Sending me forget me nots / Envíame Nomeolvides
To help me to remember / Para ayudarme a recordar
Baby please forget me nots / Baby, por favor no me olvides
I want you to rebemember / Quiero que recuerdes
Forget me nots – Patrice Rushen
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Hay heridas que nos marcan, que nos dejan cicatrices visibles y terribles. Hay otras que solo existen dentro de nosotros, heridas que guardamos en lo profundo de nuestro corazón, heridas fáciles de ocultar y que vuelven a nosotros de forma inconsciente.
Algunos las llaman recuerdos.
Para Izuku el recuerdo viene en primavera, cuando los capullos se abren y los campos se llena de un color amarillo, rojo, azul, verde y lila... La visión es preciosa, llena de matices, vida y de una esperanza eterna, pero es verlas y sentir que el peso del recuerdo vuelve a él con fuerza.
Cada primavera, cuando las flores reviven, Izuku se sienta a mirarlas; cierra los ojos y aspira el aroma intentando identificar cada pieza por separado. Al principio lloraba, bastaba la visión de las flores para que Izuku corriera en dirección opuesta hasta caer rendido presa de sollozos incontrolables, pero con el tiempo ha logrado suprimir esa primera reacción y ahora tiene la fuerza para sentarse en el campo, rodeado de flores y recuerdos.
Solo necesita inhalar el aroma del bosque para recordar a sus padres.
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Los heliotropos blancos nacían en el tobillo izquierdo de su madre y ascendían hasta ocultarse bajo sus vestidos. Cuando Izuku era un niño acostumbraba sentarse junto a sus pies a contar las flores, a deslizar sus dedos de bebé por el tramo imposible de tallos verdes y pétalos diminutos. Eran de un blanco brillante, el símbolo de la pureza y el cuidado.
Y era absolutamente maravilloso que su padre también poseyera una flor blanca en su mano derecha. Era una magnolia brillante. Con pétalos en forma de gota de lluvia, y un centro diminuto de color amarillo que hacía resaltar la suave blancura de la flor. De ahí se extendían por su brazo hasta el codo, una hilera de ramas verdes llenas de pequeñas magnolias blancas, ninguna tan esplendorosa y tan magnifica como la que brillaba en el dorso de esa mano.
Eran los sanadores del pueblo, tenían una habitación junto a su casa donde atendían resfriados, caídas, heridas, mordidas, partos y todas las dolencias de los habitantes de su villa.
Izuku podía sentarse durante horas en una esquina del cuarto mientras su padre diagnosticaba gripes y curaba heridas. Podía pasarse tardes enteras con su madre moliendo plantas y semillas para reabastecer sus estantes. Aprendió a identificar las plantas por las hojas, por el color de sus flores. Para él era un juego sentarse a los pies de sus padres, con los ojos vendados mientras intentaba identificar los remedios solo con el aroma.
Siempre recordará el día que deseo ser como ellos, el día que deseo salvar al mundo: Tenía cuatro años y su mejor amigo Katsuki se había caído de un árbol rompiéndose el brazo. Izuku recuerda que fue él quien lloró todo el camino de vuelta mientras el rubio, pálido como una magnolia, apretaba los dientes y murmuraba regaños.
Sus padres no profirieron ni un solo grito, ni entraron en pánico, su madre se apresuró a traer vendas, agua y medicina, y su padre levanto a Katsuki del suelo murmurando palabras de aliento y calma. Izuku se acercó a la mesa de trabajo y aunque no se atrevió a tomar la mano de su amigo, se acercó lo más posible esperando ofrecer consuelo.
Ese día Izuku soñó con recibir una flor blanca, soñó con ser capaz de curar y salvar a todos.
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Izuku no necesita esforzarse demasiado para evocar el aroma a linimento y madreselva. Basta aspirar hondo para que todos los aromas del bosque entren por sus fosas nasales inundando su cuerpo de frescura y trayendo de vuelta el delicado aroma de su antiguo hogar.
Se queda tanto tiempo ahí, pensando y recordando, que el tiempo se diluye entre sus dedos y cuando menos se da cuenta el sol ha iniciado su descenso. El viento que sopla conserva la tibieza del día, pero no tardará en soplar con fría violencia, así que Izuku suspira y se levanta.
Cuando vuelve a casa Tokoyami ha terminado de encender el fuego y se entretiene limpiando los conejos que serán su cena. Izuku está a punto de disculparse por la tardanza cuando los ve: Un ramo de baladres rojos que sobresalen de un manojo de flores.
Algo dentro de Izuku se resquebraja.
—Traje más—dice Tokoyami señalando la pila de flores—Te estás quedando sin loción.
Izuku sonríe, aunque por la forma como Tokoyami frunce el entrecejo puede ser que el gesto esté más cercano a las lágrimas que a cualquier otra cosa.
—¿Algo está mal?
—¡No!—grita Izuku sin dejarlo terminar.—No—repite con más calma, acercándose con pasos inciertos—Gracias.
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Mitsuki Bakugou, al igual que todas las mujeres alfa de la aldea, portaba un sarashi rojo que le permitía exhibir las flores de baladre, de color cereza, que se extendían por toda su espalda y nuca.
Había ganado el titulo cómo la mejor luchadora durante cinco años seguidos, sabía luchar, navegar y tenía una habilidad sorprendente con los cuchillos. Era rubia y fiera, alta y ruidosa; a Izuku le encantaba sentarse a mirarla mientras impartía clases de defensa para los jóvenes alfa.
—Deja de babear por mi madre, Deku—solía decir Katsuki al ver su cara de adoración.
—Kacchan, tu madre es asombrosa.
La respuesta de su amigo era un pellizco—Yo lo seré más—gruñía entre dientes mientras se daba la vuelta para marcharse.
Izuku lo seguía intentando disculparse. Sabía que Katsuki no soportaba las comparaciones. No le gustaba ser una versión diminuta de nadie, ni siquiera de su madre.
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Izuku se aparta de las flores y termina de ayudar con la cena. Se sientan a comer en un inusual silencio, puesto que el muchacho no tiene fuerzas para hablar de su día, y tampoco tiene ganas de hacer preguntas.
—Midoriya—la voz de Tokoyami lo despierta de su trance e Izuku se gira hacia él.
—¿Sí?
El muchacho con cara de ave lo mira durante un largo momento. Izuku huele las preguntas que se ocultan bajo el silencio, pero se guarda de decir nada y se limita a estudiar la suave superficie de las plumas y la forma como la luz del fuego danza sobre su pico. Finalmente, el muchacho suspira y murmura:
—Se está haciendo tarde, será mejor que me vaya. ¿Necesitas algo más?
Izuku sonríe sin hacer ademán alguno por levantarse.
—Estoy bien, gracias—dice con voz suave—¿Vendrás mañana?
—Lo intentaré.
—Gracias por todo, Tokoyami.
—Nos veremos, Midoriya.
Tokoyami se levanta e Izuku vuelve la atención a su cuenco. Finge comer mientras escucha que muchacho recoge sus cosas; lo oye alejarse, sus pasos recios se apagan hasta que el único sonido que se oye es el crepitar del fuego. Solo entonces Izuku mira las flores.
Una suave brisa agita los pétalos de color rojo. Si entrecierra los ojos las flores pierden definición y se convierten en un borrón de color escarlata. Un borrón largo y delgado, como el de una espada.
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Nadie se sorprendió cuando el ruidoso hijo de la mejor guerrera de la aldea mostró orgulloso la flor de gladiolos rojos que había aparecido justo encima del hueso que une brazo y pecho.
La pequeña flor era del tamaño del pulgar de su madre, pero poseía una tonalidad carmesí que inevitablemente se asociaba con fuerza, pasión y perseverancia. El gladiolo también era una de las flores más bellas y representaba la vanidad, la fuerza de carácter, el honor y la fidelidad; eran el símbolo absoluto de la victoria, ya que al crecer adquirían la forma de una espada, larga y roja.
El conjunto completo hacía indudable que Katsuki Bakugou era un alfa.
Izuku recuerda con perfecta claridad el día que vio la flor roja en el pecho de su amigo. Recuerda el color brillante y las pequeñas líneas de un rojo oscuro que brotaron justo del centro. Eran rojas como los ojos de su dueño, rojos como el cielo al amanecer. Su color escarlata era extremadamente radiante.
Izuku recuerda el tacto, suave y firme, recuerda la delicada tersura de la piel en contraste con el hueso firme que se hallaba debajo. Recuerda que se pasó días soñando con pétalos rojos en un fondo de piel alabastrina.
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El sonido de un búho despierta a Izuku de su trance, solo entonces mira hacia su cuenco semivacío con los restos de conejo cocido en el fondo.
Izuku suspira.
Recoge los restos de su comida y los entierra, para después limpiar los cuencos. En lugar de ir a su cama, el muchacho se acerca a su bolsa donde guarda el último cuaderno de su colección. Se sienta junto al fuego e intenta esbozar la forma de las flores.
No se sorprende cuando su primer dibujo resulta ser una flor de gladiolos y no una flor de baladre, pero le fastidia que semejante esbozo carezca de vida. Se pasa horas dibujando, intentando capturar el tenue y casi hipnótico movimiento de las hojas. Insatisfecho, toma las pinturas de su bolsa e intenta que su dibujo posea la ferocidad de ese rojo, la fuerza, la brillantez que recuerda.
Es inútil.
Frustrado, Izuku arranca la hoja, la arruga y la lanza lejos. Lo más lejos que puede. Siente ira y frustración. Para combatirlas, se sienta junto al ramo de flores y empieza a deshojar cada una separando los pétalos en distintos cuencos, pero su ira se apaga al ver el puñado de flores que tiene en las manos. Es mirarlas y sentir que puede verlas de nuevo: Heliotropos, magnolias, gardenias, rosas, margaritas, gladiolos de un rojo sangre... todas ellas y más danzando a su alrededor, ostentando la fuerza y la belleza de sus dueños.
Izuku toma aire, con las manos llenas de flores rotas; se reiría de la ironía, pero la idea es demasiado dolorosa.
—Ya lo has hecho antes—se dice para sí intentando retomar la tarea.
Pero es inútil. No puede dejar de pensar en los heliotropos, las magnolias y los gladiolos. No puede dejar de verlas rotas y destrozadas. Todas las flores se han ido, y él ni siquiera tiene una flor en su cuerpo con la cuál consolarse.
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Todos los niños de su edad recibieron su flor casi al mismo tiempo. Todos con excepción de Izuku.
Izuku se pasó semanas estudiando su cuerpo con atención esperando ver la flor que definiría su vida, pero cuando llegó, no era lo que él había estado esperando. Pasó mientras se bañaba. Había con él otro grupo de niños y fue uno de ellos quien grito "Omega" a viva voz.
Izuku se giró buscando el origen del ruido y cuando vio el dedo apuntando en su dirección se dio la vuelta esperando encontrar a alguien detrás de él. No había nadie y fue entonces que lo entendió. Se cubrió el vientre con las manos y echo a correr hacia su casa.
Ni siquiera le importó haber dejado su ropa detrás.
Llegó sin aliento, con el cuerpo húmedo y se metió en el cuarto de consulta donde su padre atendía a sus pacientes. Ambos se quedaron de piedra al verlo desnudo, pero su madre identifico inmediatamente su aroma y corrió hacia él con una manta en los brazos. Izuku se aferró a ella con el corazón latiéndole en la garganta.
Esa noche su madre sostuvo un espejo delante de él para que pudiera apreciar su marca. A la derecha de su cadera había tres hojas alargadas y delgadas; no había flores solo esas hojas de color verde intenso, las dos de los extremos eran extremadamente delgadas, como agujas finas, y la del centro era un poco más gruesa con un círculo, no más grande que una uña, de color verde oscuro en la punta de la misma.
—¿Y la flor?,—pregunto Izuku ligeramente desencantado con la falta de color en su piel.
—Ya aparecerá—dijo su madre apartando el espejo y preparando las vendas para él—A veces tardan en florecer.
—¿Pero qué flor es?
—Hinojo.
Izuku miró a su madre con el ceño fruncido.
—Esa no es una flor. Es una planta medicinal—murmura el niño de seis años intentando contener el pánico. Ni siquiera protesta cuando su madre comienza a envolver sus caderas con la venda.
—El hinojo es una planta que se usa en la medicina, en la cocina y como aromatizante. Crece en incontables lugares y es resistente a muchos climas. Es una buena planta para un omega.
—El hinojo no es una flor—se empecina Izuku sintiéndose pequeño e inútil.
—El hinojo tiene una flor que es de color amarillo. Es pequeña y adorable, pero tarda en aparecer. Vendrá eventualmente, no es algo de lo que debas preocuparte. Ahora presta atención, ¿has visto cómo colocamos las vendas? Porque ahora tendrás que hacerlo por tu cuenta.
Izuku murmuró una protesta.
—¿Para qué tengo que usar las vendas si no tengo una flor?
Era bien sabido que, aunque alfa y beta podían exhibir sus flores con orgullo, los omegas solían cubrirse el vientre y el estómago para impedir que nadie que no fuera su pareja las viera.
—La flor vendrá, Izuku, deja de preocuparte por ella. Ahora voy a quitarte las vendas y será tu turno para intentarlo, ¿de acuerdo?
Mientras su madre lidiaba con el revoltijo de vendas, Izuku tomó el espejo y volvió a mirar su marca. Tenía seis años y no soportaba la visión de verde brillante sin flores de ningún tipo, así que tomo las vendas que su madre le tendía y se envolvió las caderas y el estómago. La primera vez quedaron flojas, la segunda las apretó demasiado, la tercera el nudo se deshizo al caminar, pero Izuku continúo una y otra vez hasta que las vendas se quedaron en su lugar. No estaba dispuesto a permitir que nadie viera sus hojas sin flores.
¿Quién iba a querer a un sin flores?
—Todo va a estar bien, Izuku—murmuró su madre al oler su angustia.
Izuku la abrazó y se dejó arrullar por sus palabras dulces y cálidas. Intento no pensar que él prefería haber sido un beta, como su padre, o un alfa, como su mejor amigo. Alguien que pudiera tener una bella y deslumbrante flor de la cual presumir.
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Izuku abandona las flores, incapaz de seguir tocándolas, y se levanta para recoger el trozo de papel con un gruñido de enfado. Enciende su lámpara de aceite y se asegura de apagar la fogata antes de entrar a la cueva. Se quita las vendas que cubren su estómago y procura no mirar hacia el entramado de hojas verdes que se extienden por su vientre mientras apaga la luz. A oscuras se envuelve en la manta con los ojos abiertos, en su mente no deja de ver la imagen de flores destrozadas entre sus dedos.
Izuku no llora, hace mucho que se ha quedado sin lágrimas, pero el suspiro que crece dentro de él amenaza con hacer estallar todos los muros que ha ido construyendo cuidadosamente. Se concentra en respirar, busca a tientas la bola de papel que dejó caer cerca de su almohada, en cuanto la tiene la aferra con fuerza y cierra los ojos intentando dormir.
En algún momento sueña; o mejor dicho recuerda.
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Izuku se sacudió el agua de la cara y se alejó del río hasta internarse en el bosque. En cuanto las voces del resto de los niños se convirtieron en un zumbido lejano, Izuku bajo su mochila y comenzó a desenvolver sus vendas mojadas.
—¿Por qué no te bañas con los omegas?
Izuku se sobresaltó y se giró con el corazón latiéndole en la garganta.
—¡Kacchan!,—grito al ver al rubio de pie detrás de él, mientras luchaba por rehacer el nudo de su cadera—¿Qué estás haciendo?
—¿Por qué no te bañas con los omegas?
Izuku apretó la boca. Había un estanque privado que los omegas solían utilizar para bañarse sin preocuparse por las miradas ajenas. Niños y adultos podían bañarse en el río, en el lago, o en la playa, llevando siempre sus vendas, pero en el estanque podían desnudarse completamente y disfrutar de un baño en relativa paz. Izuku tenía un año y medio con su marca y nunca había ido al estanque con los otros omegas.
—¿Y bien?
—¡No es asunto tuyo!,—gritó Izuku sintiéndose miserable—¡Ahora vete!
—¡¿Cuál es tú problema?!—Katsuki se acercó y extendió la mano hacia el nudo de su cintura—¿Tienes una flor tan fea que no quieres que nadie la vea?
Izuku reaccionó con ira. Manoteo la mano que se acercaba y retrocedió, sentía las lágrimas ardiendo en sus ojos.
—¡No puedes verla!
—¡Ah!, ¿por qué no?
—¡Porque... NO!
—Tu alfa va verla.
—¡Pero tú no eres él!
Izuku se dio la vuelta y echo a correr; detrás de él oía a Katsuki gritar.
—¡Eh, Deku! ¡Vuelve aquí!
Pero Izuku siguió corriendo, no soportaba pensar lo que diría su amigo si descubría que no había flor en su cuerpo.
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Todos los festivales de primavera se celebraban en la capital, a cinco días de viaje. Ese, junto con la fiesta de otoño, eran dos de los grandes eventos que reunían a todos los habitantes de la isla. Las aldeas enviaban a sus mejores guerreros a participar en los torneos, los artesanos vendían las obras hechas durante el invierno, las parejas de recién casados podían solicitar la bendición de la sacerdotisa... las actividades eran tan variadas como extravagantes.
Izuku tenía ocho años cuando su madre accedió a dejarlo asistir al festival.
—No te alejes de tu grupo—repitió su madre por enésima vez mientras Izuku terminaba de meter bocadillos en su bolsa de viaje.
—Recuerda llevar vendas para cambiarte—aconsejó su padre mientras le tendía un odre con agua junto a otro juego de vendas.
Los adultos abrazaron y besaron a su hijo hasta que fue él quien se alejó de ellos para ponerse al lado de Katsuki.
—Estará bien—dijo Mitsuki Bakugou sonriendo con confianza—Masaru vendrá con nosotros y él cuidará a los chiquillos.
Izuku se despidió de ellos y se unió a la caravana de viaje. Ese día se negó a subir en una de las carretas y prefirió caminar junto a Mitsuki haciéndole toda clase de preguntas. La mujer contestó cada una de ellas con una sonrisa, y en ningún momento pareció hartarse de él.
Por la noche Izuku intentó poner su manta junto a Katsuki pero su amigo se levantó y empezó a doblar su manta:
—¿Kacchan?
—Mi madre está allá—murmuró el rubio mientras señalaba la pequeña tienda de sus padres—puedes dormir junto a su cama.
Izuku lo vio llevar sus cosas hasta el otro lado de la fogata, lo vio acomodarse mientras le daba la espalda. Sintiéndose abandonado, Izuku se mordió el labio y miró a su alrededor. La mayoría de las parejas, como Mitsuki y Masaru, se habían recluido en sus tiendas. Los jóvenes y niños dormían junto al fuego, todos ellos bajo el cuidado de los centinelas apostados alrededor del perímetro. Sin otro lugar a donde ir, Izuku se hizo un ovillo e intento dormir.
Se despertó en algún momento de la noche a causa del aullido de un animal. Se quedó quieto, esperando detectar algún movimiento, pero no había ruido y la ausencia del mismo despertó su inquietud. Sabía que los centinelas estaban cuidando el campamento y sabía que estaba a salvo, pero no podía ahogar la sensación de miedo que empezaba a crecer en él. No queriendo atraer la atención de nadie, Izuku rodeo la fogata y se acercó a Katsuki.
—Kacchan—lo sacudió despacio, murmurando su nombre junto a su oído.—Kaccha, despierta.
El muchacho rubio se sacudió y se giró hacia él, alerta y en guardia; en cuanto sus sentidos captaron el aroma de Izuku, su cuerpo se relajó.
—¿Qué quieres, Deku?
—¿Puedo dormir junto a ti?
—¿Qué? No, si tienes miedo ve con mi madre, ¿no te pasaste todo el día saltando y sonriendo por ella?
—Kacchan, por favor.
Intenta imprimirle a su voz toda la urgencia y el miedo que siente en ese momento, y funciona, porque Katsuki arruga la nariz y tomo su manta para colocarla a su lado.
—Deja de llorar; y controla ese aroma o vas a despertar a todo el mundo.
Izuku se acomodó junto a él, se envolvió en su manta y acomodo su cabeza de forma que su frente quedará lo más cerca posible del hombro de Katsuki, entonces aspiro el aroma de paz y seguridad que emanaba de él, y se meció con el sonido de su respiración. Estaba por dormirse cuando escuchó:
—...Deku.
—¿Hm?
—No te vas a casar con mi madre.
Izuku sonrió con los ojos cerrados—No quiero casarme con tu madre.
—¿Y por qué siempre estás babeando por ella?
—Porque es maravillosa.
El silencio se extiende por su cuerpo e Izuku se deja arrastrar por la calidez y la calma del momento. El sueño está ahí, tan cerca que puede tocarlo, y justo antes de cruzar el umbral hacia la inconsciencia, puede escuchar a Katsuki con toda claridad.
—¿Más que yo?
Con su último destello de conciencia, Izuku murmuró—Nadie es mejor que Kacchan.
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—¿Qué haces?
Izuku levantó la vista de su cuaderno de dibujos y miró a Katsuki sentarse junto a él.
—¿Has terminado de entrenar, Kacchan?
—¿Por qué otra cosa estaría aquí?... no fuiste a ver el entrenamiento; mi madre preguntó por ti.
—¿De verdad? Oh, le pediré perdón mañana.
—¡No lo hagas!,—se inclina hacia él y mira hacia el objeto que Izuku tienen en su regazo—¿Qué es eso?
Izuku sonríe y se lo muestra.
—Mi padre me ha regalado un cuaderno para mí.
—¿Por qué?
—Me ha dicho que puedo empezar a registrar las plantas que ya conozco. Puedo dibujarlas y anotar sus propiedades y los usos que tienen.
—Pero él ya tiene libros de eso.
—Esos son suyos, este será mío. Apenas lo he empezado. No tiene color porque las pinturas solo se venden en la capital, pero no importa. Voy a llenarlo de todas las plantas que sé y después, si puedo, lo pintaré.
—¿Para qué vas a necesitarlos?
—Quiero ser sanador.
—Los omegas no son sanadores.
Izuku se encogió de hombros y continuó esbozando la planta que tenía frente a él.
—Anume es una omega y tiene un barco para pescar.
—Anume perdió a su alfa en una tormenta, usa el barco para alimentar a sus cachorros.
—Even no tiene alfa y en primavera ganó en arquería.
—Even es una rareza... ¿es lo que quieres, no tener un alfa?
—Ningún alfa va a quererme—murmuró Izuku pensando en sus hojas verdes sin flores. Prefería quedarse solo y evitarse la humillación de que alguien más viera su marca.
—¿Y si alguno te pide?,—pregunto el rubio después de un momento de vacilación.
—Pues tendrá que aceptar que voy a ser sanador—no lo dijo con presunción o bravuconería. Fue una simple declaración, como cuando alguien dice que el cielo es azul.
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No escucha lo que Katsuki dice, lo mira mover los labios, pero las palabras no llegan hasta él. Recuerda haber estado en cuclillas junto a él, recuerda la presión de su hombro contra el suyo, recuerda el aroma de su cuerpo, recuerda haberse quedado mirando las flores de gladiolos rojas en su hombro.
Recuerda la sorpresa cuando el hombre se apareció frente a ellos. Surgió de entre los arbustos y se detuvo en seco al verlos.
Izuku nunca había visto a un hombre con la piel de color purpura, no había nadie como él en su aldea. Era grande y fornido, usaba ropa holgada en colores claros, y su pelo era del color de la nieve.
El hombre sonrió e inmediatamente el miedo se propagó por el cuerpo de Izuku. Su miedo flotó como un incienso denso y amargo, Katsuki respondió a él interponiéndose en el camino del extraño. El gruñido que emitió no era un sonido que Izuku recordara haber oído antes, pero despertó en él una sensación de urgencia.
Izuku se puso de pie justo en el momento en que otros dos extraños aparecían junto al primero. Uno tenía la cabeza de un lince y el cuerpo de un hombre, y el segundo tenía unos ojos gigantescos y unos cuernos del tamaño de su brazo.
—¡Corre!,—Katsuki reaccionó primero, se dio la vuelta y lo empujo para que se moviera. Izuku obedeció, consiguió dar tres pasos cuando algo se le enredo en la pierna y lo hizo caer.
Cayó con las manos por delante y se giró a tiempo de ver a Katsuki saltar sobre el hombre con el lazo. El rubio era ágil y feroz, pero nada podía hacer contra la experiencia y la fuerza combinada de tres hombres. Izuku grito cuando el muchacho se desplomó como un saco lleno.
Izuku recuerda haberse movido por impulso, recuerda haberse arrastrado hasta él justo para ver la sangre manando de su cabeza.
—¡Kacchan, Kacchan!—lo llamó con desesperación extendiendo la mano hacia él, pero nunca alcanzó a tocarlo, la negrura se abatió sobre su cuerpo como un mazo gigante.
Aún inconsciente siguió gritando su nombre, una y otra vez, en medio de la oscuridad.
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Izuku despertó llenó de miedo y angustia. Se agito en su cama, respirando con rapidez y sin ritmo. Se quedó quieto, oliendo el mundo, esperando sentir el suave movimiento de las olas y el aroma a sal, pero en su lugar aspiro la fragancia de la tierra, y notó el aroma de la fría mañana. Sentía las lágrimas secas en las mejillas, pero las limpió sin detenerse a pensar.
Se enderezó en su cama y se abrazó con la manta. Lucho por controlar su respiración mientras contaba hasta cien y luego hasta mil. Poco a poco sus ojos se adaptaron a la oscuridad y consiguió visualizar el contorno de la lámpara y la sombra de las ropas cerca de su cama.
Se vistió en silencio, colocando sus vendas de forma casi automática. Se enfundó en sus pantalones grises y se echó su manta encima de su camisola. Cuando salió de la cueva el mundo era de un gris sucio, y al respirar, el calor de su cuerpo ascendía formando espirales blancas.
Izuku se tomó un momento para reponerse. El recuerdo seguía demasiado cerca y si no tenía cuidado iba a hundirse en él. Nada de autocompasión, se dijo con dureza, sacudió la cabeza con decisión y se puso a trabajar. Lo hizo con determinación, sin titubear.
No se permitió pensar.
Fuego, se dijo y traslado la madera apilada que tenía dentro de la cueva hasta los restos de su fogata nocturna. Agua, tomo sus dos ollas más grandes y recorrió el largo tramo hasta el arroyo más cercano para llenarlas. Loción, tomó una gran bocanada de aire y terminó por deshojar las flores, traslado un puñado de cada una en recipientes con tapa, después procedió a trabajar cada uno de ellos con métodos distintos. Desayuno, uso parte del agua que le quedaba para prepararse té y se envolvió junto al fuego mientras mordisqueaba sus galletas de trigo.
El cielo comenzaba a clarear e Izuku se limitó a mirarlo asombrado de los colores que veía. El rojo sobresaliendo del resto.
Cerró los ojos.
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Cada festival era igual y diferente al mismo tiempo. Pese a que no era el primer festival al que asistía, Izuku no podía dejar de detenerse ante cada puesto para apreciar la belleza de collares, pulseras, cuchillos y una infinidad de productos más. Tanta era la variedad y la perfección de cada pieza que no había sido capaz de decidirse por alguna en específico.
—¿Qué te pasa?,—le preguntó Katsuki esa noche al verlo enfurruñado junto al fuego. Izuku le contó de su predicamento y el muchacho se río—Solo alguien cómo tú se pasaría la noche preocupándose por no haber comprado nada.
Izuku hizo una mueca.
—Toma—sin ceremonia alguna Katsuki dejo caer un paquete pequeño y alargado en su regazo. Era del tamaño de su mano.
—¿Qué es?
—No vas a saberlo si no lo abres.
Cuando lo abrió encontró una caja con seis pequeños tarritos de pintura azul, roja, verde, amarilla, blanca y negra.
—¡Oh!,—murmuró Izuku con sorpresa y encanto. Se giró hacia Katsuki—¿Para qué-?
—¿Para qué sirven las pinturas? ¡Para pintar!... ¿Quieres que tus libros de plantas sean aburridos?
Izuku parpadeó y evoco la conversación de meses atrás. Sonrió y se río de pura felicidad.
—¡Kacchan, gracias!,—lo abrazo con la caja de pintura en las manos y aspiro el familiar aroma a madera y humo. Y por primera vez desde que tenía seis años no le importó no tener una flor.
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—Voy a salir de aquí—se dijo Izuku por enésima vez abriendo los ojos. Se lo repetía cada día, a veces hasta cinco o seis veces para reunir la fuerza—Voy a encontrarte, Kacchan.
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