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4. Manada


CAPÍTULO 4: 

MANADA


Dardo despertó con un gruñido. Entreabrió los ojos. Todo estaba demasiado brillante, demasiado tranquilo. El aire no olía a encierro, a sangre, ni a miedo.

Olía a sol. A flores frescas. A lavanda.

A...

Su visión aún era borrosa, pero distinguió pequeños rostros asomándose a su alrededor, susurrando y riendo entredientes. Dardo frunció el ceño. Sus músculos se tensaron, listos para saltar.

—Mira su pelo, es más largo que el de Beom.

—Y su barba, parece un oso. ¿Podemos tocarlo?

Dardo gruñó bajo, y los niños se sobresaltaron, pero no corrieron. Uno de ellos, una niña de cabello rojo y blanco y enormes ojos, se acercó a la cama.

—Hola —le dijo—. Somos tus nuevos enfermeros. El de las orejas —señaló al niño rubio con orejas puntiagudas—, se llama Sean. El que dice que pareces un oso es Raúl, y yo me llamo Zoe. ¿Tú cómo te llamas?

Sean le pegó un golpe en el hombro.

—¡Ay! —se quejó Zoe—. ¿Por qué me pegas?

—Helia ha dicho que no se acuerda de nada —susurró.

—Pero tiene que saber su nombre —Zoe insistió con ojos brillantes.

Raúl, bufó.

—Cuando una persona pierde la memoria tampoco se acuerda de quién es, tonta —le dijo.

—No me llames tonta —la niña hinchó los mofletes.

—Ya basta —la voz de Helia se deslizó entre ellos suave.

Dardo giró la cabeza.

Estaba allí. Justo al lado de la cama.

Llevaba un bata blanca, y ropa azul bajo ella. Su cabello negro estaba sujeto en una trenza, su piel tenía un brillo irreal, cómo si atrapara toda la luz que atravesaba la ventana. No olía cómo los demás. No olía cómo los niños.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó acariciando la cabeza de Zoe.

—Lo hemos vigilado muy bien, ¿verdad?

Helia le sonrió.

—Sí, señorita —luego devolvió la vista a Dardo—. Llevas una semana inconscien...

Dardo no lo dejó terminar. Se incorporó con un movimiento brusco. Algo tiró de su brazo y un dolor punzante le recorrió la piel. Miró la aguja que tenía clavada en la vena, y sin pensarlo, la arrancó.

Helia suspiró.

—Sabía que harías eso.

Dardo se puso en pie. Su cuerpo aún débil protesto, los músculos le dolían, pero eso no importaba.

El cachorro.

Miró alrededor de la sala. No estaba.

Su pecho se encogió.

—¿Dónde está? —gruñó, áspero. Los tres niños se escondieron tras Helia.

—Fuera. Está jugando con Ivarr y los demás.

Dardo no escuchó nada más. Su instinto lo arrastró hacia la puerta de la cabaña y la abrió de golpe. El sol le golpeó la cara con una calidez que no recordaba. Parpadeó, aturdido. El mundo parecía ser mucho más grande.

El cielo se extendía amplio y limpio. La hierba se movía con la débil brisa del viento. Y, entre risas infantiles, el cachorro corría de un lado a otro, torpe pero feliz, rodeado de otros niños y de un hombre alto cuyo cabello le recordaba al de Zoe.

Dardo se quedó inmóvil.

El cachorro estaba bien.

Nada de jaulas. Nada de cadenas. Nada de dolor.

Alguien lo empujó por detrás y Zoe salió corriendo cómo un relámpago. Se lanzó sobre la espalda del lobo adulto, y todos los niños a su alrededor la imitaron. Los pasos del cachorro se quedaron a mitad del salto cuando dieron con Dardo. Instintivamente, corrió hacia él y Dardo lo sujetó entre sus brazos.

—Ha engordado un par de kilos —dijo una voz por el momento desconocida. Giró hacia la casa. El lobo estaba apoyado en el marco de la puerta con los brazos cruzados sobre su pecho. Su tono era amable, pero contenido. Era alto, quizá un poco más que Dardo. Llevaba la cabeza rapada y una cicatriz en su ojo.

Dardo quiso gruñir, sin embargo, su lobo se sentó en las pirámides de su mente. La bestia amainando.

—Tú eres...

—Caleb —respondió, aunque Dardo ya lo había adivinado—. Soy el líder de la manada. ¿Te sientes más tranquilo cómo para sentarte un rato a hablar?

—Necesita comer primero —añadió Helia—. Luego, podréis hablar todo lo que queráis.

Dardo no quería moverse de ahí. El sol seguía quemándole la espalda, y aunque los niños habían dejado de jugar para mirarlo, podía escuchar a los pájaros cantar y el sonido de la madre naturaleza bajo sus pies. Sin embargo, su cuerpo tenía otras ideas. En cuanto captó el olor a carne, su estómago rugió.

Caleb lo dejó pasar y siguió a Helia con el cachorro en brazos hasta la cocina. Se dejó caer sobre la silla, tomó el primer trozo con las manos y hundió los dientes en él. El primer trozo fue para el cachorro, pero Helia se acercó con más carne en un cuenco pequeño.

El cachorro saltó de sus brazos para devorarlo, mientras que Dardo hacía lo mismo con la carne de su plato. Parte del jugo y sangre se escurrió por su barbilla, pero no le importó mancharse la ropa especie de bata azul que le habían puesto. Lamió sus dedos a conciencia y sólo cuando terminó, levantó la cabeza y vio a Helia observándolo en silencio.

—¿Qué? —gruñó Dardo.

Helia bajó la mirada.

—¿Te sientes mejor, Dardo?

Tal y cómo había ocurrido antes, su lobo se movió hacia la voz del Alfa. No debería ser así. A veces, en el circo, traían a diferentes lobos para pelear. La mayoría eran dominantes, y sus instintos los lanzaban a pelear, pero aquí... su lobo no quería pelear con ese hombre. No quería enseñarle los dientes. No quería gruñirle a menos que diera dos pasos más cerca de Helia y lo tocara. Su lobo estaba... tranquilo.

—¿Qué es este lugar? —preguntó ronco.

—Se llama manada. Tú naciste aquí —respondió Caleb —. Te secuestraron cuando tenías nueve años.

Dardo sacudió su cabeza.

—No. Yo... —se movió en la silla inquieto—. Me acordaría de eso.

—Han pasado quince años —añadió Helia— ¿Recuerdas dónde has estado todo este tiempo? No hace falta que nos lo cuentes ahora, puedes tomarte el tiempo que necesites.

Dardo apretó la mandíbula cuando Caleb levantó la mano y la llevó al hombro del Beta. Era un pequeño apretón.

—No imaginamos lo difíciles que han sido para ti todos estos años, pero la manada no está atravesando por su mejor momento, y necesitamos toda la ayuda posible.

—¿Mi ayuda? —pronunció entredientes.

Para alivio del lobo, Caleb bajó la mano.

—Es pronto aún para darte esa información —intervino Helia antes de que Caleb abriera la boca—. Primero necesitas una buena ducha, reposar y comer más. Cuando te hayas incorporado al día día de la manada, tendremos esta conversación —Helia dedicó esas últimas palabras a Caleb, y los puños de Dardo se cerraron y abrieron sintiendo las garras clavándose en sus palmas.

Caleb asintió.

—Le vendría bien esa ducha, y un buen corte de pelo.

—Llamaré a Amy.

—Nadie me tocará —Dardo sentenció—. Y mucho menos una hembra que no conozco.

—Sé que es difícil, pero debes aprender a confiar.

—No —volvió a negar hacia Helia.

El Beta miró a Caleb, cómo si pretendiera que él hiciera algo.

—Tú lo educaste, ¿no? Estoy seguro de que puedes convencerlo para que se corte el pelo —le dijo a Helia.

—Yo no...

—A ti te hacía caso.

—Eso era cuando tenía nueve años, Caleb. Y no me obedecía nunca del todo —le recriminó Helia.

¿Hablaban de él?

—Ahora está a tu cuidado. 

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