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Bien bienvenidas sean las santas al infierno

I

En el infierno ha de haber un rincón oculto, reservado para las santas.

La suave caricia de una mano en mi hombro, mi cachete, mi frente, mis piernas y mis muslos y más adentro. Me sacó la vieja camiseta gris, y le saqué la blusa azul. La ropa en el suelo, el maquillaje de ella corrido, mi cabello despeinado y el olor a perfume dulzón en el aire. Esos recuerdos que atesoro, dentro de ese cuarto de ladrillos naranjas, con el sol colándose por la cortina y el ruido de las peleas entre gatos afuera. Esos toques que me quedaron grabados en la piel. Un beso, final, para cerrarlo todo, como se firman los pactos secretos. Ella se rio, en voz baja. Sus manos se estiraron y me agarró del cuello, acercándome un poco, mientras soltaba un suspiro agotado.

—Usté no se hace idea de lo linda que es —murmuró.

Me puse toda roja, desvié mi mirada, cerré las piernas.

—Miente. Mentirosa.

Sus pechos tocaron los míos. Su piel sudada al igual que la mía, su cara colorada, su cabello tapándole el rostro. Bajé la mirada, curiosa, y ella me dio una palmada, por el atrevimiento, tal vez. La volví a mirar a los ojos.

—No miento, nunca lo hago. Usté no me crees, es distinto eso.

Puse la cabeza de lado, aburrida de esta discusión ensayada que teníamos todos los días y todos los días, y la volví a mirar directo a los ojos. Era hermosa. Su cabello negro y lacio, bien lacio, sus ojos rasgados, su boca, sus pestañas, sus cejas, cada parte de su cara parecía pintada. No había mujer en el mundo que fuera lo preciosa que era Luna. Al menos en mi mundo, como enamorada de diecisiete, bien tonta, que no sabe mucho. La volví a besar, cerrando los ojos, le mordí el labio y ella soltó una risa graciosa.

Yo conocía cada gesto suyo. Cada risa, cada mirada, el significado de todas las sonrisas, sus frases, la forma en la que se acomodaba un mechón de pelo ahí detrás de la oreja, cuando me preguntaba, fingiendo desinterés, que pasaría con nosotras el día que nos casáramos.

—No piense en esas estupideces, china —le decía, y luego lloraba, en mi cuarto, sola.

Me acosté boca arriba, observando el techo de chapa. Miré mis manos, como si el calor del cuerpo de Luna ahí siguiera. Ella se tiró a mi lado y luego se apoyó, tímida, sobre mí. No la toqué, aunque seguramente estaba esperando una caricia o algo así. No me animaba yo a darle eso que tanto anhelábamos las dos. Había que tener mucho coraje para hacerlo y yo era una cobarde, una cobarde. Luna cerró los ojos con tranquilidad y pasados unos segundos, hablé:

—Luna, Luna —dije, bajo—. ¿Quiere caminar?

—¿A dónde?

Lejos, pensé. Muy lejos de acá. Lejos de la desgracia de ser hija única de mi padre, lejos de la desgracia de tener un novio que no quiero. No sé por qué le dije que sí. No sé por qué fui tan cobarde. Tan miedosa, jamás me había dejado pasar por encima, y aun así ese «sí» salió de mi boca manchada con jugo de fruta. Y no me olvido de su rostro, orgulloso de haber amansado a la fiera de los Williams. Le contó al barrio entero, a todos, como una hazaña enorme la vez que me invitó a su casa y sus manos grasosas se colaron debajo de mi remera. No contó lo ruidosa que fue la cachetada que le di y mucho menos la que me dio él a mi. Y de repente, me había vuelto mi madre. No se escapa del ciclo aquel donde se aceptan los golpes con la excusa de que también puede uno golpear, supongo. Y ahí estábamos las dos. La novia atada a una relación sin cariño y la que estaba atada a una amorosa. La observé otra vez, sabiendo que era novia de alguien más. Dos novias juntas, que pecado. Sonreí un poco, divertida.

Pero no se hablaba de ese tema. Era territorio prohibido aquel. No se nos ocurria preguntar, casual, como habíamos pasado la noche anterior en la casa de nuestros novios. No se me ocurria preguntarle a Luna cuántas veces se habían acostado en el fin de semana que pasaron juntos. No tenía derecho, no había derecho. Cada vez que lo veía caminar por la calle me daban ganas de tomar una piedra y lanzarlasela por la nuca. Partirle la cara de un piedrazo y que le sangre todo. El tipo perfecto, el novio que todas querían. Su piel bronceada, sus rulos y sus ojos verdes. Como un modelito de revista. Rostro desperdiciado, decían las viejas, si hubiera nacido lejos, tal vez tendría dinero. Su sonrisa de esposo, aunque de seguro estaba con muchas, en secreto, porque vivía del amor de las doñas y no del respeto del muchacho cualquiera, a diferencia de mi novio.

Pero vivíamos lo que nos merecíamos. Ella, la linda del barrio, la amorosa, la huérfana, la de historia triste pero gran corazón se iba a casar con el bonachón amable que se ganaba el pan de cada día. Y yo, la desaliñada, de cejas gruesas, y rizos feos, hija de un mal matrimonio, una gritona qué se había peleado a golpes a la salida de la escuela, iba a vivir con el drogadicto de mala fama. Así era. El destino simple, justo. Eso decían las señoras del barrio, decía el panadero, mi madre y mi padre y me aterraba pensar que Luna lo dijera, a mis espaldas.

—No sé. Por la ruta.

—¿Ahora quiere?

Levantó con calma la cabeza, como si le pesara y me miró a los ojos. Me levanté un poco. «Quisiera verla por siempre», pensé. Delinear cada curva de su cuerpo hasta memorizarlas todas. Y que ella hiciera lo mismo conmigo.

Dimos un salto para bajarnos de la cama. Ella se vistió dándome la espalda. Se puso su blusa azul que le caía por un hombro y su pollera cortita de verano que se movía con el viento. Yo me puse la vieja camiseta de fútbol que tapaba mis rodillas raspadas y el pantalón corto que seguía usando desde que era una nena. Me acerqué con cuidado, casi con miedo, hasta tomarla de los hombros y sacudirla, en broma. Ella sonrió de lado, se giró y me clavó un beso.

—Vamo', dale.

Salimos de mi casa en silencio, y corrimos a un camino de tierra que iba hasta la ruta. Nos alejamos cada vez más de las casitas de ladrillo, de las vecinas, del olor a pan recién hecho. Caminamos entre los matorrales , agachandonos para que ninguna rama nos golpeara la cabeza. Luna se acercó a mí a pasos largos y me tomó, con cuidado la mano, para detenerme. Y yo, sin darme cuenta, la apreté con fuerza.

—Mire, mire ahí —dijo, distraída.

Le solté la mano lo más rápido que pude y moví la cabeza hacia donde ella señalaba. Una pequeña mariposa, naranja y roja, posada sobre una rama de un árbol viejo.

—¿Sabía que estas mariposas viven un solo día?

La idea de nacer y morir tampoco era tan terrible. La idea de ser mariposa. Vivir un momento y volar toda la vida. Ser de colores, ser hermosa, que te miren por hermosa. Yo jamás fui hermosa. Soy mezcla rara de mi padre y mi madre. Una que pasa desapercibida, que no importa mucho. A veces, solo a veces, deseaba ser hermosa. Luego recordaba lo que el treintañero que se hacía llamar mi novio me murmuraba al oído y me daba asco. Asco pensar que me vieran hermosa. Que alguien me deseara de esa forma. Luna era la única.

—¿Cómo se dice mariposa en japonés?

Luna lo pensó unos segundos y luego, bajito, pronunció una palabra, corta.

—Podría estar mintiendo y yo no lo sabría jamás.

Me dio un golpe cariñoso en el hombro.

—Yo nunca le miento, Jaquie —y por alguna razón le creí.

Luna sopló y la mariposa salió volando. Desapareció entre las hojas de los árboles y ella se quedó observando el cielo despejado del mediodía. Imité su gesto.

—¿Recuerda el día que nos conocimos?

—Ajá. Tenía un vestido de mariposas.

Apretó la cara, confundida.

—Iba a decir que hacía calor, como hoy.

Me puse colorada, como niña estúpida y me enojé conmigo misma, por delatarme de esa forma, tan obvia. Quise hablar, pero ella se apresuró.

—Es broma, su cara fue graciosa.

—Caratopé que es usté —le pegué en el hombro, sin fuerza y ella sonrió.

Se sentó en la rama, cruzó las piernas y palmeó al lado suyo, invitándome a sentarme. No lo hice, solamente me quedé parada a su lado, observando el paisaje como si eso sirviera de escudo. Como si no me hubiera visto desnuda hacía un rato. Como si no me hubiera visto desnuda cientos de veces. Como si no hubiera sido mi primer beso, y mi primer «te quiero» vergonzoso.

—Tenía usté una remera de un dibujo animado —empezó a contar, moviendo su mano—. Y yo le dije que me gustaba y me contestaste que no sabía que era, que se lo había robado a una niña en los vestuarios del club.

—Ajá.

—Me pareció muy divertida ¿sabe?

—¿Y ahora no? —pregunté, en broma.

Exageró una cara pensativa y se tocó la barbilla con dos dedos solamente. Rodé los ojos, aunque me causaban diversión esas charlas boludas que teníamos los domingos de verano.

—Puede ser.

—Usté no es nada divertida.

—Oiga, eso es mentira —se ofendió—. Soy muy divertida.

—Más o menos. A veces.

Y seguimos caminando. Comenzamos a escuchar los coches, que iban rápido. Coches con familias, coches que corrían carreras solitarias o coches de jóvenes viajeros. Nos sentamos en la banquina, mirando las personas irse o llegar, moviéndose. Se cruzó de brazos, y apoyó su cabeza en sus rodillas, con una paz extraña. Y supe, por la forma en la que observaba la ruta, perdida, que estaba a punto de confesar algo. Apreté mis propias manos, con fuerza, esperando aquel mensaje.

—Estoy embarazada, Jaquie.

La vida entonces me pasó frente a los ojos. Y pensé en ese niño o niña, que tendría quizás la piel tostada de su padre y los ojos rasgados de su madre. Corriendo por la calle, me miraría y le preguntaría a su madre «¿quién es esa?» Y ella, contestaría: «nadie, entra a casa».

—¿Su novio sabe?

—No. No sabe —murmuró, muy bajito, como si su voz fuese un hilo y estuviera a punto de romperse— No sé si quiero contarle, Jaquie.

—¿Qué dice, está loca?

—No sé si quiero seguir aquí, eso pasa.

—Está diciendo una estupidez. Embarazada, sin estudios ¿Que piensa hacer sola? ¿Irse? Es una idea de mierda.

—No estoy sola.

—¿Qué? ¿Tiene a otro?

Negó con la cabeza, colorada de la vergüenza.

—La tengo a usté.

No sé por qué pero eso me dolió más que cualquier cachetada o grito con el que cualquiera del mundo pudiera lastimarme. No le respondí nada, no supe que decirle que estuviera a la altura de la situación.

—Es una idea de mierda, tiene razón ¿Pero qué más me queda? ¿Usté de verdad quiere casarse con su novio?

Me dio repulsión solo pensarlo. Imaginarme siendo esposa, cargando a sus hijos. Casi que sentí su olor a cigarro y sudor y quise vomitar, ahí, en el pasto seco de la ruta treinta y ocho.

—Detesto a los hombres. Sabe eso.

—Sí, lo sé.

—Usté no lo haces —le dije, como una madre le dice a su hija que la conoce más que ella misma—. Usté lo quieres, él te quiere, es distinto. Tiene una oportunidad, Luna.

—Pero no la quiero. No quiero. La quiero a usté.

—No diga estupideces...

Miré hacia otro lado y ella apoyó sus manos en mis hombros, despacio, apretando un poco. Sentí su aliento en mi oreja.

—De verdad, la quiero muchísimo, la quiero cerca, quiero que nos vayamos, muy lejos, que cuidemos del bebé juntas...

Le besé la boca, para callarla, y lloró, durante el beso y yo aguanté llanto. Y la abracé, con fuerza, mucha fuerza. Esa tarde nos fuimos caminando a nuestras casas. La dejé en la esquina y esperé que entrara, con las manos en los bolsillos de mi pantalón y la mente perdida. Confundida, más bien.

Mi novio era de esos que despiertan pena y odio, depende quien lo mirase. Si lo mira una persona que cree en las segundas oportunidades y en que nada es culpa de nadie, seguro se entristecería al conocer su historia. Nadie nunca supo quién lo parió, si es que salió de alguna mujer. Llegaron a pensar, los vecinos chismosos, que su padre lo había engendrado de alguna forma mágica, usando hechicería antigua. Era el hijo del más viejo del barrio, Don José. José caminaba siempre con su carrito de supermercado y no hablaba con nadie. Sabía un idioma extraño y gritaba en esa lengua extranjera para que nadie lo entendiera. Tenía más de cien años en la espalda, cincuenta en cada pierna y treinta en el rostro demacrado y arrugado. Nombró a su hijo Amadeo, que vendría significado, amante de Dios. Pero Amadeo no rezó ni un solo día de su vida. Tenía el cabello bien corto y negro, la cara de un viejo joven, oscura barba y los ojos siempre rojos. No peleaba con nadie pero se vendaba la mano todas las mañanas, como forma pobre de llamar la atención y ganarse la fama de tipo malo.

José murió a los catorce años de Amadeo, quien heredó su pequeña casa hecha de chapa, su colección de botellas y una foto pequeña de una cantante rusa que nadie conocía. A mi, su casa me aterraba. Sentía como si ahí aún viviera el fantasma de José. Amadeo siempre se sentaba en su cama, prendía la pequeña televisión de tubo y fumaba, riéndose de los chistes fáciles del conductor. Yo iba del otro lado del cuarto, me dejaba caer al suelo y jugaba con su pequeño perro sin raza. Teníamos un acuerdo firmado con sangre. Él podía estar con quien quisiera; para mí era lo mismo. Los besos, que son más muestra de afecto tonto que otra cosa, no estaban prohibidos, pero eran escasos. Ocurrían cuando él estaba medio borracho y se ponía sensible. Esa sensibilidad que me permitía burlarme de él. Reírme y hacerlo llorar hasta que me dijera, en voz baja: no me deje, Jaqueline, no me deje.

Los toques sí que estaban prohibidos, aunque él no perdía la esperanza e intentaba a veces. No entendía su intensidad sobre ese tema. No lo entendía. Si era por poder, si era por orgullo. De todas formas, estaba con otras. Tenía hasta la lista de los números telefónicos en su mesada. Como quien anota el número de los bomberos o del hospital. Para emergencias, decía él, y luego me guiñaba el ojo. Siempre que iba a su casa, intentaba una vez, y yo le gritaba y entonces me gritaba más fuerte, pero lo dejaba de hacer. Pensé entonces que su misión era que yo aceptara. Quería demostrarle al mundo, aunque no lo viera, que él era capaz de engatusarme con sus cumplidos de segunda y sus manos ásperas. No lo logró nunca. Y la únicas veces que compartimos alguna clase de intimidad fue simplemente porque necesitaba tenerlo de mi lado.

—Jaqueline, tráigame una cerveza.

Estiró el brazo y abrió la mano. Cuando no me levanté, ni tampoco le contesté, giró la cabeza y frunció el ceño.

—Le estoy hablando.

—Ya le escuché, no soy sorda —murmuré.

—Tarada entonces, traigamela.

—¿Y usté discapacitado que no se puede levantar, eh?

Le di un mimo al pequeño perro sin nombre, que me lamía el raspón de la rodilla, con la intención instintiva de curarlo.

—No me hable así —y me señaló, como hacía mi padre cuando quería mostrar una autoridad que en verdad no tenía.

Me rendí y fui hasta la cocinita, al otro lado de la puerta, escuchándolo festejar. Siempre hacía lo mismo cada vez que lograba que yo hiciera lo que él quería. Abrí la pulca y le di un sorbo antes de lanzársela a la cara. La cama se manchó un poco con cerveza, y el olor inundó el cuartito. En un lugar tan cerrado, todo olor se siente más fuerte. Los gritos retumban, atrapados, como quien grita dentro de una botella. Una botella. Amadeo pierde la cabeza y golpea la botella vacía de la mesa contra el piso, armando un desastre de cerveza y vidrios rotos. Amadeo actúa como los mitã: por capricho, por boludez, por cualquier tontería que se le cruce por la cabeza. Por puro egoísmo. Y yo, que lo veía más tarado que peligroso, solo di unos pasos atrás y esperé, porque es mejor dejar que se calme. Que se le pase la rabieta. Cuando se fue al baño, con las manos apretadas y la rabia mordiéndole los dientes, me agaché a darle una caricia a la cabeza del perro, que parecía más asustado que yo.

—Perdón —me decía después, fingiendo estar arrepentido, y me abrazaba por la espalda—, perdón —y me besaba el cuello y yo suspiraba—, no sé qué me pasa, Jaquie. No se que está mal conmigo.

—Todo —le contesté—, no hay cosa buena en su cuerpo. No hay nada bueno en usté.

—No me diga eso —actuó un tono triste, de niño pobre y dolorido, con la voz aguda— ¿No ve que me duele? ¿No ve que me lastima?

—¿Hace esto con todas? —arrastró sus manos por mi torso— ¿Intenta darles pena?

—Oh, Jaquie, suéltese un rato, si yo sé que le gusta —su sonrisa orgullosa, mostrando los dientes desalineados—. Que le gusto.

—Jamás podría gustarme, hijo de puta.

—¿Y qué hace aquí entonces? ¿Qué hace conmigo? —sus manos en mi espalda, callosas—, yo no la obligo a quedarse, sabe eso, lo sabe ¿No? Nadie la obliga a quedarse.

Amadeo se giraba y me mostraba la puerta.

—Podés irte, yo no soy de esos, no soy de los que atrapan, mi cielo. Podés irte. Pero no te vas. Te quedas, te quedas porque te gusto.

—No me vuelva a tutear, jamás.

Entonces, por tonta, lo besaba. Por ese tono que tenía al hablar, que me hacía hervir y me partía al mismo tiempo. Que en algún rincón, asqueroso mío, me daba lástima. O capaz pensaba que éramos lo mismo, salidos de la misma tela de desgraciados. Y recién ahí me murmuraba al oído que era hermosa, que me amaba, que no podía vivir sin mí, que ojalá tuviera sus mitã, porque sería una buena madre.

—Cierrese la boca, cierrese, no diga eso —le contestaba, enojada y con la espalda en la cama—, haga lo que quiera, pero no diga eso.

Me sacó la camiseta y me hizo sentir, por un rato, que en verdad había algo en mí que él deseara. No sabía que. Él tampoco lo decía. Dudo que me haya querido, creo que yo era más como un capricho. Que me necesitaba, de alguna enfermiza manera, que ninguno comprendía. Y yo me aprovechaba de eso, porque no pretendía ser mejor persona. Me gustaban esos momentos donde tenía el control, donde por un instante pensaba que él me necesitaba más de lo que yo lo hacía. Luego me daba cuenta en donde estaba, en su casa, en su cama manchada de cerveza, boca abajo, esperando que pasara más rápido el tiempo. Esperando que él se callara, porque tenía una obsesión con hablar y hablar y hacer todo más incómodo de lo que ya era. Y no había nada, absolutamente nada, en él que me gustara. Entonces imaginaba a Luna. La imaginaba y lograba alejar mi mente del presente. Fingía que las manos de Amadeo eran las de ellas, aunque me costaba, porque eran visiblemente más grandes y ásperas. Y la voz, era la voz de Luna, y el cabello, el cabello de Luna.

Y ahí me quedaba yo, en la cama, con Amadeo acostado y pensando si eso era lo que me merecía o si existía, en el mundo, algo más. Sus piernas peludas, su mirada pasiva, relajada, como si estuviera a punto de llorar, analizando mi rostro con atención.

—No me va a dejar nunca, Jaquie —apoyó mi cabeza sobre mi pecho desnudo y no tuve el valor de alejarlo— ¿verdad que no?

—Callese, Amadeo. Hágame el favor y callase.

No me hizo caso, pero en algún momento dejé de prestarle atención.

Luna vivía con un matrimonio de viejos que nunca habían podido tener hijos. La habían adoptado apenas había entrado en la preadolescencia. Sus padres la dejaron con días de nacida, y se crió en un hogar del barrio. Yo la conocí cuando todavía vivía ahí, porque íbamos a la misma escuelita. A la anciana le decía «madre», aunque no sintiera que lo fuera, más por pena que por otra cosa. La verdad era que los viejos pasaban poco tiempo en su casa, y si estaban, solo dormían. Por eso Luna me invitaba seguido. Pasábamos horas en su patio chiquito lleno de flores o en su cuarto, que era un poco más chico que el mío, pero mucho mejor decorado.

Toqué la puerta y me abrió su novio. No llevaba camiseta, solo unos pantalones cortos y azules. Estaba más bronceado y tenía el cabello ruloso bien arreglado. No disimuló su confusión al verme.

—Hola.

—Jaquie —dijo, sonriendo.

—Luna me invitó.

Él asintió varias veces con la cabeza, frunciendo el ceño y no saliendo del marco de la puerta.

—Ah claro, pasa que no me avisó ella.

—No, no tiene por qué. Está es su casa.

Antes que pudiera hablar, Luna tocó su hombro con cariño y él se corrió, dejándome entrar. Ella tenía un bonito vestido de una tela floreada. Me gustaban los vestidos de Luna, cuando me quedaba a dormir en su casa ella me los prestaba. Era más alta que yo, y tenía las piernas y los brazos más delgados, pero nos quedaba la ropa de la otra. Me vestía con sus polleras o sus blusas, me ponía sus collares de plástico y me miraba en el espejo que tenía detrás de la puerta del mueble y pensaba: ¿Soy yo o soy ella?

—Pase, Jaquie.

Entré a la casa. Una sala pequeña con una cocina en la esquina y tres puertas a la izquierda; el baño, su cuarto y el de los ancianos. Las paredes pintadas de verde mentoso, las decoraciones viejas y mi parte favorita, la puerta al fondo, siempre abierta, de chapa negra por donde entraba la ventisca calurosa y el sol. La puerta del patio. El patio más lindo que conocí. Jonatan se sentó en el sofá descolorido y prendió el televisor. El mismo programa que miraba Amadeo.

—Estoy cocinando galletas de miel —comentó Luna—, en un rato van a estar listas.

Me senté en la mesa junto a la cocina y fingí observar el mantel bordado. La miré de reojo y ella me sonrió.

—¿Por qué no viene a cenar algún día? —propuso Jonatan, mientras estiraba las piernas en el sofá.

—Puede ser, no sé. Trabajo.

—Ah, entiendo —se hizo un silencio incómodo—. Podría invitar a su novio.

—A su novio no le gustan esas cosas —se apresuró a hablar Luna.

—¿Por qué? Es la amiga de su novia, un novio hace esas cosas.

—Jonny... —advirtió Luna.

—No le gustan esas cosas y a mi no me gusta que venga.

La escuché suspirar y escuché a su novio acomodarse en el sofá. Levanté recién entonces la cabeza y los miré a ambos. Jonatan me analizaba, con sus ojos verdes y su cara pecosa y jovial. Parecía de verdad interesado, aunque yo creía que era un metido insoportable.

—Es complicado ¿no es así? —comenzó Jonatan—. Escuché que es un tipo complicado.

—Es igual de complicado que el resto.

—Ta, sí ¿De qué trabaja?

Luna repitió su nombre en voz baja, como pidiendo que se detuviera, pero él hizo oídos sordos.

—Trabajo yo. Lo que haga él me da igual. Yo me mantengo sola.

—No debería ser así, es su novio.

—¿Por qué le interesa Jonatan?

—Nada, solo quiero saber —bajó el volumen de la televisión—. Entiéndame, se dicen cosas feas de él. Además, es mucho más grande que usté.

—Y usté eres más grande que Luna y nadie le dice nada.

—Entre tres y quince años hay mucha diferencia, Jaquie.

No tenía nada que decir en contra de eso, así que no respondí. Jonatan no sonreía, no tenía la expresión orgullosa de quien gana una discusión. En verdad se preocupaba, supongo.

—No me llames Jaquie.

—Perdón, Jaqueline.

Recién entonces soltó una pequeña risa nasal, divertida. Luna se acercó a mí y me dio un beso en la cabeza. Un gesto de amigas. Un cariño frecuente, poco importante. Yo tomé su mano con cuidado, disimuladamente.

Odiaba a Jonatan. Lo detestaba y a la vez, lo quería muchísimo. Lo quería por dos razones: porque sentía que yo le importaba de una forma casi fraternal y porque era bueno cuidando a Luna, y lo odiaba por eso mismo. Lo odiaba cada vez que la besaba en el parque del barrio, o cuando notaba que sus manos atrevidas acariciaban sus rodillas por debajo de la pollera. Esas manos tenían que ser las mías. Y las manos de Amadeo, las de Luna. Intercambiemos manos, pensaba. Me reía yo sola imaginando a Jonatan acariciando a Amadeo. Era un disparate. Era un mundo sin sentido.

Esa tarde no hicimos mucho. Comimos galletas de miel, mirando la televisión en silencio. Jonatan habló sobre su trabajo, las mismas anécdotas que contaba siempre y Luna se reía, fingiendo no recordarlas. Actuaban bien ambos en ese papel. El papel de los novios enamorados. De la novia tonta pero bonita, del novio cariñoso. Me pregunto si alguna vez Jonatan le preguntó a Luna que pensaba sobre la muerte. Yo se lo pregunté una vez, y me dijo que le daba más miedo vivir toda la vida siendo otra persona, que morir mañana siendo ella.

Cuando cayó el sol, Jonatan tuvo que irse a ayudar a su padre con un trabajo. Se despidió de Luna con un beso ruidoso y me intentó besar la mejilla, pero yo me alejé.

—Seguro hay algún otro chico al que le guste usté —me dijo, con un tono cariñoso—, que sea mejor persona. Que la quiera de verdad, como se lo merece.

—No necesito que actúe como un padre, Jonatan.

Suspiró, mientras se terminaba de poner la campera deportiva.

—Actúo como un amigo.

—No somos amigos.

—Cuidese, nena.

Se inclinó y me besó el cachete porque no tuve tiempo a reaccionar. Se subió a su moto vieja y se fue, haciendo ruido con el caño de escape. Cuando lo perdimos de vista, Luna se acercó desde atrás y con cuidado me tomó la camiseta, para obligarme a volver a entrar a la casa. Cerré la puerta y me volteé a ella. Me sonreía un poco.

—No lo invité. Él vino, lo juro.

—No tiene que jurar nada, tonta.

Nos besamos, mientras sus manos me acariciaban el rostro y las mías sus brazos. Manos, las manos nuestras, como debía de ser.

—Perdón por lo de Amadeo. Yo le dije que no le dijera nada, de verdad, pero a él le preocupa usté —suspiró de forma ruidosa—, a mi también me preocupa.

—Yo estoy bien, me sé cuidar.

—No se trata de eso, loca.

Me gustaba cuando usaba esos apodos, cuando me miraba así y me hablaba en voz baja, con un tono que me recordaba a la miel, a lo dulce, a la azúcar derretida.

—¿Se preocupa por mi?

Se puso roja de golpe, porque tal vez no había pensado en qué significaban aquellas palabras. Rápidamente supo revertir la situación y me agarró de la cintura, con ternura.

—Claro que sí, Jaquie.

La de la cara colorada entonces, fui yo.

—¿Puede prometerme que si sucede algo va a decirme?

—Y usté dígale a Jonatan que tiene un hijo suyo.

Negó varias veces, e intentó escaparse, pero la acerqué otra vez a mi. Tenía que levantar un poco la cabeza para mirarla a los ojos.

—No, Jaquie, no puedo, usté lo sabe. No quiero.

—Actúa como una tonta, así lo va a perder todo.

—¿Y si quiero eso? ¿Y si quiero perderlo? No quiero a Jonatan, no quiero vivir en su casa, con sus dos perros. No quiero eso. Seguro alguien más lo va a querer, seguro alguien quiere esa vida, pero no yo. No es la mía. No es la suya. No es la nuestra.

—¿Cómo sabes cuál es su vida, Luna?

Me tomó la mano y la apoyó en el lado izquierdo de su pecho. Su corazón latía rápido, muy rápido, como si hubiera corrido de mi casa a la suya.

—¿Ahora va a decir una babosada, no? Ahora va a decir algo como: solo me sucede con usté —la miré a los ojos y ella estaba sonriendo—, es tan predecible usté, china.

—O tal vez me conoce mucho.

—Demasiado.

—Nunca es demasiado —y me besó, agarrándome toda la cara con las manos.

Esa noche dormí en la pequeña cama de Luna, con su acolchado de princesas que usaba desde que era niña. Encendí un cigarrillo y fumé, con la pequeña ventana abierta para que el humo se fuera. Luna me abrazaba, apoyada en mi.

—¿Hace esto con Jonatan?

—No. Nunca lo invité a dormir a mi casa.

—¿Y en su casa?

—Tampoco. Nunca hablamos así.

—No es malo —dije, quizás queriendo convencerla.

—No, pero no es usté.

Le puse el cigarrillo en los labios y dio una pitada. Soltó humo luego.

—¿Y Amadeo? ¿Cómo es él cuando no hay nadie?

—Patético. Da mucha vergüenza. Por eso no es así con todos. Llora mucho.

—¿De verdad?

—Aja, y me dice que no lo deje nunca —lo dije como una burla, como hablando al a las espaldas de alguien— ¿Jonatan le dice eso a usté?

Se encogió de hombros. La luz del cigarrillo le iluminaba un poco la cara en ese cuarto oscuro. La silueta. Los ojos rasgados, la nariz respingona.

—A veces —confesó, en voz baja—. Pero nunca lo vi llorar.

—Dígame más.

Luna se tapó más con la manta y me miró, entrecerrando los ojos.

—¿Para qué quiere saber?

—No lo sé. Me intriga.

Era como ver una película de terror o una triste. Era como ese dolor adictivo. Era como estar con Amadeo. Era imaginarme lo que hacían Jonatan y ella solos, como era Jonatan cuando no había nadie más. Los besos, lo que se decían, lo que no se decían.

—No voy a contarle.

Apagué el cigarrillo en el cenicero gris de la mesa de luz, sin mirarla.

—La detesto.

Soltó una risa y me besó el cachete.

—No lo hace, tarada.

—Claro que sí, la detesto.

—Me adoras, me adoras muchísimo.

Me rendí, porque tenía razón. Nos dormimos, acostadas debajo de las princesas, con el humo del cigarrillo sin apagar bien en el cenicero y la tenue luz de la calle entrando al cuarto. Para mí, eso era el mundo entero.

El jugo de melocotón bajaba por mi boca, ensuciando mi cuello. Pegajoso, dulce. Le di otra mordida, cerrando con fuerza los ojos. El sol me pegaba en la frente, quemaba. Un día tan naranja, tan sudado, tan caliente tenía más de depresivo que cualquier tarde gris. Un mosquito muerto en la cerveza que había quedado sobre la mesa del patio.

—Jonatan va a irse este fin de semana, Jaquie.

—¿A dónde?

—Su tío está enfermo, van a ir a verlo y como vive luego del tercer peaje, se quedan allí la noche también.

—Bueno.

Sonreí para dentro, sabiendo que eso significaba tiempo a solas. Ella, en cambio, no parecía tan contenta. Se movía nerviosa mientras regaba las flores. Se le había mojado el dobladillo de la pollera de tela. Ahora era azul oscuro, ya no celeste.

—Si ahora le dijera una idea descabellada —comenzó a hablar Luna, mientras ahogaba a una pobre margarita—, una idea ridícula, estúpida... pero le juro que va a funcionar, ¿aceptaría?

—No lo sé.

—Fui a la iglesia hoy.

Rodé los ojos y dejé el melocotón sobre la mesa plástica. Agarré el vaso de cerveza.

—Escúcheme antes de hacer caras, Jaquie. Fui a la iglesia y escuché de un hogar de monjas, a unas horas de aquí. Dicen que ofrecen educación y refugio para...

—No soy una pobre diabla para terminar en un lugar así —dije, con seriedad—. Además, ¿Cree que su novio no la buscaría?

—No pueden buscar a una muerta.

Por su mirada, por el gesto torpe de su boca y el temblequeo de su mano, comprendí que el plan era más oscuro de lo que esperaba. Una abeja zumbaba, intentando elegir, entre todas esas flores bien cuidadas, la indicada. Le miré a los ojos, a Luna, no a la abeja.

—No. Es una idiotez.

—Vamos, ni me escuchó.

—No lo voy a hacer. No tiene sentido.

Luna dejó la manguera en el suelo, que comenzó a hacer un charco de agua en la tierra del patio. Se acercó corriendo y se agachó frente a mí. Me puse roja y miré el pequeño árbol de limones.

—Jaqueline —fue firme, directa—. Por una vez en su vida, puede por favor, pensar en usté.

Pasé mis manos por el rostro y solté un bufido enojado. Luna se levantó y se sentó sobre mis piernas, me tomó de la cara y me obligó a mirarla. Su flequillo recto empezaba a crecer y le tapaba más abajo de las cejas.

—¿Y? Dígame que sí, Jaquie.

Aguanté mi sonrisa e intenté hablar, como si no me importara.

—Su manguera —dije, en voz baja—, no estamos en época de gastar agua.

Ella sonrió y soltó una carcajada. Se inclinó sobre mí para besarme, y su peso hizo que nos cayéramos de espaldas, con la suya contra la tierra mojada. Así fue como Luna y Jaqueline murieron.

Nos inspiramos, como se inspiran los escritores, en las historias reales del barrio. En los muertos y los asesinados, los que se van y no vuelven nunca. Jaqueline no había podido aguantar más a su novio ni a su familia y dejó una carta mal escrita sobre la mesa y un desorden en su casa. Y Luna, devastada por la partida de su única amiga, siguió su camino. Sin despedidas, pero con llantos. Sin cuerpos, porque se habían ido muy lejos. Así terminó la vida de Jaqueline y Luna.

Y mientras nosotras estábamos en un coche desconocido, yendo a ciento veinte kilómetros por hora en la ruta, hacia el norte. Nos subimos al primero que encontramos. Al primer sujeto con cara algo normal que nos contó que iba para ese lado. Luna desconfió, pero la animé a subirse al asiento trasero. Yo tenía una pistola escondida que le había robado a Amadeo, la mochila agarrada con fuerza y una gorra para intentar ocultar mi rostro.

—¿Vuelven a casa? —preguntó, a mitad del camino, de la nada.

En la radio sonaba el tema del verano y Luna, atrás, miraba por la ventana, intentando fingir tranquilidad. Me crucé de brazos. No me daba miedo aquel viejo de lentes. Parecía un fracasado, respiraba por la boca y tenía un temblor nervioso en el labio.

—Ajá —contesté, con simpleza.

—Si yo fuera padre suyo, no les dejaría andar dando vueltas solas.

—Bueno, lastima que no tenemos padre —mentí.

Luna apretó los labios.

—Ah, claro, entiendo ¿A dónde van entonces?

—¿Y usté? ¿A dónde va?

Nos miramos con el hombre y tragó saliva nervioso. Se acomodó los lentes y siguió manejando. No se veía nada, por lo oscuro que estaba. Solo lo que las luces de ese viejo coche iluminaban. Entonces, se detuvo, estacionando sobre la banquina.

—¿Qué hace? —le pregunté y Luna abrió en grande los ojos.

—Nada, nada, voy a ir a ver algo, solo eso —estiró su cuerpo, y me di cuenta que se quería inclinar hacia mi.

No lo pensé, simplemente saqué la pistola que tenía guardada en el pantalón y le puse la punta en la frente. Luna pegó un grito agudo y el hombre palideció.

—O se baja o le vuelo la cabeza —grité— ¡Bájese! ¡Bájese, le dije!

El hombre abrió la puerta y se tiró afuera. Aproveché eso para moverme al asiento del conductor y cerrar la puerta de golpe. El hombre golpeó la ventana, gritó, pero parecía estar temblando de miedo. Le di al acelerador y avanzamos unos metros por la banquina, hasta que volví a la ruta y lo dejamos atrás.

—¿Está bien? —pregunté, mirando por el espejo retrovisor a Luna.

—Dios, eso fue horrible.

Sonreí un poco, y ella soltó una bocanada de aire.

—Venga aquí adelante —le dije, intentando mantener la calma.

Luna se pasó al asiento del copiloto con torpeza, todavía temblando. Tomé un respiro profundo, tratando de tranquilizarme. Luna se abrazó a sí misma, tenía los ojos medio rojos. Quise besarla y decirle que iba a estar todo bien, que no llorara por tonterías. La música seguía sonando en la radio, una melodía alegre que contrastaba con la tensión que llenaba el coche. Pisé el acelerador un poco más fuerte, acomodando un rulo rubio detrás de mi oreja.

—En mi mochila está el mapa.

Luna sacó de la mochila el mapa, en donde había anotado la ubicación del hogar. Lo extendió sobre su regazo y luego subió la música. Se quedó dormida tras un rato, sin darse cuenta. Pero no le dije nada, la dejé descansar.

Viajamos horas, hasta llegar al hogar, entrada la madrugada. Estacionamos el coche en una gasolinera y caminamos los kilómetros que faltaban, por dentro de campos enormes, huyendo de las vacas gordas que curiosas nos miraban, como preguntándose qué hacían esas dos chicas sucias corriendo entre el pasto alto. No se movían, solo mugían. Así llegamos a pie, cansadas, con las rodillas adoloridas y muertas de sueño. El sol se veía, asomándose desde detrás del edificio, iluminándolo de tal forma que parecía sagrado. Mágico. Dios estaba ahí, de alguna forma. El hogar era enorme y de color gris. Una casona vieja, venida a menos, pero no por eso menos hermosa. Dos pisos, con un montón de ventanas pequeñas. Un patio exterior grande, repleto de plantas y árboles. El más llamativo, un jacarandá cerca de la entrada, un gran árbol de flores violetas. Y el cartel que le daba nombre a la institución, arriba de la gran puerta principal.

Miré a Luna, quien observaba el árbol. Sin pensarlo dos veces, cruzamos el umbral y caminamos hasta la entrada. Tocamos varias veces el vidrio de la puerta hasta que nos abrió una monja encorvada, con lentes redondos que hacían sus ojos enormes y la nariz pequeña.

—Hola —dijo Luna—, perdón la hora.

—Entren, entren que refresca a está hora.

Le hicimos caso y entramos. Estaba todo oscuro, como si aún todas durmieran, como si el lugar no hubiera despertado. Observé la enorme sala principal que se separaba en pequeños pasillos. El sol entraba por las ventanas, iluminando un poco de amarillo. La monja nos hizo un gesto de silencio y nos animó a seguirla. Caminaba con pasitos cortos y murmuraba cosas por lo bajo. La seguimos hasta una puerta blanca, grande, en el fondo del pasillo.

—Vayan, entren a presentarse. En unas horas vamos a desayunar, así que apúrense.

Se fue, caminando igual de rápido. Luna amagó con tocar la puerta, pero antes de que sus nudillos tocasen la madera, la habían abierto. Su mano cerrada quedó a centímetros de un rostro viejo. La señora nos sonrió de lado.

—Bienvenidas —comentó, con un acento algo extranjero.

Nos sentó frente a su escritorio. Era un cuartito pequeño, color blanco, con una ventana al patio y algunos cuadros en las paredes. La mujer se dejó caer en su silla de cuero y soltó aire, cansada. Sacó unas hojas y luego nos observó fijamente.

—¿Cómo se llaman, corazones?

—No importa —habló Luna, apresurandose—. Somos huérfanas, no nos nombraron nunca.

—En ese caso —la mujer sonrió en grande—, supongo que podremos encontrarles un nombre aquí ¿No? Ambas serán María, María como la primera madre.

Luna sonrió un poco, fingiendo emocionarse por aquel nombre, cuando, en realidad, la habían nombrado hacía años. Quise reírme, pero me contuve. Era una gran actriz.

—Usté, Esperanza. María Esperanza, porque tiene los ojos de la esperanza ¿No es así? —Luna asintió, varias veces, ante el delirio que estaba diciendo la señora—. Y usté... —La mujer se quedó pensativa, observándome con detenimiento.

Me miré las manos, incómoda por su forma de hablar.

—María Dolores —dijo finalmente—, porque en sus ojos veo el peso de muchas penas, pero también la fuerza para sobrellevarlas.

Luna soltó una pequeña risa, que disimuló rápidamente con una tos. Asentí, tratando de mantener la misma expresión agradecida y emocionada que ella.

—Gracias —dijimos, al mismo tiempo.

La que entendí que era la Madre Superiora nos sonrió de nuevo. Nos hizo más preguntas, y con Luna mandamos todas las respuestas al aire, sin pensar. Esquivamos el tema del embarazo, por miedo a un razongo como: hay que llegar vírgenes al casorio. O peor, que se les ocurriera querer buscar al padre de ese puñadito de células que Luna llevaba adentro. La Madre nos llevó hasta el segundo piso. Subimos una escalera angosta y empinada hasta otro pasillo, iluminado por varias ventanas. Abrió la puerta de un cuarto y nos dijo que nos acomodáramos. Y se fue. Olía a humedad y a algún limpiador barato. El cuarto era blanco, con una estatua de Jesús crucificado pegada a la pared, justo encima de las dos camas. Camas de hierro, con sábanas tan blancas como las paredes, un ventilador chico arrinconado, una alfombrita roja y amarilla en el piso, y una ventana que daba al patio. Tiré mi bolso encima de la cama más cerca de la ventana y me quedé mirando afuera. Al lado de la cama, un cuadro decía: la fé mueve montañas.

—Lo dudo —dije, y Luna sonrió, divertida—, son pesadas las montañas.

Ella se acercó por detrás y me abrazó por la cintura, apoyando su mentón sobre mi hombro con cariño.

—Lo hicimos, Jaquie —murmuró, contenta.

Sus manos, cual serpiente que trae el pecado, se aventuraron debajo de mi camiseta. Tímidas, ante la mirada de Jesús en la cruz. Ahí se quedaron, sin más intención que una caricia. Cerré los ojos y junté aire, feliz. Dormimos cada una en su cama, durante unas horas hasta que nos llamaron a comer, entonces, perezosas nos despertamos. Nos cambiamos, para dar una buena impresión y no la de dos fugitivas manchadas con pasto. Luna me ayudó a peinarme los rulos y me hizo una trenza apretada. Me puse una camiseta blanca manga larga para ocultar los tatuajes mal hechos del brazo y Luna me sonrió, para luego decirme:

—Se ve muy preciosa —Me puse roja y la insulté.

Desayunamos en un gran comedor, con ventanas altas que daban al fondo del campo, donde había más plantas y flores. Luna iba pegada a mí, como si tuviera miedo de ser interceptada, porque por más buena mentirosa que fuera, se ponía nerviosa con facilidad. Cuando entramos por la puerta, observé los rostros de la mesa. La monja de lentes en una de las esquinas, y varias monjas a su lado. La mesa estaba prácticamente vacía. Una veinteañera de tez oscura con un largo vestido gris comía animadamente mientras conversaba con una señora mayor, arrugada, que lucía aburrida. Una madre y un hijo pequeño que no quería comer y lloraba y la mujer que nos nombró, pelando una manzana.

—Oh, buenas —dijo, apenas nos miró—, llegaron a tiempo. En un rato va a ser horario de rezo. Coman.

Todas giraron a vernos. Todas menos el niño que seguía llorando y pataleando en el suelo. Nos sentamos en la esquina donde había menos gente. Rápidamente la veinteañera se acercó, queriendo presentarse. Llevaba el pelo muy muy corto y tenía un rosario colgando del cuello. Se sentó a mi lado, pero miró a Luna.

—¿De dónde es usté?

—De aquí —contestó Luna, extrañada, y luego suspiró—, mis abuelos eran de Japón.

—Guau, nunca había conocido a nadie así. Soy Alana, es un placer.

—Maria —se presentó—, Esperanza.

Alana apoyó su mano en mi hombro y la miré. Me costó entender su mirada, hasta que finalmente, hablé.

—Ah, Dolores.

—Esperanza y Dolores, qué combinación divertida ¿Son amigas?

—Vinimos juntas.

Todo estaba callado. Solo nos miraban a nosotras. Pensaba que iban a haber más personas, pero lucía como un lugar casi abandonado. Incluso había telarañas en las esquinas. Tomé un café amargo y aguado mientras Luna conversaba con Alana, quien pareció caerle bastante bien. El niño me tiró del pantalón. Era regordete y tenía la cara roja de llorar.

—Es usté algo fea.

—Tampoco se salva usté, mamarracho.

Frunció la nariz y me sacó la lengua, antes de volver a correr donde su madre, quien lo regañó, tirándole la oreja. Me enteré, escuchando la conversación a mi lado, de que Alana tenía veintidós y que había escapado de su hermano mayor, con quien vivía desde hacía unos pocos años desde la muerte de su abuela. Luego de desayunar, nos mostró el lugar, contándonos datos acerca de cada pared y cuadro. Llevaba tiempo viviendo ahí. Salimos a una pequeña galería que daba al patio. Sentada debajo del jacarandá, había una persona. Llevaba un suéter de tela y el cabello largo y marrón bien peinado.

—¿Y ella? —pregunté.

—Oh, llegó hace unas semanas muy lastimada —comentó Alana, en voz baja—. No habla nada y siempre está sola, ahí, mirando la ruta. Supongo que espera algo, no sé.

Luna la miró y supe, porque la conocía, que algo en ella le llamó la atención. A Luna le interesaban las personas extrañas, tal vez por eso se acercó a hablarme en un principio.

—Venganse, les quiero mostrar la biblioteca, es mi lugar favorito —Alana tomó su brazo y la obligó a seguir caminando.

Nos quedamos horas en ese cuartucho poco iluminado del segundo piso, que tenía dos estantes con un par de libros viejos. Luna leía una de las copias de la biblia, como intentando ver si podía recordar lo que había aprendido en el hogar en donde se crió. Yo me senté sobre una de las mesas, para mirar por la ventana la ruta. A los minutos, Alana llegó de vuelta, tras haberse ido a buscar algo y dejó sobre la mesa un libro marrón. Luna intentó agarrarlo y Alana la frenó.

—Me prometen que no le van a contar a nadie.

Nos miramos las dos y asentimos con la cabeza. Con una sonrisa atrevida, Alana abrió el libro. Dentro, en lugar de palabras impresas en las hojas, había fotos pegadas. Era una selección de recortes de revistas, que se había tomado el trabajo de hacer en secreto. Hombres desnudos, bronceados, rubios o morenos y con músculos que parecían imposibles.

—Dios me perdone —murmuró, agarrándose el rosario.

Luna se tapó la boca y cerró los ojos de golpe, intentando no verlo y yo solo fruncí el ceño, acercándome al libro secreto.

—Que asco —dije, apoyando mi dedo en la foto para taparle el pene.

Alana soltó una risa ruidosa y cerró el libro de golpe. Lo acercó a su pecho, como abrazándolo y sonrió apretando los labios, inocente.

—¿Dónde esconde eso?

—Es un secreto.

—No tengo intención de robarle, quédese tranquila —giré a Luna y le pegué en el hombro—, y usté, abra los ojos, idiota.

—¿Tiene novio? —preguntó Alana en voz baja, curiosa.

—No, solo le dan miedo los hombres.

—A mi igual.

Miré el libro y luego su cara, juzgando tal vez, lo real de esa afirmación.

—Los reales —aclaró.

Esa noche, aprovechando la oscuridad, Luna, tímidamente, corrió hasta mi cama. Fue silenciosa, precavida, sin hacer ruido, aunque el suelo crujía con cualquier paso. Habíamos puesto la pequeña mesa de luz en la puerta, para que funcionara como barrera. Se acostó a mi lado, me abrazó y me sonrió mirándome a los ojos. Le sonríe de vuelta y la besé. Mis manos se colaron debajo de su viejo camisón.

—Espere.

Se paró en la cama y estiró los brazos, para agarrar a Jesús y voltearlo, así su rostro miraría la pared. Solté una risa baja, y ella solo me pateó con cuidado la cara, divertida.

—No creo que quiera vernos.

—No creo —repetí, dándole la razón.

Se dejó caer nuevamente, sobre mi. Afuera, los perros ladraban y se escuchaba, de vez en cuando, los coches pasar, como jugando una carrera. Pero a mi solamente me interesaba Luna y sus pendientes dorados que brillaban cuando la luz de algún coche iluminaba por un instante la ventana. Le acaricié la cara con dos dedos y ella a mi.

—¿Está feliz usté, loquita? —murmuró, bien bajito como para que se pierda en el aire

Lo pensé y cuando noté como se le marcaban los hoyuelos al sonreír, asentí.

—Sí, china, contentísima estoy.

—Como la amo, ni se lo imagina.

Nos dormimos en camas separadas, por las dudas y en medio de la noche me desperté, con ganas de ir al baño. La escuché roncar. Siempre dormía abrazándose las rodillas. Me levanté y me puse la campera de tela y los zapatos, para salir del cuarto y caminar por el pasillo hasta el baño. No se veía prácticamente nada, pero me pareció ver una silueta oscura corriendo hacia mi. No llegué a reaccionar y me choqué, con la extraña del jacarandá. La miré de reojo mientras se detenía a mi lado. Parecía mucho menor que nosotras. Su rostro se iluminaba por la única luz blanca del pasillo. Tenía las cejas oscuras, la nariz grande y la boca tan apretada que parecía cosida con hilo. El cabello le tapaba parte de los ojos. Tenía un aire casi fantasmagórico, como si estuviera más muerta que viva. No me dijo nada, simplemente siguió caminando, sin siquiera disculparse por correr en la oscuridad.

—Pendeja —murmuré, siguiendo mi camino.

Soñé con mi madre. Esa mujer joven media morena y con el cabello rubio como yo. Soñé que ella era yo y yo era ella, que intercambiamos cuerpos. Soñé con mi padre, que le gritaba lo inútil que era y en ella que no lloraba nunca. Me dio culpa haberme ido. Me dio culpa dejarla sola, cuando era mi única amiga. Hasta me entristecí cuando recordé que prefería morirme a convertirme en ella. Soñé un recuerdo. Cuando era pequeña ella me llevaba a la plaza del barrio para que jugara. Me decía que aprendiera a pegarle a la gente en la cara y a gritar fuerte.

—Esas cosas —me decía—, esas cosas sirven de verdad, el resto no importa nada.

Soñé con ella llorando pensando que yo me había matado, aunque lo dudaba, porque si bien me quería, jamás me lo había dicho. Jamás se había entristecido por mi. De hecho, esos últimos años estaba enfadada conmigo. Enojadísima, por pasar rato en la casa de Amadeo. No me miraba a los ojos ni me contestaba, no quería saber nada de mi. Me decía que el día que yo dejara de hablar con Amadeo tal vez me iba a volver a hablar. Tal vez. Solo tal vez, decía.

Me olvidé de tu vieja voz, ahora solo tengo la nueva. Jamás escucharé la anterior, jamás la volveré a tener. El miedo a olvidarme tu voz me persigue. Quisiera conservarla para siempre, en una cajita de madera. Tu rostro se me desdibuja en el recuerdo, mamá. El día que yo muera, morirías conmigo y morirán todas las personas que conocí. El día que todos muramos, ya no habrán más voces ni más rostros. ¿Alguien allá lejos, tendrá mi voz? ¿Alguien allá lejos, tendrá mi rostro? Ojala la hija de la hija de la hija de la hija de la hija de mi hija se vea como tú. Ojala vuelvas a nacer, siendo hija. Y nunca seas madre. O seas madre de una hija que se parezca a mi. Así volveríamos a nacer. Con otro rostro y otra voz.

Una madre y una hija.

II

Mis manos manchadas de un jugo rojo medio dulzón. Mis dos dedos hundiéndose entre la carne, abriéndose paso. Los moví, de arriba a abajo, divertida, con esa imagen que solo yo entendía. Que nadie más comprendía igual. Sonreí, mordiéndome el labio inferior, admirando esa obra de arte, hecha por Jaqueline. Pensé en Luna.

—No juegue con eso, hágalo bien —me reprendieron.

Dejé el tomate mal cortado del otro lado de la tabla de madera. A mi lado, la mujer, que era madre del niño, lavaba las otras verduras para la cena, enojada porque en lugar de cortar los tomates, parecía estar dándoles un cariño pecaminoso. Me quería ir de esa cocina grande, donde todo tenía más de doscientos años, pero me habían encargado cocinar.

—No sé cocinar —le contesté, en mi defensa.

—Debe de aprender ¿qué va a hacer cuando se case?

—No sé, terminaré en un hogar de monjas como usté, tal vez.

Me cruzó la cara con una cachetada que me ensució el rostro con el pigmento de la remolacha. Quedé en silencio, con el rostro serio. Quise devolvérsela, pero entonces tendría menos a mi favor para defenderme. Por eso solo fruncí el ceño, con molestia. La madre superiora se asomó por la puerta al escuchar los ruidos.

—¿Qué está pasando acá?

La mujer ocultó su enojo y en cambio fingió tristeza, agarrándose el pecho.

—Acaba de faltarme el respeto. Tiene que cuidar lo que dice, Madre, no puede...

—María, venga conmigo, por favor —la interrumpió.

Dándole la espalda a la madre, me limpié la cara, levantándome la camiseta con la intención clara de que vea el tatuaje de la mujer desnuda que tenía arriba del ombligo. Le sonreí irónica y luego me fui, dejándola con el rostro rojo.

—Ya hace dos meses que están aquí y no es la primera vez que sucede esto.

—Perdone.

Se detuvo de golpe, en medio del pasillo.

—Yo se que usté no es así. Yo sé que tiene mucho que darle a Dios, lo sé porque veo en usté el amor de Jesús. Que tiene bondad en su corazón. Lo siento aquí —se tocó el pecho—. Tu sei stata benedetta dalle mani del Signore.

Me tomó de los hombros con cariño y me sonrió. Parecía conmovida, así que no me pregunté qué significaba esa frase. Signore. Lo repetí en mi mente.

—Ahora váyase, ya pensaré que otra tarde puedo darle que no involucre cocinar.

Ella siguió su camino a su oficina y yo corrí hasta el baño, para mojarme la cara con agua fría. Recién cuando el rojo de la mejilla desapareció un poco, me dirigí hasta el patio, donde sabía que iban a estar Luna y Alana, conversando. Luna me besó en el cachete al verme y le murmuré que tenía que ayudarme en algo.

—Nos vemos luego, Lana.

Tras caminar por la casa en silencio, entramos a la biblioteca. Y cuando iba a agarrarle la cintura noté a una persona. Dentro, la extraña del jacarandá leía una biblia color verde. Levantó de golpe la cabeza al vernos y acto seguido amagó con levantarse, pero Luna habló.

—Puede quedarse, hay espacio para las tres ¿No?

Nos sentamos en la misma mesa que ella, quien volvió su atención al libro. Pasó una página, con delicadeza, por lo fino que era ese papel. Luna acariciaba mi rodilla por debajo de la mesa y por encima de mi pantalón.

—¿Cómo es su nombre? —preguntó Luna, con un tono cariñoso.

—Es sorda —le dije—, ni intente.

—No soy sorda —murmuró, su voz era más grave de lo que hubiera imaginado mirando su rostro infantil.

—Ah, mira, habla.

La extraña me miró mal y rodó los ojos con molestia. Luna me pellizcó, regañándome por estar arruinando la oportunidad de conocer a esa misteriosa callada.

—¿Cómo es su nombre? —no contestó nada—, yo soy María Esperanza, y ella María Dolores

—Ya sé quienes son.

—¿Nos espías? —pregunté, y se puso colorada por completo, desviando la mirada— ¿Qué? ¿Te enamoraste? —Luna entonces me pellizcó con más fuerza e hice un gesto adolorido.

—Es mejor que la ignore, tiene un sentido del humor extraño ella. Le prometo que es agradable cuando la conoce. A veces. Bueno, casi todo el tiempo. Cuando no está en sus días, porque entonces...

—Ciérrese usté la boca, tonta.

La extraña sonrió un poco, entretenida con esa discusión de mentira. Y a Luna, que había logrado su cometido, le brillaron los ojos.

—¿Cuántos años tiene? Nosotras tenemos diecisiete.

—Yo tengo trece.

—Ay, pero si es muy pequeña.

—Habla como una vieja, Luna.

La niña del jacarandá volvió a reír, enseñando sus dientes separados.

—¿Quiere ir a pasear? —propuso Luna y la niña sonrió, volviendo a sonrojarse.

Guardamos en mi mochila pan, queso, frutas y botellas con agua que robamos de la cocina y evitando las miradas, saltamos el alambrado al campo de detrás del hogar. Caminamos sin rumbo entre los árboles y el pasto alto hasta llegar a una zona algo alejada con un pequeño arroyo que se abría a una olla un poco más grande y luego se volvia angosto nuevamente. Luna sonrió, emocionada, y se acercó a pasos rápidos.

—Está hermosa —dijo, tocando el agua con el pie descalzo.

Se quitó la blusa y la pollera larga, quedándose solo con su ropa interior blanca y se sentó sobre unas piedras, quedando con la mitad del cuerpo debajo del agua. El sol se colaba entre unas hojas y le iluminaba el pecho y el rostro. Yo me senté junto a la mochila, me quité la campera para quedarme con la camiseta sin mangas y estiré mis piernas. La niña observó a Luna y luego mis tatuajes, curiosa.

—¿No se va a meter? —le pregunté, para comenzar alguna charla.

Negó varias veces, abrazando sus rodillas y estirando hacia abajo el suéter viejo que llevaba puesto. Noté ese gesto tonto.

—¿Le da vergüenza? —por la forma en la que me miró, supe que tenía razón—. La entiendo, a mi igual.

—Pero usté es muy bonita.

—Puff, cállate.

—Lo digo en serio.

Sonreí un poco, porque el cumplido había sonado tontamente inocente y genuino. Me rasqué la cabeza, pensando que se suponía que tenía que decir ahora. Solté aire por la nariz.

—Usté también. No sé quién le dijo lo contrario, pero no lo crea. Jamás.

Pensé en la primera vez que me dijeron que era fea, con siete años. La miré a ella y no sé por qué me dio pena. Una pena rara, que eran ganas de abrazarla un rato largo y convencerla de que todo eso que le dijeron era mentira. Le pegué con cariño en el hombro.

—Óigame, si usté se mete, yo me meto.

—Bueno, está bien.

Me levanté y sin pensarlo mucho me quité el pantalón y la camiseta. Dejé la ropa doblada y escuché a Luna soltar un grito de alegría, como quien anima a otra persona a hacer algo imposible, pero divertido. Me metí al agua y crucé mis brazos inconscientemente, usándolos, de alguna forma, como un escudo humano para que no me vieran. La niña entró, pero con la ropa puesta. Metió toda la cabeza dentro del agua y luego subió, con el cabello hecho una cortina y el suéter empapado.

—Tramposa de mierda —le dije y ella sonrió.

Cerré los ojos, recibiendo el sol con gusto y escuchando, lejos a los pájaros cantar. Luna se apoyó en mi hombro mientras la niña jugaba con unas ramas. No sé cuánto tiempo pasó. Horas, seguramente. Luna fue la primera en salir del agua, cuando sus dedos ya parecían los de una anciana. Se secó al sol durante un rato y se cambió. Yo me sequé como los perros, que se sacuden de un lado a otro agresivamente. La niña saltó y rodó en el pasto hasta quedar boca arriba. Le pateé la cabeza en broma y ella soltó una risa nasal. Comimos pan con queso y frutas mientras conversábamos sobre tonterías, como cuál sería el nombre del bicho volador que se posó sobre la rodilla de Luna. Finalmente agarré mi camiseta, la sacudí para limpiarle la tierra y me cambié. La ropa se me pegaba a la piel porque seguía estando mojada. Intenté ignorar la sensación incómoda. Así, medio mojadas, volvimos al hogar, juntas.

—¿Se siente bien? —le pregunté a Luna, que apenas había regresado del baño.

La luz del velador prendida, las cortinas abiertas para poder observar el paisaje nocturno y el sonido de los perros, que parecían nacer solamente durante la noche y morir en la mañana. Luna asintió varias veces y se sentó a mi lado, en la cama, que rechinó.

—¿Cómo va a nombrar al bebé?

Se recostó en mis piernas y cerró los ojos, tranquilizandose.

—Si es niño, me gusta el nombre Toto.

—Suena bien.

—Y si es niña, aun tengo que pensarlo ¿Cuál le gusta a usté?

—No sé. Estrella, así combina con su nombre.

—Tiene que combinar con el suyo, también.

—¿Por qué?

—Porque va a ser su mamá.

Mamá. Jamás pensé que esa palabra viniera pegada a mi nombre. Jamás pensé en mi, como una mamá. Tal vez porque la idea de ser madre del hijo de Amadeo me asqueaba. Tal vez porque la idea de ser madre me aterraba. Por eso no contesté nada, hasta pasados unos minutos, cuando pude finalmente comprender lo que Luna había dicho y sonrojada, fingiendo el tono exagerado de las doñas al hablar, miré hacia otro lado.

—Es una estupidez eso. No se pueden tener dos madres.

—Bueno, nuestro hijo o hija va a ser la primera.

—Está delirando ¿Tiene fiebre?

Le toqué la frente, que estaba fría y ella abrió los ojos.

—¿Qué le vamos a decir cuando pregunte cómo se supone que tiene dos mamás, eh?

—Le vamos a contar que le pedimos a la luna, y entonces, una noche, apareció un bebé —hablaba como una soñadora, estirando las letras.

Se levantó lentamente y rozó su nariz con la mía.

—¿Por qué a la luna?

—Porque es la única en la que se puede confiar ¿usté le pediría un hijo a Dios?

Negué con la cabeza y ella me besó, con emoción, queriendo decirme todo. Me acarició el rostro y me murmuró que iba a ser la mejor madre de su hijo o hija y yo solo me puse roja y lloré en silencio. Lloré de felicidad, escondida en su pecho, mientras me abrazaba con fuerza y me calmaba, en voz baja.

—Yo la amo, Jaquie —me dijo, al oído—, ¿lo sabe? Que la amo.

—No, no lo sé, me lo tiene que decir de nuevo.

—La amo.

Todas las tardes, luego de rezar, hacíamos coronas de flores con lo que recolectabamos de los arbustos del patio. Flores amarillas, blancas o rojas. Pequeñitas o con muchos pétalos. La niña nos enseñó a coserlas a las ramas finas para armar así una corona que entrara en la cabeza. Usábamos las que ya se habían caído para no matar a las que aún brillaban en su tallo. Por eso nuestras coronas se morían rápido. Cuando ya se marchitaban, las enterrábamos en lo que parecía un ritual mágico.

—Espero que en el cielo haya lugar para las flores —dijo la niña, una vez, mientras aplastaba la tierra.

—¿Cree en eso? ¿En Dios? —pregunté yo, mientras le sacaba los pétalos a una margarita.

No me contestó nada y simplemente siguió acomodando la tierra. Puso una pequeña cruz hecha con palitos y murmuró por lo bajo: descansen. Apodamos a la niña Jacarandá, porque se negaba rotundamente a decir algún nombre o apodo con el cual referirse a ella. Le confesamos todos nuestros secretos, incluso que estábamos enamoradas, pero ella jamás nos contó ninguno. Era como una caja muy bien cerrada, que nosotras tampoco queríamos abrir. Dormimos juntas un par de veces, ella en el medio, abrazada a Luna. Un poco se sentía como una hija nuestra, una hermana tal vez. Le trenzaba el cabello y me enseñó a maquillarme con unas pinturitas que tenía en el bolso de su cuarto. Con delicadeza y usando solo el dedo me pintaba los ojos o la boca y Luna se reía, diciéndome que me veía preciosa. Fue lindo.

Una mañana escuchamos gritos en el comedor. Gritos ruidosos, agudos, como los de las vecinas al pelearse entre ellas. Entramos y pudimos ver al pequeño niño mirando el suelo en silencio, a Alana agarrándose la cabeza y a las monjas intentando calmar a la madre del niño.

—¡No voy a permitir a un loco travestido cerca de mi hijo! —gritaba, mientras agitaba los brazos de arriba a abajo, en un ataque de locura.

—¿Qué está pasando? —pregunté, acercándome a la ronda.

—Alana fue al baño durante la noche, y lo vio bañándose ¡es un hombre! ¡¿Acaso ustedes no revisan esas cosas?!

—¡¿De qué estás hablando?! ¡Es una niña! —gritó Luna, con un enfado que nunca había visto en ella.

—Dígale que venga aquí entonces, que se baje los pantalones y nos muestre ¡Dicelo!

—¡Pero callese, vieja de mierda!

Volteé de golpe a Luna, quien la señalaba con seguridad. La mujer se lanzó a ella y Luna la tomó del largo cabello con fuerza. La monja de lentes soltó un grito sorprendido, Alana solamente se alejó, con miedo, la monja más joven se tapó la boca y el niño gritó: pégale, ma, pégale.

Luna le pegó con el puño cerrado en el rostro y cayeron ambas al suelo. Me acerqué y tiré del camisón viejo de la mujer, para alejarla de Luna, a quien no parecía querer soltar. Tenía las uñas clavadas en su hombro, mientras ella la insultaba en japonés e intentaba patearle el rostro.

—¡State tutti zitti! —el grito firme de la madre superiora resonó en todo el hogar, erizándome la piel.

Jacarandá estaba parada junto a ella, en la puerta de entrada del comedor. Tenía los ojos rojos de llorar, el mismo suéter de siempre y el cabello tapando parte de su rostro. Se veía muerta, como la primera vez que nos cruzamos. Luna se levantó, sin antes intentar cachetear a la mujer una última vez.

—Mírense, parecen hombres ¿No les da vergüenza? —rodé los ojos ante el comentario de la madre superiora.

Agarré con fuerza el brazo de Luna, quien aún tenía energía para arrancarle más mechones de pelo a quien se le cruzara por el camino.

—El asunto ya fue arreglado. Eduardo se irá por la tarde.

Jacarandá se puso roja por completo ante la mención de ese nombre que tan bien estuvo ocultando y que tuvo que confesar, seguramente, en la oficina de la madre superiora, entre lágrimas tristes y ruegos. La mujer, aún mareada por los golpes de Luna, sonrió victoriosa.

—No, no puede —apreté un poco el brazo de Luna, pidiéndole que se calme— ¿va a dejarla... dejarlo, o lo que sea, allí afuera?

—Dios lo protegerá, pero este no es su lugar. Lo sabemos.

—Tampoco es el mío entonces.

Luna se soltó de mi agarre y se fue, con pisadas fuertes, ruidosas. Alana se levantó pero la detuve, murmurando que si se acercaba a ella, entonces iba a ser yo quien contara un par de secretos suyos. Durante las horas restantes, mientras la niña guardaba su ropa, Luna persiguió a la madre superiora, intentando convencerla.

—¿Y qué hay del niño pequeño? ¿No debería irse él también?

—No es lo mismo.

—Tiene trece años ¿Qué mal puede hacernos? ¿Qué mal nos hizo?

—Vistió las ropas que no le corresponden y ocultó la verdad. Es suficiente. Es más que suficiente.

Cuando el sol cayó, Jacarandá salió del hogar, tras darle un fuerte abrazo a Luna y pedirle que no se pusiera triste. Nos quedamos observando desde la entrada como se alejaba lentamente y pasaba el árbol violeta.

—Se va, de verdad se va ¿crees que vaya a estar bien? —dijo Luna.

Me crucé de brazos, con frío, mientras observaba cómo se iba caminando por la ruta, con su mochila colgada del hombro izquierdo y el cabello recogido.

—Es injusto, Jaquie.

—Es la vida.

Se limpió las lágrimas con la blusa cuando la perdimos de vista. Luna no quiso hablar ni aceptar las disculpas de Alana y yo me encargué de volver a advertirle que no nos dirigiera la palabra. La ida de la niña del jacarandá fue solo el comienzo del fin de ese pequeño sueño que duró pocos meses. De repente, ese hogar ya no parecía tan enorme ni tan mágico como cuando llegamos. Luna tenía que comenzar a usar mis camisetas, para que le quedaran más sueltas, por el temor a ser descubierta y más de una vez estuvimos a punto de ser atrapadas en medio de la noche, por alguna monja curiosa que merodeaba los pasillos.

—¿Esta va a ser la vida, Jaquie?

Yo caminaba, de una pared a la otra, intentando pensar que íbamos a hacer. No teníamos muchas opciones, y teníamos que irnos lo antes posible.

—No, nos vamos a ir. Durante la noche.

—¿A dónde?

—No lo sé. Hay que pensarlo mejor, hay que pensarlo.

Luna dejó el cepillo sobre la cama y soltó un suspiro ruidoso. Parecía que habíamos cambiado de papeles, que ahora era yo la que intentaba convencerla de no rendirse tan fácil.

—Tal vez tenía razón, Jaquie.

—Vamos a ir a la ciudad —hablé, ignorándola por completo—, para eso tenemos que llegar a la estación de autobús. Tomarnos uno e ir hasta allá.

—No tiene sentido, no conocemos a nadie ahí. No tenemos más dinero que el que trajimos.

—Algo haremos. Vamos a conseguir trabajo y podemos vivir en algún hotel, hasta juntar suficiente para alquilar una casa.

—Deberíamos volver. Deberíamos hacerlo. Puede usté vivir con nosotros, con Jonatan y conmigo.

—¿Habla en serio?

Se hizo un silencio y ella simplemente se dejó caer sobre la cama, cruzándose de brazos.

—Simplemente no sé qué hacer.

La tomé del rostro y le limpié las lágrimas con un cariño que pocas veces me atrevía a demostrarle.

—Yo confié en usté, ahora confíe en mí.

Pasó una semana tranquila, hasta que tocaron nuestra puerta, en medio de la madrugada. Golpes fuertes, que retumbaron en el cuartito.

—¡Ya voy, ya voy!

Yo fui la primera en levantarme, de golpe, asustada por el ruido. Me acerqué, aún descalza y apoyé mi oreja en la madera para intentar escuchar quienes hablaban del otro lado. Muchos murmullos confusos, chismosos. Abrí la puerta de golpe. Una imagen quedó grabada en mi mente: La monja acomoda sus lentes y detrás de ella, el resto finge no estar escuchando.

—Las buscan —dijo la monja, temerosa—, un chico las busca.

Luna me miró desde la cama, media tapada con la manta y con una expresión confusa. Yo, con el pijama puesto y la monja en frente, intenté pensar cuánto nos iba a doler lanzarnos por la ventana. Me cambié con lo primero que encontré y la monja nos guió hasta un pasillo, escoltada por el resto de mujeres chismosas, para mostrarnos por la ventana al hombre de brazos cruzados que esperaba impaciente en la galería. Jonatan, con su campera de cuero falso, los pantalones rotos y la gorra de siempre.

—Le dijimos que no podía entrar, pero él insistió que las conoce. Dice que se llaman Luna y Jaqueline ¿Es verdad?

Antes que pudiera continuar, otra monja la interrumpió.

—¡Dice que es su novio, que usté es su guacha, eso dice el loco aquel! —exclamó, asustada, mirando a Luna.

—No lo conocemos. No sabemos quién es.

—¡Tiene una foto de los dos en el bolsillo! ¡Nos la enseñó! —añadió una monja más regordeta, alzando el dedo.

—Hijo de puta —murmuré, dándole un golpe a la pared con el pie y me alejé unos pasos para intentar no escuchar a las monjas—. Díganle que suba.

Jonatan respiraba agitado, como si hubiera corrido durante días. Al entrar al cuarto tomó una gran bocanada de aire y se intentó acercar a Luna, quien, de forma poco disimulada dio varios pasos hacia atrás, alejándose. Jonatan pareció entenderlo y no insistió otra vez.

—¿Cómo llegó aquí?

Jonatan se acomodó en la cama, cuyos resortes oxidados sonaron. Luna y yo nos sentamos en la de enfrente.

—Fue la última idea que tuvimos, ya nos íbamos a rendir. Unas vecinas, que recordaron haber hablado sobre el hogar de monjas —Jonatan pasó una mano por su cabeza—. Pero yo dije que no. Que no había forma, que algo debió haberles pasado. Nunca creí que fue idea suya, que se escaparon.

—No nos escapamos. No somos niñas, podemos hacer lo que queramos —dije, y él sonrió de lado, triste.

—Sabía que no estaban muertas, sonaba tan ridículo —siguió hablando, sin prestarme atención—. Sabía que jamás lo hubieran hecho. Las buscamos por todos lados, no se imaginan. Todo el barrio se volvió loco. Pero la policía fue clara; suicidó. Sonaba tan ridículo, yo lo sabía. ¿Por qué lo harían?

Luna miraba al suelo y lloraba, en silencio. Se hacía un charco de agua salada en el suelo gris del cuartito. Afuera las monjas escuchaban la escena, apoyadas todas en la puerta.

—Amadeo murió, Jaqueline —juntó aire y volvió a hablar—, estaba muy borracho, se subió sobre su casa, se tropezó y se cayó y ya. Fue rápido, no sufrió. El perro ahora vive conmigo.

Apreté mis manos con fuerza, molesta. Molesta por la mención de Amadeo. Molesta por su muerte. Porque no me importaba, porque desde hacía meses no pensaba en él y lo primero que hacía Jonatan era mencionarlo. Su muerte no me alegraba, ni me entristecía ni me calmaba. Su muerte era la nada porque para mí él jamás existió. Pero aún así me picaron los ojos. Me dieron ganas de llorar.

—¿Por qué mierda me está contando esto?

—Porque ya está, ya puede volver.

—¿Cree que me fui por él?

Frunció el ceño, confundido. Ya se había hecho la historia, se había convencido de una mentira piadosa para sí mismo. No era tonto, o al menos, era lo suficiente inteligente para saber que esa idea de su cabeza era una mentira.

—Amadeo no me importa. No me importó nunca.

—Ta, Jaquie, lo entiendo. Tenía miedo, está bien, cualquiera hubiera tenido miedo. Y Luna es su amiga e hicieron esto juntas, pero ya está.

—¡No entiende nada, eso sucede! —se me escapó un gritó y suspiré, intentando calmarme un poco—. No todo gira alrededor suyo o del imbécil de Amadeo.

—No me grite.

—¿O que? Le dura poco la fachada de niño bueno ¿no? Yo se que cada vez que me ve me quiere golpear —apretó los labios, avergonzado— ¿es verdad, no? Cree que soy insoportable y que estoy hundiendo a Luna en mi mierda, y no es así.

Levantó el brazo y me señaló, mientras respiraba en el tonto intento de relajarse.

—Basta, de verdad. La estoy intentando ayudar, desde que la conozco lo único que hago es intentar ayudarla, porque es la amiga de Luna, pero es insalvable —bajó el tono de voz, en un susurro grave—. Es igual a tu madre.

—¡No hable sobre mi madre! —se me rompió la voz, en medio del grito— ¡No tiene derecho!

—¡Luna, nos vamos!

Ambos nos paramos de golpe, y quedamos cara a cara. Me sacaba una cabeza de altura y tenía el rostro serio, molesto. Pero igual lo observé a los ojos. Lo reté a ver cuanto aguantaba, lo reté a una pelea de miradas silenciosa. Parecía a punto de lanzarse a mí, de lanzarse para romperme la cabeza contra el suelo de la ira y la tristeza.

—No quiero irme.

Volteamos al mismo tiempo hacia Luna, que había dicho, como se dice cualquier cosa, esa frase. Aún miraba al suelo, pero no lloraba más. Se limpió el rostro con su blusa. Jonatan relajó los hombros.

—No. No me voy a ir. Y Jaquie tampoco. Fue una idea mía venir.

—¿Qué dice...

Luna levantó el rostro y apretó los labios, conteniendo el llanto o las mil palabras que quería decir y no sabía cómo. Yo solo guardé silencio. Un silencio cómplice.

—Amo a Jaquie. La amo mucho —abrí la boca, sorprendida por la tranquilidad con la que dijo eso—, y mucho más de lo que lo amo a usté.

Jonatan pareció entenderlo. Me di cuenta por sus ojos abiertos en grande, su boca en línea recta y su respiración acelerada. Pareció entenderlo sin necesidad que lo digamos, como si en el fondo, lo hubiera sospechado desde un inicio. No volvió a preguntar, no quiso contradecirlo. No fingió la confusión que fingía siempre que me veía. Solamente pateó con fuerza la cama, a la vez que soltaba un grito ruidoso, molesto. Un grito gutural sin sentido. Un grito que seguro se escuchó en todo el hogar.

—¡Hijas de puta, hijas de puta!

Se fue, dando un portazo en seco y las monjas se apartaron del camino, mientras lo veían irse dando gritos. Luna se fue corriendo tras él y yo la seguí. Cruzamos toda la casona hasta llegar a la puerta que daba al patio y recién entonces me quedé quieta, dejando que Luna fuese a hablar con Jonatan. Me dejé caer al suelo de la galería, con las piernas cruzadas. Vi a un par de monjas asomarse por la puerta y les levanté el dedo medio.

Jonatan lloraba. Tenía los ojos rojos, los mocos en la nariz, las manos temblando. Lloraba parado junto al jacarandá, con una mano apoyada en su tronco y la otra cubriendo su rostro con vergüenza. Luna apareció y tímidamente le acarició los hombros y dejó que se apoyara en ella para llorar. No los escuché, por la lejanía, pero no discutían. Jonatan la abrazó, con fuerza y pareció pedirle que cambiara de opinión. Sentí hasta tristeza por él. Porque Luna me amaba a mi. Porque muchos amaban a Luna, pero Luna solo me amaba a mi. Y yo solo la amaba a ella. A nadie más, en todo el mundo. Jonatan hasta se agachó y juntó las manos, como quien reza, como quien le ruega a Dios una vida mejor. Luna negó con la cabeza y le besó la frente, con cariño, con el cariño que solo ella tenía. Porque supongo que un poco se amaban, un poco se querían ellos dos, un poco fueron algo, en algún momento. No lo comprendía, pero tampoco pretendía hacerlo.

Luna se fue, y decidí no seguirla y dejarle la soledad que seguro necesitaba tras esa secuencia intensa. Esperé sentada en el suelo, observando mis pies descalzos sucios de tierra. Jonatan se acercó a mi. Se frenó en seco, y noté que tragaba saliva y apretaba la mandíbula. Se agachó para quedar a mi altura, me tomó de los hombros y acercó su cara a la mía. Sus ojos parecían arder, su nariz estaba roja y sus mejillas empapadas.

—¿Desde cuándo? Dígame, desde cuándo, le ruego.

Guardé un silencio misterioso, malvado, mientras él apretaba las manos. Tal vez quería retarlo, probar cuánto aguantaba su paciencia. Mal para mi, Jonatan simplemente se quedó así. No gritó, no me golpeó, no hizo nada más que mirarme.

—Invierno del noventa y tres. Desde que tenemos trece años, Jonatan.

Me soltó de golpe y dio varios pasos hacia atrás

—¿Cómo mierda no me di cuenta antes? Que imbécil, que imbécil, Dios. Intenté ser un buen amigo con usté, Jaqueline. Ayudé a su madre, la ayudé a usté, ayudé a Luna ¿Así me pagan?

—Esto no tiene que ver con usté, Jonatan —le dije, lo más calma posible—. Nada de esto tiene que ver con usté. No lo entendería, jamás lo entendería.

—No. Jamás voy a entenderlo.

—Amo a Luna —apretó la cara con enojo—. Y Luna me ama a mi y si la quiere como dice que la quiere se alegraría de verla feliz.

—Conmigo. Quiero que sea feliz conmigo, porque con usté no va a poder serlo nunca ¿Qué clase de vida van a tener? ¿Huir? ¿Cree que Luna se merece eso?

—Luna se merece hacer lo que carajos quiera.

Se fue, para no tener que darme la razón y me dejó sola. Y ahí, en esa soledad vigilada por las monjas, con los bichos dando vueltas y el aroma a flores, lloré, escondiendo mi rostro con ambas manos. Hasta la madre del niño se sintió avergonzada y cuando se iba a acercar a pelear, decidió dar la vuelta y esquivarme. Me dio hasta pena imaginarme a mi misma. En el cuarto, Luna acomodaba su bolso sobre la cama. Entré y me detuve en la puerta, apoyándome en el marco y cruzando mis brazos.

—La madre superiora nos busca —dije—, está desesperada. Deberíamos...

—Nos vamos a ir, con Jonatan.

—¿Qué?

—Solo confía, un poco más, confiemos un poco más en la otra ¿no? Déjeme unas semanas, un mes, como mucho, para convencerlo. Para hacerlo entrar en razón. Jonatan no es malo, es bueno él, necesita entenderlo.

Volvimos a Timbó. Al pueblo, al hogar, al nido del cual nos echaron. Yo no quise ver a mi madre, así que volví a la casa de Amadeo. Más triste, silenciosa, como cementerio vuelto casa. Tuve esperanza, incluso cuando los primeros días Luna no se cruzaba ni a mi casa a saludarme. Todo el pueblo hablaba de nosotras, de lo locas que estábamos y no tardaron mucho en inventar que había sido idea mía, y que la había arrastrado a ella a toda está mierda. Igual me dejaron volver a mi trabajo, la lavandería del barrio. Un cuarto en una gran casona, con muchas mujeres y olor a jabón. Noté las primeras veces a las otras chicas hablando a mi espalda. Pero a los días ya parecían haberse olvidado. Fregaba la ropa vieja con fuerza, hasta que me dolieran las manos, como castigo a mi misma. Como forma de demostrarle a alguien que estaba triste, enojada. Que tenía mucho dentro y no sabía como sacarlo o si debía sacarlo siquiera. Si tenía derecho alguno de ese enojo, si Luna estaba feliz. Le había dicho a Jonatan eso, que si la amaba se alegraría de verla feliz, y yo que la amaba, no podía alegrarme. Me intenté convencer de que era porque sabía que ella no era feliz del todo, qué era eso y no el deseo infantil de pertenencia. De pertenecer a ella y de que ella me perteneciera. De pertenecernos. A veces cruzaba frente a su casa e intentaba espiar, pero nunca veía nada. Solo veía a Jonatan caminar de vez en cuando por las calles, o pasearse con su moto. Luna creo que se encerró en su casa como princesa que es atrapada en la torre. Y yo, en mi torre de chapa, también me encerré. A dormir entre cerveza, recuerdos de Amadeo y llanto. La primera vez que Amadeo me dijo que me amaba fue justo ahí, en su cama, donde yo ahora dormía. Y ahora él estaba muerto y yo, un poco también.

Podría haber sido un domingo, con lluvia de esas que parece que no paran más, cuando tocaron mi puerta. Abrí y ahí estaba Luna, con una capucha impermeable y un bolso colgando del hombro. Me miró. Hacía rato que no nos mirábamos, que no nos decíamos ni una palabra. Pero se tiró a abrazarme, de golpe, como quien no piensa. Casi me tira al piso, pero me afirmé a tiempo para devolverle el abrazo igual. Le iba a clavar un beso cuando giré la cabeza y vi a Jonatan afuera, ocultarse debajo de su gorra y mirar la lluvia. Luna me tomó de la cara antes de que dijera algo.

—Jonatan nos va a llevar a la estación —dijo—, prepare sus cosas, que nos vamos.

No lo cuestioné, porque no iba a poder hacerme cargo de entender lo que estaba ocurriendo. Simplemente corrí a buscar la poca ropa que tenía guardada aun en mi mochila y unas monedas que le habían quedado a Amadeo sobre la mesa de luz. Salimos las dos, el viento resoplaba fuerte, casi que nos llevaba volando. Jonatan me miró a los ojos.

—Súbase.

La moto de Jonatan era vieja y parecía que se iba a desarmar en cualquier momento, pero igual aguantó el peso de los tres. Jonatan pisó el pedal y la moto arrancó, largando una humareda gris. Me subí adelante, y atrás mío se acomodó Luna, con un bolso en cada hombro. Me abrazó para no caerse y apoyó la frente en mi espalda. Yo me agarré de la moto, porque me daba vergüenza tocarlo a Jonatan. Él no dijo nada, se quedó todo el viaje callado. Iba despacio, tal vez porque, en el fondo, no quería llegar. No quería ver a Luna subirse al ómnibus. No quería pensar en no volver a verla nunca más. Pero lo inevitable es inevitable, y al rato vimos la entrada chiquita del pueblito vecino donde estaba la terminal. Jonatan frenó y dejó la moto tirada sobre la calle de tierra. Nos bajamos y entramos a la estación, vieja, como perdida en el tiempo. Los bancos para esperar estaban rotos, pero desde ahí se podían ver los andenes. Una mujer trapeaba el piso, un tipo fumaba un habano, y unas nenas jugaban a la escondida. Luna se acercó a la ventanilla para sacar dos pasajes, y mientras tanto Jonatan y yo nos sentamos en los bancos menos rotos. Lo miré de costado: estaba serio, con esa cara de después de llorar que tienen los torpes, como yo.

—Gracias —le dije.

—Luna la ama mucho, mucho a usté —se le quebró la voz—. No lo entiendo, pero supongo que usté tiene razón. Tiene derecho a hacer lo que quiera. Aunque me parece una estupidez... prométame nomá que la va a cuidar bien, que se van a querer bien. Me contó la Luna que tiene un hijo mio —por un segundo, se me paró el corazón—. Está bien, lo entendí, no se asuste, que no voy a hacer nada. Cuídenlo bien ustedes, me hubiera gustado criar al hijo de Luna, pero ahora lo va a hacer usté y lo tiene que hacer bien ¿me lo promete?

—Claro que sí, lo prometo. Usté cuídeme al perro mio.

—Sí.

—Usté me dijo que merecía más ¿recuerda? Ya va a llegar a su vida una mujer que lo ame como usté ama a Luna. Es buen tipo usté.

—Ya sé. Demasiado buen tipo.

El autobús llegó media hora después. Luna lo abrazó con fuerza, y lloró en su hombro mientras le decía que íbamos a estar bien, que se cuidara, que ella iba a ser feliz. Él no le contestó nada y solo la apretó con fuerza, con tanta fuerza que hasta pensé que tenía la intención de hacerla explotar. A mí sólo me miró con seriedad y me golpeó fraternalmente el hombro. Se fue antes que el autobús partiera porque no iba a soportar ver a Luna irse. Subimos solas y nos sentamos en los asientos del fondo. No había casi nadie, solo se escuchaba a un viejo roncar. Ella eligió la ventana y dibujó en la tierra del vidrio un pequeño corazón.

—Chinita ¿Estás triste? —le pregunté.

Sonrió un poco y giró la cabeza hacia mi. A punto de volver a llorar, con la voz frágil y la cara mojada me dijo, a la vez que soltaba aire:

—Estoy más feliz que nunca.

Los amores que saben a melocotón y se pegan en la piel y quedan ahí y sirven al sol como una especie de bronceador natural que cambia el color de las pieles. Y las madres que te regalan desgracias y abrazos y besos y los padres callados, que dicen más de lo que creen y los que se mueren, por egoísmo, o por miedo. Y la luna, a la que se le puede pedir deseos, porque siempre, pero siempre, va a contestarte. Dios la envidia, porque nosotras la queremos más. Amén

Fin.

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