PROLOGUE: ADAGIO
OST: Nocturne No. 20 in C Sharp minor by Chopin
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El páramo de los recuerdos tiene el poder de envolvernos como la delgada capa que rodea los instantes. Parece una paradoja, quizás una contradicción filosófica nacida del producto de ensoñaciones a las que dedico demasiadas energías, o simplemente algo insignificante que se desvanecerá como los segundos en el reloj de pared de nuestra sala de estar en Hannover.
Sin embargo, no puedo evitar pensar en esa idea de inverosimilitud y mi ambición de agradar aun cuando no fui educada para ello.
James sigue tocando el piano, tal como en los recuerdos de mi infancia le escucho con los ojos cerrados y puedo recrear el descenso de cada dedo sobre las teclas. Cualquiera pudiera apostar que ha nacido para ello y en lo más profundo de mi ser he llegado a sentirme en desventaja.
Quizás sí padezca de una sana envidia. Después de todo, de los dos siempre ha sido el más valiente.
"Él se parece más a ti, querida."
El tono grave de un barítono regresa en la voz de mi padre desde la cocina. Huele a pan de pretzel alemán y los colores de la primavera se filtran desde el jardín.
Mamá está sonriendo y farfullando palabras contra la encimera mientras contempla el progreso de mi padre con la masa para hacer aquel pan que yo comparo con el paraíso. El piano continúa su evolución en el estudio que le han destinado a James.
Cabeceo sobre el sofá hasta que las pequeñas garras de Mirage, nuestra última gata, se clavan cariñosamente en mis piernas desnudas.
Es primavera y familiares susurros me arrullan en un pasado al que no regresaré. Tenía diecisiete años cuando decidí que aplicaría a una universidad lo más alejada posible de la realidad de mis padres.
Nunca les guardaré rencor. Creo que mi hermano tampoco, y he de mencionar que no pediría tener unos padres mejores. Siempre tratando de comprendernos cuando el estigma de la diferencia nos solía perseguir.
Comencé a leer y a escribir con tan solo dos años de edad. Hablar, dicen que a los tres meses y mi hermano mellizo, James, casi al mismo tiempo. Siendo mi padre un laureado Psiquiatra y mi madre una artista plástica con dotes para el canto, ninguno podía apostar que ambos nos decidiéramos a perseguir sueños demasiado afines.
Siempre he tenido cierta inclinación a observar más a padre, y sé que James experimentó algo parecido por mamá. Mi hermano y yo, actualmente somos dos extraños que se apoyan en la distancia cuando es socialmente útil.
Acabo de cumplir los veinticinco, contra todo pronóstico logré recibirme como médico general en Hannover. Aún recuerdo a mis padres aguantándose las lágrimas, especialmente papá.
Nadie podría cuestionarle al señor Aspen Ezra qué era lo que sentía cuando se mostraba tan difícil de leer. Pero ese día sí pude sonreír desde dentro y por unos instantes, la pesadez que suele agobiarme me abandonó con ese gesto.
Nunca fue sencillo cuando todos se fijaban en el apellido. Nunca fue fácil cuando trataba de seguirlo a él. Recuerdo perfectamente tener en cuenta la imagen de la espalda de mi padre desde que era una niña.
Hombros fuertes, diámetro ancho y esa elegancia innata que lo reconocía como aristócrata. Todo un referente de lo larga que sería mi carrera para siquiera caminar a su lado. Ahora entendía por qué solía decirle a mamá que ella era su paraíso en medio de la mundana realidad. La palabra "control" era algo que se desbordaba en papá y yo, desgraciadamente... heredé la misma tendencia.
El mundo comenzó a ser insuficiente desde el momento que pude leer. Los universos de Verne, Dostoievski, Wilde, llegaron a imponerse sobre lo que debería haber sido Jane Austen y las hermanas Brontë.
Desistí del romance cuando aprendí que existían los reflejos condicionados y todo un campo llamado psicoanálisis. Me perdí en la corriente de la racionalidad para entender lo irracional. Siempre aguardando el momento oportuno para pronunciar aquello que sabía mudaría la comodidad en la relación con mis padres.
"Quiero estudiar el postgrado en Columbia, me acaban de aceptar en Nueva York."
De ese instante me separaba casi un año y aun recordaba la mueca en el rostro de padre y la expresión compungida de mamá. No hubo gritos como sería la norma de otras familias o como el tenso ambiente después que James se mostrara reacio a no postergar otra campaña agotadora de conciertos con paradas en las salas europeas.
Para mí solo hubo silencio lacerante antes que impusiera mi voluntad por derecho. A fin de cuentas, siempre había sido la hija perfecta, la estudiante excepcional y la princesa ante los ojos de mis padres.
Llovieron las condiciones pero conseguí una especie de indulto de solo un año. El tiempo que había consumido hasta hoy. Con veinticinco, después de hacerme con un puesto de residente en el equipo del doctor Karl, la decisión de mantener mi vida en Nueva York sonaba más a un espejismo, cuando estaba segura que padre sería el primero en oponerse.
Nunca me dejaría traspasar aquella sombra con el nombre de la ciudad que para él y mamá significaba lo mismo que una blasfemia. Nunca me explicaron por qué les causaba aversión visitar a nuestros primos o a la familia Carson en la urbe.
Solo los semblantes contrariados de Thomas y Julieth sustentaban la idea que mis padres compartían alguna clase de pacto de silencio que me alejaba del lugar a donde había terminado asistiendo como una curiosa polilla en el camino desgastante de la luz.
Todo ese secretismo tendría que cesar, y precisamente hoy era uno de los días más indicados para enviar el dichoso correo electrónico, pues una videollamada sin dudas arrancaría el poco coraje que me quedaba para pelear con mis padres.
"Nos veremos en Acción de Gracias. La tía Alie ha organizado una cena y nuestros padres vendrán. Espero estar en tiempo para asistir."
Había señalado James, cuando su gira le retenía en Ámsterdam. Yo contesté con un escueto "vale" en el chat que manteníamos en Messenger. Nunca me había sentido muy a fin a las redes sociales, pero ser la hermana de un prodigio de la música clásica tendría que bastar para usarlas por razones de fuerza mayor.
De esa forma volvía a ser la Helen de la adolescencia, solo que con el disfraz de mujer joven que trata de ser profesional sosteniendo el moño de cabello rubio platino para que no caiga sobre la nuca abruptamente o calculando que los rebeldes mechones intenten soportar la agresividad de una inesperada llovizna de camino al Centro Penitenciario de Manhattan.
—¿Estás segura de que aceptaran? Sigo pensando que es una soberana estupidez que desees unirte al equipo solo por llevarle la contraria a tus padres. No será nada fácil encajar en la maquinaria del doctor Karl.
Annie, mi compañera de piso en los últimos meses, volvió a cuestionarme describiendo una vuelta sobre sí misma en el incómodo sofá de la sala de estar. Sus ojos color ámbar me interrogan, mientras intento colocar con precisión las solapas del abrigo de gabardina color crema que mejor pudiera combinar con el vestido negro hasta las rodillas que he elegido para hacer mi visita al correccional.
Chequeo nuevamente la entrevista que debo realizar hasta guardar adecuadamente el material en mi portafolio. Es curioso, por unos instantes vuelvo a pensar en papá y sus ojos verdes me persiguen robándome un suspiro cansado.
—Si no estuviera interesada en este proyecto habría volado hacia Hannover antes de la graduación del semestre. La oportunidad de trabajar al lado de Karl Miles no crece en los árboles. Mis padres lo entenderán. Se me hace tarde Annie. Deséame suerte con el "espeluznante criminal" que nuestro jefe me encargó entrevistar.
Mi efusiva compañera de piso refunfuña antes de lanzarme otro almohadón que atrapo al vuelo. Tener un hermano mellizo y unos apasionados padres pueden considerarse suficiente entrenamiento como para contar con unos reflejos decentes.
—De paso, sácale una foto o al menos graba la conversación. Dicen que además de espeluznante es sexy...
—¡Anne!
No puedo evitar regañarla mientras un inoportuno sonrojo enmarca mi vergüenza. En ese punto soy igual a mamá. La castaña solo se deja caer sobre el sofá de la sala de estar antes de encender la televisión.
—No está prohibido mirar. Aunque estés coladita por nuestro tutor, los chicos malos siempre atraen.
—Habla en tu nombre.
—También te quiero Hel...
Niego antes de sonreír por cortesía. Ciertamente tengo sentimientos encontrados en cuanto a la decisión que estoy tomando, pero la oportunidad de ser parte del equipo del doctor Karl, independientemente de todo lo que fanfarronea Anne no es una broma.
El temido Karl Miles Wellington, un erudito del área de las Ciencias del Comportamiento. El circunspecto profesor que en los últimos ocho meses había impartido las conferencias de la clase con más créditos para promover al segundo año de la residencia proponía formar un equipo a cargo de las entrevistas a ex convictos y personas que entraron en rehabilitación para determinar los móviles que podían ser utilizados como bases terapéuticas en la integración de estos "elementos" a la sociedad.
Muchos podrían tildarme de masoquista, siendo la hija de un reconocido psiquiatra, aun radicado en Alemania. Por eso había insistido en salirme de la zona de confort que representaba el círculo de catedráticos en el cual mi padre militaba.
Ganarme la aprobación del doctor Karl con trabajo duro y empeño sería la meta. Aunque si era honesta al cien por cien, debía admitir que aquel hombre me intrigaba a un grado que a veces no podía comprender.
Sus ojos azul grisáceo solían encontrarme del otro lado del anfiteatro, despedazando cualquier "quizás" en mi mente o simplemente acallando el susurro de la sombra debajo de la cual había crecido.
Papá nunca me impuso sus sueños, yo misma escogí seguirlo y superarle cuando solo tenía cinco años mientras el salón de consulta en su clínica me era más interesante que vestir muñecas con mamá.
"Puedes conquistar lo que te propongas, mi querida Helen."
Aun recordaba las palabras de James antes de despedirse unas semanas atrás. El lado dulce de nuestra familia, el chico que compartía conmigo los mismos ojos de un azul tan complejo como el de nuestra madre, que a veces era confundido con los tonos añil de los atardeces en la cuenca del Ruhr.
Ni en mil años podría negar que era una descendiente de los Ezra y los Löffler. Ni en mil años hubiera preferido otra familia que no fuera la mía, sin embargo...
Tienen que existir los "sin embargo" para poder reconocernos como humanos. Podría preguntarme qué me hacía sentir feliz, qué me hacía sentir realizada, caminando a los veinticinco años con la espada del destino y el estigma de la insulsa perfección sobre los hombros, pero tampoco puedo darte una respuesta mientras el tiempo suele fluir hacia adelante.
Gracias a Dios, los neoyorquinos no son dados hablar y en estos meses he aprendido a tratarles con la misma civilidad mosqueada que suele emplear mi tía. Una alemana atrincherada bajo las luces de Broadway.
¿Sería igual de pasional cuando me enamorara? ¿Podría estar hecha para el amor cuando en estos momentos mi vida era más parecida un reloj de arena?
Qué irónico me seguía sonando esa idea del amor cuando no conociera otro referente además de mis padres. En un día donde mis pensamientos tienden a nublarse, la fachada monocromática del Centro Penitenciario de Manhattan me recibe con la expresión asombrada de los encargados de la seguridad.
Aparentemente, el estereotipo demanda más arrugas y experiencia en el rostro para desempeñar esta labor. Soy demasiado exigente, a veces al punto de asfixiar a otra persona con ese rasgo. Por eso cuando Jeffrey intentó ser más que un amigo, la línea que separaba la tolerancia del futuro romance nos distanció.
Mi padre, como era de esperar, se opuso que el hijo de nuestros mejores amigos se interesara en su princesa. Era normal y pudo haberse salido de control cuando aquella vez el pobre Jeffrey por poco se va de bruces frente a la verja de nuestro jardín en Hannover, temiendo que me negara a salir con él en ese verano.
Sinceramente mis relaciones, si pudiera llamarles así, no se mantenían más allá de algunos meses en los que no encontraba ninguna satisfacción.
Quizás por eso mi definición del amor se la llevaba el empeño y la pasión que mantenía un proyecto vivo, y ese era mi cometido hoy. No importan las miradas intensas que recibo o la expresión de los guardias de seguridad porque una chica demasiado joven, demasiado inocente estuviera en aquellas instalaciones para entrevistarse con el hombre al que temían y apodaban bajo varias denominaciones despectivas.
El ser humano, simplemente disfruta midiendo al otro con la precisión de un verdugo. Por cada pulgada del alma una nueva ideación punzante.
Por cada mirada condescendiente un nuevo lote de sensaciones que estamos obligados a comprender. Siempre me ha gustado mirar de frente a las personas.
De esa manera me aseguro que no me mientan. Pues las mentiras, como me inculcaran mis padres, son el peor alpiste para los ignorantes.
El pasillo iluminado por bombillas led zigzagueó una vez más. Las puertas se abren al final para dar inicio a un reducido espacio donde solo reza una mesa plegable y dos sillas de incómoda carpintería. Mi padre se burlaría del diseño.
No sé por qué estoy pensando demasiado en ello esta mañana. Quizás extraño Hannover y sus días soleados con las tardes grises, sobre todo en estas fechas. Quizás extraño el sonido de las voces de mis padres o la costumbre de dormir con nosotros la primera noche después del regreso, aun cuando pasamos la veintena.
Es tan atípico, nos educaron como adultos desde los cinco años y para sus ojos siempre seremos dos críos con problemas de adaptación y churretes de chocolate en el rostro.
El pensamiento me arranca una fugaz sonrisa antes de escuchar la puerta volverse a abrir. Es increíble cómo la soledad me acompaña con su fría familiaridad, y yo me dejo mecer sin dificultades.
Puedo decir que el aire ha cambiado cuando el guardia de seguridad aparece en compañía de un muchacho desgarbado que debe pasar el uno ochenta. Es delgado, pero su cuerpo muestra los gajes de estar recluido. Se puede decir que se ejercita por la forma en que se tensan los músculos bajo el típico uniforme naranja de la penitenciaria.
Naranja, aroma a hogar y briznas de pasto en mi cabello. Hannover y la casa en el campo.
Hannover dando vueltas cuando descubro unos ojos dispuestos a contradecirme. Son verdes de un lado y del otro como un apagado atardecer. Axel Martin, a quién pretendo entrevistar hoy, no parece ese asesino imperdonable ahora y sé que estoy sacando conclusiones precipitadas pero es imposible no ceder.
Cómo un hombre tan atractivo pudiera ser capaz de cometer la infamia de desfigurar a una mujer. Cómo su rostro angelical se curva en una sonrisa cínica para reafirmar la pequeña cicatriz en su ceja izquierda, hasta donde el rebelde flequillo pelinegro permite ver.
—Gracias por concederme parte de su tiempo señor Martin ¿Le informaron sobre el propósito de esta... entrevista?
Intento sonar estable cuando seguimos mirándonos de una manera un tanto impropia. Axel es casi obligado a sentarse, pero su expresión no cambia. Parece entretenerse evaluándome centímetro a centímetro.
Debería sentirme cohibida, pero es todo lo contrario. Por alguna razón, este individuo solo alimenta mi curiosidad y sé que a estas alturas ambos nos seguimos evaluando.
A pesar de estar en una sala de interrogatorios, no estamos solos. El guardia detrás de Martin y las cámaras de seguridad me acompañan pero por alguna extraña razón mi cuerpo reacciona a su escrutinio ruborizándose exageradamente.
No estoy nerviosa.
Me repito en mi fuero interno. Quizás solo un poco intrigada o inquieta. Puedo decir que sus víctimas recordarían esos ojos por siempre. No solo por el rasgo heterocromático, sino por la forma en la que observa a los demás. Como un león midiendo a su presa. Como un iluso convenciendo a un necio.
"¿Sería yo tan necia como para creerte?"
—Me notificaron que una doctora vendría a preguntarme lo mismo de siempre. Nunca me dijeron que la especialista en cuestión tendría aspecto de ángel... ¿Qué hace alguien como usted en medio de la jaula de los leones?
Ya esperaba un tono de voz así de grave. Sería raro que pensara en mi padre, porque su tesitura es muy similar, sin embargo no es el recuerdo de mi progenitor lo que llega cuando me remuevo en la silla que nunca ha dejado de molestarme contra la tela del vestido.
Profundo y oscuro, como corresponde a su reputación. Axel Martin tiene una voz ronca que haría a muchas mujeres ceder.
"Expresamos más con nuestro lenguaje extra verbal que con las cuerdas vocales. Mantente centrada y ganarás."
Ahora sí regresa padre en mi ayuda y sonrío vagamente antes de apuntar en mi cuaderno aquellas señales que podrían ser las únicas pistas en el puzle que promete ser el hombre al frente.
"Ansiedad, dedos que rasguñan la superficie de la mesa. Mirada esquiva, heterocromía..."
Ese último rasgo, como el anzuelo perfecto para hacerme dudar me obliga a compararlo con una tranquila bestia dispuesta a engullir a quien se atreva a cruzarse en su camino mientras la sonrisa cínica sigue creciendo en su rostro.
Sin dudas, ahora tendría otra razón para perseverar en el empeño de obtener una plaza permanente en el grupo de investigación del doctor Karl Miles.
Axel Martin, el chico a dos tonos, podría ser todo un reto.
—Comenzaré a grabar nuestra conversación, si me lo permite...
Aposté por obviar el comentario que él hiciera con anterioridad para presionar el botón de encendido en la pantalla de la grabadora. Pude escuchar la burla en la especie de risa muda que se ocultaba en su garganta, tal como el descenso tortuoso de la nuez de Adán en su cuello.
Debería tener miedo justo ahora. Debería retractarme de mi ego y salir corriendo como dicta el sentido común. Sin embargo, yo he elegido mi camino. No estaré más bajo la sombra de una imagen que no me pertenece.
Alcanzaré mi sueño de desentrañar un lado que nadie considera realmente. Aun cuando tenga todas las probabilidades de caer en el embrujo de unos ojos tan extraños como la palabra humanidad.
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