Parte 1: El bosque
La ve, como antes de él debieron verla miles de hombres en sus cientos de años de vida sobre la tierra. Su delgada figura se desliza entre los árboles, las rocas y el río, como si su ser estuviera más cerca de estos que de la carne. Friola recoge flores, hojas y raíces a través del claro del bosque en una danza etérea que desafía el paso del tiempo. Cada vez le resulta más difícil ocultar que no puede quitarle los ojos de encima; está en su cabeza incluso cuando duerme, en recuerdos y en sueños que parecen extrañas memorias de lo que no se atreve a decir ni hacer.
—¿Pasa algo, Ber? Si sigues así no cenaremos nada —pregunta Friola, con esa voz que es agua y es tormenta, y con esos ojos brillantes y saltarines como conejos blancos en la noche de luna.
—Prepara el fuego y déjalo en mis manos; aquí huele a animal de monte, traeré la cena pronto —responde Bertrand, sumergiéndose en los arbustos de zarzas, moviéndose con la misma gracia silenciosa de la liebre que persigue y ha dejado su rastro en la tierra arcillosa. Finalmente, frente a él, la liebre salta descubierta. Bertrand tensa el arco a gran velocidad; puede sentir los ojos de Friola fijamente en él, a su espalda. No, está más cerca; una débil ráfaga ha traído el aroma de canela y miel de su cabello.
El corazón de Bertrand late fuerte, casi ahogando el sonido de aves e insectos del bosque; apenas si puede controlar el temblor en sus brazos que le provoca la cercanía de Friola. Entonces, hace gala de su entrenamiento: la flecha es una extensión de él, y la dispara certera alcanzando a la presa.
—Lo he logrado —dice Bertrand, girándose hacia Friola. Esta puede ver sus delgados labios separarse en una vivaz sonrisa y por un momento, Friola olvida la muerte; todas las muertes se pierden en ese instante. Bertrand nota en ella esa extraña pena que, a veces, la traiciona, y vive acumulada en sus ojos, que los oscurece e inunda.
—¿Algún día me contarás lo que te pasa? —pregunta Bertrand mientras acaricia la piel marrón de la liebre con los dedos, está sucia por el lodo y la sangre, pero su carne aún reacciona a su tacto, es tibia y se estremece en los últimos segundos de vida—. Desollaré la liebre y preservaré la mitad en sal; vuelvo en un momento.
—¿Qué pasa, Bertrand? Hoy estás muy callado. ¿Tienes alguna enfermedad? —pregunta Friola, mientras sus orejas se tensan y sobresalen de su cabello y mantiene esa expresión que solo pueden tener los elfos, intentando comprender a los humanos desde su inmortalidad.
El suave crepitar del fuego y el aroma envolvente de la madera quemada crean un ambiente cálido y acogedor en el claro donde han montado sus tiendas. Su travesía conjunta en busca de plantas medicinales está por terminar. Alrededor de la fogata, mientras calientan sus manos, Bertrand lucha por hallar las palabras adecuadas para confesar sus sentimientos, enfrentándose al temor que le provocan sus diferencias.
—Es este bosque, Friola, no sé cómo explicarlo sin que suene extraño —comienza Bertrand.
—Inténtalo... por favor. Dime qué es este bosque para ti —insiste Friola.
—Siento que conozco este lugar, puedo moverme sin dificultad a pesar de los altos robles y lo difícil que es orientarse sin poder ver el sol o las estrellas. Siento que ya estuve aquí, que compartimos esta fogata en el claro antes, conozco sus sonidos, sus plantas, sus animales, la textura de la tierra, tengo recuerdos... todo evoca en mí memorias, imágenes, sentimientos; todo en este lugar me resulta familiar, sin embargo... —Sus palabras se desvanecen en el aire mientras se pierde en sus pensamientos—. Son tonterías mías, es la primera vez que viajamos tan al Norte. Perdóname.
—¿Cómo son los recuerdos, llegan a ti en sueños o te invaden de repente? —pregunta Friola, su voz suave como una caricia acorta la distancia en la oscuridad; camina hacia Bertrand y está cerca fijando toda su atención, como nunca antes ha estado. Es su piel suave, su aroma, su cabello... Piensa Bertrand, y enrolla los mechones dorados de Friola en sus dedos casi sin notarlo.
—Son las estrellas, mira el cielo, Bertrand; su luz viaja y llega a nosotros atravesando la oscuridad, como un mensaje del pasado. Incluso si su origen ya no existe; es su luz la que permanece en el cielo, desafía al tiempo y nos acompaña esta noche.
—Te amo, Friola —dice Bertrand, acercándose suavemente a su oído, mientras sus dedos tiemblan al tocar su rostro, buscando su boca.
Friola gira hacia él y se separa suavemente envuelta en tristeza; luego pregunta:
—¿Eso es un sentimiento o un recuerdo?
Bertrand se detiene y, sin comprender su pregunta, la mira extrañado, y responde firmemente:
—Mis sentimientos son tan reales como las estrellas en el cielo. Soy yo, aquí y ahora, quien te lo dice, aunque seas el cielo que contiene todo el tiempo del mundo y yo solo pueda sostener tu cabello un instante en mis dedos, como si intentara atrapar el brillo de una sola estrella.
—Si es así, viviremos en este bosque por siempre, entre los árboles donde recordaste que me amabas, una vez más —responde Friola.
—Recordar —dice Bertrand, con una sonrisa burlona—. ¿Cómo puedo recordar lo que no ha sucedido?
Pero su sonrisa se convierte en una mueca, un reflejo de una comprensión inesperada, mientras ve cómo Friola, con los movimientos de un gato, retrocede con cautela y sigue con atención cada una de sus expresiones.
—Es un recuerdo, sí, que nos une a través del tiempo a ti y a todos los cuerpos que te precedieron. Siempre declaras amarme en este claro, por eso volvemos aquí cuando cumples 30 años cada una de las veces, como es nuestra promesa.
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