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Desperté con una sensación extraña, como si mi cuerpo no me perteneciera del todo. Lo primero que noté fue el olor: un aroma químico, frío, como algo estancado en el aire. Luego, el ruido; un pitido constante, rítmico, que se mezclaba con voces apagadas y pasos lejanos. Abrí los ojos y, por un momento, no supe si estaba soñando o despierta.

El techo sobre mí era blanco, pero no un blanco cálido, sino uno clínico, como el de las películas de hospitales. Cuando intenté incorporarme, algo me tiró hacia abajo: un tirón en el brazo. Miré y vi una aguja en mi piel conectada a un tubo. Sentí mi garganta seca, como si hubiera estado días sin hablar.

No sabía dónde estaba.

No sabía por qué estaba allí.

Giré la cabeza lentamente, cada movimiento acompañado de un dolor sordo que se extendía desde la base del cráneo. Había una mujer sentada a mi lado, con un uniforme azul claro y una expresión que mezclaba cansancio y lástima.

—Ah, estás despierta —dijo, sonriendo apenas. Su voz era suave, pero no reconfortante.

—¿Dónde… estoy? —mi voz salió ronca, como si no hubiera usado las cuerdas vocales en años.

—En el hospital. Tuviste un accidente, pero estás a salvo ahora.

"Accidente". La palabra cayó como una piedra en mi mente. Busqué en mis recuerdos, pero lo único que encontré fue un vacío inquietante. Era como tratar de leer un libro cuyas páginas habían sido arrancadas.

—No recuerdo… nada.

Ella asintió, como si lo esperara.

—Es normal. A veces, después de un trauma, la memoria tarda en regresar. Pero no te preocupes, estás en buenas manos.

No me tranquilizó. Algo en su tono, en su mirada esquiva, me hizo sentir que no me estaba diciendo todo. Intenté observar más allá de ella. Había otras camas, otras personas. Una mujer embarazada dormía profundamente, su respiración entrecortada llenando el espacio. Un joven con la cabeza vendada me miraba de reojo desde el otro lado.

El ambiente era pesado, casi opresivo.

—¿Qué accidente? —pregunté, esforzándome por mantener la calma.

Ella dudó, apenas un segundo, pero suficiente para que lo notara.

—Hubo… un incidente. Lo importante es que estás aquí y te estás recuperando.

No me satisfizo. Había algo más, algo que no podía nombrar, pero que me hacía sentir un nudo en el estómago.

El joven vendado, notando mi confusión, intervino desde su cama.

—No te esfuerces, amiga. Aquí nadie te cuenta nada. Solo dicen que descanses y que todo estará bien. —soltó una risa amarga—. Lo mismo me dijeron hace tres días, y aún no sé por qué estoy aquí.

Su comentario me erizó la piel. ¿Tres días? ¿Cuánto tiempo llevaba yo aquí?

Intenté recordar algo, cualquier cosa. Mi nombre, mi casa, una cara conocida… pero todo era niebla. El pitido de las máquinas se volvió más intenso, como si alguien hubiera subido el volumen de golpe.

—¿Qué me pasó? —insistí, esta vez mirando directamente a la mujer.

Ella apretó los labios, como si no supiera si responder o no. Finalmente, se levantó.

—Voy a llamar al doctor. Él podrá explicarte mejor.

Y se fué. Me quedé mirando la puerta, esperando que alguien entrara con respuestas, pero en lugar de eso, el silencio me envolvió. Un silencio que no era tranquilo, sino cargado, como si el aire mismo estuviera esperando algo.

No sabía quién era. No sabía si estaba herida o perdida o si alguien me buscaba. Pero, más que eso, no sabía si podía confiar en quienes me rodeaban.

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