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Parte 4: Hombres de Dios


«¡Qué maravillosa lluvia nos recibe hoy!» —exclamó el Abad Juan al tiempo que alzaba los brazos al cielo y hacía una oración en el patio interior de la abadía de Delfrost, ubicada en el centro de la ciudad; permanecía erguido en medio del jardín con los pies enraizados en la tierra, ante la mirada de todos sus discípulos, entre rosales y pequeñas huertas que cuidaban los hermanos para su subsistencia. Al observar su devoción, los hombres de fe, poco a poco salieron de la sombra de las galerías formadas por consecutivos arcos románicos de medio punto y bóvedas de cañón que tenían una apariencia sólida y austera; ingresaron al patio y se unieron a su plegaria.

Eran casi las 7 de la mañana y las gotas de lluvia comenzaban a escampar después de la ruidosa tormenta de la noche anterior, cuyo sonoro repiqueteo había vencido, por una vez, a las eternas peleas entre gatos y ratones que acontecían noche a noche por todo el solar de la Abadía. En el centro del gran patio, sin importarle que la fina lluvia chocara contra su piel y resbalara, formando gruesos gotones que mojaban los bordes de su hábito monacal, el Abad agradecía al cielo por haber escuchado sus plegarias y recibía cada gota de lluvia como una caricia de Dios. «El señor ha mostrado su clara voluntad de acabar con las costumbres paganas; debemos obedecerle», dijo finalmente a sus discípulos, quienes asentían y hacían la señal de la cruz, finalizando su oración. La noche del 31 de octubre siempre era una fecha en la que las familias que conservaban las antiguas tradiciones celtas se manifestaban a través de la fiesta ritual de Samhain; esta vez, gracias a la lluvia, fueron muy pocas las fogatas que se avistaron en los alrededores y el abad sonreía al cielo con complicidad. «Nadie volverá a blasfemar en la noche de todos los santos», finalmente sentenció y volvió a sus aposentos.

La antigua villa de Delfrost se había transformado rapidamente en una ciudad de gran importancia económica del reino de Northumbria. Los fértiles terrenos, la abundante madera de excelente calidad para la construcción de edificios y su ubicación estratégica entre las ciudades de York, Bamburgh y Lindisfarne habían convertido, en pocos años, a Delfrost en una parada imprescindible en las rutas de viajeros y comerciantes. Pero no era solo su atractivo económico lo que la hacía deseable en medio de las luchas de poder entre los reyes Ælle y Osberht, que se disputaban el dominio de Northumbria, sino la presencia de la Abadía, que gozaba de gran prestigio y era reconocida en todas las Islas Británicas por su labor en la educación y conversión de paganos a la única y verdadera fe católica.

«Solo nos hace falta una catedral, señor. Necesito un milagro para convencer al rey Ælle de construir una; te prometo que será más hermosa que la catedral de Canterbury», pedía el Abad con cada uno de sus pensamientos. A corta distancia, divisó al hermano Harold que se acercaba diligentemente con todos sus implementos de viaje. La semana anterior, el Abad había logrado la aprobación del Obispo y la corte para utilizar la fuerza militar de Delfrost en una misión de reconversión que le permitiera apresar a los últimos paganos que se resistían a la fe cristiana. Para esta misión, el rey Ælle le había proporcionado un puñado de soldados, quienes habían acudido a primeras horas de la mañana diligentemente y se encontraban en las caballerizas con los últimos preparativos para iniciar la redada. «Son hombres de fe, sin duda», había pensado el abad al observar las buenas maneras que tenían para con los misterios de Dios.

Wulftan, el capitán de la guardia designado para cumplir las órdenes del Abad, pasaba revisión a todas las provisiones que necesitarían él y sus soldados, las cuales los hermanos de la Abadía empacaban con esmero para el inicio de su misión evangelizadora. Verificaba que todo el equipo militar, incluyendo escudos y armas, estuviera en perfecto estado. «No tardaremos más de tres días rodeando el perímetro de Delfrost; prevean dos noches de acampada», había ordenado al hermano Harold antes de encerrarse en el establo para discutir con el hermano Owen las mejores rutas. Los caballos provistos en la abadía estaban aseados y descansados; el cuero de las monturas brillaba y era suave al tacto de los soldados que las acariciaban, admirando el cuero repujado con símbolos de su fe. 

Wulftan admiraba el conocimiento del hermano Owen sobre el terreno y el cuidado que había tomado al trazar todos los detalles en el mapa que utilizarían para la misión. En secreto, pensaba que Owen hubiera sido un buen soldado y que le gustaría tenerlo al servicio del rey, mientras discutía con él los detalles de sus planes y contrastaban los registros de avistamientos de fogatas paganas y la dificultad de cada terreno. «Aprovecharemos la energía del primer día para iniciar por las viviendas en las colinas de las afueras de la ciudad, donde hay rumores del avistamiento de demonios», dijo el capitán mientras trazaba con su índice la ruta que seguirían sobre el pergamino. Owen asintió a la pertinencia de la ruta, hacía anotaciones y confirmaba las celdas de reclusión disponibles en caso de necesitarlas. «Estamos listos; por favor, llamen al padre abad», sentenció el capitán finalmente y los hermanos asintieron. 

«Padre Abad, estamos listos para partir», dijo el hermano Harold con una respetuosa reverencia a su mentor mientras colocaba las botas en el recibidor de su oficina y asistía al abad Juan en colocarse la gruesa túnica de lana negra que solían utilizar los monjes benedictinos en sus incursiones fuera de la abadía. «El carro está listo y he cargado la cruz, el agua bendita y los símbolos de San Miguel Arcángel para nuestra protección. Además, llevamos alimentos y refugio para tres días; Wulftan y sus hombres lo están esperando; ya han culminado el itinerario con el hermano Owen», indicó Harold a su superior con una amable reverencia.

—No harán falta tres días; los apresaremos a todos hoy —respondió el Abad al tiempo que terminaba de calzarse las botas y, con una renovada energía, comenzó su viaje cruzando el patio hacia la caballeriza. Sus pasos firmes salpicaban gotas de barro a su alrededor, mientras el hermano Harold apenas si podía esquivarlas sin quedarse rezagado. Al llegar a la caballeriza, Wulftan y sus hombres saludaron al anciano colocando sus cascos contra el jubón de cuero e inclinaron la cabeza en señal de respeto. El Abad asintió y bendijo a los presentes dando el inicio oficial de la misión; todos los soldados subieron al lomo de sus caballos y tomaron sus lugares para escoltar el carro. El Abad no necesitó el banquito que el hermano Harold acercó con gran diligencia para subir al carro; lo hizo con facilidad, mostrando un vigor que parecía alimentado por su fe. Wulftan con una orden de su potente voz a la cabecera recordando las órdenes del rey inició el viaje. Los estandartes se desplegaron y flamearon con el viento de la mañana. En el carro, el abad Juan soñaba con la forma que tendría su catedral una vez construida, mientras sostenía las riendas, controlando el galope de los caballos que tiraban del vehículo, y se perdía en ensoñaciones al ritmo de los cascos en la calzada de piedra.

Desde el interior del carro, el hermano Owen, luchando por ser escuchado, informó de los detalles de la campaña al abad, quien estaba visiblemente perdido en sus pensamientos, y a su compañero Harold, que prestaba más atención a las provisiones. —Que sea la voluntad de nuestro señor —dijo su superior finalmente, al tiempo que tiraba de las riendas con más fuerza para acelerar el paso, y no pudo evitar sonreír de orgullo al observar cómo los aldeanos se asomaban a sus puertas. La imagen que la comitiva proyectaba debía ser impresionante, ya que a esas tempranas horas de la mañana todos habían detenido sus labores y hasta los acompañaron a las afueras de la plaza para despedirlos. Caballos blancos, estandartes al viento y el brillo del sol en los broches de cruz que sujetaban las capas negras otorgaban al grupo un aura de solemnidad y los hacían parecer dignos representantes de la voluntad del cielo.

La ruta hacia las colinas de Delfrost siempre había sido la más accidentada, con la presencia de desniveles abruptos en el suelo, caminos mal pavimentados y el desordenado trazado urbano de las casas, además del frecuente rumor de demonios y espíritus malignos en los límites y el bosque, estas circunstancias hacían que el viaje se sintiera doblemente peligroso. Sin embargo, al Abad Juan, quien era un hombre versado tanto en la política como en los designios misteriosos de Dios, sabía que la verdadera razón de la presencia de los soldados y la atención recibida de la corte y del obispo, quien solía ignorar sus peticiones, se debía principalmente a la necesidad de encontrar un chivo expiatorio al que culpar de herejía y de haber despertado la ira de Dios, lo que les permitiría ocultar sus fracasos militares en la defensa contra los recientes ataques y saqueos de los hombres del Norte en las Islas Británicas, en particular el terrible asalto al monasterio de Lindisfarne que aún hoy hacía temblar a todos los hombres de fe, desde las sandalias hasta la tonsura.

«¡Soo...!», dijo el Abad al frenar con brusquedad a los caballos; las vigas de madera y las ruedas del carro crujieron por lo intempestivo de la orden. Los hermanos Harold y Owen, que apenas si pudieron evitar que las provisiones cayeran sobre ellos, se asomaron sorprendidos al exterior, cargados de todos sus instrumentos de fe por si los necesitaban; no se equivocaron, pues sus ojos se abrieron redondos como platos cuando los soldados, con una sorprendente rapidez militar, rodearon lo que parecían ser las ruinas de una antigua casa de muros de piedra y los centinelas dieron la alerta de haber avistado un demonio huyendo hacia el bosque. —Abad, aquí está el demonio —dijo Wulftan con un semblante completamente pálido y los ojos desorbitados por el miedo, señalando con uno de sus fornidos brazos hacia uno de los extremos donde aún estaban en pie los muros de lo que parecía ser una casa de una familia de ceorls. —Se ha escondido detrás de ese muro al vernos llegar —añadió Wulftan, a quien se le podía notar el esfuerzo por no perder el aplomo luego de la persecución y el rodeo.

—Atrápenlo inmediatamente —ordenó el Abad, levantando ante todos una cruz de oro sobre la cual se reflejaron los rayos del sol, dándole un aura sagrada y poderosa, mientras el hermano Harold empezó a leer las santas escrituras y Owen rociaba agua bendita sobre los escombros para purificarlos de toda maldad, sus ojos estaban atentos a cada estructura y el terreno buscando señales paganas que informar a su superior. Los soldados, fortalecidos por esa visión protectora y armados con el poder de su fe, se lanzaron a la caza de la extraña figura que se guarecía temerosa y ágil y estaba cubierta por un manto verde y se ocultaba de la luz sagrada que proyectaba la cruz, como si su naturaleza fueran la sombras. Cuatro de los hombres de Wulftan la alcanzaron y rodearon con sus caballos, esgrimiendo sus espadas; Al llegar, el capitán dio la orden: sujetar a la criatura y subirla al caballo. Los hombres cumplieron sin esfuerzo. Ligera y silenciosa, la criatura parecía un frágil atado de huesos. Al primer golpe, se desplomó, emitiendo lastimeros sonidos. Wulftan volvió, tirando de las riendas del caballo al que sujetaron a la criatura, y de otro golpe la arrojó al suelo bajo la luz que emitía la cruz, para observarla en detalle mientras los soldados alrededor, en una formación de flecha, estaban atentos a la orden del abad y vigilaban el terreno cuidadosamente, listos para defenderse de cualquier otra amenaza.

En medio del lodo del piso y las cenizas de lo que parecía haber sido una gran hoguera, la criatura no opuso resistencia y se ovilló, permitiendo que debajo de la raída túnica verde que la cubría, se observaran unas piernas y brazos pálidos y delgaduchos que incluso despertaron la compasión de Wulftan y sus hombres. Pero lo que más los estremeció fue escuchar una dócil y suave voz de mujer.


—"No permitáis que el demonio los confunda con sus trucos", gritó el abad al capitán de los soldados, quien, siguiendo sus órdenes, avanzó hasta la mujer y la sostuvo de la cabeza, tirándola hacia atrás descubriendo su rostro; mechones de cabello rubio emergieron bajo la capucha, reflejando el brillo del sol, dispersándose por el viento cubriendo a todos con un dulce aroma de flores silvestres.

—"¡Tened piedad, por Dios!", gritó el hermano Owen, quien se había acercado para rociar agua bendita a la criatura y a los hombres. —"Es apenas una mujer", dijo, intentando que la piedad volviera al corazón de los soldados. El hermano Harold detuvo sus lecturas al observar que un hilo de sangre brotaba de los labios de la mujer que, de rodillas y cubierta por el lodo, suplicaba piedad. 

El abad, al borde de intervenir, sintió un brinco en su corazón. Retrocedió, compartiendo la sorpresa que se reflejaba en los rostros de todos los presentes que contuvieron un grito en medio de sus gargantas cuando, de entre los rubios cabellos adheridos a la pálida piel de la mujer, brotaron unas largas y puntiagudas orejas tan blasfemas que el Abad apenas y pudo mirarlas y que le recordaron a las hojas de lirios maléficos, como las que portaban los sirvientes de Lucifer. Sus labios también eran demoníacos, rojos, y al abrirse para dirigirse a él mostraron dientes cubiertos de sangre. La mano del capitán empuñó rápidamente su espada, dispuesto a darle muerte, ante los ojos de todos el demonio había sido descubierto y tenían que acabar con él; una fuerte corriente de viento les heló la piel, levantando las cenizas del suelo y agitando fuertemente las ramas de un manzano cerca de ellos; la señal divina ante la maldad fue tan contundente que incluso los frutos que estaban verdes cayeron al suelo, cubriéndose de barro, restos de ceniza y lluvia.

Glosario

Abadía de Delfrost: Centro religioso cristiano en la ciudad de Delfrost, Northumbria, importante tanto espiritual como educativamente en la comunidad.

Arcos Románicos: Estilo arquitectónico de la Alta Edad Media con arcos de medio punto y bóvedas de cañón, conocidos por su solidez y austeridad.

Catedral de Canterbury: Famosa catedral inglesa y sede del arzobispo de Canterbury. Un modelo de arquitectura religiosa y símbolo de la fe cristiana.

Ceorls: En la sociedad anglosajona, los ceorls eran campesinos libres y propietarios de tierras, siendo la clase social más baja de los hombres libres.

Hábito Monacal: Vestimenta tradicional de los monjes, que incluye una túnica simple y, a menudo, un manto sobre los hombros.

Lindisfarne: Isla en la costa noreste de Inglaterra conocida por su monasterio, que fue uno de los primeros lugares atacados por los vikingos en el año 793.

Northumbria: Reino anglosajón en el norte de Inglaterra y el sur de Escocia, destacado en la Alta Edad Media y conocido por sus conflictos y ataques vikingos.

Ælle y Osberht: Reyes de Northumbria durante el período de invasiones vikingas, conocidos por sus luchas por el poder en la región.

Samhain: Antigua fiesta celta que marcaba el final de la temporada de cosechas y el comienzo del "año nuevo" celta, con creencias relacionadas al mundo de los muertos.

Tonsura: Corte de cabello característico de los monjes y clérigos en la Iglesia cristiana, donde la parte superior de la cabeza se rapaba dejando un anillo de cabello.


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