• [02]
𝐸𝓉 𝒾𝓃𝓉𝓇𝒶𝓃𝓈𝒾𝓉𝓊 𝒱𝒶𝓁𝓁𝑒𝓎 𝑜𝒻 𝑀𝑜𝓇𝓈,
𝑒𝑔𝑜 𝓃𝒾𝒽𝒾𝓁 𝓂𝒶𝓁𝒾 𝓉𝒾𝓂𝑒𝓃𝓉.
[Capítulo con contenido delicado; se recomienda discreción.]
Vivían en un cuchitril anexo: una minúscula habitación al final del pasillo apenas lo suficientemente amplia como para contener una cama que hervía de chinches y un cúbico baño arrinconado que fungía a su vez como armario, que solo contaba con un obstruido retrete y un obsoleto lavabo.
Una fina capa de polvo, desprendida por las paredes que poco a poco comenzaban a descascararse, enrarecía el aire, y la retahíla de palabrerías obscenas, que a través de los muros se filtraba sin problemas, repercutía en la cabeza del infante y en la enmohecida habitación; y es que lo que ocurría entre los inquilinos que convivían temporalmente en los cuartos adyacentes, bien podía oírse allí y en todas partes: poco se dejaba a la imaginación.
Infestaban la erosionada estructura un millar de alimañas que tanto en el día como en la noche vagaban entre piso y piso, visitando a cada huésped en su respectiva habitación. Particularmente, frecuentaban la 3-b, la habitación del niño, de Levi, que les dejaba esparcidas en la entrada un manjar de migajas de pan rancio, sirviendo aquello como cebo, pues al llegar las épocas en las que escaseaban los alimentos, varias encontraban allí un atroz final. Apaciguaba aquel su voraz apetito con la carne pestilente de las criaturas que se arrastraban entre los chamuscados muros de la construcción: roía las hediondas pieles y masticaba los astillados huesos.
Aquel motel fue inaugurado oficialmente en 1917, incendiado luego en 1923, e infructíferamente intentado restaurar en el invierno de 1932. El edificio paulatinamente se caía a pedazos, como el propio distrito trece. En el verano del 85', él y su joven madre habían llegado a las puertas del motel François, tras largos y fatídicos años de vivir en las calles y de motel en motel, inmersos en una miseria absoluta. Se hospedaron en él por mero azar del destino, cabe mencionarse, ya que, encontrándose en el callejón inmediato al edificio, hurgando entre los contenedores con el fin de encontrar alimentos —pendiendo de un hilo sus almas a causa de la inanición—, fueron aprehendidos por el actual encargado del motel: un hombre alto, corpulento y de repulsivo aspecto —de incipiente y grasienta cabellera, de tez amarillenta, maloliente, y con dos verrugas al filo de la barbilla: de las que brotaba un manojo de pelillos—, que tomando a Kuchel brutalmente del brazo, amenazó con matarlos, puesto que perturbaban la tranquilidad de su lujoso recinto.
Ella, pálida por el miedo y a poco de desvanecerse, rogó por su vida y la de su hijo; prometiendo un pago generoso —dando en venta su cuerpo, único objeto que podía ofrecer— por el perdón de sus vidas y por una habitación en el motel. El hombre, tras observarla descaradamente durante algunos segundos y después de relamerse los labios —purpúreos y sanjados—, aceptó la propuesta, cayéndole de maravilla. Siendo así que obtuvieron un techo sobre sus cabezas y un resguardo decente del frío que circundaba por aquellos lares al aproximarse la noche, pero a un costo muy elevado; desde allí en más Kuchel se veía obligada a pagarle al hombre con lo pactado, no aceptando el dinero que la mujer recolectaba, sino su cuerpo. Y ella, aunque asqueada y ya fatigada por las constantes visitas a la oficina del François, lo hacía para no volver a las calles con su pequeño hijo a cuestas.
Anochecía para aquel momento, y el niño deducía aquello, no contando la habitación con ninguna ventana, por los sonidos que del exterior se colaban al anexo: una mezcla inconfundible y propia de aquel lugar cuando caía la noche, una rítmica combinación entre el retintín de los altos tacones de las prostitutas, el estallido de las botellas de cerveza que dejaban caer o lanzaban por gracia a las fachadas de los edificios los emborrachados hombres que daban traspiés calle abajo, y sin faltar, por supuesto, los cañonazos de las armas y los alaridos de los infortunados.
Aquel jovencito, de tez nívea aunque amoratada en ciertos sitios, de cabello negro y grasiento, de templados ojos grises y con la piel pegada a los huesos, se hallaba aovillado en un rincón de la habitación, contando las telarañas y las grietas que se formaban a su alrededor.
Le extrañaba la tardanza de su madre, puesto que ella siempre procuraba llegar antes del anochecer —período en el que la ciudad se volvía todavía más peligrosa—. Con un regusto amargo en la boca, rechinándole los huesos al reincorporarse, y mientras desempolvaba los mugroso harapos que le cubrían el cuerpo, y sacudía las telarañas que le cubrían la cabeza, se encaminó escaleras abajo al vestíbulo del destartalado motel.
El François era tanto o más sórdido que la propia ciudad, ciertamente. De los cinco bombillos en los cinco candelabros que colgaban precariamente del techo, solo dos funcionaban, iluminando tenuemente el camino hacia la oficina. Cediendo a su peso, aunque ligero, emitía la madera un trémulo siseo, y el viento que a raudales se colaba por entre las ventanas rotas del recibidor hacía bambolear las lámparas, entenebreciendo un tanto más aquel lóbrego lugar.
Justo detrás del astillado escritorio de manera, había una puerta roja con una deslustrada placa en la parte superior. Era aquella la oficina del infame monsieur Armstrong, al cual encontró masturbándose con una vieja película porno transmitida panorámicamente en su ovalado televisor de los años 60'. Levi, importunando entonces al hombre, sin decoro alguno le preguntó por su madre; si ella acaso se encontraba con él.
Monsieur Armstrong, sobresaltado por la aparición del muchacho, y aún agitado por la acción realizada instantes atrás, se levantó de sopetón y se colocó nuevamente los pantalones, afianzándose el cinturón sobre el velludo y abultado estómago. Con voz débil y agitada, aunque furiosa, y la frente perlada por el sudor, el hombre le espetó:
―No sé dónde carajos esté tu madre, mocoso. Y si estuviera aquí conmigo no tendría que recurrir a este método ―admitió, sofocado―. ¡Lárgate de aquí!, y aprende a tocar la maldita puerta ―bramó Armstrong, limpiándose el sudor con el dorso de la mano derecha―. Y si ves a la zorra de tu madre, dile que venga aquí inmediatamente, puesto que se ha retrasado con el pago y quiero cobrar lo que me pertenece. ¡Y si no baja, los mataré a los dos y los tiraré al callejón donde los encontré!
Planteada su amenaza, más bien una rabieta momentánea, el hombre se apresuró a ingresar a su calurosa oficina, cerrando la puerta con un deliberadamente fuerte portazo. Por otro lado, el infante, que se disponía a regresar a la habitación, se percató de la metálica caja de herramientas que a los pies del escritorio yacía oculta, e intrigado rebuscó en su interior, tomando entre sus manos el pesado martillo que descansaba al fondo, y presintiendo que su madre no regresaría pronto, y que el aburrimiento sería para él inevitable alrededor de estas horas, decidió llevárselo con el fin de buscar allá una manera de entretenerse, tal vez con las alimañas que con asiduidad se presentaban a los pies de su cama.
Recorrió de regreso el umbrío pasillo y subió parsimoniosamente la escalera, con la pesada herramienta en mano en un continuo vaivén, tal y como un péndulo. Continuó hasta llegar al final del corredor del tercer piso e ingresando a su habitación estuvo a punto de cerrar la puerta, pero un alboroto en la planta baja le detuvo al instante. Dejando la puerta entreabierta, lanzando el martillo a un lado —cayendo este junto a la pared del baño—, aguardó pacientemente, con la mirada fija en la escalera.
Se escuchaban pasos precipitados, jadeos e incontrolables sollozos —cada cual volviéndose más nítido con cada segundo transcurrido—. Alguien estaba subiendo al tercer piso.
Con el delicado vestido color lavanda hecho jirones y con una mano sobre su pecho, subiendo las escaleras apareció Kuchel, que recostando la espalda a la pared inmediata, se llevó la temblorosa mano que tenía sobre el corazón a la boca con el objetivo de ahogar un desconsolado y fuerte grito. Su ropa se hallaba oscurecida por el barro, andaba con los pies descalzos y de sus amoratadas rodillas se deslizaban al suelo delgados caminitos de sangre.
Ante la deplorable imagen de su madre, Levi terminó de abrir la puerta y salió al pasillo. La mujer, advirtiendo la silueta de su hijo a la mitad del camino, terminó de fragmentarse y, a largas zancadas, corrió a su encuentro.
Ante él cayó de rodillas, abatida, y le abrazó y le cubrió de besos el rostro; musitando más para ella que para su hijo que "ya había regresado a casa". Y temblando con ferocidad, aferrada a las ropas del niño, lloró desconsolada pidiendo perdón, y permaneció así por algún tiempo, pudiendo haberse quedado la noche entera allí, mas la atronadora voz de un hombre, seguida por la voz de monsieur Armstrong y un disparo, le sacaron —como santo remedio— de su ofuscado delirio.
Los colores escaparon de su rostro y se le cerraron los dedos sobre los hombros del infante, clavándole las uñas y abriéndole la carne. Sin aclaraciones ni más preámbulos, Kuchel tomó a su hijo y entró precipitadamente a la habitación, asegurando tras de sí la puerta e instando a Levi a ocultarse en el baño.
A fuertes pasos, y entre broncas carcajadas, alguien subía al tercer piso.
Con la mirada nublada y un nudo en la garganta que le imposibilitaba aclarar la situación al hijo que le gritaba e insistía por una respuesta, la mujer le empujó al interior del diminuto baño y cerró con llave la puerta.
Si como madre no logró salvarlo de la iniquidad que revestía las calles, al menos lo salvaría del hambriento demonio que andaba tras sus pasos; el cual, segundos después del acto heroico de Kuchel, aporreó la puerta con vesánica insistencia —misma que al poco tiempo cedió bajo la magnitud del persistente golpeteo—.
Su madre intentaba desesperadamente mediar con el hombre, según podía escuchar Levi, pero el hombre no estaba dispuesto a entrar en razón, puesto que aquello le parecía en extremo divertido, ¡le fascinaba! Se le escuchaba jocoso, revitalizado, eufórico. Reía de vez en cuando, agarrándose las tripas y doblándose sobre sí mismo. Le decía a Kuchel que, si ella no le hubiese intentado robar, no estarían en tal excitante situación. Y cuando la horrorizada mujer intentó excusarse, diciéndole que ella no le había robado, el hombre le interrumpió a mitad de la oración asestándole una bofetada que la mandó al suelo estrepitosamente.
Aquel desconocido se paseó alrededor de ella con una cínica sonrisa y una mirada lasciva, se acuclilló después a su lado y ejerciendo presión con una mano afianzada al cuello de la dama, se acercó peligrosamente a su rostro y le susurró entre dientes, rozando levemente sus carnosos y pálidos labios: «No te atrevas a mentirme».
Tomándola por el cuello, el hombre levantó a Kuchel y la estampó a la pared, besándola con ímpetu para luego propinarle un segundo golpe que la llevó a yacer una vez más a sus pies. Oh, qué abrasadora emoción le embargó a él al verla desvanecerse en lágrimas; al vislumbrar el terror plasmado en sus grandes y desorbitados ojos negros. La satisfacción que sintió fue tal, que la golpeó brutalmente con el objetivo de prolongar y maximizar su placer: le pateó y le propinó puñetazos hasta verle desfigurado el rostro, y colorados sus nudillos. Aquel se relamía los labios, en éxtasis por la sangre dulce que le cubría las manos. Luego le llenó de besos la frente y las amoratadas mejillas, y le acarició su ahora mancillado cuerpo.
Levi, que todavía se encontraba con el oído pegado a la puerta, escuchaba abstraído los lamentos de la mujer. Alterado, no por lo que podría ocurrir, no por lo que estaba acaeciendo en el motel François, sino por la sarta de gritos y risas que le martillaba horrendamente la cabeza, estampó los puños contra la puerta y se dedicó a arrancarla a trozos: trozos y trozos que se le metían bajo las uñas y le laceraban las manos; trozos ensangrentados que lanzaba despreocupadamente a un lado; y a trozos abrió un agujero en la puerta, que terminó de agrandar a persistentes y furiosas patadas.
Ya libre tomó el martillo que descansaba junto a la pared, y sin darle tiempo de girarse al encorvado hombre que yacía arrodillado sobre la polvorienta cama y encima de una moribunda Kuchel, le asestó el niño un certero golpe en la sien izquierda, que lo mandó a desplomarse a los pies de aquel lecho. Y ya tirado sobre el suelo, débil y expuesto, el infante escaló su cuerpo y con el martillo le propinó incontables y contundentes golpes en la cabeza, deformándole el cráneo hasta volverlo una glutinosa y maloliente masa roja: no cesando aquel su furibundo ataque, sino hasta que la misma Kuchel —que tras algún tiempo regresó en sí— le agarró del estómago y lo acunó en su pecho.
El niño temblaba y profería contra el corazón de su madre ásperos y bestiales bufidos; y la madre, que durante un buen rato no pudo hacer otra cosa que observar el destrozado cadáver del hombre a medias oculto bajo la cama, se dedicó a arrullar a su niño, a calmarlo, musitando —más para ella que para él— que "ya todo estaba bien, pues ya estaba en casa".
. . .
―Hermanos míos, los humanos aman, por sobre todas las cosas, al miedo mismo.
Él, que es Creador y al mismo tiempo destruye.
Él, que es Padre y a su vez verdugo.
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♪ Multimedia:
Dark Piano — Psycho.
―Lucas King.
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