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Era un día como cualquier otro, yo salía del colegio, sin demasiadas ganas de volver a casa. Vivía sólo con mi padre, ya que mi madre había muerto al darme a luz, y mi padre me odiaba por ello. Me pegaba casi a diario, por cualquier cosa. Yo era un niño estúpido y enclenque, así que tampoco podía hacer mucho al respecto.
Como decía, estaba saliendo del colegio, cuando noté que un coche me seguía lentamente por detrás a unos metros de distancia, comencé a apresurar mi paso, había visto en la televisión que a muchos niños y niñas los secuestraban así. El coche aceleró el ritmo también, y obviamente me alcanzó en segundos. Un hombre me apuntó con una pistola.
"Súbete ahora mismo si no quieres que te haga daño"
¿Y sabes qué? Me subí sin tampoco darle muchas vueltas, recuerdo pensar que quizás incluso me tratase mejor que mi propio padre.
En aquel año se habían puesto de moda los secuestros con rescate, es decir, pedían a la familia una gran suma de dinero por devolverles sano y salvo a su hijo.
Pero mi padre no tenía dinero, ni tampoco lo hubiese entregado por mi, pero resulta que lo mío no era un secuestro así.
Mi secuestrador sí que estaba interesado en mi. No hubo rescate.
Al principio intentaba tratarme lo mejor que se le daba, con cierto cariño, quería que yo no le temiese, que fuese algo voluntario...Pero no puedes pedirle a un niño de diez años que le apetezca mamársela a un hombre de cuarenta, o que se ponga a cuatro patas y no llore cuando le partan el culo.
Así que pronto comenzó a pegarme.
Yo ya estaba acostumbrado, por mi padre, pero aquello era diferente. Las palizas me dejaban sin moverme por días, me dolía todo el cuerpo, y sólo quería morirme.
Doce años.
Doce años en un sótano encerrado, con una cadena en los pies atada a una cama asquerosa, en la que sólo cambió las sábanas una vez porque las anteriores se habían rajado por el desgaste.
Con sólo una ventanita diminuta a la altura del suelo de la planta de arriba, y en la que rara vez entraba algún rayo de sol.
Comiendo sólo desayuno y cena, decía que tenía que mantenerme delgado, que no le gustaban los niños gordos, que le gustaba sentir como su polla me hacía daño.
Sin televisión, si nada. A veces se me olvidaba que existía algo más que aquel sótano, incluso me planteaba que mis recuerdos anteriores a aquel lugar fuesen reales, que quizás me lo había inventado todo y que yo siempre había estado ahí.
La noción del tiempo era inexistente.
Mis días se basaban en tomarme la ración de comida y complacerle del modo que él desease.
Así durante años.
Pero hace unos meses comenzó a enfermar, ya no tenía tanta fuerza, y dejamos de follar a diario.
Estaba envejeciendo, y yo volviéndome más listo cada día, así que comencé a planear mi huida.
Las cadenas de mis pies estaban viejas y oxidadas, así que fui guardándome cubiertos de la comida. Todas las noches pasaba un rato serrando la cadena. La primera semana parecía que sería inútil, pero luego comencé a ver como se iba gastando el hierro. Era posible, podía conseguirlo.
Hace cuatro días, cuando me desperté y vino a darme el desayuno, hice algo que no había hecho nunca. Le besé yo primero, le dije que había tenido un sueño húmedo y que me dolía demasiado la erección, que por favor me follase.
Tendrías que haber visto la sonrisa babosa de aquel maldito viejo, quien diría que alguien así podría tener la inocencia de creerse tal mentira.
Así que me aguanté las ganas de vomitar y comencé a masturbarle, y cuando estuvo lo suficientemente distraído, cogí un cuchillo de debajo de la almohada y se lo intenté clavar en el cuello, pero se dio cuenta y apartó mi mano de un empujón. El cuchillo salió despedido, y yo aún seguía atado a la cama, así que hice lo primero que se me ocurrió: Me lancé hacia él y rodeé su cuello con la cadena, asfixiándole.
A pesar de haber envejecido y estar enfermo, seguía teniendo más fuerza que yo y no tardó en deshacerse de mi agarre, liberándose también de la cadena, pero al tirar de ella con tanta fuerza, ésta se rompió por fin.
Corrí a por el cuchillo y se lo clavé en una pierna.
El cabrón comenzó a llorar de dolor, nunca me había sentido también.
Agarré de nuevo la cadena y volví a intentar asfixiarle.
Forcejeamos un tiempo, le clavé el cuchillo varias veces en distintos sitios, hasta que finalmente cayó al suelo.
Ya estaba.
Había muerto.
Yo era libre.
Subí las escaleras del sótano por primera vez en doce años. ¿y sabes qué fue lo primero que vi?
A una mujer mirándome horrorizada. Corrió hacia la puerta, dónde vi que reposaba en una mesita un revólver, pero yo fui más rápido.
No sé si la maté, pero cayó al suelo y comenzó a sangrarle la cabeza.
Llevaba el mismo anillo que él, supongo que eran pareja.
Cogí una chaqueta colgada en el perchero de la entrada y el revólver, y salí a la calle.
A pesar de todo no pude evitar sonreír.
¡Nieve! ¡Estaba nevando! No tenía ni idea de que estábamos en invierno...
Salí corriendo, atravesando un bosque, hasta que llegué a la carretera y...a partir de ahí ya lo sabes.
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