›«Prólogo»‹
La fina capa que traía no parecía la adecuada vestimenta para un paraje cómo ese. Entre la brusquedad de la marea y los estruendosos truenos una competencia existía, buscando enloquecer aún más a los reclusos de la lóbrega edificación. Quien ropajes oscuros traía, estoico se mantenía. Le era insignificante el escándalo de la naturaleza, ordinario ahora lo consideraba, no cómo en el amanecer de su ida, cuando todo le era inédito.
Pensar en el lejano inicio le era abrumador. No era por el entorno, eran las razones, el contexto que a su persona obligaba a no desgarrar tal rutina, lo que le abrumaba. Opción no había, decidir estaba fuera de su alcance. Había perdido el derecho el mismo día en que la desgracia se originó.
El corazón del mago retumbó cuando un hechizo lo dejó en la inconsciencia. ¿Novato? No, quien traía capucha ya no lo era. Romper reglas a esa edad ya no le molestaba. Uno por uno, imitando al muggle juego dómino, los guardias fueron cayendo.
No era sorpresa, cuando los que cuidaban el aislado recinto, jamás se cuestionaban las inexistentes horas de trabajo. En un lugar cómo aquel no había diferencia de tiempos. Continuamente, las tormentas acongojaban sus sueños, el frío infiltraba sus cimientos y las oscuras criaturas se enfocaban en avivar la paroniria. No, no sospechaban. Dejaron de hacerlo al aceptar el respiro de sus actividades cómo un dulce, iguales a un niño que acepta el premio sin preguntarse el porqué de tal gozo, concentrándose en disfrutar del trofeo, los magos permitieron su entrada.
Contaba, cada barrote un número tenía asignado. Un calificativo dado por el encapuchado. De soslayo encontraba la miseria de ser un recinto. Los desafortunados, quienes su gracia no poseían, alejados eran de su compasión. Sin costo, sin medidas, los ignorados se inclinaban buscando sus migajas. Sumisos del sexto pecado ellos vivían, fantaseando con arrebatarle lo que ellos anhelaban, deseando lo que el afortunado recibía.
Lo que él despreciaba.
Injurias. Al afortunado le obsequiaban injurias. De todos los tipos, de todas las clases, de todos los conocidos idiomas. Los reclusos con su labia otorgaban regalos, malintencionados regalos. Tras la séptima repetición de las horas de un día, el reputado recluso discernía los vestigios de su presencia. Debía de percibirlos, agrado no sentía porque su vulnerabilidad sea ubicada. Despotricaba, sordo a sus compañeros residentes, despotricaba en su ausencia.
Y en su presencia.
Descomponer su persona. Aislar su actitud de su propósito. A este último examinarlo. No, llevar a cabo el procedimiento mencionado no era su convicción. Su demanda era su deserción. Pero no hablaba de la suya, claro cómo el agua, que la marea forzaba en chocar contra las paredes, estaba. El afortunado aspiraba la deserción del misericordioso, se desvivía por vivir la mortificación encomendada, la merecida condena que era evitada.
La aversión en sus demandas, el aborrecimiento en sus palabras, la ojeriza amenaza que su boca abandonaba, aferradas quedaban en quien su identidad nunca mostraba. Delatadores características ni una vez encontraba, ocultada tras la oscura capa, su salvación perpetuamente se hallaba. Similar a los mitigantes de la fortuna, distante a la función desempeñada, brindaba a él, y sólo a él, la fortuna que le era arrebatada.
El gris profiere incesante al movimiento, escupiendo sus oscuros anhelos: Sufrir, porque un Judas era. Dentro de las tres mohosas paredes y el travesaño donde la misericordia hecha persona se paraba, vivía en cautiverio el alma de un puro partidario, de un fraccionado franco.
Vivía el afortunado cegado, el gris amparado.
Inexistentes serían sus injurias, invalidadas permanecerían sus demandas e ignoradas quedarían sus amenazas. Sus dotes el ser utilizaba, los oscuros entes ahuyentados quedaban, porque la imperturbabilidad en un lugar cómo ese, era lo que se envidiaba.
La fina capa entre las penumbras se disipaba. Y Sirius silenciosamente deseaba descubrir a quien detrás de la oscura tela se ocultaba.
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