haber algo, lo suficiente para el viaje que planeaban. Necesitamos comida.

—Muy bien.

—Dame el paquete.

El omega lo saca de su bolsillo y se lo tiende, después se gira hacia la chica que permanece arrodillada en el suelo mirándolo con los ojos abiertos. El muchacho consigue levantarla y está listo para empujarla cuando ella planta los pies y lo encara.

—Queremos ropa.

—Yo no fabrico ropa, si la quieres, búscala.

Antes de que ella pueda decir nada más, el chico la arrastra lejos. Katsuki se gira hacia el alfa pelirrojo, que no ha dejado de pasear su vista de uno a otro como si intentara entender algo.

—Tú también usas uniforme—es lo primero que dice cuando los otros dos se alejan.

—No pierdas el tiempo con estupideces y dime que dice.

Empuja el paquete de frascos contra el pecho del otro y le hace señas para que se pongan a cubierto bajo el tejado de la entrada al patio interior. Desde ahí se ven los cuerpos de los caídos, entre ellos pasea otro grupo que se dedica a trasladar a los heridos a una zona seca.

El pelirrojo toma el paquete y lo desenvuelve. Encuentra cinco viales de vidrio del tamaño de un dedo con sus tapones de corcho y una pequeña nota doblada metida entre los frascos. Al desplegarlo comienza a leer en silencio.

—¡En voz alta!

El pelirrojo obedece.

Hola Eijirou.

Hasta el momento eres el único que ha contestado. No tengo noticias de Hanta, Rikidou o Tetsutetsu. Es imposible decir que ha sido de ellos.

Tu carta confirma nuestra teoría, el incienso incapacita a nuestras tropas, está más allá de mí, imaginar por qué ninguno de nuestros espías supo de su existencia, pero sin duda es un detalle importante que mi padre debe saber. En cuanto supimos de ella un aliado nuestro sugirió la posibilidad de utilizar pañuelos cubiertos de perfume con la intención de minimizar sus efectos, tu amigo Rojo ha probado la teoría, pero es importante saber si el éxito puede repetirse para el resto y si es posible que neutralice sus efectos por completo. Con este objetivo en mente enviamos cinco viales con lociones naturales.

La hipótesis que tenemos es que tal vez el aroma a menta sea efectivo porque Rojo lo asocia con su hogar. Tal vez por eso no funcionó contigo, tal vez por eso no funciona con nadie más. Nuestra sugerencia es buscar compañeros que reconozcan alguno de estos aromas como familiares y probar si consiguen resistirse temporalmente al incienso.

Los viales contienen manzanilla, fresa, menta, jazmín, y el último es una elaboración especial.

Éste último contiene feromonas omega. La hipótesis que tenemos es que los omega no se ven afectados por el incienso. ¿Están ellos presentes en algún momento durante la aplicación del incienso? De ser así, ¿ha existido algún cambio en los resultados? De ser posible quisiéramos que utilizaran la esencia para probar la teoría de que en presencia del aroma natural de un omega el incienso resulta menos efectivo. Cualquier conclusión que puedan obtener a partir de esto tendría un inmenso valor para los nuestros.

No tomes decisiones precipitadas, Eijirou, las tropas de mi padre deben estar por llegar. Si no hubo cambio en su itinerario, sus naves deben aparecer en el horizonte en cualquier momento. Me temo que no podemos quedarnos para seguir ofreciéndote ayuda, hemos sido descubiertos y nuestro contacto sugiere un repliegue inmediato. Partiremos hoy mismo, me han dicho que te entregaran está carta en dos días, para entonces nosotros estaremos cerca de la costa. En cuanto me reúna con mi padre, enviaremos a un grupo por ustedes.

No te rindas.

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Ejirou toma aire, la carta del príncipe posee el tono seco que lo caracteriza, pero aun así puede leer la preocupación por el resto de sus compañeros. La misma que él siente ahora al pensar que alguno de ellos sea uno de los muertos.

—¿Y qué más?

La pregunta lo devuelve a la realidad.

—Es todo lo que dice... ¡eh! ¿qué estás haciendo?

—Yo me quedare con este—responde el rubio al tomar el frasco de color transparente.

—¿Qué aroma es?

—No te incumbe... ¿no dice nada sobre cómo obtuvieron las feromonas omega?

—No, ¿por qué?

—Contesta.

—Lo que dice es lo que escuchaste, nada más... además, quienes extraen ese tipo de perfumes son los herbolarios beta. Tienen un excelente sentido del olfato.

—Tal vez de donde vengas así sea, pero en el sur los sanadores hacen sus propias lociones y pastas.

—¿En serio?... Hum....

—Ya sea un herbolario o un sanador, ¿de dónde lo obtuvo tu príncipe?

—Hay un herbolario que sirve en la corte, tal vez se la pidió a él.

—¿Cómo es?

—¿De carácter? Imposible. No le gusta que nadie se meta en su jardín.

—¿Es viejo?

—Como una pasa agria.

—¿Solo está él?

—Tiene a dos ayudantes, y hace un año admitió a otro aprendiz.

—¿Lo conoces?

—¿Al aprendiz?... Sí, es una vieja amiga, ¿a qué vienen tantas preguntas?

El rubio no le responde, mira el frasco en su mano hasta que finalmente parece tomar una decisión, destapa el vial y le acerca el tapón de corcho a la nariz.

Eijirou inhala y de inmediato detecta el aroma a menta con una pizca de algo que no logra identificar. Es ligero, fresco y adorable en su sencillez. En cuanto lo huele se imagina un campo en primavera, lleno de aromas naturales y herbales.

—¿En tu hogar hay algún omega que huela así?

Eijirou exhala con lentitud, preguntándose vagamente qué zona del cuerpo posee un aroma tan rico en contrastes y profundidad.

—No—responde al final

El rubio aprieta los dientes y se entiesa al preguntar:

—Tu príncipe habla en plural: Tenemos, nuestro... ¿sabes quién viaja con él?

—No. Podría apostar que es Tenya, el único beta de nuestro grupo, podría ser Hizashi. Es posible que Aizawa-sensei también esté con él.

La respuesta consigue que el rubio expulse el aire con fuerza.

—Si tanto te interesa—le dice Eijirou intentando calmar el ambiente—puedo preguntarle a Todoroki-ouji.

La mirada escarlata es afilada y firme.

—Una vez que lleguemos a la costa—añade Eijirou con una sonrisa.

El rubio sonríe. Eijirou empieza a acostumbrarse a ese gesto maníaco que refleja un ansia carnívora.

—Vayamos a buscar al ejército de tu príncipe. 

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