7. Elegí tus preferencias
El amor empieza con una sonrisa. La primera fue la de mi madre, quien me susurró sus primeras palabras de amor en una lengua que olvidaría con el tiempo. Después, el amor se hizo más grande y aparecieron dos nuevas sonrisas en mi vida, las de mis hermanos gemelos: Isaías y Jeremías. A este punto, el amor se volvió algo difícil de manejar y empezó a tomar formas extrañas y desconocidas. Se transformó primero en un juego inocente de tiros y penales con mi viejo, al que no le conocía la sonrisa, porque siempre estaba demasiado preocupado por las cuentas que había que pagar en lugar de darnos algo de paz. Más tarde, el amor se convirtió en un don, una bendición que nadie pidió.
Desde entonces, el amor fue muchas cosas. Fue el motor que me impulsó en las canchas para marcar esos goles que decían los cazatalentos necesitar para que mi amor se convirtiera en números en una cuenta bancaria para mis viejos. Y cuando quise que el amor volviera a su estado original, vi a mi viejo sonreír por primera vez con nosotros tres en brazos. «Al fin nos sobra algo, al fin los puedo llevar de vacaciones», dijo llorando sin soltar mis manos.
El amor empieza y termina con una sonrisa, y la de mi viejo fue un puñal tierno y cálido hundiéndose justo en medio de mi pecho. Desde entonces, el amor se convirtió en silencio y en correr tras una esfera de caucho. Después, el amor se manifestó en medallas y trofeos, en una casa nueva y en prendas de vestir elegantes, y en hermanos felices y una madre sonriente. Ese día, ella volvió a hablar en esa lengua que me sonaba tan extraña y ajena, pero a su vez tan propia y especial. Le pregunté por qué nunca nos había enseñado su idioma, su cultura ni su verdad. Entonces ella me respondió que el desamor también tiene sus formas y sus texturas. Son más puntiagudas y ásperas.
El amor luego tomó forma de piedra sobre mi cabeza, un peso constante que no me dejaba pensar en quién era yo. Yo debía ser una forma del amor, una extensión de cariño. No podía pensar en mis propias formas y colores. Mi amor debía extenderse a mi madre, extenderse a mi padre, extenderse sobre Isaías y sobre Jeremías. Es tanto el amor que estaba dando, que me quedé sin amor para el resto y para mí mismo. El amor entonces se volvió finito, agotable y escaso. El amor me hizo despertar una mañana convertido en un insecto gigante, que ocultaba su aspecto nauseabundo bajo un disfraz de ángel sonriente, imitando las sonrisas que tanto decía amar. Pero al final del día nada fue suficiente. Ni el amor que otros me extendieron, ni todas las formas relucientes que mi amor tomó exhibidas en una repisa de mi habitación.
Con lágrimas en los ojos, tuve que irme de mi país fingiendo que aún me quedaba algo de amor en mi interior, pero ya nada me quedaba al bajar del avión. En la cancha ya no corría con el objetivo de hacer un gol histórico, sino con la ilusión de encontrarme con alguna forma del amor. Pero por más que avanzaba y avanzaba, y más títulos agregaba a mi currículum, seguía sin encontrar esa emoción primera, aquella que lo comenzó todo. Y cuando perdía la esperanza, se me apareció un polaco con un saco de cuello alto. Su cabello, rubio acaramelado, caía sobre la mesa donde estaba sentado. Sin quererlo, cruzamos miradas en medio del bullicio de aquel bar. Sus ojos azules me hipnotizaron en ese mismo instante; nunca había sentido algo así antes. Y entonces me sonrió, y el amor volvió a comenzar en una sonrisa, blanca y perfecta, de labios carnosos y rosados, de mejillas pecosas y pequeños hoyuelos a los que les podría haber rezado un día entero.
Gawel era su nombre, me lo dijo lento para que yo pudiera repetirlo. Su español era bueno, pero arrastraba su acento polaco y yo siempre lo molestaba por eso. Besos, abrazos y arrumacos, nunca me habría imaginado que el amor podía ser así de cálido. Nos amamos tanto como pudimos, pero el amor, siempre agotable, no alcanzó para que yo luchara por él y que no lo dejará volver a su país.
Las formas del desamor son extrañas y dolorosas, desgarran la piel y son al tacto frías y rugosas. Las formas del desamor son más fáciles de encontrar, están en todo aquello que antes fueron formas del amor. Incluso las encontré en el recuerdo de su sonrisa, en el calor de sus abrazos que me habían abandonado, en los libros que se había dejado y en lágrimas que de mis ojos brotaron.
Las formas del desamor son más misteriosas que las del amor.
—Necesito cambiar mi nombre —le dije a mi abogado al llegar a Buenos Aires después de salir huyendo de la cancha donde había lastimado a un rival que no se merecía ser víctima de mis conflictos personales—. No voy a vivir en paz a donde quiera que vaya si tengo que presentarme como Marcos Ponce.
—Eso no es tan fácil, tendremos que presentarnos ante el juez con una causa justa para cambiar tu nombre legalmente.
—Loquitos fanáticos del Manchester City me amenazan de muerte, no es esa razón suficiente. ¿O me tienen que cortar un brazo para darme bola?
—Bueno, sacaré capturas y presentaré el caso. Y decime... ¿cómo te queres llamar?
—Qué sé yo, ¿te gusta algún nombre?
—¿A mí? —El hombre, de unos cuarenta años, se lo notaba cansado, especialmente de tener que lidiar con otro futbolista problemático—. No sé, mi mujer dice que "Elián" es un hermoso nombre.
—Entonces será Elián.
—¿Elián qué?
—Dios, qué sé yo.
—¿Elián Bautista? Digo, aunque sea dejate uno de los nombres que tenes ahora, si no ni te vas a acordar de quién sos.
—Bueno, dale...
—Y el apellido será el de tu madre, no podes elegir cualquiera.
—Si, si, no hay drama.
Al cabo de unas semanas, tenía mi nuevo documento en mano. No le había dicho a nadie que había vuelto al país. Los medios me seguían buscando, y la gente de mí seguía hablando. Pero en todo lo que podía pensar, era en Gawel. Podría haberme ido a Polonia a buscarlo y rogarle que volviéramos, que ahora todo sería diferente, que yo no me avergonzaría de ser gay y que tendríamos una feliz vida juntos. Sin embargo allí estaba, en plena Capital Federal, sin saber siquiera quién era yo y eso no lo iba a descubrir en otro continente.
Lo primero que supe de mí, y que solo agradezco a Gawel, es que me gusta leer. Nunca lo había intentado antes, pero buscando guardar alguna de las formas que tuvo el amor del polaco, me traje sus libros y los empecé a curiosear. Me sentí especialmente identificado con La metamorfosis de Kafka. Yo también era un pibe que laburaba día y noche para mantener a su familia hasta que me convertí en un bicho gigante que no conocía ni la forma de su rostro. Pero yo no quería resentir a mi madre, ni a mi padre, ni a mis hermanos que nada tenían que ver con mis decisiones. Por eso necesitaba tiempo a solas, lejos de todo lo que decía amar.
Me convertí en futbolista para que en mi casa la plata deje de ser un problema, pero terminé por ignorarme a mí mismo. Estuve por años en piloto automático, mi vida había consistido hasta ahora en entrenar y mejorar, entrenar y mejorar, y así en un bucle infinito.
El primero en llamar tras hacerse público el incidente, fue Isaías, a quien le pedí por favor que le dijera a todos que estaba bien y que necesitaba desaparecer por unos meses, que llegado el día, recibiría una llamada de mi parte. Cumplieron con mi petición, nadie me molestó hasta entonces.
Una de las primeras preguntas que surgieron en mi cabeza fue si realmente me gustaba el fútbol, y la verdad es que no tanto. Me di cuenta de que no sentía una gran pasión por algún equipo, ni me generaba mucho interés ver partidos viejos o leer estadísticas de posibles resultados futuros. Aunque sí me llamaban la atención los partidos del Mundial, al menos había una cosa del deporte al que entregué toda mi juventud que me gustaba.
Seguí leyendo día tras día, trataba de ignorar una opresión en el pecho que comenzó a molestarme en la soledad de mi departamento. Me veía en el espejo y encontraba ese tatuaje de la copa libertadores en mi pectoral derecho. Lo delineaba con la punta de mis dedos, lo sentía ajeno a mi piel y quería quitarlo. Olvidarme de todo, ser este nuevo yo de nombre moderno y apellido extranjero. Pero ahí estaba, el pasado pegado a mi pecho, aferrado a mi dermis. Lo dejé pasar al principio, pero no podía evitar verlo, saber que está ahí. Y una noche, cuando el alcohol se coló en mi sangre, tomé un cuchillo e intenté encargarme del asunto.
—¡Diez puntos! ¡Cinco en cada tajo que te mandaste! —gritó mi abogado sudando frío. No recordaba en ese momento ni cuándo ni cómo lo había llamado, ni en qué me había traído hasta una clínica privada de la zona. Según me contó luego, más de una persona me reconoció y tuvo que amenazar a los directores del establecimiento para que lo sucedido allí no se filtrara a las redes sociales. Por eso, una semana después, cuando mis heridas dejaron de sangrar, me llevó a una peluquería en Belgrano.
—¿Y cómo lo queres? —me preguntó un muchacho de mi edad con unas tijeras en las manos. A través del espejo veía su cabello magenta y sus ropas ajustadas.
—Algo natural, pero tenes que sacarle ese rubio y todos esos rulos locos que tiene —le respondió Juan, el abogado al que seguía molestando ya más como a un tío que como un profesional.
—¿Sacarle este rubio hermoso que tiene? ¡Qué tragedia! Pero bueno, lo que ustedes quieran... —Suspiró profundo y ruidoso, tomó uno de mis rizos y lo cercenó en un único movimiento rápido y certero. Creí que me sentiría mal de ver caer mis rizos uno a uno hacia el suelo, pero fue más bien liberador. Mi imagen en el espejo comenzó a verse un poco más a cómo me sentía por dentro, alguien completamente distinto.
Al salir de allí, mi rubio platinado había desaparecido, ahora era un pibe castaño de cabello muy corto, apenas si tenía pequeñas formas de lo que habían sido mis rulos sobre mi cabeza. Pero el día no terminó allí, Juan me subió a su auto y condujo por alrededor de treinta minutos en lo que no dejó de preguntarme sobre cómo estaba, si ya había llamado a mi familia, si no pensaba hacer algo con mi vida, y que por cuánto tiempo pretendía estar encerrado aquel departamento tan escasamente amueblado. A todo respondí con monosílabos, pero no es porque no quisiera hablar, simplemente era que no tenía una respuesta adecuada para ninguno de sus interrogantes.
Cuando el auto se detuvo, estábamos frente a un edificio de fachada minimalista en Almagro. Me pidió que confiara en él y lo siguiera adentro. Recuerdo haberle hecho un par de chistes sobre qué ahora era cuando sacaba un látigo y se calzaba un traje de cuero ajustado. Pero a él no le hicieron gracia, porque si tenía algunos gustos secretos, pero nada tan interesante como el BDSM. Resulta que más tarde me enteraría que era parte de un club que restaura locomotoras antiguas por toda Argentina. Él creía que la mujer no sabía de este extraño y caro hobby, pero estaba más que al tanto de los movimientos de su cuenta y sus terribles excusas para ausentarse por horas.
—Dale, pasa. Yo te traigo hoy, pero queda en vos volver, ¿entendés? —Asentí, aunque no entendía a qué se refería. Me encontré de pronto en el interior de una oficina que era todo lo contrario al exterior del edificio. Las paredes eran de un verde manzana brillante y cálido, y estaban recargadas de cuadros y artesanías en distintos materiales. Los sillones se notaban mullidos y cómodos, y en uno de los costados de la habitación había una mesa repleta de cosas dulces—. Anda, servite primero un poco de yogurt y come algo que te guste —agregó palmeando mi espalda como un padre a su niño. Juan, sin quererlo, se había convertido en mi tío postizo.
—Buenos días, me alegro de que estén acá. —Nos saludó una mujer de cabello blanco con una sonrisa amable, que desprendía un aura juvenil que disimulaba las elegantes arrugas de su rostro.
—Hola, Raquel, acá te traje al pibe del que hablaba anoche. —Juan me agarró del brazo y me puso frente a la señora, mientras yo ya estaba con un pedazo de factura de dulce de leche en la boca y con una taza de yogur de durazno entre mis manos.
—No seas tan bruto, Juan, no ves que está comiendo. —Ella me agarró con delicadeza y me llevó hasta un sillón anaranjado, donde me puso una bandeja de desayuno en las piernas para que apoyara mi taza y el pedazo de factura que me quedaba por devorar—. Mi nombre es Raquel Muñoz, y si me permites, voy a ayudarte a transitar este camino que estás haciendo hacia tu propia autopercepción.
—Pero yo no soy trans... —murmuré ingenuo.
—No, sos pelotudo.
—Juan...
—¡Pero mira las giladas que dice! —Raquel lo miró por unos cuantos segundos y esa fue señal suficiente para dejarnos solos. Aunque antes de irse me informó de que podía hablar de lo que quisiera, que ella era una psicóloga de confianza, que era su hermana y que la podía demandar si filtraba algo a las redes sociales. Me sonreí y agradecí los cuidados innecesarios que me estaba dando, solo era mi abogado, no necesitaba hacer tanto por mí, pero él me golpeó suavemente la mejilla y me dijo que era padre y que nadie quisiera ver así a un hijo.
—¿Y? ¿Te gusta la mesa dulce que preparamos? —me preguntó Raquel tomando asiento en el sillón contiguo—. Juan me dijo que te gusta hablar mucho durante la merienda y él quería que te sintieras cómodo conmigo. Ya que le comentaste que nunca asististe a los psicólogos deportivos que te asignaron en los distintos equipos en los que estuviste. ¿Te molestaban por alguna razón o simplemente no sentías la necesidad de acudir a ellos?
—La verdad no tengo ni idea, supongo que no sentí la necesidad o no podía darme cuenta de que la tenía.
—¿Y ahora? ¿Sentís alguna necesidad de hablar sobre lo que te pasa? ¿O seguís sin poder percibir esa necesidad?
Las preguntas de Raquel iban al punto y me hacían abrir mi cabeza a cosas que no había contemplado cuestionarme hasta ese momento. Sesión tras sesión iba descubriendo ese mundo interior que estaba oculto incluso de mi mismo. A veces nos reíamos, otras lloraba desconsoladamente abrazado a mis piernas pidiendo perdón por pisarle el sillón. Ella me pedía que no me preocupara por esas nimiedades, ni en su consultorio ni en ninguna otra parte. Si quería reír, debía reír, si quería llorar, debía llorar.
Sin embargo, es algo que hasta el día de hoy aún no he podido interiorizar del todo. Todavía me resulta extraño mostrar mis emociones en público, tengo que tener una razón genuina para sonreír o, de lo contrario, puedo llegar a sentir que estoy fingiendo como cuando era Marcos Ponce. Además sigo sintiendo cierta molestia cuando me veo al espejo, incluso cuando ya no tengo esa Copa Libertadores en mi pecho. Juan, por recomendación de Raquel, me llevó con un artista tatuador que convirtió la copa atravesada por dos cicatrices, en una copa de estilo medieval, y de dichas cicatrices hizo brotar raíces que buscaban hacerse con el néctar divino que desbordaba desde la copa antigua. De a poco, paso a paso, me iba convirtiendo en otra persona e iba desdeñando todo lo que tenía que ver con mi yo anterior.
—Hola, ¿Marcos? —preguntó mi hermano Isaías con la alegría impregnada en su voz.
—Si, ahora Elián o Bautista, como quieras. —Sequé una lágrima que amenazaba con manchar mi mejilla izquierda y respiré hondo antes de continuar—. Perdón por no hablarte antes, necesitaba...
—¡No me pidas perdón, pelotudo! ¡Estoy feliz de que nos hayas llamado! Necesitabas tiempo, y boludo el que se enoje por eso, así como el Jeremías que no quiere hablarte porque está dolido.
—¿Está ahí con vos?
—Si, es un maricón de mierda.
—¡Estaba preocupado y el culiadazo este ni nos dijo dónde estaba o cómo se sentía! ¡Qué se vaya a la mierda! —Escuché a mi hermano Jeremías gritar desde el fondo de la habitación.
—Ya se le va a pasar, vos sabes cómo es él. —Me sonreí aguantando unas nuevas ganas de llorar. Los había extrañado más de lo que hubiera imaginado—. ¿Cómo estás, che?
—Nada, acá andamos. Estoy yendo a una psicóloga, ¿podes creer? Y ahora también me gusta leer. Me siento un tragalibros —le mencioné divertido, pero de cierta manera estaba tanteando la opinión de mi hermano—. Me gusta especialmente un autor llamado Kafka, ¿lo conoces?
—Bauti... me alegra muchísimo saber que te estás cuidando y que vas descubriendo otras cosas que podes hacer. —Noté la voz de Isaías quebrada y Jeremías le gritaba por detrás «no llores, boludo, lo vas a preocupar». En ese momento me pregunté cómo es que llegué a pensar que el amor que sentía por ellos se me había agotado. Los amaba muchísimo a los dos, también a mi madre y a mi padre—. Ah, y si leímos a Kafka en el secu, ese cuento del tipo que se convierte en bicho. Me acuerdo que me gustó mucho. Pero vos no sos una cucaracha gigante, eh. Y deberías estudiar Letras si te empieza a interesar la literatura... Capaz que te termina gustando, qué sé yo —comentó Isaías sin demasiada importancia, pero yo lo recibí como una señal divina de lo alto sobre qué era lo siguiente que debía hacer con mi vida de allí en más.
(3024)
Meta final: 20K ✔
Glosario:
▶︎ Factura: Un panificado dulce.
▶︎ Secu: Secundario, escuela media.
Nota:
No sé si se dieron cuenta, pero la parte inicial de este capítulo dialoga de cierta manera con la parte inicial del anterior. Ya que ambas son narraciones con toques de lenguaje poético, además de contener una percepción personal de cada personaje sobre el amor. Es un datito random que no quería dejar de mencionar.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro