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014.

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Brandar Eross y el comandante Axton se acercaron a la Maestra Dhejah Ernark, que estaba junto a Kenobi y el comandante Cody. El grupo se posicionó en uno de los laterales de la plaza, esperando a que el acontecimiento comenzara.

Los adoquines eran de un tono gris claro que contrastaba con el cian del cielo ante sus ojos. Los edificios, altos y curvos, recortaban el horizonte mientras el viento soplaba entre ellos, fuerte y persistente.

El gobernador de Thunij había muerto, pero la vida del planeta continuaba.

La luz de la tarde descansaba sobre la multitud, que se había reunido alrededor del centro de la gran plaza cuadrada para oír hablar a su senadora, que no tardaría en aparecer en la palestra de madera que habían colocado. Aquel solía ser el lugar donde las gentes se congregaban para celebrar festividades de primavera y verano: ahora se reunían allí para honrar al jefe del estado.

Recordando los sucesos de Coruscant y la banda de criminales que había intentado retener a la senadora, Axton había colocado hombres en todas las esquinas. Además, desde la terraza en la que estaban, a la derecha de la palestra, el hombre podía observarlo todo desde un punto bastante privilegiado.

Brandar se giró hacia su Maestra.

Como los otros dos Jedi, él se había colocado la capucha de la capa oscura hacia arriba, intentando no llamar la atención, y, a la vez, haciéndolo como muestra de respeto. Su Maestra se había cambiado, y ya no llevaba el mono de combate. Ahora tenía puesta la túnica Jedi. Además, se había cepillado el pelo a conciencia para que le cayera, recto y ordenado, sobre los hombros delgados. Hoy era un día muy triste para las hermanas Ernark.

El niño le puso una mano en el brazo a la mujer, que se giró hacia él, asintiendo con agradecimiento, pero sin sonreír.

—Sé que los Jedi no debemos tener lazos de afecto —susurró el Padawan para que sólo Dhejah le escuchase—, pero, aun así, siento la pena en tu interior.

Ernark desvió la mirada a la plaza. Su hermana subía los escalones a la palestra, escoltada por varios clones de la Legión 335, y seguida por otros políticos a los que Dhejah no conocía. Llevaba puesto un sencillo vestido negro, con el pelo recogido a la perfección y la apariencia tranquila: Jira parecía la hermana mayor.

—No recuerdo a mi padre —le confesó al niño—; pero los Jedi somos personas, Bran, y es normal sentirse triste cuando... —Pausó, y él no desvió la mirada de su perfil por miedo a que aquello hiciese la cosa peor—. Cuando nos preguntamos si habríamos podido hacer las cosas de otra manera. —Se giró para mirarle de nuevo, y, en sus ojos, Brandar no vio nada salvo duda y arrepentimiento—. Cuando nos preguntamos si podríamos haber obrado mejor de lo que lo hicimos en el pasado.

El niño no dijo nada. La multitud calló más aún al ver a la senadora acercarse al micrófono. Su voz, clara y firme, rompió el silencio en la plaza, mezclándose con el viento. El Padawan no supo distinguir cuál de los dos sonidos era más hueco o más certero.

—¡Pueblo de Thunij! —anunció—. Hoy, nos reunimos en la Plaza de la Libertad para honrar a uno de los nuestros.

Dhejah le susurró algo más al niño antes de darle toda su atención a su hermana. Sin embargo, cuando habló no le estaba mirando, y, ante sus palabras, Brandar pensó que quizás se dirigía a sí misma.

—Quizás —murmuró bajo su aliento—, es en las emociones donde debemos encontrar la paz de la que habla el Código.

El Padawan creyó que Obi-Wan también la había oído porque, por el rabillo del ojo, vio cómo el hombre le agarraba la mano a la mujer. No se giró hacia ella, pero sostuvo la pequeña mano de Dhejah durante unos segundos, acariciándole el dorso con el pulgar un par de veces. Brandar apartó la mirada, cohibido y con la sensación de que había observado algo que no debía. El contacto entre los dos Maestros se rompió tan pronto como empezó, y Jira continuó hablando.

—Mi padre, el gobernador Istar Ernark, nos dejó ayer, con las lunas altas en el cielo —dijo sin flaquear—. Vosotros, pueblo thunense, fuisteis quien le votasteis como nuestro líder. Me llena de orgullo decir que mi padre sirvió a su pueblo con gran honor desde el día en el que juró el cargo, hasta su muerte. Siempre intentó cumplir con su deber, no importando cuántos años pasaban con él en el mandato. Le admiré y aún le admiro, porque nunca, nunca, perdió el rumbo. Y, ahora, nosotros no debemos perder el nuestro.

El comandante de la Compañía Tormenta se removió en el sitio, mirando a la senadora. Hablaba delante de aquellas personas, de su pueblo, con la cara impertérrita y la voz firme como el hierro. A él le latía el corazón velozmente.

—Debemos mantenernos fuertes —continuó la senadora—, ahora y siempre. Ni siquiera los Separatistas podrán doblegar al pueblo de Thunij. Ni siquiera la pérdida de uno de los nuestros, de nuestro gobernador, nos sacudirá lo suficiente como para romper nuestros cimientos. —El pueblo la aclamó, y Jira alzó la mandíbula—. Por eso, y siguiendo la última voluntad del gobernador Ernark, el Primer Ministro Safer Halle cumplirá con las labores de jefe de gobierno hasta las elecciones, que se realizarán en quince rotaciones, para asegurar la democracia en nuestro mundo.

Tras eso, la senadora le hizo un gesto al primer ministro, un hombre menudo y calvo, quien se acercó al micrófono. Él habló durante algunos minutos, y, tras el discurso final de otro hombre, el micrófono se apagó y la multitud se dispersó.

Dhejah alzó la mirada hacia los soles, que comenzaban a esconderse tras los edificios, e inhaló. Sentía sus dudas, cada vez más fuertes, en su interior. Le parecía que, tras la muerte de su Maestro, la pelota que eran sus inseguridades, sus preguntas, ganaba cada vez más fuerza. Ahora, la pendiente por la que rodaban se había inclinado hacia abajo, más profunda, más vertiginosa. Fue allí, en el lugar donde había nacido, donde se dio cuenta de que ya no iba a poder parar lo que había comenzado en Geonosis.

Aquel problema cobraba potencia, se hacía más fuerte, y Dhejah ya no podía ignorarlo más.

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Se sentó junto a su amiga en una sala vacía de El Resistencia. Estaban volviendo a Coruscant, y la hermana de Dhejah iba en otro de los cruceros que viajaba por el hiperespacio hacia el corazón de la República.

Dhejah llevaba horas meditando, y, cuando Obi-Wan entró en la pequeña habitación, ni se movió ni abrió los ojos. Estaba haciendo algo que Kenobi nunca había sido capaz de conseguir: la meditación flotante. Se sentó frente a ella, cerca, pero muy despacio para no atraer su atención.

Aquel tipo de meditación requería varias cosas, entre ellas, gran conexión con la Fuerza, increíbles cantidades de concentración, y el poder llegar a un estado mental donde nada salvo el uno y la Fuerza existe. Era normal, quizás, que Dhejah no le hubiera sentido entrar, sobre todo viéndola en aquel estado de paz absoluta. Su mente debía estar en otro lugar, muy lejos de allí.

Sin embargo, Kenobi creía que la paz que proyectaba al exterior era una tapadera.

Había visto sus ojos cuando había luchado contra Ventress. Había sentido sus emociones, tan intensas que le mareaban. Tanta pena, tanto remordimiento. Tanto miedo y tanta furia.

¿Qué buscas?

Obi-Wan no tenía una gran conexión con la Fuerza como lo hacía Anakin, pero tras años de perseverancia, había conseguido amasarla con todo su potencial, y todavía se hacía uno con ella cuando luchaba. Era en el medio de la batalla cuando la Fuerza le llamaba, cuando se unía a él en todo su esplendor.

Pero Dhejah inhaló fuertemente de pronto, y sus piernas cruzadas se elevaron un par de centímetros más sobre el suelo de la habitación.

Obi-Wan tragó saliva, observándola. Su rostro estaba calmado, y Kenobi no percibía nada de ella. Sí, en efecto, era como si estuviese muy lejos, y no frente a él. Era como si estuviera persiguiendo algo que huía, y ella se alejaba a la carrera.

¿Qué buscas?

Los ojos de la mujer se apretaron un poco, rompiendo por un instante su expresión en blanco, y entreabrió los labios.

Quizás estaba cerca de lo que ansiaba entender.

Su rostro volvió a relajarse, pero su mano derecha dejó su rodilla, extendiéndose ante ella, como si le ofreciese la palma a Obi-Wan. La dejó ahí, durante los instantes en el que él intentó comprender, como si la estuviera posando contra un cristal.

El hombre bajó la mirada con duda, pero acabó asintiendo (aunque no pudiera verle), y juntó su palma con la pequeña de su amiga, cerrando los ojos mientras ella descendía para estar sentada frente a él, en el frío suelo.

—Soy uno con la Fuerza —murmuró Dhejah.

Obi-Wan no abrió los ojos.

¿El mantra de los Guardianes de los Whills? No eran Jedi, no eran pertenecientes a la Orden... Pero Obi-Wan se sabía las palabras: Qui-Gon Jinn se las repetía cuando necesitaba que la Fuerza le guiase.

—Y la Fuerza está conmigo —pronunció él.

—Y no le temo a nada... —respiró la mujer.

Kenobi inhaló, relajando los músculos.

—Porque todo sucede como la Fuerza lo quiere.

Le pareció que Dhejah empujaba su palma contra la suya, lo suficientemente fuerte como para que él apenas distinguiera el cambio, y los dos se sumergieron en una meditación conjunta.

Intentó concentrarse. Lo intentó de verdad, pero lo que había pasado en el Templo aquella vez mientras meditaban se repetía, esta vez más fuertemente por el contacto directo entre sus cuerpos. Se ahogaba en las emociones de Dhejah. Sentía que la Fuerza en su interior le perseguía, y se preguntaba por qué; por qué Dhejah no buscaba la calma, por qué era capaz de continuar así, tan caótica y tan llena de sentimientos, cuando esa no era la senda Jedi.

Ernark le contestó.

A través de la Fuerza, Kenobi vio a una hermana que lloraba; a un padre, a una madre, a un bebé. Vio a un niño en un mercado, vendiendo fruta frente a un tenderete, y después al mismo pequeño rubio siendo golpeado por un hombre. Después vio a un Jedi de pelo castaño, que sujetaba los hombros de una niña que lloraba con las manos alrededor de los pedazos de una espada láser que reconoció, pero que estaba aún por construir. La Fuerza le mostró al mismo hombre, más canoso y años después, muriendo en brazos de una joven de pelo rebelde. La chica no lloraba. Intentaba mantenerse serena con el mismo propósito con el que Kenobi intentaba concentrarse, pero no lo consiguió. Dejó el cadáver en el suelo arenoso de Geonosis, y encendió la espada láser azul para lanzarse a la sangrienta batalla.

Después vio oscuridad, hasta que la Fuerza le llegó con muchísima más intensidad. Estuvo a punto de soltarse, pero Dhejah entrelazó sus dedos para que no lo hiciera. Quería que viera. Quería que la entendiese.

Vio a Brandar reír junto a Ahsoka, después junto a su Maestra, que le rodeaba los hombros con un brazo. Vio al Maestro Yoda caminar por los pasillos del Templo, con Mace Windu detrás y una pequeña sonrisa en la cara verde. Pudo distinguir a Axton y a varios hombres de la Compañía Tormenta, riendo mientras Dhejah y los soldados cenaban en el comedor de El Resistencia. Vislumbró los ojos de Jira, nerviosos y emocionados, al conocer a su hermana mayor por primera vez. Vio a su antiguo Maestro, a Qui-Gon Jinn, que hablaba con Geral Treye frente a una joven Dhejah. Los hombres se abrazaron, y el antiguo Maestro de Kenobi le acarició la mejilla a la niña antes de irse.

La Fuerza le mostró a varias personas más, sonrientes, pero Obi-Wan no reconoció a ninguna de ellas.

Fue la última imagen que Dhejah le mostró la que le sacudió con más fuerza.

Sus manos, entrelazas por un segundo en la plaza de Thunij. Sus ojos, encontrándose en el puente de El Resistencia. Una sonrisa furtiva intercambiada tras una reunión. La mano de Kenobi en su hombro antes de que ella despegara para romper el bloqueo en su planeta natal. Un abrazo al verse en el Templo tras varias rotaciones de combate. Sus mismas manos, sucias y ásperas, vendándole la pierna a su amiga en la Luna de Clytia.

Percibió su propio deseo en su interior, a su corazón pidiéndole que siguiera, que siguiera sintiendo, que lo hiciera más a menudo, que no se privara más de la felicidad, pero tampoco de la tristeza.

Abrió los ojos de golpe, tirando de su mano hacia atrás, con tanta fuerza que los dedos fuertes de Dhejah le soltaron.

Obi-Wan estaba respirando muy apresuradamente, el corazón en la garganta, pero ella abrió los ojos despacio.

—Lo siento —musitó Dhejah mirando al suelo.

Kenobi asintió, sorprendido, y, en parte, entendiendo. Pero no podía calmarse, así que se levantó y salió de la habitación.

Le temblaban las rodillas.

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Era probable que Dhejah Ernark hubiera encontrado algo parecido a una respuesta. Lo que estaba leyendo era algo que contradecía todo lo que debía creer: entenderlo como ella lo hacía no era propio de un Jedi, pero, por unos instantes, no le importó que muchos otros miembros de la Orden hubieran fruncido el ceño ante su recién formada opinión.

Había memorizado las palabras, y, como estaba dentro de su habitación y nadie podía escucharla, se permitió cerrar los ojos y pronunciarlas en voz alta.

No hay un lado oscuro ni un lado luminoso, sólo está la Fuerza. Haré lo que deba para mantener el equilibrio. El equilibro es lo que me mantiene unido. No hay bien sin mal, pero al mal no se le debe permitir prosperar. Hay pasión, pero también paz. Hay serenidad, pero también emociones. Hay poder, pero también hay armonía. Hay caos, pero también orden. En la vida está la libertad. En la muerte está el propósito. Soy el portador de la llama, el protector del equilibrio. Soy quien sostiene la antorcha, iluminando el camino. Soy el protector de la llama, el soldado que lucha por el equilibrio. Porque la Fuerza son todas las cosas, y yo, soy la Fuerza.

Volvió a abrir los ojos, con el corazón acelerado, la espada láser flotando ante ella por la necesidad que sentía de utilizar la Fuerza de cualquier manera. De sentir su conexión con ella.

Agarró el sable, volviendo a ponerlo en su cinturón.

Sabía lo que aquello significaba.

Negó con la cabeza, poniéndose de pie antes de salir de su habitación para buscar a Kenobi en el Templo, pero se detuvo en el umbral por un segundo, mirando más allá de la cama pequeña y humilde, hacia la ventana que daba al exterior, hacia Coruscant.

Tantos años bajo el entrenamiento de Geral Treye, un Jedi completamente fiel al Código... ¿Para qué habían servido?

Suspiró.

—Lo siento, Maestro.

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