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× Capítulo único ×

El primer pétalo resultó ser desconcertantemente bello, si alguien se lo preguntaba.

Nacido de una profunda tos seca con la que llevaba lidiando dos días enteros. Pero más sorpresivamente aún, nacido de él. De su interior.

Un pétalo color azul, tan suave al tacto, tan bello para la vista de cualquiera. Porque su color era exquisito, porque reflejaba el cielo. Más bien, significaba el cielo. Como si hubiese caído de él, como si fuese un regalo de los ángeles. Pero no era así, ya que había salido de su cuerpo.

Y eso era fantástico.

Pues no creyó que algo tan hermoso pudiese brotar de un contenedor tan vacío y despreciable como el suyo.

Sin embargo, la prueba estaba allí, en la palma de su mano. Demostrándole lo contrario. Haciéndole creer que había un mínimo de esperanza de ser salvado.

Pero entonces el día siguiente llegó, y con ello su pétalo azul pereció. Su pequeño y despejado cielo personal desapareció, y a su alrededor volvió a instalarse el monótono y desalentador gris que veía a diario. Aquel que desde hacía tiempo no podía dejar de ver pese a que en realidad el color lo inundaba todo.

Sólo que él no podía verlo.

Por eso cuando el segundo, tercer, cuarto y quinto pétalo llegaron todos a la vez, no pudo evitar sonreír complacido. Aún si el dolor de su garganta le irritaba, aún si las lágrimas derramadas por el esfuerzo de cada tos empañaban sus ojos distorsionando la imagen vívida del cielo en sus manos, él sonrió alegre.

Porque eran hermosamente únicos. Tan delicados y efímeros.

Y si él supiera cual era la razón de que éstos brotarán de su garganta, estaba seguro que ingeriría sin pensar lo que fuese con tal de hacer que aquellos pétalos siguieran acompañándolo día tras día.

Aún si sufría en el proceso, aún si odiaba el dolor, quería ver más de aquellos pétalos color cielo que le alegraban el día. Esos que luego de verlos detenidamente por horas, le recordaron a un par de ojos pertenecientes a aquel ex compañero de mafia suyo que tan bien conocía.

Ah, Chūya. Su pequeño y agresivo Chūya.

¿Cómo no había sido capaz de darse cuenta antes?

Es que era tan obvio. Tan certero. Tanto que se rió de su propia idiotez por no haberse percatado de que aquel vibrante y esclarecedor azul que sus ojos veían pertenecían innegablemente a los bellos orbes color zafiro que su amado poseía.

Porque los ojos de Chūya eran azules como aquella preciosa gema, tan azules como el delicado cielo que se plasmaba sobre su cabeza o como el tormentoso e intenso mar que contrastaba perfectamente con su propia personalidad. Eran azules, pero no un único color predeterminado de azul.

Sino que eran toda una gama que cambiaba según su ánimo y deseo. Tan volátiles, tan salvajes.

Tan hermosos como el mismo Chūya.

Ah, Chūya. Su desquiciadamente hermoso e imposible Chūya.

Imposible. Imposible. Claro, había oído hablar de aquella extraña y fantasiosa enfermedad antes.

Hanahaki disease, ¿no?

La enfermedad del amor no correspondido, esa que le hacía brotar flores desde su pecho, la misma que regularmente obstruía sus pulmones y garganta debido a las raíces que provocaban el crecimiento de sus flores basadas en quién él quería y añoraba tanto a su lado.

Esa que lo llevaría a la muerte si no hacía algo al respecto.

Esa conclusión retumbando en su mente hasta hacerlo sonreír con sinceridad mientras llevaba sus pétalos azules a su pecho con cariño, cuidado y amor.

Porque sí, el suicidio sin dolor siempre había sido su única opción para morir.

Pero ahora tenía unos lindos pétalos en sus manos, unos que eventualmente se convertirían en una bella, delicada y mortal flor azul que lo llevarían a descansar tal cual lo había querido desde hace años.

Y no podía pedir más, ni estar más agradecido, de que aquella flor le recordase a Chūya. De qué lo último que vería, sería equivalente a ver y estar acompañado por él.

¿Y no era acaso, morir en compañía de la persona que más amaba un regalo demasiado grande para alguien como él?

Puede que al final, su flor se marchitara junto a su vida.

Puede entonces, que la idea de su ansiado suicidio doble fuese una opción viable ahora.

Ah, qué feliz lo hacía pensar en ello.

Tan feliz, que después de tanto tiempo al fin pudo apreciar los colores vívidos que lo rodeaban a diario.

Y así seguiría hasta el día de su muerte. Hasta que lo último que viera fuese ese azul que tanto le había dado.

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