𝘃𝗶𝗻𝗴𝘁-𝘁𝗿𝗼𝗶𝘀. 𝗹𝗮 𝗺𝗮𝗶𝘀𝗼𝗻
capítulo veintitrés:
la casa
Las Navidades llegaron pronto, sin ningún grave inconveniente de por medio. Las cosas seguían igual en Hogwarts cuando Capella y sus amigos tomaron el viaje de regreso a casa para las vacaciones.
Ella todavía estaba en aquella extraña relación con Evan Rosier, lo que le daba la certeza de que su padre no agarraría a su hermana y la torturaría en cuanto pisaran la mansión. Nunca había estado tan segura de su decisión como lo estaba sentada en el compartimento del Expreso de Hogwarts, observando por la ventana en paisaje nevado y recordando con horror sus primeras vacaciones de Navidad desde que clasificó en una casa distinta a Slytherin.
Si Evan podía asegurarle la seguridad de Deneb, Capella estaría satisfecha. Al menos por ahora, al menos hasta que pudiera aguantar. Por muchas advertencias que decidiera ignorar.
Por otra parte, Nashira había seguido huyendo de ella cada vez que la veía por los pasillos, y Capella debía admitir que estaba disfrutando un poco con esta nueva dinámica. Sentía que, por una vez, era ella quien tenía cierto poder sobre su hermana. Uno que no iba a usar, no era tan ruin como Nashira, pero lo poseía y podía poner en riesgo todo por lo que Nashira creía. Y lo sabía, por eso la rehuía siempre, ni la había vuelto a ver hablando con Dahlia.
También estaba algo preocupada, porque el profesor Benjamin la había vuelto a abordar el día anterior a las vacaciones. Quería saber si se encontraba bien —no se le había olvidado la escena del boggart, y al parecer debía saber quién era Cepheus—, y Capella intentó evadirlo por todos los medios, poniendo excusas.
Se despidió de sus amigos al llegar a la estación y caminó junto a Deneb, buscando a su padre, hasta que lo encontró al lado de Eridanus y Leonor. Perseus también estaba con ellos, y Nashira se acercaba algo retardada, colocándose bien la insignia de Premio Anual en la túnica y echándose el pelo hacia atrás. Capella le dirigió una mirada inquisitiva, pero Nashira la ignoró y fue directa hacia ellos.
En cuanto entraron en la mansión, Capella sintió la necesidad de ponerse alerta, como cada año. Cepheus se giró hacia Deneb al mismo tiempo que Perseus desaparecía escaleras arriba, perdiendo interés en los demás.
—Deneb, ve a tu cuarto —le ordenó su padre, y la niña obedeció sin rechistar.
Capella retuvo un suspiro de alivio. Pero al ver la mirada de su padre la inquietud recorrió sus venas. ¿Debería preocuparse, o era la misma locura que brillaba siempre en sus ojos?
Eridanus estaba parado junto a Nashira y Leonor, a una distancia prudencial, aunque las dos chicas parecían debatirse entre quedarse o marcharse también.
—Subiré en unos minutos —le dijo Eridanus a Leonor—. Ve yendo.
Le dio un pequeño beso en los labios, y Capella vio cómo su hermana mayor se tensó antes de marcharse al lado de Leonor.
—Parece que por fin has hecho algo bien en tu vida —le dijo Cepheus a Capella después de unos segundos en silencio, cuando solo quedaban ellos y Eridanus—. ¿Acaso no ves que, cuando no me desobedeces, sales ganando? Has sido una estúpida ingenua todo este tiempo, pero espero que el hijo de Rosier te haga recapacitar.
—Sí, padre —contestó Capella, mirándole a los ojos y utilizando la voz más tranquila que pudo.
—Hoy cenáis solos, tengo muchas cosas que hacer fuera.
Y, sin más dilación, Cepheus se colocó una capa negra sobre los hombros y se perdió tras la pesada puerta de entrada de la mansión, dejando solos a los dos hermanos.
—El día 26 iremos a ver la casa, padre no va a venir —le avisó Eridanus—. Es mejor, no quiero que se meta en eso.
—¿Meterse en qué? Solo es una casa.
Eridanus no alteró su expresión, pero se mantuvo en silencio un largo rato. Tanto que Capella estuvo tentada de marcharse y dejar ahí a su hermano, pensando que la conversación había dado por concluida. Hasta que habló:
—Claro, la casa es solo una casa. Pero todas guardan sus secretos, igual que madre tenía los suyos.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Capella rápidamente, quedándose muy confundida por lo que acababa de decirle su hermano.
—Solo te advierto de que no todo es como crees, Ella. —Hizo una pausa antes de añadir—: Echo debe de haber llevado la cena a las habitaciones, puedes cenar con Deneb si quieres.
—Eri, espera...
Pero él empezó a subir las escaleras, haciendo oídos sordos. Resignada, Capella le siguió, metiéndose a su habitación para coger la comida y saliendo enseguida para acompañar a Deneb.
* * *
Aquel día de Navidad, la familia Black se reunió en el número 12 de Grimmauld Place, la casa de Walburga y Orion, ya que les tocaba celebrarla ahí ese año. La casa se sentía muy solitaria sin Sirius, pero Capella no se apenaba por él: estaba genial con los Potter, disfrutando de una verdadera Navidad en familia.
Fue al día siguiente, después de desayunar, cuando Eridanus se acercó a Capella para decirle que iban a irse en cuanto se preparara, por lo que Capella no tardó más de cinco minutos en subir a su habitación, cambiarse y volver a bajar.
—¿Estás lista ya? —Capella asintió—. Vale, vamos al jardín, tenemos que hacer una aparición conjunta.
Salieron fuera y el sonido del golpe de la puerta al cerrarse resonó en los oídos de Capella. Estaba nerviosa, iba a ver la casa en la que su madre se había criado. La casa que ahora era suya. Se agarró del brazo de su hermano y la inconfundible presión, típica de la aparición, le llegó a la chica. Tardaría mucho en acostumbrarse a aquello, pero al menos ya sabía lo que tocaba.
Estaban enfrente de una casa no muy lujosa, sino más bien con un aire rústico, que no tenía comparación con la mansión en la que vivían. Contaba con dos pisos por lo que podía observarse desde fuera, y un porche de madera en la entrada. Eridanus se adelantó y subió las escalerillas que había hasta la puerta, apuntó al pomo con la varita y murmuró unas palabras.
Se internaron en el recibidor, donde había un par de muebles con cajones y un gran espejo, roto por la mitad con una gran raya negra. Un viejo sillón descansaba en una esquina junto a una puerta cerrada, mientras en el otro lado se encontraban las escaleras que debían subir al piso superior.
—Los Aurores vinieron para investigar —le dijo Eridanus, dirigiéndose a la puerta de la izquierda y abriéndola—. Como es natural, no encontraron nada que fuera a servirles de ayuda aquí.
—¿Y por qué iban a visitar la casa donde vivía de pequeña? —preguntó Capella, sin comprenderlo.
—Que no lo encontrasen no quiere decir que no lo estuviera —contestó él de forma enigmática.
La puerta daba a un salón de ambiente cálido, pero del cual el polvo y las telarañas se habían apoderado. Las fotografías decoraban las paredes empapeladas, y en la mayoría de ellas podía verse a una niña rubia correteando, o simplemente pasándolo bien.
Justo encima de una mesa con un jarrón —que debía de haber contenido flores en algún momento— había una fotografía con tres personas: la misma niña, una mujer de pelo castaño con tantas pecas como Capella, y un hombre calvo y de cachetes grandes. Los tres sonreían y saludaban a la cámara.
Pero Capella los reconocía; eran sus abuelos maternos. Ambos habían muerto cuando Capella tenía apenas un año, por lo que no los recordaba, pero sí había visto fotografías antes.
Al fondo de la habitación, tapando toda la pared, se alzaban unas espesas cortinas de color ocre cubriendo algo. Como su hermano no las levantó, Capella supuso que tan solo habría algún ventanal.
Eridanus la condujo por una de las puertas que había, llevándola a una pequeña cocina con una mesa pegada a una de las paredes. La otra puerta del salón daba al baño.
—Vamos a subir, arriba están las habitaciones.
—Eri, cuando tenga diecisiete, ¿hay algo que me impida vivir aquí?
—Legalmente, no —contestó él sin inmutarse, mientras regresaban a la entrada y se dirigían a las escaleras.
—¿Y Deneb...?
—Ella, ¿acaso piensas fugarte como han hecho los traidores de tus primos? —quiso saber Eridanus, parándose en el rellano del segundo piso.
Había un pasillo corto, a lo largo del cual había tres puertas de madera. Capella se fijó en que a la barandilla le faltaba un balaustre, y que otro estaba partido por la mitad.
—No sería una fuga si soy mayor de edad y es mi casa —razonó ella, evitando mirar a su hermano y fijándose en el papel verde que cubría las paredes, que se estaba despegando de ellas.
Eridanus no respondió, tan solo procedió a abrir las puertas una a una y enseñarle a su hermana las tres habitaciones. La primera era la más grande, tenía una cama de matrimonio en el medio, un armario y un baño propio, además de un balcón con vistas al bosque que se cernía tras la casa. Las otras dos habitaciones eran algo más pequeñas, y solamente había cama en una de ellas, además de un tocador con el espejo también roto, hecho añicos sobre la silla y el suelo.
En la habitación que no era un dormitorio había una mesa a lo largo de la pared, sobre la cual se encontraban bastantes frascos. Algunos eran más grandes y Capella dedujo que contenían pociones, dado que había varios calderos almacenados en estanterías. Pero había unos botecitos más pequeños que parecían estar vacíos, o al menos desde lejos daba esa impresión, porque al acercarse vio que algo brillaba dentro de ellos.
Haciendo una breve inspección, abrió un armario con pesadez. Dentro de este no había túnicas ni ingredientes de pociones, sino una especie de vasija poco profunda hecha con piedra oscura, que tenía inscritas unas runas.
—¿Qué es eso? —le preguntó a su hermano, quien estaba parado detrás de ella, de brazos cruzados.
—Un pensadero. Sirve para revisar recuerdos.
Capella frunció el ceño, sin llegar a entenderlo del todo.
—Significa que puedes meterte dentro de tus recuerdos o los de otra persona, para verlos de nuevo. —Se acercó a la mesa y cogió uno de los pequeños botes en una mano, después de revisarlo un poco—. Solo tienes que echar un recuerdo, y lo revives. Tú puedes ver todo lo que ocurre, pero nadie del recuerdo te ve a ti.
—Y eso... ¿es un recuerdo?
Señaló el frasco que Eridanus sujetaba y él lo observó a la luz que entraba por la ventana. Asintió despacio y se acercó al pensadero, vertiendo el contenido dentro. Una especie de nube plateada surgió, removiéndose sin parar.
—Si quieres verlo, tienes que meter dentro la cabeza.
—¿De quién es el recuerdo?
—De madre.
Las tripas de Capella se agitaron con inquietud y exaltación por lo que acababa de decirle.
Se quedó mirando la vasija de piedra. Tenía mucha curiosidad y no terminaba de entenderlo. Así que, recelosa, metió el dedo en aquella sustancia plateada, que dio vueltas y se volvió transparente.
Capella agachó más la cabeza para ver a través de ella, y se dio cuenta de que había algo en el interior, o eso parecía. Se veía todo desde arriba, pero se percató de que era igual a la habitación en la que se encontraban en esos momentos. Dos mujeres, una rubia y otra morena, estaban dentro.
Cogió aire y metió la cabeza en el pensadero.
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