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Ayer me topé a la señora Choi en el supermercado y conversamos un rato. ¿Te acuerdas de ella, mi amor? Hablo de la amable mujer que vive en la casa #411.
Recuerdo que acostumbraba invitarnos a cenar cuando se sentía muy sola, y a veces le comprabas rebanadas de cheesecake con zarzamora. Ella sigue preparando postres deliciosos para vender cuando tiene tiempo, aunque a mí me los suele regalar desde que te fuiste.
No me saben como antes, pero se lo agradezco mucho.
Ella me agrada, porque es viuda, y creo que es la única que puede llegar a entenderme actualmente. Nunca me presiona, no me fuerza a salir del estado letárgico en que me encuentro, ni tampoco me recuerda los colores que he perdido. Es una mujer gris que ve el mundo en gris, así como yo, pero puede mezclarse mejor entre la gente y por eso quiero aprender de ella.
A veces su presencia me agobia, así como me agobian mis compañeros del trabajo. Sin embargo, como ayer me apetecía hablar, aproveché. No sé si la próxima vez que nos veamos yo tenga la disposición de decir una sola palabra.
Le he contado, precisamente, de mis recientes dificultades para relacionarme con las personas. Ella se mostró empática, me escuchó, y al final me dió un consejo.
"No sé si te funcione, muchacho", me advirtió. "Pero es lo que yo hago".
Dijo que debía intentar gesticular mucho, para soltar los músculos de mi cara y no verme tan serio.
"El dolor es frío, por eso congela las caras. Hay que entrar en calor para quitarnos, aunque sea un poco, su huella de encima".
Según ella, si consigo aflojar mi expresión, después será más fácil parecer feliz y podré verme agradable ante las personas de afuera.
Por eso hoy estoy delante del espejo.
Miro esos ojos, que no son míos, y me pregunto si tú, en este momento, puedes verme también. ¿No te burlarás, cierto?
Quiero pensar que no. No sería algo propio de tí. Siempre me hiciste sentir en confianza.
Suspiro, tratando de quitarme la vergüenza y la autocompasión de encima. Entonces, aún nervioso, comienzo a moverme:
Saco la lengua. La vuelvo a guardar.
Frunzo los labios, los aprieto, los abulto.
Abro la boca por unos segundos y después, lentamente, la cierro.
Muevo la mandíbula.
Inflo las mejillas, las aplasto con mis manos, las estiro.
Entorno los ojos.
Arrugo la nariz.
Muerdo al aire.
Levanto una ceja, levanto la otra, y levanto ambas al mismo tiempo.
En lo profundo de mí corazón, sé que debo verme muy gracioso. Se me hace divertido mi propio comportamiento y tengo ganas de reírme, pero no puedo, no sé cómo.
Finalmente, con temor en mi pecho, muestro los dientes.
¿Parece una sonrisa?
Mi reflejo, nuevamente, no sigue mis movimientos. El Yo que está al otro lado se queda quieto y me mira fijamente, inexpresivo.
Me hace sentir ridículo.
El Otro Taehyung es aburrido.
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