Prólogo
Esa noche, un viernes 13.
Mr. Chevalier se le vio caminando por las calles de Burton a la medianoche. No solo fue una madrugada que la suerte le escupió el rostro, sino también, que al llegar a las 3:30 a.m., desapareció. Y ese es uno de los muchos secretos que la ciudad de la niebla engulló. Dejando solo migajas de un enigma que nadie puede descifrar ni descubrir.
El manto de la noche cayó bajo la ciudad, sus calles desoladas con la única compañía de la luna y la suave y gentil llovizna que acarició los tejados de las casas y los edificios. La niebla besó el suelo y el golpeteo de unos pasos hicieron ecos en las callejuelas inhabitadas. Un hombre con sombrero derrapó en una de las esquinas mientras corría y su respiración agitada creaba un vaho que se le asemejaba al humo de una chimenea. Su abrigo bailó con el viento y sus mocasines recién pulidos en la tarde de ese mismo día o, mejor dicho, el día de ayer, ahora rechinaban por la humedad de la lluvia.
Chevalier con el corazón agitado se recostó sobre la fachada de un edificio departamental, su camino estaba vacío, pero sus instintos, como alarmas de un mal clima, clamaban lo contrario. Tomó aire de nuevo y se volvió a encaminar por los oscuros callejones. Ya podía divisar a distancia la estructura gótica de la catedral, su respiración desesperada era un alarido exacerbado de sus pulmones por colapsar. El sudor recorrió su espalda y la adrenalina fue una corriente invisible, magnética, para seguir corriendo. A unos metros de la entrada, que era su destino, Chevalier cayó contra el asfalto empujado por unas manos desde las penumbras, aparecieron dos hombres como espantos de la noche en búsqueda de una víctima a quien aterrorizar. Sus rostros ocultos por la ubicación en contra de la luz. Chevalier yacía en el suelo húmedo, aferrado a su diario que había escondido bajo la capa de su abrigo, resguardándolo de la niebla, la lluvia y de los espectros malignos que paseaban por las tinieblas de la metrópoli. En medio de ellos dos, una tercera figura tomo forma y de allí salió un hombre, este con menos pudibundez se acercó más a los pies de la farola donde había caído Chevalier. Su altura promedio no era amenazante, un rostro muy común a excepción de su bigote chevron color púrpura, sus ojos color noche eran los más intimidante, su traje negro a diferencia de los otros dos era más formal y elegante, su corbata del mismo tono que el bigote, parecían brillar como si fueran un cartel neón de algún pub irlandés de la capital.
—¿Escapaba de algo o alguien, Señor Chevalier? —su voz era fría y áspera, pero sin perder en cada una la connotación de su evidente elegancia y su muy pronunciado acento parisino.
El hombre de traje se agachó a unos pasos y sacudió con sus manos el sombrero que su acompañante dejó caer después que este se desplomara en el suelo. Notó en él sus axiomáticas ojeras y la descuidada barba que estaba volviéndole a crecer y como asía aún más del diario que escondía en su pecho. Chevalier tenía una apariencia negligente, pero un rostro joven y varonil, aun bajo el cielo nocturno, sus ojos esmeraldas refulgían y su mirada penetrante e impasible, capaz de ver cada detalle, siendo este experto en descifrar almas con solo observarlas. El desconocido bajo esa escultura bien tallada de formalidad diplomática se escondía una bestia que carecía de paciencia, el hombre de traje y de corbata púrpura se irguió y preguntó de nuevo con vehemencia:
—¿Dónde tiene su carta, señor Chevalier? — Chevalier guardó silencio. Y las farolas parecieron tragar en seco, atónitas como testigos—. Soy un hombre de palabra, le prometo no hacerle daño, al menos, no más de aquel que no pueda soportar su cuerpo.
Los dos hombres de trajes que estaban en frente se acercaron, movidos por las cuerdas invisibles de su titiritero. El hombre de la corbata púrpura se restregó el rostro con frustración, mientras que sus lacayos rebosantes de fuerza bruta que de vocabulario le sacaban quejidos de dolor a lo que alguna vez fue el Sr. Chevalier. Quizás por la tenebrosidad le pareció ver algo entre la niebla, pero lo ignoró. El diario se deslizó por el piso y el hombre de corbata púrpura, ansioso de ver su objeto preciado, con decepción solo se encontró con el borrador con una caligrafía desternillante e ininteligible de una media novela, novela de que jamás se leyó, jamás se publicó o se oyó alguna vez nombrar, una novela media escrita, es decir, con media alma y todos saben que con media alma no es posible vivir. Tal vez esa fue la suerte del Sr. Chevalier antes de que la niebla se lo tragara.
⚜⚜⚜
Los candelabros de plata juntos con las velas parecían ser la única compañía del mayordomo. Con pañuelo en mano limpió el sudor de su frente y, con la otra, llevaba una lámpara donde estaba una vela tímida resguardada del frío por columnas de acero, así se sentía él, protegido dentro de las columnas de la mansión mirando detrás de los garrotes que él llamaba ventanas. De nuevo miró por el ventanal en búsqueda del huésped, volteó y el reloj marcaba las 3:45 a.m., el convidado no iba a llegar, quizás no hoy, tal vez mañana o tal vez nunca. Corrió por los pasillos de la catedral en la búsqueda de su amo, le encontró observado la vidriera de colores con un libro en la mano. El mayordomo ignoró la mesa del comedor que estaba sustentada de jugosos refrigerios y de un banquete que a cualquiera le podría satisfacer el apetito, los platos bien puestos según la orden de etiqueta, aunque se esperaba un solo huésped, esta estaba arreglada para cinco personas sin contar al anfitrión.
—Señor, nuestro huésped no llegará —dijo el mayordomo dejando la lámpara en la mesa.
—Prepara el té, Álef —contestó su amo sacando su reloj de bolsillo—, de nada sirve la función si no hay público a quien impresionar y yo que me había puesto mi mejor ropa —se quejó con falsa molestia.
Sus ojos dorados opacaron la luz de los candelabros, su camisa negra y chaqueta bicolor, que unía sus dos mitades verticales blanco y rojo; una manga nívea y otra manga carmesí. Su sombrero de copa estrafalario ni su cabello vino tinto con reflejos plateados sorprendieron al mayordomo, sino por la hora para hacer el té.
—¿El té, señor?
—Antes de que me digas, cualquier hora es apetecible para hacer té. Y más cuando mi huésped me ha dejado mal parado.
—¿Se habrá equivocado de camino? —mencionó el mayordomo acomodándose un mechón blanco de su cabello.
—No importa cuál camino haya escogido. Tan solo que uno sepa su destino, cualquier camino es correcto, al menos, que no hayas corrido lo suficientemente rápido para no ser tragado por la oscuridad y la bruma.
Y sin previo aviso, el timbre sonó, dejando un enigmático eco en toda la catedral.
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