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3

La luz azul de un nuevo día atraviesa mis cortinas. Yo, desde luego, estoy despierto. Sigo firmemente en la convicción de no volver a dormir nunca más.

Tomar café y bebidas energéticas se ha convertido en mi rutina diaria, y me funciona bien, supongo. Consigo alejar el sueño casi en todo momento y durante el día cumplo con mis obligaciones: voy a trabajar, riego las plantas, hago las compras y hablo con otras personas cuando es necesario.

No me siento cansado, no tengo sueño. Únicamente, a veces, siento una terrible fatiga.

Puedo sobrellevar la fatiga si descanso el cuerpo recostándome un rato, con la mente apagada, el cuerpo inmóvil, pero siempre con los ojos abiertos.

Así paso todas y cada una de mis madrugadas, hasta que sale el sol. Una y otra vez.

Miro el reloj para comprobar que pronto iniciará mi horario laboral. Entonces me levanto de la cama, porque considero que ya he reposado lo suficiente, y camino hasta el baño para alistarme.

El agua de la regadera es fría, pero la siento adecuada así. Me visto. Me peino.

Bajo a desayunar.

La comida me resulta pastosa y desabrida mientras la mastico, el único sabor que realmente sobresale es el amargo del café que he preparado. No me gusta. No me acostumbro a él. Lo odio. Pero como he dicho, es parte de mi día a día y lo necesito para no caer dormido en las garras de la Señora Noche.

Mientras el café se desliza por mi esófago, mi estómago se revuelve y se aprieta; mis manos tiemblan.

No quiero salir.

Me siento ansioso porque no quiero ver a otras personas, ni saludarlas, ni seguir sus conversaciones banales que poco me importan. No quiero convivir con mis compañeros de trabajo, ni escuchar los reclamos de mi jefa.

Allá afuera, más que aquí, me siento profundamente solo.

Me frustra que no pueda mezclarme con los demás sin sentirme un intruso. Me molesta que sus habladurías me resulten banales y que las mías, a oídos de ellos, sean extrañas e inútiles.

No puedo charlar; simplemente no puedo. Cuando lo intento y noto esta molesta incomprensión mutua, me siento desolado.

Hablo, y mi voz no llega a ninguna parte. Ellos hablan, y no me dicen nada que pueda entender.

Estoy cansado de la soledad, de este tipo de soledad; porque es mil veces más aplastante que la que siento justo ahora, aquí, en esta casa vacía donde estoy auténticamente solo.

Aquí, en mi hogar, al menos me siento como un humano. Pero allá, en el exterior, tengo la dolorosa sensación de que no existo.

Las personas en la oficina no me registran: soy una sombra.

Si los miro de frente, mi rostro no se refleja en sus ojos. Si les hablo, mi propia voz vuelve a mí, como un eco, en vez de una respuesta suya.

Extraño tanto tus charlas, Jimin. Y extraño sentir el peso de tu mirada sobre mí.

Extraño tener a alguien que me comprenda, que se interese por lo que digo; que me haga sentir vivo, existente, como un humano normal.

Antes no me importaba; antes vivía en las sombras y vagaba solo entre ellas, sin color, sin amor, sin propósito. Nunca tuve aspiraciones ni hice planes para el futuro, porque mi existencia se limitaba a ella misma: a existir.

Cuando llegaste a mi vida y me mostraste los colores del mundo, realmente cambié mucho y mi actitud hacia el exterior también cambió. Te convertiste en mi primer compañía verdadera, en mi soporte, en mi razón para existir. Finalmente tuve un propósito: vivir para tí, hacerte feliz.

Y me sentía motivado de conocer a más gente para captar sus colores y gozar de sus compañías también.

A tu lado, el resto de las personas parecían menos ajenas. Eras como un puente. Me ayudaste a convivir, me mostraste que podía ser igual a ellos, que podía perenecer al mundo de los colores.

Pero ahora que no estás, vuelvo a ser un hombre gris que solo ve en grises; que existe sin un propósito y vaga como una sombra en completa soledad.

Quizá, pienso, sería más fácil si pudiera dejar de verme tan triste.

Me gustaría que mi aspecto deteriorado no alejara a los demás, y que alguien, alguna vez, pudiera brindarme un poco de consuelo con su presencia y su atención.

Quisiera parecer agradable, tal como lo eras tú. Quisiera que los demás disfrutaran pasar tiempo conmigo.

A lo mejor me invitarían a tomar un trago o a cenar; y podría sentirme menos solo. Podría distraerme de tu recuerdo, por un instante, y darle a mi corazón un breve momento de felicidad.

Pero mi expresión es tan fría, tan amarga, que sé que eso no sucederá. Mi apariencia ahuyenta a los demás; nadie se me acerca, y si yo soy quien toma la iniciativa, los otros se sienten incómodos: mi seriedad les intimida, mi tristeza les causa lástima. Y por eso me hablan como si yo no fuera un hombre.

Quizá todo sería diferente si pudiera sonreír más.

Sí. Creo que esa es la clave.

Necesito practicar sonreír.

Camino rápidamente hacia el baño para observar mi propia cara en el espejo.

Supongo que puedo practicar un poco, antes de salir.

Con todo mi esmero, dibujo la mejor sonrisa que puedo y se la regalo al Otro Taehyung, al que está detrás del cristal, en ese misterioso mundo invertido.

Sonrío, actuando con esfuerzo, deseando transmitir felicidad y verme amigable.

Me esfuerzo tanto y con tanto ahínco, que después de unos segundos, los pómulos me duelen.

El Otro Taehyung no imita mi gesto. Nunca me obedece. Solo me devuelve una mirada fría y unos labios rectos.

Creo que le caigo mal.

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