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𝗾𝘂𝗮𝗿𝗮𝗻𝘁𝗲-𝗱𝗲𝘂𝘅. 𝗹𝗮 𝘃𝗲́𝗿𝗶𝘁𝗲́

capítulo cuarenta y dos:
la verdad

A mediados de diciembre el frío era tal que la superficie del lago se congeló. Capella solo podía pensar en los pocos días que quedaban para Navidad, porque tenía ganas de pasar las fiestas en familia. Últimamente, los ataques eran más frecuentes, y estaba algo asustada por la seguridad de Ted y Andromeda, el primero siendo hijo de muggles y la segunda tachada de traidora. Confiaba en que la Orden de la que Sirius le había hablado cumpliera su función de proteger a la gente.

Aquella mañana de viernes era la última lectiva antes de las vacaciones. Como esa primera hora Capella la tenía libre, se quedó en la habitación, aprovechando para organizar su baúl. Emmeline y Josephine estaban en Runas Antiguas, y Coraline se había escaqueado a la hora del desayuno. Capella tenía una idea de dónde podía estar, y con quién.

Sacando la ropa, se encontró con algo envuelto de lo que prácticamente se había olvidado. El espejo de la casa de su madre. Apenas había tenido tiempo de prestarle atención al artilugio, entre tantas horas de estudio y demás distracciones.

Los ojos de la Capella del espejo brillaban como si sonrieran por su cuenta, algo que le provocaba un cosquilleo agradable en el estómago. Pero, a su vez, se notaba irreal.

—¿Qué escondes? —preguntó en voz baja, como si esperase que el espejo fuera a responderle—. Revelio —murmuró, apuntándolo con la varita.

Permaneció a la espera, pero nada ocurrió. Con un resoplido, decidió volver a guardarlo e irse a clase, o llegaría tarde. 

Defensa Contra las Artes Oscuras aquel año era un caos. El nuevo profesor, Phillbrow, no sabía poner a raya a sus alumnos, quienes se pasaban las horas hablando. Es más, él mismo se unía a las conversaciones y se olvidaba de dar clase. Pero era un señor bastante simpático y siempre se reían en sus clases.

—Chicos, ¿queréis aprender un conjuro mega chachi? —les preguntó en cuanto todos hubieron llegado.

Emmeline y Capella se miraron, aguantando la risa porque el profesor siempre usaba palabras de ese tipo. 

—Se llama encantamiento patronus y sirve para repeler a los dementores. Ya sabéis, esos bichos que vigilan Azkaban —añadió, fingiendo un escalofrío—. ¡Con él, les daréis un susto de muerte! Bueno, lo sería si pudieran morir, pero solo los espanta...

Se pasó unos quince minutos intentando explicar el conjuro, ya que algunos alumnos no dejaban de interrumpirle. Aclaró que era prácticamente imposible que les saliera en la primera clase, por lo que, después de Navidad, le estarían dedicando unas cuantas horas hasta que algunos lo consiguieran.

Un patronus era, según les comentó Phillbrow, lo único que repelía a los dementores, y el director Dumbledore le había pedido que se lo enseñara a los alumnos de séptimo. Consistía en pensar en algún recuerdo muy feliz, concentrarse en él y gritar «Expecto patronum». De la varita debería salir un animal plateado —al principio sería una neblina, o no-corpóreo— que les representaría.

Pero tenía razón; a nadie le salió durante aquella hora. Durante las siguientes clases a las que Capella asistió, de lo único que hablaban todos era qué forma pensaban que adoptaría su patronus. Garrett, durante Estudios Muggles, le aseguró que sería un felino salvaje enorme, como un león.

—Con un poco de suerte tienes un gatito bebé —se burló ella, cuando sonó la sirena.

—Solo hablan tus celos —replicó él, rodando los ojos.

Cuando, unas dos horas más tarde, todos bajaron a cenar al Gran Comedor, Capella se encontró a su hermana pequeña sentada en el banco de Gryffindor. Extrañada, se dirigió hacia ella.

—¿Den?

La chica levantó la mirada del suelo y se echó el pelo hacia atrás, el cual estaba empapado.

—¿Puedo cenar aquí? —preguntó en voz baja.

—Claro que sí.

Capella sonrió y le dio un abrazo de lado, sentándose. Em, Cora y Josie se colocaron enfrente, hablando sobre lo que harían en vacaciones.

Pero Deneb apenas probó bocado, lo que preocupaba un poco a su hermana.

—¿Seguro que no quieres más? Casi no has tocado las salchichas.

—Es que tengo el estómago revuelto —se excusó, fingiendo una sonrisa.

—Oye... ¿Hay alguna razón por la que has venido aquí a cenar? —preguntó Capella, aprovechando que las demás estaban despistadas en su propia conversación.

Ella negó con la cabeza, de forma nada convincente. Así que, tras una mirada de advertencia de Capella, cedió.

—¿Sigues teniendo ese espejo?

—¿Qué espejo?

—Ya sabes, el que dejaste en la mesilla antes de venir a Hogwarts y yo cogí. Es redondo, del tamaño de mi cabeza, con el borde dorado...

Definitivamente, la descripción de Deneb era la del espejo de su madre. Capella intentó que no se viera la intriga que tenía porque Deneb preguntara sobre él.

—Sí. ¿Por qué?

—Es que... era muy bonito —dijo tras una pausa, pero Capella no la creía—. ¿Me lo dejarías?

No sabía cómo negarse. ¿Y si Deneb también se había fijado en que había algo que no cuadraba con el espejo? Tampoco podía ser peligroso.

—Claro. Te lo presto en Navidad.

Deneb sonrió y comió un poco más, así que Capella pensó que merecía la pena si la ponía feliz. Pero su sonrisa se desvaneció en cuanto vio a Perseus saliendo del Gran Comedor, ya que les dirigió una mirada nada amistosa a ambas hermanas, y a Deneb le entró un escalofrío.

—¿Te ha hecho algo? —inquirió Capella, fijándose en que Perseus parecía especialmente burlón.

—Me ha tirado al lago —respondió, frustrada—. Ha hecho que el hielo se rompiera, y me he caído de lleno al agua.

Por eso tenía el pelo mojado.

—Voy a maldecirle yo misma —gruñó Capella, enfadada—. Es un demonio.

—Ni siquiera le he hecho nada, me tiene manía desde que nací.

—No es culpa tuya, Den. —Si acaso, de Gaia—. ¿Estás bien?

—Casi me ahogo, una pena no haberlo hecho.

Capella se atragantó por el comentario que había soltado su hermana sin querer, y Deneb miró hacia otro lado, fingiendo que no había dicho nada.

—Deneb...

—«No hagas bromas con eso...» Lo pillo. Me da igual.

La chica resopló con cansancio y pestañeó rápidamente, como si tratara de que no se le salieran las lágrimas. A Capella le rompía no saber qué hacer para que se sintiera mejor, los abrazos no parecían reconfortarla y, si ni siquiera cenaba, no podía cocinarle nada para que tampoco se lo comiera.

* * *

Ese año, por suerte, no hubo ningún inconveniente durante la vuelva a casa. No habría soportado volver a encontrarse a Cepheus y Perseus, como el curso anterior.

El lunes fue Navidad y la pasaron los cinco juntos, en casa. Los ánimos no estaban muy levantados, sin embargo, para tratarse de un día tan bonito. La guerra causaba estragos en todo el mundo, y la única que se reía con el especial que echaban por la televisión era Dora.

Capella estaba esperando a que llegara el jueves. En el regalo de Eridanus había una nota donde le decía que podrían verse ese día, si ella quería. La carta estaba escrita con mala letra y borrones de tinta por todos lados.

Por supuesto, tenía muchas preguntas que hacerle, la cuestión era si él las respondería. Entre que parecía disfrutar haciéndose el misterioso y que la evadía cuando quería, las dudas nunca parecían disiparse, a pesar de que cada vez sabía más.

Deneb se atrevió a preguntarle por qué siempre que tenían vacaciones salía con Eridanus. Y ella no sabía qué contestarle sin delatarse.

—Cosas de mayores —acabó diciendo, entre balbuceos.

—Menuda tontería —se quejó Deneb—. Lleváis dos años yéndoos a casa de madre, ¿y es por «cosas de mayores»? Que tengo trece años, no cinco.

—Ya lo entenderás, Deneb —repuso Capella, suspirando. ¿Cómo iba a explicarle algo así? ¿Que estaba maldita y por eso siempre se encontraba mal?—. Cuando las cosas vayan a mejor...

Estas excusas parecen las de Eridanus.

Deneb rodó los ojos y se levantó de la mesa, dejando el vaso de leche sin terminar en el fregadero. La entendía. Ella odiaba el hecho de que su hermano no le dejara las cosas claras. Y detestabs tener que hacer lo mismo, pero no sabía qué decir.

Eridanus llegó a la hora acordada y Capella se marchó con él después de despedirse. No perdió el tiempo cuando entraron a la casa, fue directa al grano:

—Dime todo lo que sepas sobre la maldición. Dijiste que le puso muy triste a madre y Deneb se pasa el día cabizbaja, pasándolo mal, y ya no sé qué hacer para ayudarla.

Él, que ni siquiera había llegado a cerrar la puerta tras de sí, le dedicó una mirada cargada de gravedad. Pero no dijo nada, solo la cerró y se dirigió al salón.

—¡Eridanus! Te estoy preguntando algo serio —replicó, siguiéndole.

—Si no te calmas, no vamos a poder hablar de forma civilizada sobre esto —respondió él con pesadumbre.

—Estoy cansada de que me pidas que me calme y que espere. Quiero saber todo lo que tú sepas, y que no me mientas.

—Nunca te he mentido —aseguró Eridanus—. Si te oculto cosas es por una razón, y eso es diferente a mentir.

Con rabia, Capella resopló. Los cuadros de los abuelos y Agatha les sonreían, algo que no combinaba con el ambiente impuesto en el salón.

—Quizá confiaría en ti si me demostraras que puedo hacerlo, Eridanus —dijo con hastío—. Deja de tratarme como a una niña pequeña.

—Es que lo eres, Capella —protestó su hermano, con voz firme, como si zanjara una discusión—. Tienes diecisiete años, no deberías estar metida en nada de esto. Y Deneb tampoco.

—¡Haberlo pensado antes!

—Yo no tengo la culpa de lo que pasó —dijo con dureza—. Ni de que madre dejase todos esos recuerdos y pistas para que intente entender por qué lo hizo —añadió, mirando al techo con fastidio.

Capella frunció el ceño. ¿Hacer qué?

—Está claro que si me los hubieras enseñado antes...

—Si lo hubieras visto todo sin entenderlo primero sacarías conclusiones erróneas —espetó Eridanus, arrugando la nariz. No le gustaba hacia dónde iba la conversación.

—¿Y para qué me sigues viendo, si no me vas a decir nada? ¿Esperas que te insista hasta que te canses y me lo digas todo?

—¡Porque no quiero ser yo quien te baje de tu nube, Capella!

Aquella podría ser la primera vez en la que veía a su hermano tan alterado. Nunca había alzado la voz hasta el punto de gritarle. Y, si le había trastocado tanto como para hacerlo, Capella no quería que se echara atrás ahora.

—Dímelo.

—No habrías entendido por qué mamá estaba harta de su vida. —Eridanus casi se atragantaba con sus palabras—. La decisión que tomó no fue fácil para nadie.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó con confusión y rabia—. Claro que lo entiendo, a nadie podría gustarle vivir en esa casa...

—Nadie mató a mamá —la interrumpió, con la voz rompiéndose—. Lo hizo ella.

Capella sintió una tormenta cayéndole encima, como si lloviera todo el agua del mundo en aquella sala. Las palabras de su hermano no cobraban sentido. Intentó decir algo, pero no le salía nada más que unos balbuceos sin sentido.

Mamá se suicidó.

Era igual que el día que McGonagall le dijo que había muerto. Miraba a su alrededor y el mundo se caía, escuchaba una voz pero no entendía lo que decía. Notaba algo sujetándola y sentía como si tocaran a otra persona.

Las lágrimas nublaban su vista y tardó en ver la cara de su hermano, alterado porque al fin había procesado lo que acababa de soltarle. Porque, por mucho que había tratado de evitar y retrasar esa conversación, había sucedido.

¿Cómo no había visto las señales? Recordaba el último abrazo que le dio su madre, sus palabras que aseguraban que la quería. Siempre se comportaba lejana, distante, melancólica.

Agatha estaba rota y se había ahogado en sus gritos de auxilio.

—No quería decírtelo así —murmuró Eridanus.

El labio le temblaba un poco y una solitaria lágrima recorría su mejilla. A veces era fácil olvidar que la roca que su hermano aparentaba ser también tenía sentimientos. Y tal vez eran más frágiles de lo que hacía ver.

—Sé que es... difícil. Es una mierda, Capella —reconoció, limpiándose la lágrima—. En esta familia no existen los finales felices.

—¿Por qué...?

La pregunta de Capella quedó en el aire, sin fuerzas para completarla. Había tantas formas de hacerlo y ninguna le convencía.

¿Por qué lo hizo?

¿Por qué nos dejó solos?

¿Por qué no lo vi venir?

Ahora entendía que Eridanus no le hubiera dicho nada, y le dolía. Dolía porque odiaba que lo hubiera mantenido en secreto todo ese tiempo, pero también dolía porque había lidiado con ello por su cuenta.

Todavía intentaba procesarlo. Había pasado dos años y medio pensando que alguien la había asesinado, los aurores acabaron por abandonar la investigación porque no encontraban salida. Nadie le había avisado de que esa siempre había sido una opción.

—¿Por eso me pides que vigile a Deneb?

—No sé qué es lo que le pasa a Deneb en concreto —reconoció Eridanus, con suavidad—. Puede que sea parecido a lo que le ocurría a madre o puede que no, pero es mejor prevenir que curar.

—La muerte no se puede curar.

Jamás había tenido tantos sentimientos dentro de ella. Frustración, tristeza, ira, desconcierto... Una larga lista de adjetivos, y ninguno alentador. No podía siquiera imaginarse a su hermana en esa situación.

Acabó hartándose de esperar una reacción por parte de su hermano. Se sentía mareada y solo quería abrazarle porque sabía que a él le dolía. Así que se acercó a él con los ojos aguados y le abrazó, sintiendo los torpes brazos de Eridanus rodearle, intentando reconfortarla.

—Lo siento —acabó susurrando—. Siento no saber hacer las cosas bien. Yo... lo estoy intentando...

—La próxima vez, dime las cosas desde el principio —pidió ella, suspirando.

Pero no se soltó. Porque las lágrimas seguían cayendo de sus ojos y no tenía las fuerzas de llorar sin apoyarse en él. Siempre lo sentía y juraba que trataba de mejorar, pero Capella ya no sabía qué creer.

En esos momentos lo único que quería era dormirse entre lágrimas.






vale uhm no sé qué decir pero ya se ha desvelado??

ahora me siento mal y os quiero a todas vale :( si estáis pasando por malos momentos siempre podéis hablarme al dm <3

nada, siento la tristeza y no me enrollo más, os prometo que el siguiente es más feliz, toca acabar acto y graduarse :")

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