2. Mío
CAPÍTULO 2:
MÍO
Luz.
Dolor.
Y metal.
El lobo gruñó bajo. El aire le quemaba la nariz. Su garganta dolía de tanto rugir, y sus músculos tensos se preparaban para pelear de nuevo. Lo único que le importaba era proteger. Proteger al cachorro. Proteger...
Olor.
El lobo se quedó inmóbil.
Dulce. Era algo dulce.
Sus garras dejaron de arañar el suelo. Su mandíbula, apretada por el instinto, se relajó apenas.
Otra vez ese olor.
Lo necesitaba más cerca.
Se movió. La cadena en su cuello se tensó, le gruñó al metal, pero siguió avanzando hasta terminar de aplastar al hombre contra la pared.
El hombre no se movió. No corrió. No le pegó.
El lobo ladeó la cabeza. Sin comprender.
Los otros humanos siempre le pegaban. O gritaban. O lanzaban cosas. Y amenazaban al cachorro. O todo a la vez. Éste no. Era diferente.
Éste temblaba.
Olió la piel del hombro. Más cerca. Gruñó. Más. Algo manchó su hocico cuando la tocó.
Sangre. Era sangre.
Gruñó bajo. El olor era más fuerte.
Bajó la cabeza y lo lamió. La piel pálida de su hombro estaba herida. Su estómago rugió ante el recuerdo de la sangre, pero no era para comer.
Mío. Mío. Mío.
El lobo sacó los dientes de nuevo. Olió en su cuello y respiró tan profundo que los pinchazos en sus costillas debido a los golpes que había recibido regresaron.
—Dardo... —susurró el humano, sus manos hicieron un amago de tocarlo pero el lobo gruñó en desacuerdo —Tranquilo... estás en casa.
Casa. Casa. ¿Qué era eso?
El pequeño cachorro escapó de las piernas del hombre. Resbaló por culpa del suelo y cayó. El lobo retrocedió unos pasos, abrió las fauces y agarró al cachorro del pescuezo. Lo volvió a dejar en el mismo sitio entre ellos dos y le gruñó a modo de reprimenda por salir de su seguridad.
Ese hombre estaba también en su círculo. Pero no entendía por qué. Una parte de él quería clavarle los dientes en el cuello y partes blandas y despedazarlo. Y la otra parte... la otra era aún mucho más confusa.
Escuchó pasos y le dio la espalda al hombre para empezar a gruñir hacia la puerta cerrada. El cachorro se quedó atrás, justo cómo le había enseñado y entre sus patas y el lobo se agazapó esperando a que esos hombres volvieran a entrar para atacar.
Nadie entró. Tocaron a la puerta y el lobo apretó más su cuerpo contra el del hombre.
A salvo.
Protegido.
Casa.
—Es la comida —dijo bajo—. ¿Tienes hambre?
¿Hambre? El lobo recordaba esa palabra. Sabía lo que significaba. Lo que dolía. Lo que tenía que hacer por ella. Por el cachorro.
—Han alimentado al cachorro, pero estoy seguro de que tú aún no has comido ni bebido nada.
El lobo giró la cabeza hacia él. Le enseñó los dientes. Pero no atacó. No podía hacerlo.
—Deja que vaya a por la comida.
En cuanto él hizo un amago de moverse, el lobo no lo permitió. Volvió a aplastarlo contra la pared. El cachorro rodeó sus patas.
No.
Seguro.
Casa.
—Necesitas comer —repitió—. Sé que no me harás daño, Dardo.
Daño. Dolor. Sangre.
La mano del hombre se movió temblorosa hacía él. No brusca. No agresiva. Su cuerpo se tensó de nuevo, listo para atacar. Lo único que le hizo quedarse quieto fue de nuevo ese olor que emanaba del extraño.
Sintió un pinchazo en las costillas, justo donde él había rozado y pegó un salto hacia atrás sacando sus dientes y garras a la vez.
El cachorro lloró.
—Tienes las costillas destrozadas. Déjame ayudarte.
No.
El lobo rugió.
No te muevas.
—Tienes que comer.
El humano se colocó de rodillas y empezó a avanzar. El lobo retrocedió con él, le gruñó al cachorro y el cachorro corrió hacía sus patas.
Para. Te harán daño, quiso gritarle al hombre. No te muevas. Quédate tras de mí. Proteger. Yo te protegeré. Esa gente te hará daño.
El cachorro volvió a tropezar con sus patas y el humano aprovechó que el lobo se giró a ayudarlo para avanzar más rápido hacia la puerta.
Las alarmas estallaron en el cerebro del Alfa. Sus garras se abalanzaron sobre su espalda. Y entonces, un calor abrasador recorrió su columna vertebral, doblándolo sobre sí mismo. Su piel quedó fría, sus músculos crujieron con el impacto y su visión por un momento, se tornó borrosa. Supo que algo había cambiado cuando abrió los ojos y encontró al hombre atrapado entre el suelo y unos brazos pálidos que parecían pertenecerle.
Él tembló.
El lobo lo sintió.
Por instinto, acercó el rostro. Su nariz deslizándose contra la mejilla suave del otro hombre.
Miedo.
El cachorro gimió.
Dardo apretó los dientes, los delgados músculos de su espalda marcándose con la tensión. Su mente estaba desordenada. Hacía frío. Mucho frío. Un torbellino de imágenes borrosas llegó a su cabeza: la jaula, la paja rota bajo sus patas, humanos cargados de armas... sonidos nuevos y escalofriantes. Recordaba haber puesto al cachorro a salvo bajo sus patas, recordaba a los hombres de negro, recordaba un pinchazo en su nuca y luego oscuridad. Recordaba el dolor. La sensación de despertar solo. El frío collar en su cuello. Soledad. Recordaba gruñir, abalanzarse sobre los barrotes de la pequeña celda en busca del cachorro. Recordaba...
No sabes quién soy, ¿verdad?
El Alfa lamió sus labios secos.
—¿Quién eres? —fue el primer sonido, casi animal, que salió de su garganta después de meses encerrado bajo la piel de la bestia.
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