Capítulo IV
—"Corre entre un río de muchedumbre, un hijo de Alejandría. Pisan sus talones frágiles la guardia suiza. ¿Dónde encontrará la paz, su voz y risa? Busca, busca, busca entre las ruinas del castillo errante, un nombre oscuro que susurra la brisa" — citó el profeta bajo la luz de la luna, su cabello largo danzaba de manera solemne y elegante. Su túnica plateada se movía como una estela boreal y de repente, unos ojos ambarinos le acecharon desde la oscuridad.
⚜⚜⚜
En las bulliciosas calles de la ciudad, un niño de tez morena y ojos oscuros corre apresuradamente y choca con algunos transeúntes. La adrenalina y el miedo recorre por todo su cuerpo y en cuestión de segundos una bala le roza su costado, una turbación le invade por completo y no se atreve a mirarse la camisa roja por temor de ver la herida. Las personas, adueñadas de su instinto más primitivo al escuchar el sonido de un disparo, corren como una estampida de animales sin mirar atrás.
—¿Le acabas de disparar a un niño? —preguntó un policía a su compañero.
—Ya escuchaste lo que dijo el jefe, esa cosa no es humano ¿Acaso no viste como hizo explotar todo allá? —le respondió con desdén—, podemos decir que le dimos a algún civil como daño colateral, es parte del oficio.
Y ambos siguieron persiguiendo a su presa de camisa roja, uno más decidido que otro, el primero solo cazaba una presa, pero el segundo, recordaba que tenía un hijo de esa edad y de repente se le hizo un nudo en el pecho.
Farid, más movido por las personas que por sus piernas se adentró en un centro comercial, asustado, herido, perseguido y cayó indefenso en el piso.
—¡Muévete! Antes de que me arrepienta —dijo una camarera introduciendo las llaves en las esposas que le aprisionaba. Movía de un lado a otro el cuerpo del niño como si fuera un muñeco de trapo.
Parpadeó y los recuerdos volvieron a su mente. La policía lo estaba buscando y después de un gran espectáculo de fuegos artificiales por parte de su genio, se desplomó en el piso de un restaurante en un centro comercial.
—¿Quién eres? ¿Por qué me ayudas? —preguntó el chiquillo mareado. Viendo de un lado a otro.
La joven no se fijó en los rasgos árabes del niño. Cerró la puerta con llave y revisó detenidamente las cámaras de seguridad de la oficina, observando cada punto de vigilancia. El niño acarició las marcas rojizas dejadas por las esposas con delicadeza, al tiempo que un grito escapaba de sus labios, asustando a ambos. Llevó las manos a sus costillas y cerró los ojos, lleno de miedo. La camisa bermellón de él comenzó a teñirse más de negro y su acompañante buscó con agilidad ubicando diligentemente el botiquín de primeros auxilios. Ella se precipitó encima del niño, tratándole la herida superficial de su costado. El algodón se coloró negro tinto, su sangre en vez de carmesí era tan negra como la sombra de luna, pero la chica no preguntó.
—¿Quién eres? —fue lo único que preguntó el chiquillo escrupuloso.
—No debo de estar aquí ni haciendo esto, pero no me lo perdonaría si no hago nada. Ahora cállate y escúchame —mencionó la chica tomándole por los hombros y sus ojos negros como el primer día de lluvia después de la sequía lo hipnotizaron—, yo te ayudaré a salir de acá, pero del centro comercial tendrás que hacerlo solo. Ve por las escaleras del estacionamiento que están del lado derecho ¡Derecho! ¿Me escuchaste?
—Escaleras del lado derecho.
—Bien —dijo ella.
—Pero no puedo irme sin mi... Carta.
Los ojos de ella le miraron fieros, pero en segundos una calma álgida se sembró en su temperamento.
—Ya me encargué de eso —fue lo último que dijo ella, pero por alguna razón al pequeño le preocupó.
⚜⚜⚜
A media cuadra, los pasos de algunos policías hacían vibrar el suelo. Se decía que fue un ataque terrorista, otros que fue por causa de unos vándalos juveniles y unos pocos, que una criatura espantosa apareció del humo y una llamarada causando un gran incendio. Muchos rumores comenzaron a recorrer por la ciudad, pero la última era la más disparatada. Los agentes policiales avanzaban con sus armas en posición, chalecos protegiéndolos y atentos a la espera de la comunicación de uno de sus compañeros. Algunos soldados de destacamento especial también aguardaban en reposo, pendientes de las instrucciones directas de su sargento.
—Comienzo a creer que los militares no son más que las baratijas al mayor del gobierno de una nación. Creados en masa, pero igual de inútiles individualmente.
El sargento enrojecido en cólera e iba a protestar cuando el vocerío de los civiles les interrumpió. Los militares por instinto agarraron sus armas y observaron con ojos de depredador el perímetro.
—¡Ah, una mierda! ¡No sirven para nada! —gritó el agente de traje gris sacando una caja de cigarros de su bolsillo—, mis hombres ya lo habrían hecho y deshecho en cuestión de segundos ¡Cazzo!
—¿Señor...? —preguntó el Sargento.
—Citati —pausó—, Piero Citati —respondió encendiendo el cigarrillo.
El sargento Hernández apretó con firmeza su arma, blanqueando sus nudillos. Trabajar con un italiano le producía más molestia que interés. Sonrió con desprecio y permaneció en silencio. Sus subordinados le observaron y comprendieron que, en caso de agotarse su paciencia, no habría italiano con quien disputar.
⚜⚜⚜
La camarera salió por la puerta seguida de Farid. Ambos se dirigieron por los pasillos del restaurante y se podía ver humo saliendo al fondo. La joven parecía tranquila e imperturbable, lo que resultaba extraño para el niño. Hizo un gesto con la mano y continuaron caminando. Farid pensó que quizás había un incendio, lo cual explicaría por qué había gente afuera mirando a través de las ventanas de vidrio y por qué no lo estaban vigilando sin sospechar que uno de sus empleados le estaba ayudando a escapar. Un hombre, un anciano con el cabello blanco y una mujer delgada con una camisa negra con el logo del establecimiento, estaban ayudando a sacar a los civiles y algunos empleados mientras intentaban apagar el fuego que había comenzado en la cocina. Farid no confiaba en su compañera, no tenía motivos para ayudarlo ni protegerlo, por lo que no dudaría en escaparse en cuanto ella se distrajera.
—Si sales corriendo por la puerta, aquel hombre de camisa azul que están con los dueños del restaurante te atrapará. Tiene tu carta y un boletín de búsqueda con tu rostro —dijo ella sin despegar su mirada del hombre—, sospecho que es un detective.
—¿Por qué debería creerte? ¿Por qué traicionarías a uno de los tuyos por un desconocido? —se quejó Farid, irritado por su incansable travesía. Estaba cansado, con hambre y herido. Quiso llorar, pero su indomable orgullo se lo impedía.
—¿Mejor? —respondió sin conmoverse—, no estoy en favor ni en contra de nada, no pienso si algo me conviene o no, si tengo que hacer lo correcto rompiendo los esquemas de los demás, lo haré. Mi conciencia tiene mucho más peso que las opiniones vacías del mundo.
Reinó un breve silencio, pero después sin remordimiento la joven actuó con intrepidez y rapidez al tomar una silla y golpear con ella en la nuca al hombre. Él se tambaleó y antes de poder reaccionar, la chica volvió a golpearlo. Finalmente, cayó inconsciente, pero no sin antes alcanzarle a verle el rostro por unos segundos. La chica registró los bolsillos y descubrió una carta. Era un naipe amarillo con la imagen de un genio grabada en el centro. Lo miró brevemente y se la entregó a Farid, quien la tomó emocionado y sus ojos brillaron de alegría y emoción al mismo tiempo. Además de esa carta, se encontró con otras dos más que estaban en una bolsa de color transparente.
—Llévatelas —dijo la muchacha.
Los dos oyeron pasos y el humo se hizo más intenso. Se oyeron gritos, susurros y advertencias de policías y militares que buscaban a un sospechoso. Farid era intuitivo y desconfiaba de cualquier persona desconocida, tal como le habían enseñado, pero algo en ella le hacía cuestionar lo que le habían inculcado.
—Ven conmigo —respondió con honestidad.
—No puedo, abajo tengo que un amigo que te ayudará a salir de aquí, su nombre es Jude. Confía en él.
—Ven conmigo —repetía el niño. Ella dudó, le miró y luego al detective que estaba inconsciente a sus pies. Los dos arrastraron al hombre lo más lejos posible de las llamas y cuando recién lo habían dejado en el suelo fuera de peligro una voz grave y rasposa les grito:
—¡Ahí estás! ¡Sucias ratas! —gritó un hombre de traje gris en un acento italiano.
Farid y ella huyeron rápidamente mientras las llamas continuaban consumiendo las paredes, justo en el momento en que los bomberos subían las escaleras. Citati, el Sargento Hernández y dos de sus hombres los seguían de cerca.
Jude los esperaba ansiosamente y se alegró al ver a su compañera bajar con el niño.
—Dame la carta azul —dijo la muchacha al niño.
—Ligeia, ¿qué está pasando? ¿Esos son policías?
—Sí —respondió la joven—, supieron que me robaba las salsas de la alacena.
—Tú no sabes qué son, ni cómo se utilizan, lo que sea que te han dicho, no lo puedes tomar a la ligera — advirtió Farid. Ella sacó la carta azul y la miró con detenimiento. Jude sudaba nervioso cuando vio la presencia de gente armada que les perseguía.
—¿En auto?
—Ya no nos servirá, lo más probable es que haya más policías cerca y los bomberos obstaculizaron la salida.
—Lig... —comentó Jude. Cuando la muchacha agarro una carta y habló en un idioma ininteligible para él.
—¡No puedes usar un Hridpyrus si no te ha elegido! —gritó Farid asustado.
—No tienes que ser elegido —respondió cerrando sus ojos —, basta con ser digno.
La carta se desplegó y emanó un resplandor azul que momentáneamente los deslumbró. Citati los observaba atónito, mientras el sargento Hernández parpadeaba tratando de comprender lo que sucedía. El brillo celeste de la carta continuaba emanando, revelando unas marcas del mismo color que recorrían la palma de la mano de la joven. De repente, los perseguidores reaccionaron y, sin previo aviso, las marcas se adhirieron al cristal de una librería que se encontraba frente a ellos. Los cristales comenzaron a moverse y a sobresalir del marco.
—¡Salten! —dijo la chica antes de cruzar y saltar hacia los cristales movedizos. Farid le siguió y Jude dudó, quedarse era una opción, podría arrepentirse diciendo que le habían obligado a participar, pero harto de rendirse y de ser ordinario, saltó.
Citati maldijo en italiano y el sargento le miraba de manera suspicaz. Su comportamiento indómito e irascible le dominó y tomándole por al saco al italiano con rabia pura le escupió el rostro.
—¿Qué fue eso? Más le vale que me explique —dijo el sargento acercándole su rostro que parecía estallar en cólera.
Uno de sus hombres sonrió satisfecho, mientras que otro solo susurró acercándose al vidrio que ahora yacía inmóvil.
—Solo los poderes extraordinarios pueden ser utilizados por seres extraordinarios —fue lo que dijo antes de persignarse y tomando con calidez el crucifijo en su cuello.
⚜⚜⚜
—Eso es lo que ha pasado, es lo que pude ver del futuro —dijo el profeta con indiferencia.
—Las cosas que serán aún no lo son, al menos que sea el momento que sean —respondió su visitante con una sonrisa.
—¿Satisfecho, sombrerero? —preguntó con voz pausada, pero si se prestaba la suficiente atención se podía notar la irritación en sus palabras.
—Completamente —respondió la segunda voz—, aunque, el tiempo no es más que una mera ilusión para mí. A veces me pregunto... — Pausó abruptamente, pensando como si el asunto le perturbara—, ¿es un premio o un castigo para un masoquista que lo torturen? —se preguntó el sombrero con suma responsabilidad.
—Solo tú puedes decir algo tan descabellada e irracional de manera tan adusta y seria.
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