• [01]
𝒟𝑜𝓂𝒾𝓃𝓊𝓈 𝓇𝑒𝑔𝒾𝓉 𝓂𝑒,
𝑒𝓉 𝓃𝒾𝒽𝒾𝓁 𝓂𝒾𝒽𝒾 𝒹𝑒𝑒𝓇𝒾𝓉.
Aquel neblinoso día, reuníanse los fanáticos en el penumbroso templo del Nuevo Testamento: desbordaban de pánfilos creyentes los angostos e inmaculados corredores; y no habiendo ya más cabida para los demás, se agolpaban algunos en la entrada y otros en los sombríos recovecos de la capilla. Se congregaba la multitud restante en sus umbríos alrededores.
Los fieles, aunque de eufórico y conmovido ánimo, guardaban entre ellos un mutismo absoluto: procuraban no proferir en semejante lugar sagrado, sin la queridísima presencia del padre, ni el más mínimo sonido. No habían entre uno y otro ni un saludo de cortesía, ni una nimia charla a murmullos. Cundía el silencio, por los momentos. Aquellas almas abnegadas —sumisas y temerosas de la ira de su Señor— aguardaban con gran emoción y esperanza la llegada de su aclamado guía; el cual, reverberando entre los muros las tres campanadas que indicaban la «Heure Sacrée», hizo acto de presencia, para fortuna y gozo de sus expectantes fieles.
―¡Bienvenidos sean todos, hermanos y hermanas, a la casa del Todopoderoso! ―bramó con renovado e inconmensurable júbilo el respetado Padre Bauer; cuya áspera y profunda voz retumbaba con fuerza en el interior del templo, por encima del sinfónico repicar de las campanas, causando gran asombro en unos y pavor en otros―. ¡Que la Divina Providencia esté con ustedes!
Respondió entonces la multitud al unísono:
―¡Que así sea!
Ya no pudiéndose escuchar ni el suave repicar de las campanas ni los mortuorios graznidos de los cuervos, que con altanería se posaban sobre los maltrechos mausoleos, oíanse los presurosos latidos de un malherido corazón. Las ennegrecidas suelas de las pesadas botas de combate del padre Bauer impactaban con firmeza contra los lánguidos tablones de madera, y el aire frío que provenía del este, en aquel precioso y lluvioso día de junio, hacían bambolear su estola e impoluta alba.
Solemne, con voz apacible, ubicado detrás del podio y asido a él con ambas manos, Bauer exclamó:
―Tengo para ustedes, hermanos, una pregunta que pondrá a prueba la inocencia de sus almas ―Sonrió aquel, mordaz, jactancioso, y tras un breve pero significativo lapso de silencio, prosiguió―: Díganme, amigos míos, ¿qué es aquello que los humanos aman, más que a sí mismos?... ¿Qué es aquello para ustedes?, ¿qué será, o qué podría haber sido? ―Dos pasos a la derecha, luego tres, luego cuatro; esta vez se oía con mayor intensidad, con una mayor nitidez, yacía justo bajo sus pies, el zumbido de un corazón; era un golpeteo incesante e infernal: los últimos latidos de un buen corazón―. He de confesarles que esta incógnita ha rondado mi cabeza por mucho tiempo... ¡Sí!, mucho, mucho tiempo ―Con su dedo índice golpeteó reiteradas veces su sien derecha, sin borrar de su rostro aquella perniciosa sonrisa―. ¿Qué es?, me pregunté... Así como ustedes ahora.
Bauer inició su caminata —largas zancadas, pasos confiados—: dirigía la mirada hacia la cohibida multitud, deambulando entre ellos con las manos entrelazadas tras la espalda y sus hombros ligeramente encorvados; caminaba entre ligeros balanceos, visiblemente jocoso. Entretanto, el pueblo le observaba atento, silencioso, agachando de vez en cuando sus cabezas ante su peligrosa cercanía, como muestra de respeto.
―¿Lo saben?..., ¿alguien, quien sea, sabe acaso qué es? ―inquirió y aguardó pacientemente por un buen rato, y sin embargo nadie respondió―. Ya veo..., ya veo. Desconocen la respuesta, pero no se avergüencen por ello, hermanos, pues a mí también me tomó algún tiempo dar con ella. ¡Y no lo hubiese logrado... ―exclamó, deteniendo de forma abrupta su travesía entre aquel turbio mar de espíritus, y sin titubear, giró sobre sus talones y se posó frente al alto y áureo altar, ante la enorme crucifixión― sin la ayuda del Todopoderoso! ¡Él habló conmigo, reveló ante mí la verdad!, y ahora yo hablaré por Él ante ustedes.
Aullaba el viento; trepidaban los ventanales; se escurría el aire frío entre las delgadas fisuras de la superficie, helando los mismísimos cimientos de la atávica construcción: auguraban todos una terrible tempestad. Y mientras la devastadora ventisca levantaba a su paso una espesa cortina de polvo, los cuervos danzaban en el cielo, oscureciendo aún más el firmamento. Los tostados pastizales que bordeaban aquel lugar de ensueño se movían al compás del viento y el viento mismo profería una espeluznante melodía: un silbido escalofriante, una plegaria que jamás llegaría al Cielo. Y en medio de aquel espectáculo divino, Bauer reveló la respuesta a aquella singular incógnita.
Espetó él:
―Hermanos míos, los humanos aman, por sobre todas las cosas, al miedo mismo.
«Méfiez-vous des âmes qui errent dans cet endroit est essayez de trouver leur chemin vers la lumière.»¹
. . .
Distrito trece, Nueva Orleans. Luisiana, 1985.
Un nauseabundo aroma azafranado impregnaba de hito a hito a tal sórdida localidad. Las íngrimas calles se hallaban teñidas de rojo y exhalaban una fuerte fragancia metálica; las pocas luces que alumbraban los callejones eran opacas, poco cálidas, que servían de maravilla para los que ocultos al final del lóbrego camino o detrás de algún contenedor aguardaban, deseosos, la aparición de nuevas víctimas para saquear y engullir: eran aquellas, y las habían por doquier, criaturas famélicas cuyo apetito no disminuía sino a base de inocentes.
Un grito ensordecedor; un sollozo cargado de emociones; un bronco disparo. Un grito que partía en dos el alma. Un sollozo que ahogaba la razón y desquebrajaba el corazón. Un único disparo, un estallido momentáneo que turbaba unos segundos; una herida que quemaba al instante y se volvía indolora al poco tiempo; aquel representaba una pérdida ya sea irrelevante o una que dolía dos eternidades. El dolor revestía a la desamparada ciudad y las calles de allí se tapizaban día y noche con los cadáveres de los insensatos —que se pudrían al sol o se los carcomía el frío—, habiendo también, desperdigados sobre las aceras, un surtido de preservativos, cigarrillos y jeringas viejas. Sobre aquellos intrincados e inmundos caminos deambulaban hombres impíos, mujeres impúdicas y verdaderos demonios; de día se oían las carcajadas ahogadas de los hombres ebrios que se tambaleaban de un lado a otro en compañía de una o dos presuntas señoritas, y de noche imperaban los cañonazos de las armas, el griterío obsceno y las plegarias de los deudores arrodillados frente a sus verdugos.
Lo maravilloso de ahí consistía en que aquel era un mundo en total anarquía, una distopía que se fundamentaba en el pavor a la muerte. Personas que a lo largo de su vida jamás se interesaron en aprender el Padre Nuestro, ante el cañón de un arma se arrodillaban, y dándose fuertes golpes en el pecho, recitaban a gritos Los doce misterios.
La hipocresía humana era infinita, pues ante la posibilidad de morir se desvanecía el orgullo y todo el mundo se volvía fiel creyente de un Dios al que ellos mismos blasfemaban y le escupían al rostro diariamente.
La jerarquía que existía en el pecaminoso distrito trece era bastante sencilla: mientras más plata y más muertes a tu nombre tenías, más alto escalabas en cuestión de poder y respeto. Los únicos establecimientos comerciales que prosperaban en semejante sitio eran los burdeles, los moteles, las licorerías y las fabricas abandonadas —donde, precisamente, se llevaban a cabo los peores trabajos, pero los más cotizados—. Una vida próspera allí, sin recurrir a los actos ilícitos, era imposible, y bien es sabido; no existía en tal lugar ni una sola alma completamente pura.
En un mísero motel ubicado en la zona noroccidental del distrito, vivían temporalmente una prostituta y su hijo. El niño, en lo particular, había presenciado a lo largo de sus diez años de edad incontables horrores y fue partícipe de un sinfín de atrocidades, vislumbrándose en sus ojos todo lo vivido y todo lo sufrido. Sujeto, pues, a cicatrices físicas y emocionales, se le había congelado el corazón, y un odio profundo e irracional le corría por las venas. Ya insensible al dolor y maravillado por la crueldad del mundo en el que se vio forzado a crecer, el niño perdió el brillo en su mirada y la candidez que le caracterizaba, y cuando la madre se percató del cambio en él, lloró a mares por cuatro días y cuatro noches; culpándose por el destino de su pobre hijo.
Ya que si en su juventud hubiera tomado otras decisiones, su vida y la de su hijo podrían ser muy diferentes.
Y quizás estaba en lo cierto.
Aquella prostituta había nacido en cuna de oro. Mucho antes de ser esta mujer esquelética y pusilánime, fue una joven hermosa, alegre e impresionable; no fue sino hasta el umbral de la adolescencia que se le reveló la verdadera naturaleza del mundo, y la realidad le golpeó con una fuerza descomunal. Exiliada del paraíso en el que había nacido; arrancada del sueño en el que vivía a gusto y lanzada al precipicio, los demonios que aguardaban al fondo del abismo la descuartizaron e hicieron con ella lo que se les vino en gana, abandonándola luego a la mitad de un callejón en el distrito trece.
No teniendo un lugar para refugiarse ni dinero para adquirir alimentos, la joven deambuló día y noche entre las inhóspitas calles, expuesta a un peligro constante. Y después de mucho caminar y de mucho lamentarse, llegó al mismísimo infierno: un afamado burdel en que el que consiguió trabajo como mero objeto para satisfacer las insólitas parafilias de todos los que a las puertas del infame local arribaban. Y aunque al principio todo iba conforme a lo acordado, y ella, pese a la infelicidad y a los maltratos, tenía un techo sobre su cabeza y las tres comidas requeridas, todo fue cuesta a bajo tan pronto se le hizo imposible seguir ocultando el embarazo.
Percatándose la desalmada madame O'neill de la redondeada panza de la muchacha, y advirtiendo su enfermiza complexión, incapaz de sobrevivir a la intervención médica, la obligó a abandonar su burdel, y sin miramientos la sentenció a vagar nuevamente por las calles: forzándola a dar a luz entre penumbras y en medio de la nada.
Fue así que en una incierta noche de inverno, sin nadie que la socorriera, sin nadie que acudiera a confortarla —que le diera ánimos en tan complicado momento—, dio a luz en medio de un sórdido callejón, siendo todavía una niña temerosa y frágil: era tan solo una desamparada criatura que jugaba a tener un bebé.
Con la garganta desgarrada y el rostro empapado de lágrimas, con las pocas fuerzas que le quedaban, se llevó a su bebé al pecho, lo acunó y le dio un beso. Le llamó Levi, e inmoló a él su espíritu. Y a la luna llena que se cernía sobre ellos aquella noche helada, única testigo de lo que había ocurrido, le juró que protegería a ese niño, a su hijo; que le resguardaría de todo peligro; prometió dar la vida por él, y que él no sufriría como ella hasta entonces lo había hecho. Ahora, no obstante, con el transcurso de los años, admitió con amargura que no había logrado cumplir con su promesa; que el niño que convivía a su lado se corrompió por ella y su negligencia.
Admitió que no lo pudo proteger de la barbarie que dominaba ese mundo.
Y ahora que se encontraba involucrada en una precaria situación, de la que nadie estaría dispuesto a salvarla, supo entonces que rompería otra promesa, una que habían pactado esa misma mañana: no podría llegar a casa.
Tal vez no volviera a ver a su pequeño.
A su inocente niño.
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♪ Multimedia:
Goëtia | Dark Magic Music.
―Peter Gundry.
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[1] Cuidado con las almas que deambulan en este lugar y tratan de encontrar su camino hacia la luz.
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