028.
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Dos Maestros Jedi se reunieron al día siguiente en su usual lugar del Templo, en la Sala de Las Mil Fuentes. Era allí donde solían encontrarse, y, aquel día, no podría haber sido de otra manera. En realidad, las cosas habían sido algo incómodas desde que Obi-Wan Kenobi había regresado al Templo.
Anakin parecía haber aceptado lo que había pasado, demasiado ocupado en su entrenamiento con Ahsoka como para discutir extensamente con su antiguo Maestro. Además, su personalidad usual había salido a flote: se había enfadado gravemente en un principio, pero todo había perdido importancia cuando los dos se habían enfrentado a Dooku para salvar al Canciller en Naboo.
Sin embargo, las cosas con Dhejah nunca eran tan fáciles. Kenobi no sabía muy bien por qué, pero le preocupaba más la molestia de su amiga. Al fin y al cabo, Obi-Wan seguía viendo a Anakin como su Padawan, en cierta medida. Le conocía bien, sabía que era impulsivo, y que, de vez en cuando, dejaba que sus opiniones salieran libremente por su boca.
Dhejah no era así. Aunque había sufrido un claro cambio desde que se habían conocido, seguía siendo una mujer serena. Era impulsiva, pero también pensaba (cuando era necesario) antes de actuar.
Cuando se habían rencontrado por fin, no habían hablado mucho. Kenobi la había dejado sola en su habitación tras un largo abrazo, consciente de que debían hablar largo y tendido antes de que Ernark volviera al frente. La guerra le esperaba a ella y a sus hombres, y Obi-Wan no se quedaría tranquilo hasta que arreglara las cosas con ella.
O, por lo menos, hasta que llegaran a un punto intermedio donde los dos pudieran entenderse.
Dhejah era una mujer madura, y no esperaba los reproches que recibía de Anakin de su parte.
La mujer llegó cinco minutos tarde porque había pasado la mañana con Brandar, ayudándole a estudiar, pero a él no le importó. Los dos se sentaron en un banco de piedra algo alejado de los paseos principales de los jardines, entre varios árboles coloridos con frondosas hojas, las cuales les darían algo de intimidad.
Dhejah se alisó la túnica marrón y Obi-Wan se pasó la mano por el poco pelo que tenía en la barba. Le crecía a buen ritmo, pero extrañaba esa barba larga que solía dejarse. Y el pelo... ese era otro asunto.
—¿Partes mañana? —dijo para romper el hielo.
Ella asintió sin mirarle. Llevaba el pelo suelto, pero no revuelto. Quizás se lo había cepillado.
—Al alba.
Él apretó los dientes, pensando en qué decir antes de hablar. Abrió la boca varias veces, pero no le salió nada que no pareciera demasiado rebuscado. Antes de poder pensar en algo adecuado, Dhejah volvió a hablar.
—La duquesa Satine estaba muy afligida en tu funeral.
De todas las cosas que podría haber dicho, esa era la que Obi-Wan menos se esperaba. Pestañeó, perplejo y como si volviera a tener veinte años, aún un Padawan inexperto que no sabía salir de un apuro. Se atragantó con un sonido de completa sorpresa, y meneó la cabeza hacia los lados, intentando hablar. No parecía el Negociador, al menos no en ese momento. Le solía pasar frente a Dhejah, cada vez con más frecuencia.
Ella le miraba de reojo, una sonrisa divertida en la boca, que, sin embargo, no le llegaba hasta los ojos.
—Bueno —dijo él, intentando recuperar la compostura, y haciendo como que no le costaba salir del paso—, soy un hombre popular, aunque no quiera reconocerlo.
Ella elevó las cejas, dándole otra mirada inquisitiva que le decía que sabía que esa no era toda la verdad.
—Ya.
Obi-Wan se tragó un suspiro. Decidió decirlo de golpe: era mejor así.
—Hubo algo entre nosotros, supongo. Hace muchos años.
Dhejah asintió con un corto movimiento, girando la cabeza más allá, hacia los árboles de tonos azulados al otro lado del río a su derecha, como si estuviera buscando algo en concreto.
—Entiendo —dijo ella—. No te estoy juzgando.
Añadió lo último con voz amable, pero Obi-Wan no se sintió aliviado. Cada vez estaba más nervioso.
—Ha quedado en el pasado —le aseguró.
Dhejah se giró hacia él. No encontró nada en sus ojos que reflejara que no decía la verdad cuando se volvió a dirigir a él.
—No pasa nada: ya te he dicho que no te juzgo. —Luego le miró con complicidad—. No es que sea la mejor para hacerlo, de todas maneras.
Obi-Wan no entendió el completo significado de esas últimas palabras, pero le dio pánico indagar en el tema.
—Dhejah —llamó su atención—. Respecto a mi misión... ¿hay algo de lo que quieras hablar?
Ella se mordió el labio levemente y pareció pensárselo.
—No esperaba que el Consejo confiara en mí y me dijera los detalles de la misión —le dijo de golpe—. Pero sí esperaba que tú me mencionaras algo así. —Se giró hacia él, mirándole seriamente—. Somos amigos, ¿verdad?
Obi-Wan dejó de mirarla. Tuvo que apartar la cara, porque las palabras de Dhejah le dolían más que las de Anakin. Entendía que la había herido. Skywalker buscaba la confianza del Consejo para sentirse aceptado, para sentirse validado como El Elegido dentro de la Orden. Dhejah sólo buscaba la confianza de Obi-Wan.
Ella había demostrado confiar en él en muchas ocasiones. Quizás ahora Kenobi había traicionado esa confianza.
No sabía qué decir.
Me hubiese gustado contártelo, pensó. Pero al resto del Consejo no le pareció adecuado, y... ¿cómo quieres que les lleve la contraria? Soy un Maestro Jedi, al igual que tú. Tú más que nadie sabes que el cariño que siento hacia a ti no debería nublar mis sentidos o guiar mis decisiones. Lo siento, querida.
Pero no dijo eso. Colocó las manos en las rodillas y adquirió una expresión de estoicidad.
—Debes entender que no me quedó otra opción, Dhejah. Sé que eres de confianza.
Sintió una de las manos de ella en su hombro. La miró de reojo, casi tímidamente. Ella no le miraba. Su otra mano sujetaba su sable nuevo: lo estaba estudiando con una expresión de relajación en la cara. No parecía molesta, pero Obi-Wan sabía la verdad.
—No pasa nada, Obi —le dijo—: entiendo tus deberes. Al fin y al cabo, también son los míos.
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El comandante Axton sentía todos los músculos del cuerpo agarrotados. La Legión 335 y él mismo, junto con la general Ernark y el comandante Eross, habían luchado durante varias rotaciones en el sistema de Cuabeth. Habían contado con el apoyo del Pelotón Rayo, una unidad perteneciente a la 501. Se había rencontrado con Rex, un hombre fiel y que pensaba rápido, pero las cosas se habían torcido cuando las tropas habían tomado una base aérea del sistema, controlada por los Separatistas.
Asajj Ventress había dejado una sorpresa preparada para Dhejah Ernark, pero la teniente Unmel de la 501 había sido quien había tenido que lidiar con ella. Había sobrevivido, lo que le ahorraba a Axton mucho papeleo, pero él mismo había notado a Rex muy preocupado por su estado.
Le comprendía más que nadie, supuso: él también estaba enamorado. No sabía qué haría si algo le pasaba a Jira.
Dispuesto a aprovechar su noche de descanso antes de salir de nuevo al frente, había recogido comida en un restaurante de comida rápida para su chica. Jira disfrutaba manchándose los dedos de vez en cuando, siempre que era capaz de dejar de comportarse como una senadora de alta cuna y se relajaba lo suficiente como para comer con las manos. Axton se había asegurado de pedir los palitos de frek con salsa extra.
Todo el piso olía a ella, y atravesó el primer salón con la soltura de un hombre que por fin llega a casa. Dejó las cajas de comida sobre la mesa del comedor. Después, se acercó al sofá más cercano, y, sin poder esperar un segundo más, comenzó a quitarse varias partes de la armadura. Para él ya era una segunda piel, claro. Aun así, siempre le sobraba cuando estaba con Jira. No soportaba llevarla puesta dentro de la casa: era un recordatorio permanente de que él no era más que un clon, un hombre diseñado para luchar y después morir.
Era algo que intentaba olvidar cuando estaba con la mujer a la que amaba. Complicado, pero no imposible.
—Cariño.
Se giró. Jira cruzaba el umbral hacia él. Llevaba puesto un vestido blanco, el pelo castaño suelto y ondulado, al viento. Él extendió los brazos y ella se lanzó hacia él en busca de un abrazo, como ya era ritual.
—Te he echado de menos —suspiró Axton con la nariz enterrada en su pelo.
Olía a flores.
—Estás bien —respondió ella—. Estaba tan preocupada... Leí que algunos soldados salieron heridos en una emboscada y...
Axton la separó de su pecho para mirarla con severidad.
—Tienes que dejar de leer los informes, Jira. Sólo te preocuparán más.
Ella suspiró, asintiendo levemente.
—Lo sé. Intento no hacerlo, pero me cuesta ignorar la información a la que puedo acceder... —Le sujetó ambas manos con fuerza—. Sobre todo, cuando no estás en casa.
Dejaron la guerra atrás, y Axton fue al dormitorio principal a cambiarse de ropa. Tenía mudas de ropa en casa de Jira, prendas que, si no fuera por su cara, le harían lucir completamente como un novio normal.
Sirvieron la comida entre risas, hablando sobre el Senado y sobre los cotilleos de este. Comieron en el sofá, sentados juntos bajo mantas gruesas y viendo una película en la HoloNet. El comandante disfrutó de la noche ininterrumpida: le sorprendía que su intercomunicador no hubiera pitado ni una vez, pero lo agradecía.
Aun así, lo que veían en el Holo proyector no tardó en llegar a su fin. Los anuncios llegaron y los cascos de varios clones aparecieron en el holograma. "Apoya a la República." Los hombres de las imágenes luchaban, destruyendo a droides sin parar. Parecían máquinas, autómatas, la visión le ponía enfermo. Lo que la HoloNet no mostraba era a esos hombres muriendo.
Axton chasqueó la lengua. La pequeña mano de Jira se cerró entorno a la suya con ansiedad. Era imposible olvidar que, a la mañana siguiente, él se levantaría antes del alba para volver al frente.
—Quizás podríamos casarnos.
Él pensó que la había oído mal. Lo había dicho en un hilo de voz, casi imperceptiblemente.
—¿Qué? —preguntó, girando la cabeza hacia ella.
Jira estaba muy seria, aun mirando hacia la pantalla.
—Podríamos casarnos —repitió ella.
Axton pestañeó varias veces. Luego intentó no sonreír, el corazón tan acelerado como cuando se habían besado por primera vez.
—Jira —suspiró con cariño, acariciándole el pelo castaño—, sabes más que nadie que los clones no podemos casarnos.
Ella se volvió hacia él. Sus ojos marrones, tan grandes, parecían brillar con esperanza.
—Aunque no fuera una ceremonia verídica —le dijo—, aunque fuera a través del ritual mandaloriano... Sería tu esposa.
Axton pensó que lloraría. Pero era un soldado, un hombre hecho y derecho: le habían entrenado para que no mostrara más emoción de la necesaria, pero ahí le costó calmarse. La besó con ternura antes de responder.
—Si es lo que quieres —dijo contra sus labios—: entonces nos casaremos.
Jira volvió a besarle.
Se disfrutaron toda la noche, y cuando llegó el día siguiente y él ya llevaba la armadura puesta, se abrazaron con mucha fuerza.
—Tienes que volver —pidió Jira contra su pecho—: tienes que volver para que podamos casarnos, ¿vale?
Axton asintió varias veces.
—Volveré de una pieza, mi amor.
Se dijo que ese abrazo no podía ser el último.
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